PRÓLOGO

En el exterior, el viento agitaba los carrillones de madera a modo de advertencia. A lo lejos, las olas chocaban contra la orilla; los susurros frenéticos del agua se oían cada vez con más fuerza, como si el mar fuera un mago invocando violencia. En esa fecha, desde hacía casi una década, la tormenta seguía siempre el mismo patrón. A continuación llegaría el trueno, más rápido que la marea, y los relámpagos restallarían como látigos eléctricos en mitad de un cielo implacable. El diablo exigía retribución. Un sacrificio de sangre por el poder que le había sido robado.

No era la primera vez que las brujas lo maldecían, y tampoco sería la última.

Desde su mecedora cerca del fuego, Nonna Maria vigilaba a las gemelas mientras entonaban conjuros de protección que ella misma les había enseñado, cada una con un cornicello apretado con fuerza en sus pequeños puños. Ignorando las ráfagas que aullaban en su mente, escuchó con atención las palabras que Vittoria y Emilia susurraban sobre los amuletos en forma de asta, con sus cabecitas oscuras e idénticas inclinadas en señal de concentración.

—Por la tierra, la luna y la piedra, bendice este hogar, bendice este hogar.

Era el comienzo de su octavo año y Nonna trató de no preocuparse por la rapidez con la que estaban creciendo. Se arrebujó más en su chal, incapaz de evitar los escalofríos que le entraron en aquella cocina tan pequeña. Tenían poco que ver con la temperatura exterior. Por mucho que intentara ignorarlo, el azufre se colaba por las grietas junto con la familiar brisa perfumada de plumeria y naranja, que levantaba el cabello canoso que se había apartado del cuello. Si hubiera estado viva, su propia abuela humana lo habría considerado un presagio y habría pasado la noche de rodillas en la catedral, con el rosario apretado entre las manos, rezando a los santos.

El diablo estaba al acecho. O uno de sus malvados hermanos.

Una pizca de preocupación se deslizó con tanta rapidez y suavidad en su interior como uno de sus cuchillos, y se alojó cerca del corazón de Nonna. Había pasado una edad desde el último avistamiento del Malvagi. Casi nadie hablaba ya de los Malditos, excepto en historias contadas para asustar a los niños y que no salieran de sus camas por la noche.

Ahora los adultos se reían de los viejos cuentos populares, habían olvidado casi por completo a los siete príncipes que gobernaban el infierno. Nonna Maria nunca lo haría; tenía grabadas en la mente las leyendas que versaban sobre ellos, se le habían quedado marcadas junto con una profunda sensación de pavor. Sintió un cosquilleo entre los hombros, como si los ojos medianoche de uno de ellos se hubieran posado sobre ella, observando desde las sombras. Era solo cuestión de tiempo que su búsqueda los llevara hasta allí.

Si es que no lo había hecho ya. Uno no le robaba al diablo y salía impune.

Volvió a centrarse en las gemelas. Como el agitado mar Tirreno, esa noche estaban muy inquietas. Una inquietud que hablaba de problemas invisibles por venir. Vittoria se adelantó con el hechizo y Emilia tropezó con su parte al intentar mantener el ritmo.

Una ramita estalló en el fuego, seguida rápidamente por otra. El ruido era como el de las espoletas cayendo sobre sus libros de hechizos. Una advertencia en sí misma. Nonna se aferró a los reposabrazos de su mecedora, sus nudillos del mismo color que las almendras peladas que reposaban en la encimera.

Calmati! No tan rápido, Vittoria —la regañó—. Tendrás que empezar de nuevo si no lo haces bien. ¿O es que te apetece ir sola a recoger tierra de tumba en la oscuridad?

Para consternación de Nonna, Vittoria no parecía tan asustada como debería. La idea de vagar por un cementerio bajo la luz de la luna llena y una tormenta furiosa parecía atractiva a ojos de la niña. Frunció los labios antes de ofrecer una ligera sacudida de cabeza.

Sin embargo, fue Emilia quien respondió, echándole a su hermana una mirada de advertencia.

—Tendremos más cuidado, Nonna.

Para demostrarlo, Emilia levantó el frasco de agua bendita que habían conseguido en el monasterio y lo volcó sobre sus amuletos, permitiendo que una gota cayese sobre cada uno. Plata y oro. Una ofrenda de equilibrio entre la luz y la oscuridad. Un regalo por lo robado todos esos años atrás.

Como pasa arriba, pasa abajo.

Apaciguada, Nonna observó mientras terminaban el hechizo, aliviada cuando unas chispas blancas se elevaron entre las llamas antes de que volvieran a arder de color rojo. Otro año, otra victoria. Habían engañado al diablo una vez más. Con el tiempo, llegaría el día en que los hechizos dejarían de funcionar, pero Nonna se negó a pensar en eso en aquel momento. Echó un vistazo al alféizar de la ventana, complacida con los gajos secos de naranja dispuestos en filas uniformes.

Había unas ramitas de lavanda colgadas sobre la repisa de la chimenea para que se secaran, y la diminuta isla de piedra estaba cubierta de harina y hierbas aromáticas que aguardaban a ser atadas en racimos meticulosos. Verbena, albahaca, orégano, perejil y hojas de laurel. Los aromas de todas ellas producían una mezcla agradable. Algunas eran para la cena de celebración y otras para sus hechizos. Ahora que habían llevado a cabo el ritual de protección, podrían disfrutar de la comida.

Nonna echó un vistazo al reloj sobre la repisa de la chimenea. Su hija y su yerno llegarían pronto del restaurante familiar y traerían con ellos risa y calidez.

Con tormentas y presagios o sin ellos, todo iría bien en el hogar de los Di Carlo.

Las llamas se calmaron y Emilia se recostó mientras se mordía las uñas. Un desagradable hábito con el que Nonna estaba decidida a acabar. La niña escupió una uña y estuvo a punto de tirarla al suelo.

—¡Emilia! —La voz de Nonna sonó con fuerza en la pequeña estancia. La niña se sobresaltó, bajó la mano y le dedicó una mirada avergonzada—. ¡Al fuego! Sabes que es mejor no dejar nada que puedan usar los que practican le arti oscure.

—Lo siento, Nonna —murmuró Emilia. Se mordió el labio y su abuela esperó la pregunta que sabía que llegaría—. ¿Nos hablas de las artes oscuras otra vez?

—¿O de los Malvagi? —añadió Vittoria, a quien siempre interesaban las historias de los Malditos. Incluso en las noches en las que se les prohibía pronunciar tales nombres—. ¿Por favor?

—No deberíamos hablar de cosas oscuras en voz alta. Atrae los problemas.

—Son solo historias, Nonna —dijo Emilia en voz baja.

Ojalá fuera cierto. Nonna Maria trazó un símbolo de protección sobre su corazón y lo terminó con un beso en la punta de los dedos antes de soltar un suspiro. Las gemelas intercambiaron sonrisas triunfantes. Era imposible ocultar las leyendas a las chicas, no importaba si les llenaban la cabeza con sueños de los siete príncipes del infierno. Nonna temía que romantizaran demasiado a los demonios. Decidió que era mejor recordarles por qué deberían tener cuidado con las criaturas hermosas que carecían de alma.

—Lavaos las manos y ayudad a enrollar la masa. Hablaré mientras hacéis los busiate.

Sus sonrisas a juego la calentaron e hicieron desaparecer los escalofríos que aún se aferraban a Nonna por culpa de la tormenta y la advertencia que esta traía consigo. La pasta en forma de sacacorchos servida con pesto de tomate era uno de los platos favoritos de las chicas. Les encantaría descubrir que ya había cassata esperando en la fresquera. Aunque el bizcocho dulce de requesón era una especialidad de Pascua, a las chicas les encantaba tomarlo por su cumpleaños.

Incluso con todas sus precauciones, Nonna no estaba segura de cuánta dulzura quedaría en sus vidas, así que las mimaba a menudo. No es que necesitara un incentivo adicional para hacerlo. El amor de una abuela era una magia poderosa.

Emilia sacó el mortero y la maja del estante, con la cara tensa por la concentración mientras mezclaba el aceite de oliva, el ajo, las almendras, la albahaca, el pecorino y los tomates cherri para el pesto alla Trapanese. Vittoria retiró el paño húmedo del montículo de masa y comenzó a enrollar la pasta como Nonna le había enseñado. Ocho años y ya sabían cómo moverse en la cocina. No era sorprendente. Entre su casa y el restaurante, prácticamente habían crecido en una. Ambas la miraron entre sus gruesas pestañas, sus expresiones máscaras idénticas de anticipación.

—¿Y bien? ¿Vas a contarnos una historia? —preguntó Vittoria con impaciencia.

Nonna suspiró.

—Hay siete príncipes demoníacos, pero solo cuatro que los Di Carlo deban temer: Wrath, príncipe de la Ira; Greed, príncipe de la Codicia; Envy, príncipe de la Envidia; y Pride, príncipe del Orgullo. Uno anhelará vuestra sangre. Uno capturará vuestro corazón. Uno os robará el alma. Y uno os quitará la vida.

—Los Malditos —susurró Vittoria en un tono casi reverente.

—Los Malvagi son príncipes demoníacos que acechan en la noche, buscando almas que robar para su rey, el diablo, su hambre voraz e inquebrantable hasta que el amanecer los ahuyenta —continuó Nonna mientras se mecía despacio en su silla. La madera crujió y tapó el sonido de la tormenta. Señaló sus tareas con la cabeza, asegurándose de que cumplieran su parte del trato. Las chicas se pusieron manos a la obra—. Los siete príncipes están tan corrompidos por el pecado que, cuando cruzan a nuestro mundo, no pueden soportar la luz, y están condenados a vagar solo cuando está oscuro. Fue un castigo impuesto por la Prima Strega hace muchos años. Mucho antes de que el hombre hollara la tierra.

—¿Dónde está la Primera Bruja ahora? —preguntó Emilia, con cierto escepticismo en su vocecita—. ¿Por qué no se la ha visto?

Nonna se lo pensó con detenimiento.

—Tiene sus razones. Debemos respetarlas.

—¿Cómo son los príncipes demoníacos? —preguntó Vittoria, aunque ya debía de haber memorizado esa parte.

—Parecen humanos, pero sus ojos de ébano están teñidos de rojo y su piel es dura como la piedra. Hagáis lo que hagáis, nunca debéis hablar con los Malditos. Si los veis, escondeos. Si captáis la atención de un príncipe demonio, no se detendrá ante nada para reclamaros. Son criaturas de la medianoche, nacidas de la oscuridad y la luz de la luna. Y solo buscan destruir. Proteged vuestros corazones, porque si tienen la oportunidad, os los arrancarán del pecho y beberán de vuestra sangre mientras humea en la noche.

No importaba que se tratara de criaturas sin alma que pertenecían al diablo o que fueran a matarlas en cuanto las vieran, las gemelas se sentían hechizadas por aquellos oscuros y misteriosos príncipes del infierno.

Una más que la otra, por cosas del destino.

—Pero ¿cómo lo sabremos cuando nos encontremos con uno? —preguntó Vittoria—. ¿Qué pasa si no podemos verles los ojos?

Nonna vaciló. Ya habían oído demasiado y, si la antigua profecía se cumplía, temía que lo peor estuviera por llegar.

—Lo sabrás.

Impregnada de la tradición familiar, Nonna Maria les había enseñado formas mágicas de esconderse tanto de los humanos como de las criaturas de la medianoche. Cada año, en su cumpleaños, recolectaban hierbas del diminuto jardín que tenían detrás de la casa y fabricaban amuletos de protección.

Llevaban amuletos bendecidos con agua bendita, tierra de tumba reciente y rayos brillantes de luz de luna. Recitaban hechizos de protección y nunca hablaban de los Malvagi cuando la luna estaba llena. Más importante aún, nunca se despojaban de sus amuletos.

El cornicello de Emilia estaba hecho de plata y el de Vittoria, de oro. Las chicas no tenían permitido juntarlos, o algo terrible podría pasar. Según Nonna, sería como forzar al sol y la luna a compartir el cielo, lo cual sumiría al mundo en un crepúsculo eterno. En esa situación, los príncipes del infierno podrían escapar de su prisión de fuego para siempre, para asesinar y robar las almas de los inocentes hasta que el mundo humano se convirtiera en cenizas, como su reino de pesadillas.

Después de devorar la cena y el pastel, su madre y su padre dieron a las gemelas un beso de buenas noches. Al día siguiente empezarían a ayudar en la ajetreada cocina del restaurante familiar, su primera vez sirviendo la cena. Demasiado emocionadas para dormir, Emilia y Vittoria no dejaron de reírse sobre el colchón que compartían, atacándose la una a la otra con sus amuletos en forma de cuerno, como si estos fueran las diminutas espadas de unas hadas, fingiendo luchar contra los Malvagi.

—Cuando sea mayor, quiero ser una bruja verde —dijo Emilia luego, acurrucada en brazos de su hermana—. Cultivaré todo tipo de hierbas. Y tendré mi propia trattoria. Elaboraré mi menú a base de magia y luz de la luna. Como el de Nonna.

—El tuyo será aún mejor. —Vittoria la abrazó con fuerza para reconfortarla—. Para entonces seré reina y me aseguraré de que tengas todo lo que quieras.

Una noche decidieron ser valientes. Había pasado casi un mes desde su octavo cumpleaños y las terribles advertencias de Nonna Maria parecían haber tenido lugar hacía una eternidad. Vittoria le arrojó su amuleto a su hermana, con expresión decidida.

—Toma —ordenó—, sostenlo.

Emilia dudó solo un minuto antes de acceder a sostener el amuleto dorado en su palma.

Una luz negra y lavanda brillante explotó de sus amuletos, sorprendiendo a Emilia lo suficiente como para dejar caer el collar de su hermana. Vittoria se lo volvió a colocar en su sitio a toda prisa, con los ojos castaños abiertos de par en par mientras la luz brillante se desvanecía de forma abrupta. Ambas se quedaron en silencio. No estaban seguras de si era por miedo o fascinación. Emilia flexionó la mano, tratando de aliviar la sensación de hormigueo que se arrastraba bajo su piel. Vittoria se limitó a mirarla, con el rostro escondido en las sombras.

Cerca, un perro del infierno aulló a la luna, aunque más tarde se convencerían a sí mismas de que solo había sido el viento gruñendo a través de las estrechas calles del barrio. Nunca le contaron a nadie lo que habían hecho, y nunca hablaron de aquella extraña luz púrpura como la tinta.

Ni siquiera entre ellas. Y ante todo, no con Nonna Maria.

Dado que fingieron que el incidente no había tenido lugar, Emilia no le contó a su hermana que la había cambiado de forma irrevocable y que, desde esa noche en adelante, cada vez que sostenía su cornicello y se concentraba, veía lo que ella llamaba luccicare. Un tenue brillo o aura que rodeaba a una persona.

Las únicas excepciones eran ella y su gemela.

Si Vittoria también poseía aquel nuevo talento, nunca lo admitió. Fue el primero de muchos secretos que las gemelas se ocultarían la una a la otra. Y resultaría ser mortal para una de ellas.