DOS

Cuando entramos en el monasterio, no estaba pensando en el diablo. O en los malvados demonios devoradores de almas que Nonna juraba que volvían a rondar por la Tierra. Y aunque era innegable que Antonio era agradable a la vista, no me distraía la ligera curva de su boca. O el mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente cuando me miraba y luego desviaba la mirada con prisas.

De entre todas las cosas, estaba pensando en el aceite de oliva.

Por alguna razón, en el pasillo flotaba un ligero olor a tomillo quemado, lo que me hizo preguntarme a qué sabría el aceite de oliva infusionado con tomillo y aplicado en un chorrito fino sobre los crostini. Empecé a soñar de nuevo con mi propio restaurante y con el menú que había perfeccionado. Los crostini serían un fantástico antipasto. Cubriría las tostadas de champiñones salteados con un poco de mantequilla, ajo y un chorrito de vino blanco. Quizás incluso espolvorearía un poco de pecorino y perejil para redondear los sabores…

Entramos en la estancia donde se guardaban los utensilios de cocina, guardé esos pensamientos en mi carpeta mental de recetas y me centré en la tarea que tenía entre manos. Saqué dos tablas de cortar y un bol grande del armario, y lo dispuse todo sobre la pequeña mesa.

—Yo corto los tomates, tú cortas la mozzarella en taquitos.

—Como ordene la signorina. —Ambos metimos la mano en la cesta que había llevado y los dedos de Antonio rozaron los míos. Saqué los tomates a toda prisa y fingí que no me había recorrido un escalofrío ante el inesperado contacto.

Cocinar a solas con Antonio (en una habitación oscura en una sección casi olvidada del edificio) no era una mala forma de pasar el tiempo. Si no hubiera entregado su vida al Señor, aquello podría haber sido el comienzo de algo entre nosotros.

Pero, aunque él no lo sabía, éramos enemigos.

Él era miembro de la Iglesia y yo era una bruja. Y no solo una strega humana que utilizaba la magia popular contra el mal de ojo y rezaba a los santos católicos. Mi familia era algo más, algo no del todo humano. Nuestro poder era temido, no respetado. Junto con otras doce familias de brujas que vivían en secreto en Palermo, éramos auténticas Hijas de la Luna. Descendientes de una diosa de verdad. Había más familias repartidas por la isla, pero por la seguridad de todos, no nos relacionábamos entre nosotros.

Nuestra magia era peculiar. Aunque solo se transmitía por línea matriarcal, no se manifestaba en todas las mujeres. Mi madre, nacida de una bruja, no poseía ninguna habilidad sobrenatural. A menos que su habilidad para la repostería contara, cosa que yo creía a pies juntillas. Solo alguien bendecido por la diosa podía elaborar postres como lo hacía mi madre.

En el pasado había existido un consejo formado por el miembro más anciano de cada familia de brujas. Nonna había sido la líder de Palermo, pero el aquelarre se había disuelto poco después de que naciéramos Vittoria y yo. Las historias eran un poco confusas en cuanto a la causa exacta del desmoronamiento del aquelarre, pero por lo que yo había averiguado, la vieja Sofía Santorini había practicado las artes oscuras y algo había salido muy mal, tras lo cual su mente había quedado fragmentada. Algunos decían que había usado un cráneo humano durante una sesión de adivinación. Otros afirmaban que se trataba de un espejo negro. Todos coincidían en el resultado final: ahora su mente estaba atrapada entre reinos.

Los humanos empezaron a sospechar de lo que consideraban una locura repentina. A ello siguieron susurros sobre el diablo. Después de eso, nuestro mundo pronto se volvió demasiado peligroso para que las brujas de verdad se reunieran, incluso en secreto. Así que las trece familias de Palermo adoptaron un estricto código de silencio y dejaron de relacionarse.

Los humanos tenían una curiosa manera de culpar al diablo de aquello que no les gustaba. Era extraño que nos llamaran malvadas cuando eran ellos los que disfrutaban viéndonos arder.

—Bueno, dejando de lado a los demonios que invaden nuestra ciudad, ¿cómo estás? —Antonio ni siquiera intentó ocultar su sonrisa—. Menos mal que tienes a un miembro de la santa hermandad velando por tu alma temblorosa.

—Eres terrible.

—Es cierto, aunque en realidad no crees eso. —Sus ojos oscuros brillaron mientras le lanzaba dados de tomate con la cara encendida. Los esquivó con facilidad—. O, al menos, espero que no lo creas.

—Nunca te lo diré. —Dejé de prestar atención al tomate tan gordo que estaba cortando. Una vez, cuando éramos más jóvenes, había utilizado un hechizo de la verdad con él para averiguar si me correspondía. Para mi deleite, así era, y había sentido que el mundo se regocijaba con el descubrimiento. Al contarle a Nonna lo que había hecho, me había obligado a fregar la cocina de arriba abajo yo sola durante un mes.

No había sido exactamente la reacción que esperaba.

Nonna decía que los hechizos de la verdad (aunque explícitamente no formaran parte de las artes oscuras) nunca debían usarse con humanos porque formaban parte de Il Proibito. No muchos hechizos se incluían en Lo Prohibido, pero acarreaban consecuencias graves.

El libre albedrío era una de las leyes más básicas de la naturaleza, más allá de las nociones de magia blanca o negra, y nunca había que jugar con él, por lo que los hechizos de la verdad estaban prohibidos. Utilizaba a la vieja Sofía Santorini como historia con moraleja cada vez que cuestionábamos sus estrictas normas.

Sin embargo, no todas las brujas de nuestra comunidad compartían el mismo punto de vista que Nonna. Tras la disolución del aquelarre, algunas familias (como la de mi amiga Claudia) se habían adentrado abiertamente en las artes oscuras. Creían que la magia era magia y que podía, y debía, usarse como quisiera cada bruja. Sangre, huesos; los practicantes de las artes oscuras decían que todas las herramientas eran viables. Vittoria había intentado utilizar esa lógica con Nonna cuando teníamos quince años, y había acabado de camarera durante una semana entera.

—¿Piensas escabullirte del restaurante mañana para acudir a la celebración? —Antonio terminó de cortar la mozzarella en dados y empezó a picar albahaca fresca.

—Puede ser. Depende de cuántos clientes tengamos y de lo tarde que se haga. Para serte sincera, puede que me vaya a casa a probar nuevas recetas o a leer.

—Ah. Una joven muy piadosa, leyendo el Buen Libro.

—Mmm. —Sonreí a mi tabla de cortar. La novela que estaba leyendo era un buen libro, solo que no era el Buen Libro. Me abstuve de contarle el último capítulo que había leído, en el que el héroe expresaba su amor de muchas formas explícitas y físicamente asombrosas. Supuse que, técnicamente, su resistencia podía considerarse milagrosa. Lo que era seguro era que me había convertido en una creyente de las expectativas imposibles—. ¿Tienes planeada alguna actividad divertida con la hermandad?

—La diversión es subjetiva. Es probable que nos quedemos en algún lugar cerca de la carroza, haciendo cosas muy serias y sagradas.

No lo dudaba. Después de la muerte repentina de la madre de Antonio el verano anterior, él había sorprendido a todos yéndose de casa y empezando su vida religiosa. Centrarse en seguir unas reglas estrictas lo había ayudado con el duelo. Ahora estaba mucho mejor, y yo me alegraba por él, aunque eso significara que lo nuestro nunca pasaría.

—Toma. —Le entregué la barra de pan—. Córtala mientras sazono la comida.

Puse los tomates picados en un bol y añadí la mozzarella y la albahaca. Un chorrito de aceite de oliva, un poco de ajo picado y una pizca de sal marina, todo ello en rápida sucesión. Como el pan no estaba tostado y la hermandad no iba a comer de inmediato, añadí un poco de vinagre balsámico y lo mezclé todo. No era exactamente la presentación que yo habría elegido, pero era más importante que la comida tuviera buen sabor y que el pan no se reblandeciera.

—¿Cómo te fue el viaje? —pregunté—. Me dijeron que tuviste que acallar rumores de cambiaformas.

—Ah, sí, los herejes que llegaron del distrito de Friuli después de la Inquisición andan por ahí contando algunas historias interesantes. Han regresado unos poderosos guerreros cuyos espíritus abandonan sus cuerpos en forma de animales y que protegen las cosechas de las fuerzas malévolas, en efecto. —Resopló—. Al menos esa es la historia que nos contaron en el pueblo al que fui asignado. Están convencidos de que hay una asamblea de espíritus en la que una diosa les enseña formas de protegerse del mal. Es difícil acabar con las viejas creencias. —Se encontró con mi mirada y un sinfín de problemas asomaron a sus ojos—. Tu nonna no es la única que cree que los demonios han llegado.

—Yo…

Se oyó una voz en el pasillo, demasiado baja para distinguir las palabras con claridad. Antonio se llevó un dedo a los labios. Quienquiera que fuera habló de nuevo, un poco más fuerte. Seguía sin entender lo que decía, pero no parecía amistoso. Busqué a tientas un cuchillo. Una figura encapuchada entró en la estancia desde las sombras y extendió poco a poco los brazos hacia nosotros.

—Paganos-s-s.

Se me erizó el vello de todo el cuerpo, como un ejército de muertos vivientes. Los gritos de Nonna sobre demonios fueron sustituidos por mi verdadero miedo a los cazadores de brujas. Me habían encontrado. Y no existía ninguna posibilidad de que pudiera usar magia delante de ellos, o de Antonio, sin delatarme.

Salté hacia atrás tan rápido que me tropecé con las faldas y me estrellé contra la cesta de las provisiones. Los cubiertos cayeron al suelo. La botella de mi vinagre balsámico especial se hizo añicos.

Antonio sacó un rosario de madera que llevaba escondido bajo la túnica y se adelantó para colocarse entre el intruso y yo.

—En nombre de Jesucristo, te ordeno que te vayas, demonio.

De repente, la figura se dobló y… se rio. El terror dejó de recorrerme y fue sustituido por la ira en un santiamén. Me aparté de la pared y clavé la mirada en la figura encapuchada.

—Vittoria.

Mi gemela dejó de reírse y se echó la capucha hacia atrás.

—Dame un minuto. Me estoy imaginando de nuevo la expresión de tu cara y es aún más hilarante la segunda vez.

Antonio se alejó despacio, frunciendo el ceño ante el caos de cristales y vinagre. Respiré hondo y conté en silencio hasta diez.

—Eso no ha sido gracioso. Por tu culpa se me ha caído el vinagre.

Vittoria se estremeció al ver los trozos de cristal esparcidos por el suelo.

—Ay, Emilia. Lo siento mucho. —Cruzó la pequeña estancia y me aplastó contra ella en un abrazo gigante—. Cuando lleguemos a casa puedes romper mi perfume favorito de salvia blanca y lavanda como compensación.

Solté un suspiro bastante largo. Sabía que era sincera, me entregaría con gusto su perfume y vería cómo lo hacía pedazos, pero yo nunca elegiría la venganza.

—Me conformaré con un vaso de ese brebaje parecido al limoncello que haces.

—Prepararé una jarra entera. —Me besó con fuerza en ambas mejillas y luego le dirigió un asentimiento a Antonio—. Resultas muy intimidante bajo el mandato del Señor, hermano Antonio. Si yo fuera un demonio, estoy segura de que me habrías desterrado al infierno de forma definitiva.

—La próxima vez te rociaré con agua bendita. Prenderé fuego al diablo para que abandone tu cuerpo.

—Mmm. Puede que necesites una jarra entera para que eso funcione, sobre todo si lo convoco aquí.

Él sacudió la cabeza y se volvió hacia mí.

—Debería irme, la hermandad necesita mi ayuda para los preparativos de mañana. No te preocupes por el vinagre derramado, volveré más tarde para limpiarlo. Gracias de nuevo por la comida, Emilia. Después del festival, viajaré durante un tiempo para disipar más rumores supersticiosos, pero espero verte a mi regreso.

Ni dos segundos después de que saliera de la habitación, la estúpida de mi hermana empezó a bailar por la habitación, fingiendo besar con pasión al que solo pude suponer que era Antonio.

—Ay, Emilia. Espero verte cuando regrese. Preferiblemente desnuda, en mi cama, gritando el nombre del Señor.

—¡Déjalo ya! —Le di un manotazo, mortificada—. ¡Seguro que todavía pueda oírte!

—Bien. —Movió las caderas de forma sugerente—. Tal vez le dé algunas ideas. No es demasiado tarde para que deje la hermandad. No hay ninguna ley o decreto que diga que una vez que ha aceptado el hábito tenga que quedarse para siempre. Hay muchas formas más interesantes de que un hombre encuentre la religión. Tal vez puedas bañarte en agua bendita y enseñárselo.

—Eres blasfema hasta decir basta.

—Y tú estás roja como una cereza. ¿Por qué no le dices lo que sientes? O tal vez deberías besarlo. A juzgar por la forma en que te mira, dudo de que le importe. Además, lo peor que puede pasar es que se ponga a hablar de sus órdenes religiosas y tengas que estrangularlo con su rosario.

—Vamos, Venus. Ya has hecho suficiente de carabina por un día.

La tomé de la mano y me apresuré a salir de la habitación, aliviada al encontrar el pasillo vacío.

Ni rastro de Antonio. O de cualquier otro miembro de la santa hermandad. Gracias a la diosa. Nos precipitamos por los pasillos sombríos y no dejamos de correr hasta que el monasterio fue una mota en la noche.

Desde la comodidad de la cocina de nuestra casa, Vittoria reunió naranjas sanguinas, limoncello, vino tinto y una botella de prosecco. Observé desde la isla cómo lo echaba todo metódicamente en una jarra. Una taza de esto, un chorrito de aquello, unas cuantas cáscaras azucaradas… Las pociones y los perfumes eran las ramas en las que su magia brillaba más, y a menudo se traducía en bebidas. Era una de las pocas veces que se ponía seria del todo, y me encantaba verla perderse en esa felicidad tan pura.

Se me hizo la boca agua mientras cortaba naranjas. Aquella era mi bebida favorita con diferencia: Vittoria se había inspirado en la sangría, que en los últimos años también se había hecho muy popular en Francia e Inglaterra. Algunas familias inglesas que se habían mudado a Palermo se habían traído sus recetas, añadiéndolas a nuestra ya ecléctica historia. Nonna decía que la española había sido influenciada por un vino especiado de la antigua Roma llamado hippocras. Con independencia de su origen, me encantaba el sabor del zumo de naranja mezclado con el vino y las burbujas efervescentes creadas por el prosecco.

Vittoria sumergió una cuchara en la mezcla, la removió con energía y la probó antes de servirme un vaso generoso. Se llevó la botella de limoncello y me hizo señas para que la siguiera escaleras arriba.

—Date prisa, Emilia, antes de que despertemos a alguien.

—¿Dónde estabas antes? —Cerré la puerta del dormitorio en silencio tras nosotras—. Nonna estaba a un paso de usar todo nuestro aceite de oliva para comprobar si el mal había entrado en el Mar y Vino, y probablemente en el resto de la isla, si pudiera.

Vittoria se desplomó sobre su colchón, con la botella de limoncello en la mano, y sonrió.

—Estaba invocando al diablo. Un antiguo libro me susurró sus secretos y he decidido tomarlo como esposo. Te invitaría a la boda, pero estoy segura de que la ceremonia tendrá lugar en el infierno.

La miré con dureza. Si no quería decirme la verdad, bien. Podía guardarse su romance secreto con Domenico para sí misma durante el tiempo que quisiera.

—Tienes que dejar de llamar tanto la atención.

—¿O si no qué? ¿Los Malvagi vendrán a robarme el alma? Tal vez se la venda yo misma.

—O las cosas terminarán mal para nuestra familia. La semana pasada asesinaron a dos chicas. Ambas eran brujas. Antonio ha dicho que la gente del último pueblo que visitó hablaba de cambiaformas. No es el momento de bromear con el diablo. Ya sabes cómo se ponen los humanos. Primero son los metamorfos, luego los demonios y luego es solo cuestión de tiempo que las brujas sean el objetivo.

—Lo sé. —Vittoria tragó saliva y desvió la mirada. Abrí la boca para preguntarle qué había estado haciendo en el monasterio, pero cuando se volvió, su mirada brillaba con picardía—. Entonces, ¿has tomado algún vino o licor especial últimamente?

Dejé pasar el interrogatorio. «Vino o licores especiales» era su código para «sentido de bruja sobrenatural». A menudo utilizaba el código para hablar de temas que queríamos ocultar a los humanos o a las abuelas entrometidas. Me acurruqué contra la almohada y levanté las rodillas. Antes de contar mi historia, susurré un hechizo de silencio para camuflar el sonido de nuestras voces.

—Bueno, la otra noche soñé con un fantasma…

—¡Espera! —Vittoria dejó su limoncello y agarró su diario, con la pluma en la mano y el bote de tinta preparado—. Cuéntamelo todo. Hasta el último detalle. ¿Qué aspecto tenía el fantasma? ¿Viste alguna silueta o sombra brillante, o fue más bien algo que sentiste? ¿Te habló? ¿Cuándo ocurrió? ¿Justo cuando te dormiste o más entrada la noche?

—Ya era casi por la mañana. Al principio pensé que estaba despierta.

Bebí un sorbo y le conté el extraño sueño (la voz incorpórea que susurraba demasiado bajo para escuchar algo que no fuera el lenguaje sin sentido de los sueños) creyendo que solo había sido cosa de mi imaginación hiperactiva y no los primeros signos del horror que se avecinaba.