Capítulo II

El adolescente normal frente a la normalidad adolescente

Un lugar común en los últimos años es asumir que este es un tiempo de crisis, un tiempo de cambios, cuya profundidad y consecuencias todavía desconocemos. Desde una perspectiva más limitada, se ha hablado durante años de crisis financiera o económica. A estas se añaden la crisis sanitaria, política, medioambiental, alimentaria, social, etc. Algunos, como Jerónimo Bellido, hablan de crisis de civilización y cambio de paradigma. Y en este contexto queremos hacernos la pregunta de cómo la crisis está afectando a los adolescentes, sujetos sociales que siempre están en crisis, por definición de su propio estatus intermedio entre la infancia y la adultez. ¿Qué supone para ellos esta crisis sistémica en lo concreto y en lo simbólico?

La etapa adolescente se caracteriza por ser un momento evolutivo clave en la formación de la identidad y por ser también un momento de crisis fundamental en la evolución y el crecimiento. Desde esta perspectiva, la adolescencia se presenta como una etapa de mayor vulnerabilidad psíquica dentro del ciclo vital. En palabras de Schmid-Kitsikis (2004), «No hay adolescencia sin crisis de adolescencia» (pág. 83). Esta autora resalta la conceptualización de crisis como testimonio de un momento crítico del desarrollo vital y simultáneamente la expresión del trabajo psíquico al servicio del desarrollo. Se conceptualiza entonces la crisis como catalizadora de maduración, de desarrollo, de evolución, incluso como un componente esencial que da cuenta del momento vital puesto al servicio del desarrollo evolutivo, de la construcción de una identidad propia. También se podría pensar esta crisis como un símbolo comunicativo que solicita el acompañamiento adulto, como una alarma evolutiva que reclama la presencia adulta para que todos los cambios que se están produciendo reciban atención, cuidados y guía de las personas que rodean al adolescente y que han pasado previamente con éxito esta fase del desarrollo.

Durante la adolescencia, los comportamientos se ven alterados como manifestaciones de una búsqueda de la identidad en la que el joven se enfrenta a un cuerpo que cambia, unos roles sociales que cambian y, en definitiva, una identidad que cambia. Todo este proceso está determinado por el deseo y los intereses del joven, la exigencia social y las renuncias a buena parte de los beneficios de la infancia (la protección, la dependencia, la inocencia, etc.).

Es cierto que la adolescencia siempre fue identificada como un periodo caracterizado por la desmesura, la transgresión o la rebeldía. Así lo definían Aberasturi y Knobel (1971) cuando hablaban del «síndrome normal de la adolescencia». Ya en La República de Platón (2018) se hace referencia a que Sócrates consideraba que la juventud tenía que caminar entre la pasión por quemar la vida y la pasión por construirla. Siguiendo a estos autores, la normalidad se entiende como capacidad para lograr la satisfacción básica del sujeto haciendo uso de los recursos existentes para lograr las satisfacciones básicas del individuo. En el caso del adolescente, se puede hablar de una «patología normal», paradoja que se entiende como una forma de integrar sus desviaciones en el contexto de la realidad humana que le rodea. Desde el punto de vista de los adultos, la personalidad adolescente aparecería como una configuración semipatológica, pero desde un punto de vista evolutivo resulta congruente. La clave está en que la personalidad adolescente es una estructuración fluida, de la que si hacemos una lectura en un momento puntual puede tener los rasgos propios de un trastorno de personalidad, y si la analizamos en el tiempo resultará cambiante dentro de un proceso de maduración.

El síndrome normal de la adolescencia se caracterizará por diez rasgos o síntomas:

1) Proceso de separación de los padres reales. Las figuras parentales están internalizadas, por lo que se puede iniciar el proceso de autonomía. Si durante la crianza, la infancia y el periodo de latencia todo ha ocurrido con normalidad, el adolescente tendrá un yo dotado de mecanismos de defensa operativos y un superyó que le permitirá empezar a operar socialmente desde una moral autónoma.

2) Búsqueda de la uniformidad grupal que da lugar a una sobreidentificación en los diferentes miembros del grupo de iguales de referencia. El adolescente puede tener un mayor sentimiento de pertenencia respecto a su pandilla de amigos que a su familia. La dependencia y la identificación son transferidas al grupo como forma de reforzar su identidad y de afrontar las ansiedades que generan una autonomía para la que todavía no están preparados. En el grupo se puede contener además el acting out motor, afectivo, o cruel, característico del adolescente. El adolescente hipermoderno vive una ambivalencia constante en este sentido. Por un lado, necesita la identificación con sus iguales para poder ser incluido, desde una supuesta «normalidad» que lo convierta en sujeto de pleno derecho de ese «ser». Por otro lado, busca una identidad propia, un ser auténtico que lo convierta en un sujeto único a los ojos de los demás. La igualdad y la diferencia pasan a formar parte de la creación que está por llegar.

3) El pensamiento del adolescente tiene como una de sus formas características la capacidad de intelectualizar y fantasear. Esta forma de pensamiento actuaría como mecanismo de defensa frente a la angustia de la pérdida.

4) El adolescente pasa por intensos cambios ideológicos como intentos de resolver la angustia que siente y encontrar identificaciones positivas. Por ello aparecen etapas intensamente contradictorias en su forma de entender el mundo, y puede pasar sin solución de continuidad del fervor religioso al nihilismo. El cambio ideológico se enmarcaría en la experimentación, característica fundamental en la adolescencia; es el ensayo-error lo que genera la guía para la búsqueda de aquello que lo reconforte.

5) Se observa en el adolescente una cierta desubicación temporal, con tendencia al presentismo, que generan una intensa tendencia a la procrastinación, la urgencia y la precipitación. El adolescente parecería intentar manejar el tiempo a su antojo, como si fuera un objeto rigiéndose por un tiempo corporal, vivencial o experiencial y negando la sucesión de pasado-presente-futuro, que puede resultarle angustiosa por no sentirse preparado para afrontarla.

6) Existe una evolución en la sexualidad adolescente, que oscila entre el autoerotismo y los comienzos de la actividad genital. Paralelamente comienzan también las búsquedas de la pareja y el enamoramiento con sus procesos de intensa idealización y decepción. La emergencia de una sexualidad madura reactivará la conflictiva edípica que será resuelta a través de la identificación y la pérdida del miedo a la castración por medio de los diferentes logros y conquistas características de esta etapa vital. En este sentido, el grupo de iguales vuelve a presentar una gran relevancia y el desarrollo amatorio puede estar muy marcado por lo que se cree que los demás esperan de este. Además de una mirada interior hacia las nuevas necesidades, emociones y sentimientos que se desarrollan, se despliega una mirada exterior hacia el hacer de los demás, pues la pertenencia también pasa por hacer aquello que se considera que se ha de hacer en una comparativa grupal.

7) Existe una necesaria confrontación generacional. Esto genera que el adolescente provoque cierto rechazo y temor en los adultos cuando inicia una actitud social reivindicatoria. Los ritos sociales de esta etapa de la vida sirven para expresar la rivalidad con los adultos y pedir un estatus social igual al de estos.

8) Contradicciones sucesivas en todas las manifestaciones de la conducta determinadas por la labilidad de su organización defensiva.

9) Se produce una separación progresiva de los padres. Caracterizada por lo que Aberastury y Knobel (1971) denominaron ambivalencia dual, ya que tanto los hijos como los progenitores estarán entrampados entre el deseo y la angustia que provoca este paulatino distanciamiento. En ocasiones, pueden llegar a activarse progresivos mecanismos esquizoparanoides vinculados a la intensa reactualización del conflicto edípico. Con frecuencia, los padres pueden quedar disociados entre buenos y malos y puede ser necesaria la introducción de otros referentes adultos, que actuarán como sustitutos parentales y sobre los que se proyectarán las cargas libidinales.

10) Constantes cambios de humor. La labilidad emocional es típica de la adolescencia y es preciso entenderla sobre la base de los mecanismos de proyección y de duelo por la pérdida de la infancia. Cuando fallan estos intentos de elaboración, los cambios de humor pueden aparecen como en forma de fluctuaciones maniacodepresivas.

La adolescencia no es, en cualquier caso, un proceso determinado únicamente de forma intrapsíquica, de dentro afuera, sino un proceso social determinado por los avatares relacionales del sujeto con cuatro sistemas: el familiar, el escolar, el de los iguales y el macrosistema social (Ortega, 2011). Además de estos cuatro sistemas, hoy en día no es posible entender la adolescencia separada del mundo virtual, mundo que por sí mismo puede llegar a entenderse como un sistema propio, debido a la relevancia que tiene en la vida adolescente. Yolanda López, en una entrevista de Sánchez (2017), explicita las conclusiones llevadas a cabo en su estudio sobre el empleo de las redes sociales por adolescentes y hace referencia a que, además de que esta población dedica muchas horas del día al uso de las redes sociales, este uso va a determinar su identidad, creencias, sistema de valores y forma de ver el mundo en general.

Actualmente, parece existir un consenso generalizado acerca de que en las sociedades occidentales se está produciendo una mayor problematización de la adolescencia, con lo cual también aumenta el número de jóvenes a los que se puede situar dentro del ámbito de la psicopatología. Las cifras oscilan entre el 10 y el 20 % de la población general. Se podría discutir si se trata de un incremento de adolescentes situados más allá del «síndrome de normalidad», o si lo que se ha incrementado es la dificultad de los adultos para hacer frente a las fluctuantes manifestaciones comportamentales y caracteriales de este grupo etario.

Estamos viviendo un cambio social y familiar, que hace pasar de las familias tradicionales a las familias posibles. Martínez, Esteban, Jover y Payá (2016) hacen referencia a la idea de caducidad que hoy en día va pareja a la noción de familia. En el nuevo marco social, la familia solo se mantiene mientras exista el acuerdo por parte de sus componentes de mantenerla. La magnitud de los cambios sucedidos en este contexto genera nuevas dinámicas en la vida familiar, en los roles, en las expectativas y en la aparición de nuevos modelos y vínculos familiares. Acompañando a los cambios sociales que se vienen dando en la configuración y funcionalidad de las familias, las figuras parentales están más difusas; su presencia en la vida del niño es menor. En este contexto, las familias pueden encontrarse con menos recursos para contener el conflicto adolescente. La indefinición de los roles parentales se ve favorecida en ocasiones por la ausencia, dispersión, inconsistencia o confusión de las figuras que los desarrollan. En ocasiones nos encontramos madres y padres que, lejos de situarse en un lugar de autoridad, adoptan el rol de «amigos» de sus hijos, lo que provoca que las figuras parentales carezcan de la consistencia suficiente a la hora de afrontar el conflicto de la crisis adolescente. Crisis en la que el joven busca desapegarse e iniciar un proceso de transición, camino que se ve dificultado y se vuelve más difícil también discernir entre la vida adolescente y la adulta. Es entonces cuando el adolescente puede sentirse defraudado y desprotegido, por lo que la crisis natural de esta etapa puede aparecer más problematizada de lo que correspondería.

Teniendo en cuenta todos estos aspectos, la transición entre la infancia y la vida adulta puede resultar un proceso marcado por la desorientación. Cuando el adolescente busca en el adulto un «otro» por el que guiarse, que sirva de faro en el complejo camino hacia la adultez, pero lo que encuentra es un reflejo de sí mismo que lucha por permanecer en esta etapa, ¿dónde encontrar la luz que orienta hacia la meta deseada? Ante la presencia de mayores dificultades para encontrar referentes adultos consistentes, incluso en la propia familia, gana importancia la presencia de los profesionales como referentes-guía que ayuden a la gestión-normalización del conflicto.

Si a la familia llega el temporal de la adolescencia, debe entenderse que todo el sistema familiar está en crisis. Las crisis asustan por lo que suponen de incertidumbre ante el cambio de un orden establecido, por lo que puedan conllevar de dolor y de pérdida. Pero las crisis son también inevitables en el proceso de crecer. Cuando el hijo crece, la familia estará efectivamente sujeta a un cambio que necesita de un grado de flexibilidad. La juventud siempre ha estado cuestionada por el mundo adulto a lo largo de la historia de la humanidad y podemos encontrar numerosas referencias a escritos sobre esta desde una mirada negativa. Ejemplo de este hecho es la inscripción hallada en un vaso de arcilla de más de cuatro mil años en la antigua ciudad de Babilonia, en la que se podía leer: «Esta juventud está malograda hasta el fondo de su corazón. Muchos jóvenes son malhechores y ociosos. Jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura». A pesar de que somos conscientes de la permanente connotación negativa que acarrea la juventud históricamente, consideramos que, en la actualidad, la juventud está más expuesta que en épocas anteriores. Así, la presencia de los adolescentes en los medios de comunicación es cada vez más importante y vivimos tiempos de mucha alarma social respecto a esta etapa vital. Las noticias en las que las palabras problema y adolescencia aparecen unidas son cada vez más frecuentes y son varios los factores que llaman nuestra atención en la eclosión pública de esta problemática:

La asociación entre violencia y adolescencia. Si tal y como afirman Álvarez-Cienfuegos y Egea (2003) en referencia a las conductas violentas en la adolescencia «la conducta violenta es una defensa ante amenazas externas e internas a un yo frágil en peligro de ser diluido y aplastado en su identidad» (pág. 40), cabe preguntarse sobre los factores que influyen en ese sentimiento de vulnerabilidad tan extremo que induce al adolescente a comunicar de manera violenta su necesidad de arraigarse a la vida, demostrada en una ambivalencia entre el «existir» y el «existir aunque me vaya la vida en ello». Además de esto, Pazos, Oliva y Hernando (2014) encontraron que entre los adolescentes que muestran conductas violentas, la práctica de estas en ambos sexos se veía reducida a medida que la edad iba aumentando o, dicho de otro modo, a medida que iban resolviendo el periodo de crisis de manera satisfactoria.

La problemática de los adolescentes en el medio escolar y el continuo sentimiento de «impotencia» que parece trasladar parte del profesorado. Vivimos un momento social en el que la escuela se ve cuestionada por la familia, hasta llegar a invalidar en ocasiones a las figuras docentes ante sus propios hijos, lo que puede constituir una nueva pérdida de referentes valiosos a los que anclarse en el devenir adolescente. Tal y como indican Martínez, Esteban, Jover y Payá (2016), la familia debe adoptar el compromiso de valorar la función de la escuela y de la práctica docente. Solo así se puede lograr que el esfuerzo y la dedicación de sus hijos con los aprendizajes escolares cobren sentido para ellos. Además, la escuela optimiza su labor cuando trabaja en alianza con las familias y con los demás agentes sociales educativos.

El medio familiar como lugar de ejercicio de la violencia por parte de los jóvenes. Este es un factor que nos cuestiona sobre lo relacional en el interior de los hogares. ¿Qué es lo que lleva a un joven a restringir el uso de la violencia al seno del hogar? No debemos menospreciar la responsabilidad de estos en cuanto a sus actos, pero querer reducir toda la problemática en el joven al puro estilo «hermano mayor» solo puede servir para fijar un chivo expiatorio que elimine toda responsabilidad adulta y descontextualice el acting-out, más allá de la necesidad de tener en cuenta lo determinante de los caracteres impulsivos en estos casos.

La judicialización del comportamiento adolescente. Lo que antes se resolvía en múltiples contextos se resuelve ahora en los juzgados. Llama la atención la ausencia de la palabra en estos casos; el diálogo parece perder fuelle como herramienta principal en la resolución de conflictos.

La creciente demanda de estudios e intervenciones de cara a la salud mental infanto-juvenil. En este sentido, destaca un estudio del INJUVE del año 2009 titulado La salud mental de las personas jóvenes en España, con algunos epígrafes en el índice destacables, como:

Las rupturas familiares en la salud mental de los/as adolescentes.

Los comportamientos «alarmantes» de adolescentes en la sociedad actual: ¿dónde nacen la violencia y las conductas antisociales de los/as adolescentes?

Salud mental en las aulas.

El suicidio adolescente y juvenil en España.

En los últimos años se observa una cada vez más fuerte idealización de la adolescencia como grupo social, al que los niños quieren pertenecer cuanto antes y en el que los adultos querrían permanecer cuanto más tiempo mejor. El adolescente es el principal consumidor en una sociedad de consumo, y sus gustos e intereses determinan el interés colectivo. No hay más que pensar en las actuales preferencias estéticas y de ocio dominantes en casi todos los rangos de edad. La provisionalidad y la fugacidad son la nueva norma social, así como la sobrevaloración de lo agradable, superficial, rápido y divertido (Ortega, 2011). De este modo, la adolescencia parece haberse constituido en una nueva normalidad que sustituye paulatinamente a la adultez. La infancia parece estar progresivamente colonizada por conductas y actitudes correspondientes a la adolescencia. Destacan una temprana erotización y el enorme peso que lo social tiene frente a lo familiar ya en la etapa de latencia. De ahí que las dinámicas de exclusión como el acoso escolar tengan una presencia cada vez más temprana. Es frecuente encontrarnos, por tanto, con adolescentes prepuberales que no han llegado a consolidar suficientemente una percepción de sí que les permita hacer frente al reto de ser ellos mismos en un mundo de iguales. La adolescencia aparece entonces como un mundo salvaje de rivalidad y deseo al que deben hacer frente sin unos mecanismos de defensa suficientemente constituidos. Hay niños que, necesitando todavía el juego como espacio transicional donde proyectar sus deseos y ansiedades, se ven abocados a enfrentarse a la carnalidad adolescente. Frente a esta dificultad pueden reaccionar, dependiendo de la configuración y funcionalidad de sus defensas, con una temprana tendencia al acting-out, con perplejidad o con intensas vivencias regresivas.

Sucede también que la confrontación generacional, característica y necesaria en la adolescencia, aparece diluida al constituirse la adultez como una adolescencia prolongada o adultescencia, caracterizada por un gran interés en el ocio, el consumo y la apariencia juvenil. En este contexto cada vez parece más difícil que el adulto, ya desde el mundo familiar, ya desde el mundo social, pueda introducir en la relación con el niño y el adolescente la idea de límite; y como el conseguir un placer dentro del orden sociocultural pasa también, inevitablemente, por el reconocimiento de las necesidades y los deseos de los otros. Nos encontramos con curiosas inversiones. Más allá de las consideraciones ideológicas subyacentes, en un supuesto debate virtual entre Greta Thunberg y Donald Trump ella parecería representar la normalidad sensata frente al punki impulsivo antisistema.

La adolescencia ocupa el espacio de la infancia y la adultez rompe el reloj biológico y la cronología social, lo que establece un extenso periodo vital de fluidez donde se alimenta la fantasía de que todo es (aún) posible. La constatación del paso del tiempo, del ir cumpliendo años dentro de una vivencia afectivo-relacional en bucle a la que no se ve salida, o la evidencia de la juventud perdida, ya sea por limitaciones o cambios físicos, enfermedades o diferentes pérdidas, pueden derivar en intensos episodios de angustia y desesperanza. Castillo (2016) indica que entre las causas de la actual prolongación adolescente están el temor de las chicas y chicos a hacerse mayores y asumir los roles propios de la adultez y, por otro lado, la dependencia ligada al alargamiento de la fase formativa o al desempleo juvenil. Es aquí donde cabe preguntarnos si nuestros adolescentes saben cuáles son los roles propios de la adultez.

Dice Viéitez (2019) en su crónica sobre el libro de Marina Ruidoms (2019): «Lo que no sabía era que nuestra juventud no significaba los mismo: lo mío sigue pareciendo un tránsito; lo suyo era pura finalidad» (¶ 1). ¿Qué es ser adolescente en el mundo contemporáneo? ¿Una transición hacia el mundo adulto, o un destino ineludible? Para Viéitez (2019), los jóvenes contemporáneos han roto con las narrativas vitales direccionadas de generaciones anteriores y de este modo han logrado una expansión de posibilidades que podría haberlos conducido hasta un lugar de incertidumbre. La pregunta sobre la vida después de la muerte parecería haber sido sustituida por la de si hay vida después de la juventud. De hecho, ¿podemos afirmar que son los jóvenes los que han generado este cambio en la progresividad de las historias de vida o son los adultos los que no han posibilitado que fuese de otro modo?

Moral y Ovejero (2004) hablan de una retroalimentación entre la actual crisis social de un mundo en cambio y la crisis adolescente caracterizada por diferentes factores:

La adolescencia pierde su condición de etapa transitoria para convertirse en una juventud social prolongada.

Los cambios sucedidos en el mundo laboral dificultan la plena inserción sociolaboral de los jóvenes, lo que interfiere en su proceso de autonomía.

Vivimos en una civilización del ocio (Dumazedier, 1968).

La emergencia de un mundo digitalizado donde la realidad opera también en un continuo espacio-tiempo virtual.

El deterioro de las grandes verdades de la modernidad como referentes: la ciencia, el progreso y la razón, sintomatizadas en la creciente preocupación generada por el cambio climático.

La saturación del yo descrita por Gergen (1992).

El peso de las tribus urbanas como movimientos de identificación.

Se están haciendo muy visibles problemáticas de conducta en los adolescentes (violencia familiar, acoso escolar, vandalismo, consumo de sustancias tóxicas, etc.). Pazos, Oliva y Hernando (2014) afirman que la mayoría de los niños y adolescentes que llegan para ser atendidos a las consultas psicológicas muestran problemáticas relacionadas con la aparición de conductas agresivas y desafiantes. Se debe tener en cuenta que recientes estudios concluyen que agudas crisis de adolescencia pueden llegar a niveles más profundos y afectar gravemente al desarrollo de la personalidad e incluso derivar en graves trastornos psíquicos. Estos trabajos alertan acerca de la importancia de las psicopatologías que se pueden desarrollar durante la adolescencia en jóvenes con problemáticas afectivas y de falta de límites y normas. Las investigaciones subrayan la necesidad de intervenciones tempranas y dirigidas a la maduración del adolescente y no únicamente a su conducta. Le Breton (2014) hace referencia a que solo la propia historia y la configuración social y afectiva en la que el adolescente se encuentra insertado darán cuenta de comportamientos que a menudo son síntomas de otro tipo de disfunción, tensión o carencia afectiva.

La adolescencia problemática es una cuestión socialmente global: la conflictividad en la adolescencia se da en todos los estratos sociales, y afecta en diferente grado, pero en todo caso con mucha intensidad, a medios rurales o urbanos, a diversos grupos de pertenencia y a todos los niveles socioeconómicos. Alain Badiou (2017) hace referencia a una menor diferenciación interna en cuanto a clase social entre los jóvenes. En este sentido hablamos de una normalidad adolescente. Se trata de una forma de entender la adolescencia como la nueva norma social. Desde esta perspectiva la adolescencia sería el lugar donde se establecerían la centralidad, la vida y la edad que generaría mayor deseabilidad. Serían por lo tanto los adolescentes quienes podrían ser calificados de normales, aquellos que establecen la referencia. Tal vez por eso la relación de los adultos contemporáneos es tan ambivalente respecto a los adolescentes. Por una parte, nos fascinan hasta el punto de convertirse en los espejos en los que queremos vernos, e imitamos sus formas de vestir, su ocio, sus cuerpos y su lenguaje; por otra parte, los tememos porque los sentimos simultáneamente como diferentes a nosotros y dentro de nosotros, como un alien que se hubiera apoderado de nuestro sentir.

Según Badiou (2017), los adolescentes se encuentran en el umbral de un nuevo mundo más allá de la tradición milenaria. Es posible que ya hayan traspasado ese umbral y nosotros solo podamos observarlos con fascinación, desde el otro lado de una grieta temporal, entre la fascinación y el horror. Podríamos postular al Philip K. Dick que describe Carrère (2018) en su biografía Yo estoy vivo, y vosotros estáis muertos como el primer adolescente hipermoderno, viviendo en una realidad paralela, distópica y esquizotípica que se constituye en norma social. La rotura de los binarismos –hombre frente a mujer, padre frente a madre, adulto frente a niño, real frente a virtual, poderoso frente a sometido– permite pensar en los jóvenes contemporáneos más allá de la organización simbólica en la que nos hemos constituido socialmente. Ante los antiguos binarismos que nos situaban claramente ante la mirada del otro, aparece la diversidad en toda su complejidad, la organización simbólica se diluye y lo que antes era claro ahora pasa a establecerse en un «ser fluctuante», que ya no es inamovible y que en su dilución da paso a una continua reorganización simbólica hipermoderna. La adolescencia se ha convertido en valor de consumo, referencia, objetivo comercial y objetivo de vida. En palabras de Jerónimo Bellido, «La adolescencia ha llegado para quedarse», y Caparrós (2019) lo subscribe cuando afirma:

«Es raro, pero esa rareza es puro prejuicio y nadie podría afirmar que es mejor convertirse –como solíamos– en un señor o una señora, cambiar de estilo, de vidas: caer en aquella trampa tan acrobática de “sentar la cabeza”. Ellos ya son así; los que debemos cambiar somos los viejos» (Caparrós, 2019, ¶ 8).

Volviendo a Berardi (2019), el futuro se decide en la esfera psíquica, lingüística y tecnológica, y el espacio en el que se podrá determinar una transformación es el de la creación y de la invención. Nosotros consideraríamos que solo los propios adolescentes contemporáneos pueden llegar a entender por completo el proceso poshumano en el que se encuentran inmersos, y que únicamente desde ese punto de vista podrán transformarlo desde una perspectiva ética. Seguimos considerando que en el desarrollo de una adolescencia es necesaria la implicación del adulto, que testimonie la posibilidad de un futuro. ¿Y qué adulto? Se puede decir que en la sociedad contemporánea la adultez es vivida como un infortunio frente a las supuestas delicias de la juventud. Para volver a la adultez, sin caer en el riesgo de un retorno nostálgico al poder absoluto patriarcal, tenemos que recuperar un padre real, corporal, responsable de su proyecto de vida, de lo que hace y de lo que no hace, de sus aciertos y sus errores, que asume un lugar activo en su relación con la propia historia vital. Es, en palabras de Recalcati (2015), «un padre, que sabe encarnar en su propia existencia singular, la pasión del deseo, y precisamente porque la sabe encarnar, también puede transmitirla» (pág. 56).

Bibliografía

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