Diez años después
Nonna Maria se afanaba por la cocina como si hubiera engullido hasta la última gota de expreso de nuestro restaurante. Estaba frenética. Mi gemela llegaba tarde para el turno de la cena y a nuestra abuela le parecía un presagio de fatalidad, especialmente dado que Vittoria había salido la noche anterior a un día santo. La diosa no lo permitiera.
El hecho de que la luna no solo estuviera llena, sino también de un tono amarillo pútrido hizo que Nonna murmurara el tipo de advertencias que por lo general provocaban que mi padre echara el cerrojo de las puertas. Por suerte, él y el tío Nino estaban en el comedor con una botella helada de limoncello, sirviendo bebidas a nuestros clientes después de la cena. Nadie se iba del Mar y Vino sin sorber el licor de postre y sentir la satisfacción y dicha que seguían a una buena comida.
—Búrlate de mí todo lo que quieras, pero no es seguro. Los demonios merodean por las calles, buscando almas que robar. —Nonna partía dientes de ajo para las gambas rebozadas, su cuchillo volaba sobre la tabla desgastada por tantos cortes. Si no tenía cuidado, perdería un dedo—. Tu hermana es tonta, no debería estar fuera. —Se detuvo y se fijó de inmediato en el pequeño amuleto en forma de cuerno que me rodeaba el cuello. La preocupación tallaba surcos profundos alrededor de sus ojos y su boca—. ¿Te has fijado en si llevaba su cornicello, Emilia?
No me molesté en responder. Nunca nos quitábamos nuestros amuletos, ni siquiera para bañarnos. Mi hermana rompía todas las reglas excepto esa. Sobre todo, después de lo que había pasado cuando teníamos ocho años… Cerré los ojos durante un breve instante, deseando que el recuerdo desapareciera. Nonna todavía no sabía lo del luccicare que yo era capaz de ver brillando alrededor de los humanos cuando sostenía mi amuleto, y esperaba que nunca lo supiera.
—Mamá, por favor. —Mi madre alzó la mirada al techo como si la diosa del cielo pudiera enviar una respuesta a sus oraciones en la forma de un rayo. No estaba segura de si el rayo estaría destinado a Nonna o mi madre—. Terminemos con el turno de la cena antes de preocuparnos por los Malditos. Tenemos problemas más urgentes en este momento. —Señaló la sartén con un gesto de la cabeza —. El ajo empieza a quemarse.
Nonna murmuró algo que sonó sospechosamente a «También lo harán sus almas en el infierno si no las salvamos, Nicoletta», y yo me mordí el labio para no sonreír.
—Algo va muy pero que muy mal, lo siento en los huesos. Si Vittoria no vuelve a casa pronto, iré a buscarla yo misma. Los Malvagi no se atreverán a robarle el alma en mi presencia. —Nonna hizo descender el cuchillo sobre una caballa desprevenida cuya cabeza cayó al suelo de piedra caliza.
Suspiré. Podríamos haberla utilizado para hacer caldo de pescado. Nonna estaba nerviosa de verdad. Había sido ella quien nos había enseñado el valor de utilizar todas las partes de un animal.
Los huesos, sin embargo, solo se podían usar para el caldo, no para hechizos. Al menos esas eran las reglas para nosotros, los Di Carlo. Le arti oscure estaban estrictamente prohibidas. Recogí la cabeza de pescado y la coloqué en un recipiente para dársela más tarde a los gatos callejeros, desterrando cualquier pensamiento sobre las artes oscuras.
Le serví un poco de vino frío a Nonna y añadí unas rodajas de naranja y mondas azucaradas para endulzarlo. En cuestión de un momento, la condensación floreció como el rocío de la mañana a través del cristal. Estábamos a mediados de julio en Palermo, lo que significaba que el aire era sofocante por la noche, incluso si dejábamos abiertas las ventanas para persuadir a la brisa de que entrara.
Sobre todo hacía calor en la cocina, aunque durante los meses más fríos también me recogía la larga melena debido a las altas temperaturas que alcanzaban nuestros hornos.
El Mar y Vino, la trattoria de la familia Di Carlo, era conocida en toda Sicilia por nuestra deliciosa comida. Todas las noches, nuestras mesas estaban abarrotadas de clientes hambrientos, todos esperando para degustar las recetas de Nonna. La cola empezaba a formarse a última hora de la tarde, sin importar el tiempo que hiciera.
Nonna decía que su secreto eran los ingredientes simples, junto con un toque de magia. Ambas declaraciones eran ciertas.
—Ten, Nonna. —Se suponía que no debíamos usar magia fuera de casa, pero susurré un hechizo rápido y, usando la condensación que goteaba sobre la piedra, deslicé la bebida a lo largo de la encimera para colocársela delante. Hizo una pausa lo bastante larga en su preocupación para tomar un sorbo del vino tinto dulce. Mi madre articuló un «gracias» cuando mi abuela se dio la vuelta y yo sonreí.
No estaba segura de por qué Nonna estaba tan agitada esa noche. En las últimas semanas, más o menos alrededor de nuestro decimoctavo cumpleaños, mi gemela se había perdido algunos turnos para la cena y se había colado en nuestro dormitorio bien pasada la puesta del sol, con las mejillas bronceadas y sonrosadas y cierto brillo en sus ojos oscuros. Había algo diferente en ella. Y tenía la fuerte sospecha de que se debía a cierto vendedor joven del mercado.
Domenico Nucci hijo.
Había echado un vistazo a su diario sin que se enterara y había visto su nombre garabateado en los márgenes antes de que la culpa se apoderara de mí y lo volviera a colocar debajo de la tabla del suelo donde ella lo había escondido. Seguíamos compartiendo una habitación en el segundo piso de nuestra pequeña y abarrotada casa, así que, por suerte, mi gemela no se había dado cuenta de que había estado fisgoneando.
—Vittoria está bien, Nonna. —Le pasé un poco de perejil fresco para decorar las gambas—. Ya te he contado que ha estado coqueteando con el chico de los Nucci, que vende arancini para su familia cerca del castillo. Estoy segura de que está ocupado con todas las celebraciones previas al festival de esta noche. Apuesto a que Vittoria está repartiendo bolas de arroz frito a todos los que se exceden con la bebida. Necesitan algo para absorber todo ese vino sacramental. —Le guiñé un ojo, pero el miedo de mi abuela no disminuyó. Dejé el resto del perejil en la encimera y la abracé con fuerza—. Ningún demonio está robando su alma o comiéndose su corazón. Lo prometo. Volverá enseguida.
—Espero que algún día te tomes en serio las señales de las diosas, bambina.
Tal vez algún día. Pero había escuchado historias sobre príncipes demoníacos de ojos rojos toda mi vida y seguía sin conocer a ninguno. No me preocupaba demasiado que las cosas fueran a cambiar de repente. Dondequiera que se hubieran marchado los Malditos, parecía ser permanente. Les temía tanto como me asustaba que los dinosaurios regresaran de pronto de la extinción y se hicieran cargo de Palermo. Dejé a Nonna con las gambas y sonreí cuando unas notas musicales se filtraron entre los sonidos de cuchillos que cortaban y cucharas que revolvían. Era mi sinfonía favorita, una que me permitía centrarme por completo en la alegría de la creación.
Aspiré el fragante aroma del ajo y la mantequilla.
Cocinar era una combinación de magia y música. El crujido de las cáscaras, el silbido de la panceta al caer en una sartén caliente, el sonido metálico de unas varillas golpeando un cuenco, incluso el golpe rítmico de un cuchillo de carnicero contra una tabla de cortar de madera. Adoraba hasta el último detalle de estar en la cocina con mi familia. No podía imaginar una forma más perfecta de pasar una noche.
El Mar y Vino era mi futuro y prometía estar lleno de amor y luz. En especial si ahorraba lo suficiente para comprar el edificio de al lado y ampliar nuestro negocio familiar. Había estado experimentando con nuevos sabores de toda Italia y algún día quería crear mi propio menú.
Mi madre tarareaba mientras daba al mazapán forma de fruta.
—Domenico es un buen chico. Sería una buena pareja para Vittoria. Su madre siempre es agradable.
Nonna alzó una mano cubierta de harina en el aire y la agitó como si la idea de un compromiso con un Nucci apestara más que las calles cercanas a los puestos de pescado del mercado.
—¡Bah! Es demasiado joven para preocuparse por el matrimonio. Y no es siciliano.
Mi madre y yo negamos con la cabeza. Me dio la sensación de que sus raíces toscanas tenían poco que ver con la desaprobación de Nonna. Si se saliera con la suya, viviríamos en nuestro hogar ancestral, en nuestro pequeño barrio de Palermo, hasta que nuestros huesos se convirtieran en polvo. Nonna no creía que cualquier otra persona pudiera velar por nosotros tan bien como ella. Sobre todo un simple chico humano. Domenico no había nacido brujo como mi padre y, por lo tanto, Nonna no creía que se pudiera confiar plenamente en él como para revelarle nuestro secreto.
—Nació aquí. Su madre es de aquí. Estoy bastante segura de que eso lo hace siciliano —dije—. Deja de ser tan gruñona. No encaja con alguien tan dulce como tú.
Ella carraspeó, ignorando mi descarado intento de adularla. Testaruda como una mula, como hubiera dicho mi abuelo. Tomó su cuchara de madera tallada y apuntó en mi dirección.
—En la orilla han aparecido sardinas. Las gaviotas ni las han tocado. ¿Sabes lo que significa? Significa que ellas no son tontas. El diablo agita los mares, y ellas no quieren saber nada de sus ofrendas.
—Mamá —gimió mi madre mientras dejaba a un lado la pasta de almendras—. Anoche se estrelló contra las rocas un barco que transportaba queroseno. El aceite ha matado a los peces, no el diablo.
Nonna le lanzó a mi madre una mirada que haría caer de rodillas a un alma más débil.
—Sabes tan bien como yo que es una señal de que los Malvagi están aquí, Nicoletta. Han venido a cobrar. Has oído lo de los cadáveres. El momento coincide con lo predicho. ¿Acaso eso también es una coincidencia?
—¿Cadáveres? —Alcé la voz varias octavas—. ¿De qué estás hablando?
Nonna cerró la boca con fuerza. Mi madre giró la cabeza, olvidándose del mazapán de nuevo. Compartieron una mirada, tan profunda y significativa que unos escalofríos se deslizaron por mi columna vertebral.
—¿Qué cadáveres? —presioné—. ¿Qué se predijo?
Nuestro restaurante estaba más concurrido de lo normal mientras nos preparábamos para la afluencia de personas que asistirían al festival al día siguiente, y habían pasado varios días desde que había prestado atención a los chismes que circulaban por el mercado. No había oído nada sobre ningún cadáver.
Mi madre le lanzó a mi abuela una mirada que decía que, ya que había empezado aquello, lo acabase, y ella volvió a concentrarse en dar forma a los dulces. Nonna se sentó en una silla que tenía cerca de la ventana, agarrando su vino con fuerza. Una ligera brisa nos dio un respiro del agobio del calor. Cerró los ojos, como si estuviera empapándose de ella. Parecía exhausta. Lo que fuera que estuviera pasando, era malo.
—¿Nonna? Por favor. ¿Qué pasa?
—Asesinaron a dos chicas la semana pasada. Una en Sciacca. Y otra aquí. En Palermo.
Sciacca, una ciudad portuaria frente al mar Mediterráneo, quedaba justo al sur. Era una pequeña joya en una isla que constituía un tesoro visual. No podía ni imaginarme que allí se hubiera cometido un asesinato. Lo cual era ridículo, ya que la muerte no discrimina entre el paraíso y el infierno.
—Eso es horrible. —Solté mi cuchillo, con el pulso acelerado. Miré a mi abuela—. Eran… ¿humanas?
La mirada triste de Nonna me lo dijo todo. Streghe. Tragué saliva. No me extrañaba que estuviera hablando del regreso de los Malditos. Se estaba imaginando a una de nosotras tirada en la calle, nuestras almas siendo torturadas en el infierno a manos de los demonios mientras nuestra sangre se deslizaba entre las piedras agrietadas, reponiendo la magia de la tierra. Me estremecí a pesar del sudor que me cubría la frente. No sabía qué pensar de aquellos asesinatos.
Nonna me reprendía a menudo por ser demasiado escéptica, pero seguía sin estar convencida de que los Malvagi fueran los culpables. Las antiguas leyendas clamaban que los Malditos eran enviados que negociaban y recuperaban almas para el diablo, no para matar. Y nadie los había visto vagando por nuestro mundo en cien años por lo menos.
Sin embargo, los humanos se asesinaban unos a otros todo el tiempo, y lo que era seguro era que nos atacaban cuando sospechaban lo que éramos. La semana anterior nos habían llegado susurros de una nueva banda de cazadores de strega, aunque no habíamos visto ningún rastro de ellos. Pero ahora… Si alguien estaba asesinando brujas, me sentía más inclinada a creer que había que culpar al fanatismo de los humanos. Lo que significaba que teníamos que ser aún más cuidadosos para evitar que nos descubrieran. No más hechizos sencillos donde se nos pudiera ver. Yo tendía a ser demasiado cautelosa, pero mi hermana no. Su forma favorita de esconderse era no esconderse en absoluto.
Quizás Nonna hiciera bien al preocuparse.
—¿Qué has querido decir con lo de que los Malvagi vienen a cobrar? —pregunté—. ¿Qué fue predicho?
Nonna no parecía contenta con el rumbo de mis preguntas, pero vio la determinación en mis ojos y supo que seguiría interrogándola. Suspiró.
—Hay historias que afirman que los Malditos volverán a Sicilia cada pocas semanas a partir de ahora, buscando algo que le fue robado al diablo.
Aquella leyenda era nueva.
—¿Qué le robaron?
Mi madre se quedó quieta un instante antes de volver a darle forma al mazapán. Nonna sorbió el vino con cuidado, mirándolo como si pudiera adivinar el futuro en la pulpa que flotaba en su superficie.
—Una deuda de sangre.
Enarqué las cejas. Eso no sonaba ominoso en absoluto. Antes de que pudiera seguir interrogándola, alguien llamó a la puerta lateral por la que recibíamos los suministros. Por encima de la charla que reinaba en el pequeño comedor, mi padre llamó al tío Nino para que amenizara la cena a los huéspedes. Se oyeron pasos por el pasillo y la puerta se abrió con un crujido.
—Buonasera, signore di Carlo. ¿Está Emilia?
Reconocí aquella voz profunda y supe lo que había venido a pedir. Solo había una razón por la que Antonio Vicenzu Bernardo, el miembro más reciente de la santa hermandad, acudía a buscarme siempre. El monasterio más cercano dependía en gran medida de las donaciones y la caridad, así que una o dos veces al mes les preparaba la cena en nombre de nuestro restaurante familiar.
Nonna ya estaba negando con la cabeza mientras me limpiaba las manos con un trapo y dejaba mi delantal en la isla. Me alisé la parte delantera de la falda oscura y me estremecí un poco al detectar la harina que salpicaba mi corpiño. Parecía la reina de las cenizas y era probable que apestara a ajo.
Contuve un suspiro. Dieciocho años y condenada para siempre en lo que a asuntos románticos se refería.
—Emilia… por favor.
—Nonna, a estas horas ya hay mucha gente en las calles celebrando el festival de mañana. Prometo que no me alejaré de la carretera principal, prepararé la cena deprisa y traeré de vuelta a Vittoria. Ambas estaremos en casa antes de que te des cuenta.
—No. —Nonna se levantó de su silla y me hizo retroceder como una gallina descarriada hacia la isla y mi tabla de cortar abandonada—. No debes irte, Emilia. Esta noche no. —Aferró su propio cornicello con expresión suplicante—. Deja que otra persona done comida o te unirás a los muertos en ese monasterio.
—¡Mamá! —la regañó mi madre—. ¡Qué cosas dices!
—No te preocupes, Nonna —le dije—. No planeo morir en mucho, mucho tiempo.
Besé a mi abuela, luego le arrebaté a mi madre un trozo de mazapán del plato y me lo llevé a la boca. Mientras masticaba, llené una cesta con tomates, albahaca fresca, mozzarella casera, ajo, aceite de oliva y una pequeña botella de vinagre balsámico espeso que el tío Nino había traído de su reciente visita a Modena. No era lo tradicional, pero había estado experimentando y me encantaba el sabor que obtenía al rociar ligeramente la comida con él.
Añadí un botecito de sal, una barra de pan crujiente que habíamos horneado antes y luego salí de la cocina a toda prisa, antes de meterme en otra discusión.
Le sonreí al fratello Antonio con calidez, deseando que no pudiera escuchar a Nonna al fondo condenándolo a él y a todo el monasterio. Era joven y guapo para ser miembro de la hermandad, solo tres años mayor que Vittoria y yo. Sus ojos eran del color del chocolate derretido y sus labios siempre insinuaban la sonrisa más dulce. Había crecido en la casa de al lado y yo solía soñar con casarme con él algún día. Lástima que se hubiera decidido por la castidad, estaba segura de que a la mitad del Reino de Italia no le importaría besar su boca de labios llenos. Yo incluida.
—Buonasera, fratello Antonio. —Sostuve mi canasta de suministros en lo alto, ignorando lo extraña que me sentía al llamarlo «hermano» cuando había tenido pensamientos muy poco fraternales sobre él—. He estado experimentando de nuevo y esta noche voy a preparar una especie de combinación caprese-bruschetta para la hermandad. ¿Le parece bien?
Eso esperaba, por su propio bien. Era un plato rápido y fácil, y aunque el pan sabía mejor untado con aceite de oliva y ligeramente tostado, no requería pasarlo por el fuego.
—Suena celestial, Emilia. Y por favor, llámame Antonio. No hay necesidad de que los viejos amigos se anden con tantas ceremonias. —Me dedicó un tímido asentimiento—. Tu cabello tiene un aspecto encantador.
—Grazie. —Levanté la mano y rocé una flor con los dedos. Cuando éramos más pequeñas, había empezado a entretejer flores de azahar y plumeria en mi melena para diferenciarme de mi gemela. Me recordé a mí misma que ahora Antonio estaba comprometido con el Señor Todopoderoso y que no estaba coqueteando conmigo.
No importaba cuánto deseara a veces lo contrario.
Mientras él ignoraba deliberadamente el sonido metálico de una olla golpeando el suelo de piedra, yo me estremecí por dentro. Solo podía imaginarme lo que Nonna podría lanzar a continuación.
—La mayoría de miembros de la hermandad no regresarán al monasterio hasta más tarde —dijo—, pero puedo ayudarte, si quieres.
La histeria de Nonna subió de volumen. Él fue lo suficientemente educado como para fingir que no oía sus terribles advertencias sobre que los demonios habían matado y robado las almas de varias jóvenes sicilianas. Esbocé mi mejor sonrisa, esperando que no pareciera una mueca.
—Me gustaría mucho.
Su atención se deslizó a lo que había a mi espalda cuando los gritos de Nonna nos alcanzaron, y un diminuto pliegue se formó en su frente. La abuela solía tener cuidado con los clientes, pero si empezaba a gritar sobre las artes oscuras y los amuletos de protección donde pudieran escucharla, traería la ruina sobre nuestro bullicioso restaurante familiar.
Si había algo que los humanos temieran tanto como a los Malvagi, era a las brujas.