Desmenucé con rapidez el pescado para el caldo, ignorando el crujido sordo de las espinas. Ya estábamos preparando la cena cuando me di cuenta de que había olvidado mi cesta en el monasterio. Como era un día santo y la gente ya había salido en masa, tendría que esperar a que el Mar y Vino cerrara para recuperar mis cosas.
Quizás fuera una bendición de la diosa. Como la hermandad estaría fuera celebrando la Santuzza (la pequeña santa) no tendría que preocuparme por ver a Antonio. Lo cierto era que no quería encontrarme con él después de las mortificantes payasadas de Vittoria de la noche anterior. Ella no tenía problemas para ser atrevida y descarada, y la gente la adoraba por ello. Por desgracia, era una habilidad que yo no dominaba.
Miré a mi hermana, que había estado inusualmente callada toda la mañana. Algo la preocupaba. Después de contarle mi sueño de la noche anterior, parecía haber estado a punto de hacerme una confidencia.
En lugar de hablar, había dejado su diario a un lado, se había dado la vuelta en el colchón y se había puesto a dormir. Me pregunté si se había peleado con su novio secreto. Tal vez había quedado con él en el monasterio y no había aparecido.
—Sé que vamos a estar ocupados esta noche —dijo Vittoria de repente, irrumpiendo en mis pensamientos—, pero tengo que irme un poco antes.
Nonna pasó por delante de mi madre (que estaba preparando un café expreso para servirlo con el postre), levantó una cesta de mimbre llena de caracoles diminutos que había sobre la isla y señaló con la cabeza a mi gemela.
—Ten. Hiérvelos para el babbaluci. —Le dio un manotazo en la mano a mi gemela—. No demasiado tiempo. Lo último que queremos es que se queden gomosos.
Enarqué las cejas, esperando que Nonna prohibiera salir a mi gemela. No dijo nada. Mientras Vittoria hervía rápidamente unos cuantos puñados de caracoles a la vez, Nonna picaba ajo y ponía una sartén con aceite de oliva al fuego. Pronto ganamos ritmo, y yo dejé de lado lo que molestaba a mi hermana en favor de perfeccionar mi caldo de pescado. Ya la obligaría a contármelo todo más tarde.
Vittoria sacó los caracoles, Nonna los añadió al aceite y al ajo, los frio un poco y los remató con sal, pimienta y perejil fresco. Susurró una bendición sobre los platos, dando las gracias a la comida por nutrirnos y a los caracoles por su sacrificio. Era un gesto pequeño y no necesariamente mágico, pero ella juraba que hacía que la comida supiera mejor.
—¿Nicoletta? —llamó Nonna. Mi madre dejó la última bandeja de postres a un lado y se echó un trapo al hombro—. Llévale a tu hermano este cuenco de babbaluci, y dile que salga y deje probar un bocado a quien parezca hambriento. Ayudará con la cola.
Y atraería a más gente a nuestra trattoria. Puede que Nonna no usara la magia directamente sobre los clientes, pero era experta en el arte de atraer a los humanos usando sus propios sentidos. El olor a ajo frito haría que muchos clientes hambrientos acudieran hasta nuestras mesas.
Una vez que mi madre se fue, Nonna nos apuntó con su cuchara de madera tallada.
—¿Habéis visto el cielo esta mañana? Estaba tan rojo como la sangre del diablo. Esta noche no es una noche para estar fuera. Quédate en casa y trabaja en tus grimorios, cose milenrama seca dentro de tus faldas. Hay mucho que hacer. ¿Lleváis vuestros amuletos? —Saqué el mío de debajo del corpiño. Vittoria suspiró e hizo lo mismo—. Bien. No os los habéis quitado, ¿verdad?
—No, Nonna. —Ignoré la pesada mirada de mi hermana cuando la posó sobre mí. Técnicamente no estaba mintiendo. Ella se había quitado su amuleto cuando teníamos ocho años, yo no. Que yo supiera, ninguna de nosotras había vuelto a quitárselos.
Nonna respiró hondo, aparentemente apaciguada.
—Gracias a la diosa por eso. Ya sabéis lo que pasaría si no.
—Nuestro mundo se convertirá en pesadillas y cenizas. —Vittoria extendió los brazos como si fuera un demonio que se moviera muy despacio y avanzó—. El diablo vagará en libertad. Nos bañaremos en la sangre de los inocentes, nuestras almas malditas pasarán la eternidad en el infierno.
—No deberías irritar a las diosas que han enviado señales, Vittoria. Esos amuletos podrían liberar a los príncipes demonios. A menos que quieras ser responsable de que los Malvagi entren en este reino después de que La Prima los encerrara, yo haría caso de las advertencias.
Cualquier rastro de humor abandonó la cara de mi hermana. Se giró hacia la siguiente tanda de caracoles y agarró con fuerza su cornicello. Tragué con fuerza, recordando al sabueso infernal que habíamos oído aquella noche de hacía tanto tiempo. Nonna tenía que estar equivocada; su advertencia era más bien una superstición. El diablo y todos sus súbditos demoníacos estaban encarcelados. Además, Nonna siempre decía que nuestros amuletos no podían juntarse. No había dejado que se tocaran, solo había sostenido el de mi hermana mientras aún llevaba el mío. Los príncipes del infierno estaban donde debían estar. Ningún demonio vagaba por la Tierra. Todo iba bien.
Sin embargo, cuando nuestra abuela nos dio la espalda, Vittoria y yo compartimos una mirada larga y silenciosa.