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Magister Ludi

Se encuentra junto a una ventana en el pasillo, mirando más allá del patio, hacia el Gran Salón; la brisa le enfría la frente y el cuello mojados. Introduce un dedo por debajo de la banda de la cofia, tiene ganas de quitársela, el peso del pelo la irrita. Se le pega la camisa al cuerpo. Ha estado trabajando en el aula que tiene detrás, disfrutando del último día tranquilo antes de que empiece el curso, de que las risas y el ruido de los estudiantes acaben con la calma, pero el sol abrasador la ha sacado de allí. Deja sus notas en el alféizar de la ventana y exhala un suspiro hondo. El aire que la rodea es ligera y deliciosamente fresco. A este lado, a la sombra, se puede oler la llegada del otoño.

El reloj marca las dos. Por debajo del repiqueteo del reloj, oye el sonido de un motor. Al principio piensa que es el autobús que asciende por el camino con las maletas de los alumnos de primero, pero el sonido es demasiado suave y nota un rugido parecido al de un violonchelo. Vuelve la cabeza para escuchar con atención. El viento canta con voz de soprano en las tejas del edificio. Apoya los codos en el alféizar y se adelanta para mirar.

Se abre la verja y el sonido hace que un pájaro alce el vuelo desde un poste. Una pareja de estudiantes de tercero (reconoce a Collins por su forma de andar, engreída, como siempre, y eso significa que el otro tiene que ser Muller) se detienen en la puerta del refectorio para observar. A continuación, despacio como una gota de aceite, aparece un automóvil. Se detiene fuera de la Entrada de los Magisters y de él emerge un hombre con una gorra, abre el maletero y arrastra una maleta de piel hasta la puerta. La deja ahí, vuelve al vehículo y saca dos más.

Exhala un suspiro. ¿Dónde están los porteros? ¿O el guarda? Ya debería de haber alguien allí para explicar que no se permite que los estudiantes lleven más de una maleta de tamaño mediano y que ningún coche puede llegar hasta la escuela, que la violación del entorno de la Schola Ludi es motivo de expulsión inmediata, que el uso de la Entrada de los Magisters está únicamente reservada a…

Sale el guarda. No puede pasar por alto al chófer y ese montón exagerado de equipaje que bloquea la Entrada de los Magisters; pero no dice nada. Se detiene y espera a otro hombre, lo guía hasta el patio con un gesto de bienvenida. … cambiado mucho, le oye decir, la brisa esparce sus palabras. El hombre que tiene detrás emerge y mira a su alrededor. Lleva un traje oscuro y un sombrero que parece fuera de lugar… absurdo, en realidad. Incluso desde este ángulo puede distinguir el ancho de las solapas y el pañuelo de color eau de Nil en su bolsillo. Como volver atrás en el tiempo… este lugar…, escucha ahora cuando el hombre echa hacia atrás la cabeza para admirar la altura del Gran Salón. Entonces se vuelve despacio, como absorbiendo la grandeza del edificio. Por un instante, mira justo donde ella está y le ve la cara.

Piensa que ha debido de equivocarse. Se aferra al alféizar con tanta fuerza que apenas respira.

El hombre la mira. El guarda dice algo, y él se ríe y se mete las manos en los bolsillos. Pasan por la Entrada de los Magisters. El chófer inclina la cabeza ante ambos y vuelve al coche. Maniobra para dar media vuelta y sale por la cancela. Nadie la cierra. Collins y Muller se acercan a la mitad del patio y se quedan mirando el vehículo que desciende por la carretera. El sonido del motor se apaga cuando oye decir a Collins: … mataría por uno así.

Se aparta de la ventana y se mira a sí misma. Tiene los puños sucios y una mancha de tinta en el pulgar. El corazón le late tan fuerte que el resto de su cuerpo le parece irreal: podría estar flotando en el espacio, un fantasma con un pulso atronador.

No sabe cuánto tiempo permanece ahí. Cuando vuelve a mirar por la ventana, el patio está vacío. Alguien ha cerrado al fin la cancela. Las maletas de fuera han desaparecido.

Recoge las notas. Recuerda vagamente haberlas escrito, pero las ideas han perdido su claridad; es como mirarlas a través de una nube de polvo. Lo único que puede hacer ahora es tratar de encontrar el camino hasta un ambiente más limpio. El latido del corazón se ha calmado y ha vuelto parte de la sensibilidad a los dedos de las manos y los pies, pero sigue sin recuperar del todo el aliento. Se detiene con la mirada puesta en el patio y se muerde el labio inferior. Se vuelve entonces y recorre el pasillo con paso rápido, como si no quisiera tiempo para pensar.

El Magister Scholarium está en su despacho. Levanta la mirada cuando ella abre la puerta, sorprendido, como si no fuera su voz la que le hubiera pedido que entrara.

—Ah —dice—, Magister Dryden. Sién… —Señala una silla, pero ella ya se ha sentado—. ¿En qué puedo ayudarle?

—He visto… —El hombre enarca las cejas. Ella toma aliento, entrelaza los dedos en el regazo y vuelve a comenzar—: Disculpe, Magister. Hace un momento estaba mirando por la ventana del pasillo superior y he visto que ha llegado un automóvil. Y me ha parecido ver a Léonard Martin salir de él. Y traía bastante equipaje. —Se esfuerza tanto por mantener la voz baja que suena como un autómata.

—Ah, sí —responde el Magister Scholarium—. Sí. Quería hablar de esto con usted. —Mira el papel que tiene delante, duda un momento y le pone el tapón a la pluma estilográfica—. Tiene razón, ha visto al señor Martin. Va a quedarse con nosotros un tiempo. Para estudiar el grand jeu. Me preguntaba si podría…

—¿Quedarse con nosotros? ¿Aquí?

—Así es. —Le sonríe y levanta la mano para acallarla—. Ya, sé que es algo inusual.

—Magister. —Carraspea—. No aceptamos invitados. De ninguna clase. Mucho menos…

—Intuyo que sabrá que hay un precedente. Arnauld pasó aquí cerca de dos años antes de que lo eligieran Magister Ludi. En el pasado, hemos ofrecido hospitalidad en ciertas ocasiones a los que deseaban expandir su conocimiento. Alumnos extranjeros, jugadores…

—Léonard Martin no es un jugador —replica y se esfuerza por controlarse—. Es el Ministro de Cultura.

—Ya no, por lo que sé.

—¿Qué?

El hombre se sienta y profiere un suspiro, como si le dolieran los huesos.

—Creo que el anuncio aparece en el periódico de hoy. El señor Martin ha dimitido de su puesto en el Gobierno y desea entregar su vida al estudio del grand jeu. El mismísimo Canciller me escribió en su nombre para preguntarme si podíamos apoyarlo en esto. Desde que estudió aquí, poder regresar ha sido el deseo más profundo del señor Martin.

—No tiene sentido. —La Magister se inclina hacia delante. Aprieta los puños para evitar golpear algo—. Discúlpeme, Magister, pero Léo Martin ha demostrado ser un político cínico, pragmático. Permitir que se quede aquí, en el corazón del grand jeu

—Fue un Medallista de Oro, creo recordar.

—Lo sé, pero desde entonces… —Se queda callada, casi temblando.

—Y me han asegurado que su carrera política está acabada. Dedicará su tiempo aquí al estudio. Recuérdeme si hay alguna conexión personal…

—¡No es eso!

El Magister parpadea.

—Entonces, discúlpeme, pero ¿qué sucede?

—Es un sacrilegio.

El hombre se queda muy quieto. Se miran y, por un momento, la Magister siente el peso del grand jeu, la tradición de la escuela, la losa de los mismísimos muros oscilando a sus espaldas. Traga saliva.

—Bien —responde él. Se levanta, camina hasta la ventana y la cierra con un fuerte clic—. Dígame, Magister, ¿qué sugiere? —La calidez ha abandonado el tono de su voz.

Se produce un silencio.

—Sugiero echarlo de aquí.

—Podría ayudarme a escribir una carta al Canciller para explicárselo.

—Este no es lugar para alguien como él.

—¿Se refiere a alguien con poder?

Abre la boca y vuelve a cerrarla.

—Alguien —prosigue el Magister Scholarium— con amigos en el Gobierno. Cuyos contactos podrían sustituirme por una marioneta del partido. O a usted. Y podrían revocar los privilegios de la escuela. Tal vez, incluso, cerrarla.

—Nadie puede cerrar la escuela.

—¿Se jugaría el futuro de Montverre, del mismísimo grand jeu, porque le disgusta un hombre que posiblemente no sea uno de nosotros? —Alza la voz cuando ella toma aliento para hablar—. No, lo admito, él no es un Magister ni un alumno, tal vez se sienta un extraño, pero ¿qué vamos a perder por recibirlo aquí? Según se dice, es un hombre encantador, sabio, inteligente. Será un invitado de honor hasta que se aburra, algo que puede suceder muy pronto, y entonces se marchará por su propio pie, con recuerdos felices y afecto renovado por la escuela. ¿De verdad piensa que es una alternativa peor a rechazar la… petición del Canciller? Que, debo añadir, se presentó como tal. —Aprieta el puño y lo baja despacio al alféizar de la ventana.

La Magister se muerde la lengua hasta notar el sabor de la sal en la boca.

—Quieren usar el grand jeu para sus propios fines —declara—. Lo llaman «nuestro juego nacional».

Es nuestro juego nacional.

—No con el sentido que le dan ellos.

—Magister… —Se vuelve para mirarla—. Sus escrúpulos la enaltecen. De veras. Pero no podemos olvidar la política. Ni siquiera aquí.

—Seguro que tenemos el compromiso de…

—Hacemos lo que podemos. Y lo que debemos. —Extiende los brazos y se entrevé su desesperación por la forma en la que cuelgan las manos—. Muy bien, Magister. ¿Qué hacemos? Si lo echo de aquí, corro el riesgo de sufrir consecuencias mucho más graves… para mí, para usted y para los demás Magisters, para los estudiantes. Recuerdo lo mucho que le afectó la idea de tener a un miembro del partido en el comité de acceso y los problemas que hemos tenido al aceptar a cristianos… Me aventuraría a afirmar que somos privilegiados. El Estado nos financia una parte y, así y todo, tenemos más autonomía que la administración jurídica o la profesión legal. Tuvimos suerte al quedar fuera de la Ley de Cultura e Integridad. Mientras la participación del partido sea meramente consultiva, me sentiré agradecido. Podría ser mucho peor. Pero ¿qué me aconseja? ¿Que me mantenga fiel a los principios? Por favor, dígame.

Silencio. La Magister baja la mirada. Tiene los dedos tan tensos que se le resaltan las venas de las muñecas.

—Será una distracción para los estudiantes —musita, apenas audible.

—Tendrá que asegurarse de que lo superen.

Asiente, una vez.

—Me alegro de que haya entrado en razón. —Se sienta y juguetea con la pluma—. Considero que sería bueno que hablara con el señor Martin lo antes posible. Se le ha cedido una habitación debajo de la torre del reloj. Seguramente estará allí ahora. Estoy seguro de que le interesará conocerla. Y, durante su estancia, debería de ofrecerle su guía y ayudarlo con el grand jeu de vez en cuando, si él lo desea. Con tacto.

—Sí. —La Magister ignora el frío que nota por dentro.

—Gracias. —El hombre suspira y se pasa las manos por la frente. El gesto le levanta la cofia por encima de una ceja y esta queda en un ángulo extraño, incongruente. Asoma un mechón de pelo blanco—. Sé que será capaz de dejar a un lado sus sentimientos, al servicio de la escuela.

Ella se pone en pie.

—Gracias, Magister.

El hombre le sonríe con una benevolencia que le deja claro que su mente ha vuelto ya al trabajo. Al menos eso es lo que cree hasta que llega a la puerta.

—¿Magister? —la llama él de forma inesperada.

—¿Sí?

—Puede que él no le guste, o lo que representa. Pero, por favor, recuerde que siempre hay voces que hablan en contra de un extraño. Hubo muchas que hablaron en contra de usted.

No hay espejos en Montverre. Oficialmente. Aunque las caras llenas de costras de los alumnos de tercer curso dejan claro que no han tenido el valor de romper las normas, el Magister Cartae tenía las mejillas suaves desde el día en que llegó, sin las marcas y arañazos que se podrían esperar de alguien que se ha acostumbrado a afeitarse guiándose por el tacto. Es la única regla que afecta a la Magister Dryden menos que a los hombres. Aún recuerda su primer día como Magister Ludi y la expresión del Magister Domus, que pasó de compasión a sorpresa cuando ella dijo: «Soy una mujer, no necesito un espejo». Le dieron ganas de reír. Pero ahora es distinto, ahora se inclina sobre la jofaina con agua y siente la desesperada necesidad de mirarse la cara. La habitación tiene tan poca luz que apenas podría adivinar más que unos ojos y una boca sombreados. Un remolino de jabón vetea la superficie. Se acerca para mirar su reflejo, pensando en el aspecto que tendrá para otra persona. Y, entonces, con un suspiro de frustración, se dirige a la ventana y vacía la jofaina en la hierba de abajo. Se vuelve hacia la habitación, se le engancha la muñeca a la ventana y se le cae la jofaina con un gran estrépito. Se queda mirándola mientras rueda hasta detenerse junto a la pared. En la habitación vacía (cama, silla, armario, lavamanos), la jofaina atrae la atención: su vida de ordenada austeridad interrumpida, arruinada. Cierra los ojos y trata de concentrarse en el silencio del grand jeu, esa espera que lo borra todo excepto el momento presente. No lo consigue.

El reloj marca las tres. Piensa en el Ministro de Cultura, el antiguo Ministro de Cultura, en su habitación bajo la torre del reloj. Le hormiguea la piel al comprender que está muy cerca, pero más le vale acostumbrarse. Se mordisquea el labio inferior. No tiene elección. Antes o después, tendrá que hablar con él. Mejor hacerlo ya, sin pensárselo demasiado.

Recoge la jofaina y la deja en el lavamanos. Baja después por las escaleras de madera hasta su estudio y busca los libros que necesita para su clase con Grappier a las tres y media y las gafas de lectura polvorientas que solo usa para las notaciones artemonianas. Cuando se las pone, el mundo se cierne sobre ella, tan cerca que da un paso atrás involuntario. No importa. Si va ahora, de camino al aula superior para encontrarse con Grappier, puede ser rápida, educada, pero sin la posibilidad de demorarse. Se coloca la cofia y se la baja hasta que le molestan las horquillas del pelo. Parpadea ante el mundo ampliado que tiene delante, ignorando el incipiente dolor de cabeza; sale al pasillo y gira a la izquierda, hacia la torre del reloj.

La puerta está abierta. Él está de pie junto a la ventana con las manos en los bolsillos, silbando una melodía que le resulta familiar, pero no sabe por qué. Se detiene, no sabe si entrar. ¿Este es territorio de él o de ella? Se arma de buenos modales y llama a la puerta con suavidad. El joven se vuelve con los labios apretados.

—Adelante.

Ella se queda de pronto sin aire. Menuda ridiculez no haber planeado qué decir, y todavía más que la paralice la idea de que tiene que hablar. Se adelanta, pero no dice nada.

—No sé si esta habitación será adecuada —comenta él por encima del hombro—. ¿Ese maldito reloj se pasa la noche repiqueteando?

—Eh… —La Magister se queda mirándolo. Esto no es lo que esperaba. Aunque su rostro no signifique nada para él, debería de mostrarse cortés, sonriente, ser el político que siempre había imaginado que era—. Sí. Cada hora.

—Entonces no será… —Se detiene—. Disculpe, pensaba…

Ella no comprende, pero entonces lo hace. La ha confundido con una sirvienta. Se ha fijado en la forma de su cuerpo antes de reparar en la túnica blanca y ha sacado sus propias conclusiones. No había necesidad de usar las gafas, no es un hombre bastante observador como para comprender que es una Magister, además de una mujer.

—Soy la Magister Dryden —se presenta—. Bienvenido a Mont­verre.

—La Magister Dryden, por supuesto. Discúlpeme. —Pero la vergüenza ha desaparecido en un segundo y la reemplaza algo más frío—. Sí, tendría que haberla reconocido.

—¿Qué? —El corazón le martillea en el pecho.

—Creo que vi su foto en la prensa cuando resultó elegida. Menuda sorpresa, una mujer desconocida a cargo del grand jeu.

Ella deja escapar un suspiro, lentamente, al pensar en que había visto esa foto mala y borrosa para la que había posado, acompañada de titulares como: «La avispada señorita supera todas las expectativas» o «¡Menudo premio para los estudiantes!». Pero no le dará la satisfacción de verla avergonzarse.

—Gracias, soy afortunada.

—¡Afortunada! —exclama—. Sí que lo fue.

El joven vuelve la cabeza hacia la ventana y la ladea, como si intentara ver algo en la base de la torre. Ella tendría que alegrarse de que mostrara tan poco interés, de contar con la libertad de mirarlo sin la preocupación de que le devolviera la mirada, pero una rabia fiera y profunda crece en su interior y siente la necesidad de gritar. Se fuerza a contemplarlo como si se tratara de un objeto. Es apuesto, claro, pero empieza a venirse a menos; su belleza está estropeada, raída, como si le hubiera sacado partido en demasiadas ocasiones. El tono rubio del cabello está apagado, no es gris exactamente, pero ya comienza a desteñirse, y tiene un rubor en las mejillas que terminará pareciéndose al veteado de venas rojas de un borracho. Bien.

—Pues si no hay nada más…

No tendría que haber dicho nada. Él no puede dejar que se vaya así, sin más. Se vuelve hacia ella, todo el cuerpo esta vez, y de pronto aparece su famosa sonrisa, como si estuviera pidiéndole el voto.

—Magister Dryden, discúlpeme. Me temo que el hotel era algo primitivo y no he dormido bien. Es un honor conocerla.

Ella no dice nada.

—Soy Léo Martin. —Le tiende la mano—. Minis… ExMinistro de Cultura.

—Lo sé —responde sin moverse.

—¿De veras? —Baja la mano con un gesto que sugiere que está acostumbrado a que lo desairen, aunque lo imagina guardándoselo para más tarde—. Pensaba que no permitían que tuvieran prensa aquí.

—A los Magisters, sí. Si ellos quieren.

—¿Y usted quiere…? Ya veo. Bueno, la felicito. Muchas personas piensan que Montverre es una torre de marfil. Me alegro de que no sea así. Aunque espero que sea un lugar de retiro para mí.

—¿Retiro de qué? —No debería de haber preguntado. Mueve la cabeza para evitar su mirada.

—Oh, ya sabe —indica en un tono que sugiere que no piensa lo que va a decir—. La política. —La sonrisa se torna un gesto adorable, imagina la Magister—. La vida real.

Tiene práctica ocultando los sentimientos. Asiente y atisba la decepción de él al ver que no ha respondido a sus encantos. Y eso le ofrece satisfacción. Debería de saber que el grand jeu no es un refugio para la vida, sino más bien lo contrario. Pero tiene cosas más importantes que hacer que explicárselo.

—Espero que disfrute de sus estudios —comenta—. El Magister Scholarium me ha pedido que le diga que, si necesita guía, intentaré encontrar tiempo para ayudarlo. Si puedo.

Le destellan los ojos, pero todo cuanto dice es:

—Gracias.

—Ya sabe dónde está la biblioteca. Si necesita algo más, por favor, comuníqueselo a uno de los sirvientes.

—Eso haré. Gracias.

La Magister se dispone a marcharse.

—Una duda… ¿Nos hemos visto antes? Su voz me resulta familiar.

Se vuelve hacia él. La luz incide en una mancha de las gafas, pero reprime las ganas de limpiarla con la manga.

—No, no lo creo.

—Bien. Es un placer conocerla, Magister. Tengo interés en ver qué puede hacer. —Se produce una pausa mínima y ella toma aliento para responder, pero él mueve la mano—. No la entretengo más, seguro que el grand jeu la espera.

Un permiso muy relajado para retirarse. Sería perverso insistir en quedarse allí. Ella no desea su atención. Pero tiene que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para bajar la mirada y volverse.

Cuando lo hace, el exMinistro vuelve a silbar esa melodía y entonces la reconoce. Puentes de Königsberg. Le lanza una mirada por encima del hombro, pero él vuelve a mirar por la ventana.

—Adiós —se despide. Se relaja, pero, justo cuando está por cerrar la puerta al salir, él deja de silbar.

—Por cierto —indica con una sonrisa—. Es usted la primera Magister Ludi mujer. Tengo curiosidad, ¿podría decirme si hay que referirse a usted como «maestro» o «maestra»?

Camina en un sueño. Se mira los pies y de pronto el suelo es blanco y negro. Levanta la cabeza y parpadea. Ha salido por la Entrada de los Magisters al patio. Tiene delante el patrón blanco y negro teñido de azul por las sombras de la tarde, que lo vuelven de color crema y carbón. No se parece al patrón del suelo del Gran Salón iluminado por la luz de la luna hace unos días, y, así y todo, se acuerda perfectamente de la sensación de estar en un tablero a la espera del primer movimiento. No puede quitarse esa sensación; desde aquella noche la ha estado acechando, provocándole un hormigueo en los dedos, como la promesa de una tormenta. Se repite a sí misma que es la ansiedad por el Juego de Verano, unos nervios comprensibles: es el primero para ella y aún no ha empezado a trabajar en él. Que su imaginación bulle de actividad por las noches, en especial cuando camina por los pasillos, observando la luna deslizarse de ventana en ventana hasta que termina en el Gran Salón, como atraída por una campana silenciosa. Que allí, observando la geometría de la luz en la piedra, nadie se sentiría observado. Que la sensación de una mirada hostil en la oscuridad no era más que el silencio y el frío de una noche en las montañas. Pero le pareció un augurio. Y ahora Léo Martin está aquí, bajo el mismo techo que ella, silbando el tema de Puentes de Königsberg.

Cruza el patio y entra a la biblioteca silenciosa. Hay unos cuantos alumnos de segundo y tercero inclinados sobre libros, con los ceños fruncidos por la concentración. Cuando pasa por su lado, uno de ellos mueve de forma inconsciente la mano adelante y atrás, como ejecutando un movimiento, probando el gesto en el aire. Está a punto de detenerse para mirar por encima del hombro del muchacho la página que tiene delante, pero hoy no tiene ganas de enseñar. Camina junto a las estanterías altas hasta las escaleras y sube por ellas. A la luz del día este es su territorio, su coto de caza, donde encuentra en un índice o un pie de página cualquier cosa que pueda necesitar, pero cuando el reloj marca la medianoche, sale con los últimos alumnos mientras el encargado apaga las luces con mirada cansada. No han permitido que nadie estuviera solo en este lugar desde que la Biblioteca de Londres fue destruida, pero, aunque pudiera, no se quedaría. En los días malos es demasiado fácil imaginarse perdiendo el control, soltando una cerilla, y la danza de las llamas y las sombras en el techo. Pasa junto a la mesa del empleado y lo saluda con la cabeza. Se vuelve, busca la llave y abre la puerta estrecha de la Biblioteca Ludi, su biblioteca privada.

Huele a polvo. Después de cerrar la puerta al entrar, se acerca a las ventanas, esquivando cajas y pilas de libros, y las abre. Desde aquí ve la carretera y el valle; fuera de su vista está el pueblo de Montverre y, más allá, las colinas y las praderas fértiles y, a kilómetros y kilómetros de distancia, está su hogar. Pero ya no es su hogar. Se vuelve y se aleja de las vistas, como si temiera que alguien la estuviera observando. Toma aliento y mira con el ceño fruncido las estanterías atestadas, el suelo desordenado, la telaraña en una esquina del techo, tan espesa que bien podría confundirse con un detalle del yeso.

Tal vez en el pasado, la Biblioteca Ludi fuera el corazón secreto de la escuela, una colección de valor incalculable de textos sobre el grand jeu que eran demasiado valiosos como para que los vieran los estudiantes. Hay libros únicos, encuadernados en oro y lapislázuli, encadenados a los estantes contra la pared; otros están escritos a mano por los Grandes Maestros, y otros son las únicas copias supervivientes de códigos antiguos, o notas contemporáneas de testigos de los juegos clásicos. Pero han pasado años, generaciones, desde que catalogaron lo que hay aquí. Desde entonces, las estanterías han acumulado pilas de volúmenes con tapas oscuras, marcados con nombres que ni siquiera ella reconoce, diminutos cuadernos octavos con notaciones artemonianas, portafolios de notas sin clasificar con escritos ilegibles. Algún Magister del siglo pasado decidió conservar no solo sus juegos, sino también el material de investigación. El suelo está lleno de cajas con partituras, libros matemáticos y científicos, de filosofía y versos… Y, desperdigado entre los dudosos secretos elegidos por sus tataratatarabuelos, hay cosas que está casi segura de que dejaron ahí por error: una pipa, un diccionario de latín, el ensayo de un alumno. La última vez que estuvo aquí encontró una publicación gastada de treinta años de antigüedad del Gambito al lado de una primera edición de un Philidor; se imaginó al Magister Holt dejándolo ahí, distraído, mientras buscaba otra cosa e iba acariciando los lomos de los libros con los dedos reumáticos. Cuando la eligieron, se pasó horas explorando, como una sacerdotisa que tomara posesión de sus dominios, pero se cansó antes de haber examinado la mitad de la habitación. Ahora no alberga el deseo ni la arrogancia de organizar la colección: trata este lugar como una especie de escondite, una tumba.

Se dirige al rincón más alejado de la ventana, se agacha para alcanzar detrás de una estantería y saca un pequeño baúl de metal. Se pone en cuclillas y se quita una telaraña de la frente con la parte interna de la muñeca. Mete la mano en el bolsillo para sacar una llave, abre el baúl y saca un paquete de dentro. El plástico viejo cruje cuando lo desdobla. Es un cuaderno con una cubierta marmolada azul y gris que parece un montón de guijarros debajo del agua; las esquinas y el lomo están encuadernados con piel. En la cubierta hay un borrón de tinta. Cuando la mancha estaba fresca, brillaba como una moneda, desprendía un fulgor azul y cobre que sobresalía en la superficie donde la tinta era más espesa. Pero el tiempo y la desecación la han vuelto apagada, de un negro liso. Todavía le deja una mancha en el dedo cuando pasa la mano por encima y, de forma inconsciente, se lleva la punta del dedo a la boca para limpiarla. Alza la mirada a la ventana un segundo y se queda mirando el cielo sobre el valle. A continuación, baja la cabeza y abre el cuaderno.