Me quedé mirando el oscuro monasterio, sin poder evitar la sensación de que me devolvía la mirada, enseñando los colmillos en una mueca cruel. Lo cual era una señal de que, después de todo, las supersticiones de Nonna habían conseguido desquiciarme. A menos que una poderosa bruja hubiera lanzado un hechizo del que nunca había oído hablar para dar vida a la piedra caliza y al cristal, solo era un edificio vacío.
—Grazie, Nonna —dije en voz baja, sin sentirme agradecida en absoluto.
Me dirigí a una puerta de madera situada en las sombras más profundas. Las gruesas bisagras de hierro gimieron en señal de protesta cuando me deslicé hacia el interior. En algún lugar de las vigas que quedaban por encima, un pájaro alzó el vuelo, sus alas batiendo al ritmo de mi corazón.
El monasterio de los Capuchinos estaba a menos de un kilómetro de nuestro restaurante y era uno de los edificios más queridos de Palermo. No por su arquitectura, sino por las catacumbas alojadas entre sus santos muros. Me gustaba bastante a la luz del día, pero no podía deshacerme del frío que me invadía en la oscuridad. Ahora que estaba completamente vacío, una inquietante premonición se apoderó de mis sentidos. Incluso el aire parecía tenso, como si estuviera aguantando la respiración a causa de algún descubrimiento perverso.
El griterío sobre demonios de Nonna seguía persiguiéndome mientras me adentraba en el silencioso monasterio y me armaba de valor contra una creciente sensación de temor. No quería pensar en monstruos de ojos rojos y ladrones de almas invadiendo nuestra ciudad, sobre todo cuando estaba a solas.
Me rodeé el pecho con los brazos y caminé a paso ligero por un pasillo oscuro repleto de momias. Habían sido colocadas en posición vertical y vestidas con prendas de su elección, sus ropas databan de cientos de años atrás.
Intenté no fijarme en sus miradas vacías y sin vida mientras me daba prisa. Era el camino más rápido para llegar a la estancia donde había dejado mi cesta y maldije a la hermandad por aquel espeluznante espectáculo.
Aunque a mi hermana nunca la molestaba. Cuando éramos niñas, Vittoria quería lavar y preparar los cuerpos de los difuntos. Nonna no aprobaba su fascinación por los muertos y creía que podría conducir a una obsesión por le arti oscure. Yo me sentía indecisa al respecto, pero al final no importó: la hermandad eligió a nuestra amiga Claudia para esa tarea.
En las raras tardes en las que no trabajábamos y podíamos pasear por la playa, recogiendo conchas para las bendiciones de la luna, Claudia nos contaba historias sobre cómo las momias llegaban a serlo. Yo retorcía los dedos de los pies en la cálida arena, tratando de evitar que se me pusiera la piel de gallina, pero Vittoria se inclinaba hacia delante con un brillo hambriento en los ojos, voraz por cada bocado de información que Claudia nos proporcionaba.
En aquel momento hice lo posible por olvidar esas historias morbosas.
Había una ventana abierta en lo alto que permitía que la brisa atravesara el pasillo en ráfagas. Olía a tierra removida y a sal, como si estuviera soplando una tormenta. Fantastico. Lo último que necesitaba era tener que correr de vuelta a casa bajo la lluvia.
Me moví con rapidez en la oscuridad. Había dos antorchas encendidas en cada extremo del largo pasillo que dejaban gran parte de mi camino en sombras. Con el rabillo del ojo, percibí movimiento y me quedé helada. Yo había dejado de caminar, pero el sonido de la tela rozando la piedra continuó un buen rato antes de callarse también. Allí había alguien o algo.
Todo mi cuerpo zumbaba, estaba hecha un manojo de nervios. Sacudí la cabeza. Me asustaban los Malvagi y mi mente me estaba jugando una mala pasada. Lo más seguro era que se tratara de Vittoria otra vez. Reuní la poca valentía que pude y me obligué a darme la vuelta y a escudriñar el pasillo de momias silenciosas y vigilantes en busca de mi hermana.
—¿Vittoria? —Clavé la mirada en las sombras y casi grité cuando una formó una silueta más densa que surgió de detrás de los cuerpos—. ¿Quién está ahí?
Fuera lo que fuera, no respondió. Pensé en los rumores que Antonio había mencionado el día anterior y no pude evitar imaginarme a un cambiaformas escondido en la oscuridad. Se me erizó el vello de los brazos. Podría haber jurado que sentía ojos sobre mí. Unas campanadas de alarma sonaron en mi cabeza. El peligro me acechaba. Nonna tenía razón: esa noche no debería haber salido. Estaba pensando en la rapidez con la que podría huir de allí cuando unas alas se agitaron en las vigas. Se me escapó un suspiro. No había ninguna aparición, ni un cambiaformas mitológico, ni un demonio acechándome. Solo era un pajarillo perdido. Con toda probabilidad, yo lo había asustado más que él a mí.
Retrocedí despacio por el pasillo y me dirigí a la siguiente estancia, ignorando el nerviosismo que se había apoderado de mis huesos. Me apresuré a entrar en la habitación donde había olvidado mi cesta, la recogí y guardé mis provisiones de nuevo, con manos temblorosas todo el tiempo.
—Pájaro estúpido.
Cuanto más rápido recogiera mis cosas, más rápido podría recoger a Vittoria del festival y volver a casa. Entonces, pediríamos prestada una botella de vino y nos meteríamos en la cama a beber y reír juntas sobre las funestas proclamas de Nonna sobre el diablo, calentitas y cómodas en la seguridad de nuestra habitación.
El roce de una bota contra la piedra me dejó petrificada. Ese sonido no podía confundirse con las alas de un pájaro. Me quedé allí, casi sin respirar, escuchando un silencio que lo consumía todo. Aferré mi cornicello para sentirme segura.
Entonces, algo empezó a llamarme por lo bajo. Lento e insistente, un zumbido silencioso que no podía ignorar. La diosa sabía que lo estaba intentando. No era un sonido estrictamente físico, sino más bien una sensación peculiar en la boca del estómago. Cada vez que consideraba la posibilidad de huir, se volvía más exigente.
Agarré el cuchillo de mi cesta con la otra mano y avancé de puntillas por el pasillo, deteniéndome a escuchar en cada estancia. El corazón me latía con fuerza a cada paso. Estaba medio convencida de que podría dejar de funcionar del todo si no me calmaba.
Di otro paso, seguido de otro. Cada uno más difícil que el anterior. Me esforcé por contrarrestar el tamborileo de mi pulso, pero no surgió ningún otro sonido de la oscuridad. Era como si hubiera conjurado el ruido anterior por miedo. Pero esa sensación…
La seguí hasta el interior del monasterio.
Al final del siguiente pasillo me detuve ante una habitación con la puerta entreabierta. Lo que fuera que me había estado llamando me condujo al interior, lo sentía. Un ligero tirón en mi centro, una llamada contra la que no cabía la esperanza de resistirse. No sabía qué tipo de magia estaba en juego, pero la percibía con total claridad.
Dejé caer mi amuleto y contuve la respiración mientras me deslizaba sin ser vista, recelosa de lo que me estaba atrayendo. Nonna siempre me regañaba por mi habilidad para escabullirme sin ser detectada, pero, en esos momentos, me pareció más una bendición que una maldición.
En el interior, el olor a restos de tomillo mezclado con algo metálico y un poco de parafina quemada flotaba en el aire. Mi vista tardó un momento en acostumbrarse, pero una vez que lo hizo, reprimí un grito ahogado, preguntándome cómo no lo había visto antes. Tal vez su quietud preternatural fuera la culpable.
Ahora que era consciente de su presencia, no podía apartar la mirada. Estaba demasiado oscuro para distinguir sus rasgos con claridad, pero su pelo era de un tono cercano al ónice, casi iridiscente como las alas de un cuervo a la luz del sol. Era alto y de constitución imponente, como la estatua de un guerrero romano, aunque sus ropas eran las de un elegante caballero.
Sin embargo, había algo en él que me hizo permanecer en las sombras, intranquila por si me detectaba.
Se cernía sobre un cuerpo amortajado. En mi mente se agitaron una docena de historias. Quizás el amor de su vida había sucumbido a una muerte trágica antes de que pudieran hacer realidad sus sueños juntos, y él estaba enfadado con el mundo. Tal vez hubiera fallecido pacíficamente mientras dormía. O tal vez fuera la bruja asesinada que Nonna había mencionado el día anterior.
Aquella cuyo cadáver había sido descubierto en nuestra ciudad.
Ese pensamiento fue como si me cayera encima un cubo de agua helada. Dejé de jugar a las fantasías mentales y me concentré más en la estancia. Una extraña variedad de velas medio apagadas habían sido colocadas con sumo cuidado en un círculo alrededor del altar de piedra donde yacía el cuerpo. Unas fragantes volutas de tomillo volvieron a invadir mis fosas nasales.
Era extraño que un hombre humano pusiera velas y quemara hierbas. Recordé el olor a tomillo de la noche anterior y me pregunté si habría estado allí mientras Antonio y yo cocinábamos unas puertas más abajo.
Clavé la mirada en él, con el pulso palpitante, tratando de determinar si era la fuente de magia que me había atraído en un principio. No me lo pareció. No sentía ninguna atracción hacia él, solo hacia la estancia. Sin previo aviso, de repente la presión del aire parecía la equivocada, como si se estuviera produciendo cierta distorsión en el espacio que nos rodeaba. Incluso las sombras parecían inclinarse en señal de conformidad.
Y qué más. Era una idea ridícula. Primero, unos demonios fantasmales invisibles me seguían por los pasillos, y ahora aquello. No había nada amenazante en un joven despidiéndose de la chica a la que amaba. Colocar velas alrededor de un cuerpo tampoco era tan extraño. Mucha gente las encendía mientras rezaba a su dios. Una vez más, mi…
De repente, se inclinó hacia el cuerpo, sus manos rozaron la zona que quedaba por encima del corazón, y esperé a que apartara el sudario y diera un último beso de despedida a su amada. Cuando sacó la mano de debajo de la tela, sus dedos estaban cubiertos de sangre. Lentamente, como en un trance diabólico, se llevó los dedos a la boca y se los lamió. Por un momento, me quedé allí mirando, incapaz de procesar lo que había visto.
En mi interior, todo zumbó y se quedó inmóvil. El miedo y la rabia se arremolinaron en una cacofonía cuando por fin comprendí mi anterior sensación instintiva de que algo iba mal.
Varias advertencias resonaron en mi interior, chillando sobre demonios sedientos de sangre, pero yo estaba indignada más allá de lo razonable. No se trataba de una criatura de la medianoche, nacida de la oscuridad y la luz de la luna, como decía Nonna. Aquel monstruo demasiado humano había irrumpido en las catacumbas y había cometido el más vil de los actos: había probado la sangre de los muertos. Antes de que pudiera hacer caso a las advertencias que mi abuela nos había metido desde nuestro nacimiento en las tozudas cabezotas que teníamos, salí de mi escondite, gritando como si fuera una criatura salvaje de la noche.
—¡Detente!
Ya fuera por la cruda orden de mi voz, o más bien por la estridencia, que bien podía haberle hecho estallar los oídos, el desconocido retrocedió unos metros, con un movimiento casi demasiado rápido para detectarlo. Había algo más que resultaba extraño… algo… Me aferré a mi cornicello y me concentré en su aura. Su luccicare no era de color lavanda, sino de múltiples tonos brillantes de negro con motitas doradas. Me recordaba al cuarzo de titanio de Nonna. Nunca había visto nada parecido.
Él paseó la mirada desde el cuchillo de cocina que yo sostenía hasta el cuerpo que yacía en la mesa, probablemente debatiendo su siguiente movimiento. Por primera vez, me fijé en la daga que tenía en la mano. Una serpiente dorada con ojos de color lavanda se enroscaba alrededor de la empuñadura, con los colmillos al descubierto. Era preciosa. Malvada. Mortal.
Por un momento, pensé que me apuntaría directamente al corazón.
—Aléjate de ella —advertí, dando un pequeño paso en su dirección—, o gritaré lo bastante fuerte como para convocar hasta al último fratello en este edificio.
Era mentira. Toda la hermandad estaba fuera, cumpliendo con su deber para con Santa Rosalía. Por lo que sabía, él y yo éramos los únicos en todo el monasterio. En las profundidades de las catacumbas, nadie oiría mis gritos si él se lanzaba a por mí. Pero no estaba indefensa.
Mi mano abandonó el amuleto y se dirigió a la tiza bendecida por la luna que Nonna insistía en que lleváramos en los bolsillos secretos de la falda, dispuesta a caer de rodillas y dibujar un círculo de protección. Funcionaría contra un humano igual de bien que contra cualquier amenaza sobrenatural. Dudé, por si acaso era un cazador de brujas y el uso de la magia delataba mi secreto.
Él abrió la boca a punto de decir… lo que sea que una persona diga después de ser sorprendida lamiendo la sangre de los muertos, cuando su mirada se posó en la zona cercana a mi pecho. El calor de su mirada casi me chamuscó el vestido. Había saboreado la sangre y ahora tenía el valor de mirarme como si yo fuera otro manjar puesto en la Tierra solo para su placer. O era…
—Mentirosa. —Su voz era profunda, áspera y elegante a la vez. Una hoja de sierra envuelta en seda. Se me erizó el vello de los brazos.
Antes de que yo soltara un torrente de maldiciones, hizo lo último que esperaba: giró sobre sus talones y huyó. En su prisa por irse, la daga de serpiente se le cayó al suelo. No se dio cuenta o no le importó. Esperé, con el cuchillo de cocina apuntando hacia delante, respirando con fuerza. No oí pasos de retirada, solo un ligero crujido, como el crepitar del fuego. Había estado allí y se había ido demasiado rápido para estar segura.
Si atacaba desde las sombras, me defendería por cualquier medio necesario. Daba igual que esa idea me provocara náuseas. Pasó un momento. Luego otro. Me esforcé por aplacar el fuerte rugido de mi pulso y escuchar cualquier señal de pasos.
No se oía ningún sonido aparte de los frenéticos latidos de mi corazón.
No volvió. Me planteé perseguirlo, pero ni mi aliento ni mis piernas temblorosas estaban por la labor de cooperar. Miré hacia abajo, preguntándome qué había hecho que pareciera tan inquieto, y vi mi cornicello brillando en la oscuridad. ¿Cómo…?
La llamada silenciosa volvió con fuerza, instándome a escuchar con atención. Empujé aquellos susurros hacia lo más profundo de mi mente. No necesitaba más distracciones. Tardé unos instantes, en los que ralenticé el pulso, en darme cuenta de que el cuerpo de la mesa no estaba en el lugar al que la hermandad llevaba los cadáveres recientes para lavarlos y prepararlos para la momificación.
De hecho, aquella sala no parecía utilizarse para nada. Mi atención se desplazó por la estancia y me fijé en una gruesa capa de polvo. Aparte del altar de piedra colocado en el centro, era una habitación pequeña tallada en piedra caliza. No había estantes, ni cajas, ni nada almacenado. Olía a moho y a aire viciado, como si hubiera estado sellada durante cientos de años y se hubiera abierto hacía poco. El olor a humedad era mucho más fuerte que el anterior y tenue aroma a tomillo.
Un incómodo pinchazo comenzó en la parte superior de mi columna vertebral y se abrió paso hasta los dedos de los pies. Ahora que el desconocido se había ido, no había duda de que el cuerpo me llamaba. Lo cual nunca era buena señal. No había tenido el placer de hablar con los muertos antes y la verdad era que la idea no me resultaba demasiado atractiva en aquel momento. Quería huir y, definitivamente, no quería mirar bajo la mortaja, pero no podía no hacerlo. Agarré mi cuchillo con fuerza y me obligué a caminar hacia el cadáver, obedeciendo a ese tirón silencioso e insistente, maldiciendo mi conciencia durante todo el camino. Antes de echar un vistazo al cadáver, recogí la daga del desconocido del suelo y sustituí con ella mi endeble cuchillo de cocina. Su peso era un pequeño consuelo. Si el bebedor de sangre perturbado volvía, tenía un arma mucho mejor que la anterior para amenazarlo.
Sintiéndome tan reconfortada como era posible, me giré hacia el cuerpo cubierto, cediendo por fin a su llamada. No permití que el miedo anidara en mi corazón mientras arrancaba el sudario de su rostro.
Me quedé en silencio durante todo un segundo antes de que mi grito hiciera añicos la tranquilidad del monasterio.