Cuando Léo se despierta, un tema le ronda en la cabeza. Por un segundo es incapaz de ubicarlo. Podría tratarse de un sueño: una melodía escurridiza, una forma que se transforma en algo abstracto, un fragmento de poseía que recuerda vagamente a algo. Se da la vuelta y cierra con fuerza los ojos, como si pudiera seguir durmiendo, pero no. Retumba en su cerebro, exasperante, burlándose de él. Y entonces, de forma abrupta, lo reconoce. El maldito Puentes de Königsberg. Se entremezcla con el ruido de una puerta al cerrarse y con los platos repiqueteando en la cocina, abajo. Seguro que ha sido eso lo que lo ha despertado; de no ser así, habría dormido hasta tarde tras una incómoda noche de insomnio.
Se ajusta las sábanas en los hombros, pero, ahora que está despierto, tiene frío. Las mantas son ásperas y finas, y la almohada le resulta húmeda al tacto. La noche anterior, el director le dedicó una sonrisa confiada y le dijo:
—La suite Arnauld, señor. Es un honor, debo decir.
Y la sirvienta lo miró de reojo mientras le enseñaba la habitación; esperaba verlo impresionado por las cortinas y los cuadros con gruesos marcos dorados de los maestros del grand jeu. Pero hay manchas oscuras en el cabecero, donde anidan las chinches en las grietas, y el colchón se hunde por la parte central como una hamaca. Cada vez que se movía por la noche, tintineaba y crujía, y ahora se le está clavando un muelle en las costillas. En este momento, Chryseïs estará despatarrada debajo de unas sábanas de algodón egipcio, abarcando la totalidad de la cama. Seguirá dormida, con el pelo dorado enredado, una mancha negra en la sien, mientras las cortinas ondean en la ventana abierta y el olor a polvo y tubo de escape se mezcla con el de las rosas de la repisa de la chimenea. Tiene a veces la sensación de que el verano de la ciudad lo va a ahogar, pero ahora mismo, en esta habitación enmohecida, daría el salario de un año por estar allí, de nuevo en su antigua vida. Se pasa las manos por la cara para tratar de deshacerse de la sensación pegajosa de no haber dormido bien y se sienta. El tema de Puentes de Königsberg se repite en su cabeza. Es como un disco rayado, el movimiento entre la melodía y el primer paso del camino euleriano, y de vuelta a la exasperante canción. De todos los juegos que le pueden pasar por la cabeza, tiene que ser uno que no soporta. Sale de la cama, se pone los pantalones y la camiseta, y pide agua para afeitarse.
—Y café —añade cuando la sirvienta inclina la cabeza y se da la vuelta para salir. Esta se vuelve hacia él con tanto entusiasmo que casi tropieza, y Léo se fija en que le han enviado a la más bonita, aunque no le importa—. Primero café. Que esté caliente.
—Sí, señor. Por supuesto, señor. ¿Algo más?
—No, gracias.
Se sienta junto a la ventana, dando la espalda a la joven. Es un gesto grosero, pero ¿qué más da? Ya no es un político.
Cuando llega, el café le parece terrible, un sucedáneo medio quemado, pero al menos está caliente, como le gusta, lo suficiente para calentarle las manos al tocar la taza. Sorbe lentamente, observando cómo cambia el color del cielo por encima de las casas, frente a él. El sol aún no ha ascendido por las montañas y la calle tiene una luz tenue, a pesar de que son casi las ocho. Debería de estar en casa, en su estudio, tomándose el segundo café y absorto en uno de los informes de Dettler. Nota una picazón, una sensación incómoda al estar sentado aquí, sin nada que hacer. Estaría jodido si quisiera ascender la montaña al amanecer, como si fuera un estudiante; ayer pidió el automóvil a propósito para después de comer, pero ya no sabe qué hacer. Se remueve en la silla con olor a humedad, pensando si tiene hambre suficiente para pedir el desayuno. ¿Cómo va a pasar las horas? Pone una mueca, la pregunta le recuerda a Chryseïs, aquella noche en el balcón, mirándolo, después de la reunión con el Canciller.
—¿Qué voy a hacer yo? —le preguntó ella, y él estuvo a punto de echarse a reír ante su actitud predecible.
—Tomarte otro Martini, imagino —respondió.
Ella parpadeó.
—Mientras estás fuera —dijo. Con sus dedos con uñas de color escarlata, pescó en el vaso un pedazo pequeño de piel de naranja y lo tiró a la calle por encima del hombro—. ¿Qué esperas que haga?
—Seguiré pagando la renta del piso.
—¿Piensas que debo de quedarme aquí? ¿Sola?
—Al menos hasta que encuentres a alguien mejor. —Habría sido más amable decir «un lugar», pero no se sentía amable—. Estarás bien.
—Oh, muchas gracias. Agradezco tu preocupación. —Ladeó la cabeza, mirándolo, pero por una vez no se le ocurrió a Léo ninguna respuesta brillante, estaba cansado—. ¡Jesucristo, Léo! No puedo…
—Te he pedido que no dijeras eso.
—Otra vez no. Si apenas rezo el rosario. ¿Qué vas a hacer? ¿Informar sobre mí al Registro? —Pasó por su lado y le dio un golpe con el codo. Se acababa de ondular el cabello y Léo captó el olor a químicos, que se le quedó en la garganta—. No puedo creerme que hayas fastidiado esto. Se suponía que eras el chico de oro del Gobierno. ¿No dijo el Anciano que…?
—Pues parece que no.
—Idiota, ¿cómo has podido? Eres un cobarde, eso es… Ahora que el partido está en el poder, no puedes soportar la presión. Eres débil. —Le dio una patada a la pata del sofá. Le salpicó Martini del vaso en el vestido—. ¡Mierda! Es nuevo.
—Te compraré otro. —Léo cruzó la habitación hasta el armario de los licores y se sirvió un whisky. No quedaba hielo, pero no pidió.
—Más te vale. Y paga la factura. —Se le quebró la voz y se derrumbó en una silla—. Mírame, vestida de gala… Pensaba que iba a ascenderte. Ahora que eras Ministro de Cultura, pensaba que por fin habías conseguido algo importante. Me había preparado para celebrarlo.
—Pues celébralo. —Se quedaron mirándose. Tal vez, si hubiera dicho lo correcto, ella se habría calmado. Pero si ella se hubiera calmado, él no habría podido soportarlo.
Chryseïs se puso en pie, se bebió lo que quedaba de Martini de un sorbo y alcanzó el abrigo.
—Que tengas unas bonitas vacaciones, Léo. —Y salió.
Ahora Léo intenta olvidar el recuerdo. De todas las cosas que ha dejado atrás, Chryseïs es la menor de sus preocupaciones. Ella está en mejores circunstancias que él, seguramente desperezándose en la cama, ajustándose el camisón y pidiendo un chocolate caliente. Estará bien. Y, aunque no fuera así, ¿de verdad le importa? Deja atrás ese pensamiento. Hace un mes se imaginó pidiéndole matrimonio: los emocionantes artículos en la prensa, el destello de un espléndido diamante en su mano izquierda, la felicitación del Anciano. Y ahora…
Llaman a la puerta y se sobresalta. Cuando la puerta se abre, está de pie y la sirvienta da un paso atrás.
—Lo siento, señor, pensaba que me había dicho que entrara.
—Sí, por supuesto. Gracias.
Espera a que se marche antes de acercarse al lavamanos y echarse agua en la cara. Exhala aire por la boca hasta que el ritmo del corazón se calma y se empapa el cuello. No tiene miedo. No hay nada que temer. Pero, a veces, hay instantes que lo pillan con la guardia baja: una llamada inesperada a la puerta, un automóvil que circula demasiado rápido cuando está cruzando la carretera, el brillo del metal cuando un borracho se cruza por su camino y echa mano de una petaca que lleva en la cadera. Una reunión cada cierto tiempo con el Canciller. Cuando el Canciller lo miró con aquella expresión, sopesando cuánto valía. Aún nota el escalofrío, como si, de camino a una partida de caza, un amigo le apuntara con el arma en la cara como si nada. Y, un segundo después, la humillación por haber sido tan estúpido, por no haberlo visto venir, por haber pensado que era un entretenimiento amistoso, civilizado… Por haber entrado en el despacho un poco nervioso, claro, como cuando lo llevaban ante el Magister Scholarium, pero seguro de que acudiría el Anciano, y un poco desconcertado cuando vio que era el Canciller y no el Anciano quien estaba sentado detrás de la mesa con la carta de Léo en las manos.
—Ah, Léo —dijo—. Gracias por venir. Espero no haber interrumpido nada.
—Estoy seguro de que Dettler se las puede arreglar sin mí una hora.
—Sí, esperemos que sí. —Alcanzó el teléfono—. Té, por favor. Sí, dos tazas. Gracias. Siéntate, Léo.
Se sentó. El Canciller entrelazó los dedos y agachó la cabeza, como si fuera a pronunciar una oración.
—Léo —prosiguió al fin—, gracias por tu carta. Todos admiramos tu pasión y tu energía, ya lo sabes. Y forma parte de la naturaleza de los jóvenes mostrarse francos. Gracias por tu honestidad.
—Como Ministro de Cultura, me pareció correcto preguntar si podía hablarlo con el Primer Ministro antes de que la propuesta de ley se sometiera a voto.
—Naturalmente. Y lamenta no haber podido acudir hoy. Estaba muy interesado en conocer tu punto de vista. Me pidió que te dijera que admira tu coraje.
Quizá fue en ese momento cuando Léo sintió recelo por primera vez.
—Las propuestas son bastante extremas, Canciller. Lo único que yo sugería era que reconsideráramos…
—También se mostró… sorprendido. —El Canciller miró hacia la puerta—. Adelante. Oh, ¡galletas! Buena chica. Sí, déjala aquí. En la mesita. —La secretaria se dispuso a descargar la bandeja y el Canciller señaló el sofá—. Léo, por favor.
Léo se levantó, se dirigió al sofá y volvió a sentarse. El Canciller, sin embargo, dudó y se acercó a la ventana. Se asomó a ella con las manos a la espalda.
—¿Qué estaba diciendo?
—Que el Anci… Que el Primer Ministro estaba interesado en lo que escribí.
—Sería más correcto decir «atónito». —Movió la mano en dirección al juego de té de porcelana—. Por favor, no te quedes ahí parado, joven. Sírvete una taza de té.
Léo lo hizo, añadió limón, lo movió y se llevó la taza a los labios. Dejó la taza a continuación en el platillo y se fijó en la tensión de la muñeca. ¿Cuántas veces, ahí sentado con el Anciano, había oído el repiqueteo de la porcelana mientras los otros hombres trataban de controlar las manos temblorosas? Pero esto era distinto. Él era distinto. Se trataba de simple hospitalidad, seguro. No era una prueba, o una mala experiencia. Cuando levantó la mirada, el Canciller le estaba sonriendo.
—Léo, mi querido muchacho. Bueno, no eres un muchacho en realidad, discúlpame, es el privilegio que me concede la edad. ¿Cuántos años tienes? Recuérdamelo. ¿Veintiocho, veintinueve?
—Treinta y dos.
—¿De veras? Bueno, no importa. —Se volvió para mirar por la ventana, tirando del cordón de la cortina con aire ausente—. Lo cierto, Léo, es que tu carta ha sido ciertamente desafortunada.
No respondió. Por un vertiginoso instante, pensó que el Canciller correría las cortinas, como si hubiera muerto alguien.
—Francamente, estamos decepcionados, Léo. Parecía que tenías por delante una carrera prometedora. Confiábamos en tus habilidades. Un hombre joven, pensábamos, que puede ayudar a llevar el país a una nueva era, próspera y libre, que comprende la visión del partido, que guiará a la siguiente generación cuando nosotros seamos demasiado mayores como para seguir soportando la carga. Pensaba que compartías ese sueño, Léo.
El pasado en la conjugación fue como una aguja que se hundía más y más.
—Lo comparto, Canciller. Por supuesto que comparto los ideales del partido.
—Pero tu carta sugiere que no es así.
—Solo ese particular… esa sección de la propuesta de ley.
—Las medidas te resultan… ¿cuáles eran tus palabras? Irracional y moralmente repugnantes.
—¿Sí? No recuerdo haber dicho «repug…».
—Por favor, no te cortes si quieres refrescar la memoria. —El Canciller hizo un gesto hacia la mesa. La carta estaba allí encima, con la firma de Léo como un garabato oscuro en la parte baja. Hubo un silencio.
Léo tragó saliva. Se le había quedado la boca seca. Sacudió la cabeza.
—Es posible que haya sido demasiado enfático, Canciller. Me disculpo si…
—No, no, querido muchacho. —El Canciller movió las manos para rechazar las palabras. Léo casi pudo verlas caer a la alfombra como si fueran moscas muertas—. Demasiado tarde. Lamento tu impulsividad tanto como cualquier persona, pero no sirve de nada insistir en ello. —Se volvió al fin y lo miró a los ojos. Así miraba el padre de Léo los objetos rotos en la chatarrería, pensando si el espacio que ocupaban valía la pena—. La pregunta es —prosiguió—: ¿qué hacemos ahora contigo?
—Yo… ¿qué? ¿Se refiere a…?
—No podemos tener a un ministro de gabinete que muestra indiferencia hacia nuestra política. —El hombre frunció el ceño—. Eres un político astuto, Léo, has de entender eso.
—Pero no indiferente.
—Por favor. —Levantó la mano—. Lo lamento tanto como tú, créeme. Tanto como el Anciano. Pero si no podemos confiar en ti…
—Canciller, por favor. Sinceramente, no creo…
—Silencio. —Se oyó la sirena de una ambulancia a la distancia. Léo tenía un sabor amargo en la boca, pero no confiaba en sí mismo para levantar la taza de té sin derramarlo. El Canciller se acercó, tomó un papel y lo dejó sobre la mesa, delante de él. Una carta. A quien pueda interesar…—. Aquí tienes una carta de renuncia. —Dejó una pluma estilográfica al lado—. Sensatez, Léo. Si la lees, comprobarás que te hemos facilitado el asunto. En reconocimiento por el trabajo que has prestado al partido. El Anciano siente afecto por ti, ya lo sabes. Seguro que estarás de acuerdo en que esta es una solución elegante.
Tuvo que parpadear para poder leer las palabras: … honor de haber servido… contribución a la visión del Primer Ministro… prosperidad, unidad y pureza… pero otros son más aptos… en el fondo de mi corazón, siempre he anhelado… Levantó la mirada.
—No lo entiendo.
—Pensaba que sería obvio.
—Está diciendo que… quiere que yo diga… —Se quedó callado y volvió a mirar la carta—. Estoy muy orgulloso por haber obrado lo mejor que he podido como Ministro de Cultura, pero es como un humilde estudiante del grand jeu como deseo dejar huella. ¿Qué es esto?
El Canciller se sentó frente a él. Se sirvió té y golpeó el borde de la taza con la cucharilla, haciéndola tintinear.
—Has sido el único estudiante de segundo curso en ganar una Medalla de Oro en Montverre, ¿no es así?
—Sabe que sí. ¿Tiene acaso relevancia? —Sonó más beligerante de lo que pretendía.
—Has representado un papel importante en la elección de este Gobierno, Léo. Pero no tienes madera de político. Has reprimido tus deseos personales todo lo que has podido con el fin de ayudar a lograr el mayor éxito en la política de este siglo, pero no has podido olvidar el sueño de regresar a Montverre para estudiar nuestro juego nacional. Ahora que el futuro del país está asegurado, al fin tienes la oportunidad… Es una historia emotiva, el artista que regresa a sus raíces, que satisface su vocación. Quién sabe, tal vez nos seas de utilidad allí.
—Pero yo no…
El Canciller soltó la taza. Fue un movimiento suave, casi informal, pero Léo se encogió.
—O bien te estás mostrando deliberadamente obtuso —señaló—, o eres un completo mentecato. Hasta ayer mismo, habría jurado que no lo eras. —Exhaló un suspiro—. No sé cómo puedo decir esto con más claridad.
—Tal vez con palabras de una sola sílaba —se oyó decir Léo.
El Canciller enarcó las cejas.
—Tienes una decisión muy sencilla de tomar. O firmas esta carta, cuentas la misma historia a la prensa y te retiras a Montverre todo el tiempo que consideremos oportuno, o el Primer Ministro se verá obligado a tratar contigo de una forma más… contundente.
—¿Se refiere a la posibilidad de que alguien me encuentre en una zanja con la garganta rajada? —Sonó a broma, pero la respuesta fue el silencio, sólido y monstruoso, y Léo comprendió que no se trataba de una broma. Alcanzó con torpeza la pluma estilográfica y firmó la carta sin leer el resto. La firma era apenas reconocible. Debajo de la primera copia había otra. Se detuvo sin levantar la mirada—. Hay dos.
—Una es para ti. Una referencia para el futuro. Ya hablaremos de la organización para tu partida a Montverre. Te irás en unas semanas, imagino. Se aceptará entonces tu dimisión de manera formal. Mientras tanto, Dettler se encargará de tus deberes. —Le dio un sorbo al té—. Huelga decir que no intentarás interferir en el progreso de la propuesta de ley.
—Ya veo. —Léo vaciló. Le puso entonces el tapón a la pluma, concentrado en los dedos, como si solo los ojos pudieran decirle lo que estaba haciendo—. Canciller… Por favor, créame cuando le digo que no tenía intención…
El Canciller se puso en pie.
—No hay necesidad de que permanezcas aquí más tiempo.
Léo dobló la segunda copia de la carta y la metió en el bolsillo de la chaqueta, junto al corazón. Después se levantó él también. En algún lugar sonaba un teléfono, la secretaria tecleaba, la actividad continuaba. Sintió como si levantara las manos de un teclado y oyera la música, que seguía sonando. Se alisó la corbata.
—Bien… gracias, Canciller. Si no volvemos a vernos, buena suerte con el Gobierno.
—Gracias a ti, Léo. Espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse, más adelante. —El Canciller se dirigió a la mesa y se sentó. Alcanzó la agenda—. Buenas tardes, Léo. En adelante, si yo fuera tú, tendría mucho, mucho cuidado.
Léo cerró la puerta al salir. La secretaria, Sarah, lo miró y volvió a bajar rápidamente la mirada. Él le sonrió, pero ella continuó con la cabeza gacha, escribiendo algo en un cuaderno. Cuando pasó por al lado de su escritorio, miró por encima del hombro de la mujer y comprobó que solo estaba dibujando unas cuantas líneas sin sentido.
Llegó al rellano. Dos funcionarios subían las escaleras mientras mantenían una conversación.
— … medidas solo son el reflejo de los tiempos —dijo el primero, interrumpiendo la conversación para saludar con un gesto de la cabeza.
Automáticamente, él sonrió también. Y entonces, sorprendido, comprobó que la segunda persona, que seguía a la primera, era Emile Fallon. Ya era tarde para escabullirse.
—Cuánto tiempo sin verte, Emile, ¿cómo estás? —dijo en cambio—. Me temo que debo irme corriendo —prosiguió sin tomar aliento.
—Hola, Ministro —respondió él—. Sí, ya nos pondremos al día. —Se volvió mientras caminaba para dedicarle una media sonrisa al pasar por su lado. Había algo más que malicia sincera en su rostro: ironía, tal vez, o, peor aún, compasión. Claramente, la noticia de la dimisión de Léo había llegado al Ministerio de Información. Esperó a que desaparecieran por la puerta que tenía enfrente, con la sonrisa en los labios, como si se tratara de una prueba física.
Estaba solo. Los retratos cadavéricos de los hombres de Estado lo observaban con impasividad desde las paredes. La alfombra oscura acallaba los sonidos; o tal vez se había quedado sordo. Se apoyó en la pared y luego se deslizó hacia abajo hasta quedar en cuclillas. Oía el zumbido de la sangre en los oídos y las náuseas le hacían sudar por cada poro de la piel. Le dolía el corazón. El aire emitía un sonido ronco al entrar y salir de los pulmones. Cerró los ojos.
El malestar fue disminuyendo poco a poco. Volvió a ponerse en pie y posó una mano en la pared para mantener el equilibrio. Si alguien lo veía así, si salía el Canciller y regresaba Emile… Se puso recto, se limpió la cara con la manga y se alisó el pelo. Tan solo el cuello mojado de la camisa podía delatarlo ahora, y era un día cálido. Pasaría junto a la chica de la entrada, en la planta de abajo, y no volvería la mirada. Podía fingir que no había pasado nada, que había presentado su dimisión, que le había explicado los motivos al Canciller y ahora era libre. Casi se lo creía él mismo.
Sin embargo, cuando llegó al descansillo entre las dos plantas, algo hizo que mirara atrás. En el papel pintado había una mancha casi negra sobre el diseño verde: la marca que había dejado con la mano sudada al detenerse para no vomitar.
Se afeita, se pone la chaqueta y la corbata, y pide más café. La sirvienta le ofrece el desayuno, pero no es capaz de aceptar. Cuando se ha bebido el café, el sol aclara ya las casas y brilla en la calle. La calidez recorre el suelo y llega hasta él. No puede quedarse toda la mañana aquí. Camina hasta la estación de tren y compra una novela en versión de bolsillo en un puesto. Hay una fila de maleteros aguardando al primer tren; los alumnos de tercer y segundo curso se marcharon la semana pasada, con unos días de diferencia, y hoy es el turno de los de primer curso, que inundan el pueblo por una noche. El tren llega cuando el vendedor le da a Léo el cambio. Se detiene con las monedas en la mano y observa a los jóvenes que esperan emocionados en la plataforma. Hay varias familias también, hermanas sabelotodo, madres orgullosas, hermanos pequeños tercos; han venido a despedirse de sus chicos inteligentes y a disfrutar unos días del aire de la montaña. No tienen permiso para entrar en la escuela, por supuesto, y probablemente ni siquiera estén despiertos mañana para decir adiós a los estudiantes que asciendan por el camino al amanecer.
—Oh, adorable —le dice una mujer a su hijo, mirando más allá del valle, hacia Montverre-les-Bains. Señala las termas romanas a la distancia—. Eso debe ser…
Léo se mete el dinero en el bolsillo. Agacha la cabeza cuando se une a la corriente de gente que pasa por la taquilla, con miedo a que alguien lo reconozca, pero están todos demasiado concentrados en sus tareas. Tienen que parar a los taxis, cargar los maleteros, encontrar los hoteles de renombre antes de que el sol caliente con ferocidad. Nadie se lo queda mirando. Entra en una pequeña cafetería sucia y se queda allí, observando hasta que la plaza que hay delante de la estación se vacía, esperando en la tranquilidad del lugar al próximo tren. Hay un periódico en la barra y se fija en el titular: La sorprendente dimisión del Ministro de Cultura. Pero no lo toma. Dettler le había enseñado un borrador hacía un par de días.
—¿Alguna sugerencia, Ministro? —preguntó, y le ofreció un lápiz azul con la delicadeza de un director de funeraria—. Saldrá en el periódico del lunes. Así estará a salvo… Es decir, nadie molestará.
Pero Léo había rechazado el lápiz. Ya no le importaba lo que dijeran de él y sigue sin importarle. Aparta la mirada del periódico, se sienta a una mesa junto a la ventana y abre la novela barata que ha comprado. Es una traducción del inglés, una historia de detectives; la clase de libro que Chryseïs devora del tirón, acurrucada en el sofá con una caja de bombones. No sabe por qué lo ha comprado, pero no se le ocurre otra forma de pasar el rato. Tras haber leído la primera página tres veces, no obstante, lo aparta a un lado. Cuando se apruebe la Ley de Patrimonio Cultural, las obras de ficción pagarán un gravamen y las obras extranjeras tendrán un precio prohibitivo, incluso para personas como él. ¿Qué había dicho el Anciano? «Tenemos que encontrar formas de mantener y proteger nuestro juego nacional, que, como bien sabes, Léo, es mucho más que un juego…». En ese momento, Léo pensó que tenía razón, o, al menos, que no estaba del todo equivocado como para justificar su desacuerdo. Nunca se mostraba en desacuerdo con el Anciano, así es como había ascendido tanto y tan rápido. Hasta la Propuesta de Ley de Cultura e Integridad.
Se levanta. El camarero, que hasta ese momento estaba sentado haciendo un crucigrama, se pone en pie.
—¿Qué puedo ofrecerle, señor? —le pregunta.
Pero Léo ya está saliendo por la puerta. El reloj de la estación marca las diez. ¡Solo las diez! A lo mejor pide que el automóvil llegue antes. Sube por la colina hacia el hotel Palais, pero cuando llega allí, el vestíbulo está lleno de gente. Una mujer gruesa con un sombrero con plumas está gesticulando con vehemencia al director del hotel.
—Su padre se quedó en la suite Arnauld hace treinta años —dice—. Lo solicité expresamente… sí, pero ¿por qué no ha podido la sirvienta…?
Léo se vuelve sin molestarse en escuchar el resto. Camina por la calle hasta llegar al extremo, a una pequeña iglesia derruida y varias casas destartaladas. Hay un camino que lleva al bosque, ascendiendo por una pendiente escarpada, pero no hay ninguna señal. Tal vez sea un atajo a la escuela, o puede que simplemente se trate de una pista para los cabreros hacia los pastos más altos o hacia Montverre-les-Bains. No es el camino que subía a pie cuando era estudiante, al inicio de cada semestre; el camino por el que lo llevarán en automóvil esta tarde, mientras la inclinación de la pendiente lo empuje hacia atrás y el chófer ponga una mueca con cada bache. Aquí puede detenerse, apoyarse en un muro derruido, sin pensar en nada.
Cierra los ojos. Nota el brillo del sol en los párpados cerrados. Se pregunta si en el Palais prepararán una buena comida o si será la misma mezcla indigesta de quesos y comida pesada que le dieron para cenar.
—El mejor hotel de Montverre, señor —le dijo la nueva secretaria de Dettler cuando le dio los tiques y el itinerario antes de ayer sin mirarlo a los ojos—. Espero que sea de su agrado.
A una parte de él le gustaría escribirle una nota cortante para sugerirle que, si quiere congraciarse con los militantes del partido, no le recomienda exponerlos a las chinches y el ardor de estómago. Pero no merece la pena, y él ya no es militante del partido. Es un desagradecido. La primera vez que se quedó en Montverre ni siquiera tenía habitación de hotel, solo una cama en un cobertizo maloliente que era obvio que hacía las veces de trascocina durante el resto del año, en una casa donde la familia lo miraba sin afecto y le pedía dinero extra por el jabón que usaba. Sí, ahora se acuerda, fue uno de los conserjes de su padre quien se la reservó, lo que significa que su padre debió de dar instrucciones de que no se gastara más de lo necesario. Pero no le importó mucho, a pesar de que tuvo que caminar diez minutos antes del amanecer para dar con la señal la primera vez. Todavía recuerda cuando la vio: Schola Ludi 5,5, y la sensación electrificante al comprender que al fin estaba allí. Se había levantado horas antes de lo necesario, decidido a ser el primero en llegar a la puerta de la escuela, y aún había estrellas en el cielo. Jamás había visto la expansión de la galaxia tan intensa y con más claridad. Inspiró profundamente, feliz de encontrarse a solas, repleto de ambición y con la cabeza en el grand jeu. Había dejado su camioneta en el ayuntamiento el día anterior para que la recogieran los maleteros, por lo que lo único que llevaba era una mochila. Golpeó la señal para que le diera buena suerte, tomó aliento y avanzó, como si tuviera toda una cadena montañosa que escalar antes del amanecer.
Disminuyó el paso enseguida y las pantorrillas empezaron a arderle conforme subía. Un rato después, se olvidó de mirar a su alrededor y caminó con la cabeza gacha. A punto estuvo de tropezar con sus propios pies cuando, por un impulso, levantó la mirada y vio a alguien en el camino, delante de él, con el mismo uniforme oscuro. Lo primero que sintió fue rabia. Él iba a ser el primero en llegar a Montverre, no ese joven escuchimizado que había en medio del camino, mirando la nada. El cielo era ahora de un profundo color azul, asomaba la promesa del amanecer y empezaban a emerger formas de entre las sombras, de pronto sólidas. Tendría que parecerle una bonita estampa, pero quería estar solo, quería ser el primero.
—¿Qué haces?
El joven miró a su alrededor. Vio algo inesperado en su rostro, algo que Léo no pudo descifrar.
—Mirar —respondió. La suavidad de su voz parecía una burla a la rudeza de Léo.
—¿Qué miras?
No respondió. Levantó en cambio el brazo, con la mano abierta. La elegancia del movimiento le recordó el gesto de inicio del grand jeu: esta es mi creación y no tenéis más elección que admirarla, decía.
Léo entrecerró los ojos.
—No veo nada. —Y entonces lo vio.
Una telaraña. Era enorme, ondeante, plateada. Brillaba y parpadeaba mientras la brisa la movía adelante y atrás, estirándola en el camino. En cada intersección había gotas de rocío: de un azul refulgente donde la luz del cielo incidía, tenues y estrelladas en las sombras. Léo se quedó mirando y lo embargó una extraña sensación de júbilo y melancolía, nostalgia por un lugar en el que nunca había estado. Sintió lo mismo que cuando presenciaba un grand jeu perfecto; esto era simétrico y complejo como un juego, un juego clásico perfecto. Deseó haberlo descubierto él, si ese otro chico no hubiera estado allí…
Se adelantó, notó el levísimo roce de los hilos en la cara, y la atravesó. Un jirón de seda se le quedó pegado en la manga.
—¿No la has visto? Acabas de romperla, había una telaraña.
—Ah. —Se quitó los hilos grises del abrigo—. Sí. ¿Eso es lo que estabas mirando?
—Era preciosa —comentó el otro alumno, como si fuera una acusación.
Léo se encogió de hombros.
—Tengo que continuar. —Levantó la barbilla hacia el camino que ascendía—. Supongo que te veré por allí.
Notó la mirada del estudiante detrás de él. Pero ¿qué otra cosa iba a hacer? La telaraña estaba en mitad del camino, alguien habría acabado atravesándola. No pensaba recriminarse por ello. Estaba yendo de camino a la escuela e iba a llegar el primero.
Con la emoción de cruzar la cancela y la famosa puerta de entrada de la escuela, casi se olvidó del encuentro. Más tarde, cuando en el pasillo de los alumnos intentaba encontrar el camino hasta el comedor, Felix se acercó a él con la mano tendida y le dijo de carrerilla:
—¿Tú también eres nuevo? Soy Felix Weber, me he perdido, este lugar es un laberinto, vamos a probar por aquí.
Y salieron a un nuevo pasillo cuando se abrió una puerta. Allí, con ojos cansados y desaliñado, estaba el joven al que se había encontrado en el camino. Automáticamente, Léo miró el nombre que había encima de la puerta: Aimé Carfax de Courcy.
—Tú —dijo de forma estúpida—. Hola.
—Soy Felix Weber —se presentó Felix—. Vamos a buscar algo para comer. ¿Es tu primer año también?
El joven miró a Léo y asintió.
—Carfax —respondió.
—¿Carfax de Courcy? —Léo señaló el cartel blanco—. ¿De Courcy como el Lunático de la Biblioteca de Londres?
—Edmund Dundale de Courcy era mi abuelo.
Léo silbó. Lo embargó una envidia perversa. ¿Qué habría dado él por estar allí por derecho de nacimiento en lugar de por los resultados de un examen? Esbozó una sonrisa para disimular el sentimiento.
—Pues espero que los porteros te hayan cacheado en busca de cerillas.
Carfax lo miró sin sonreír. Sin decir una palabra, pasó junto a los dos y desapareció al doblar la esquina.
—¿Qué le pasa? —se sorprendió Léo. Solo había intentado ser gracioso, no debería de mostrarse tan sensible con algo que sucedió décadas atrás—. Era broma.
—Está claro que ha heredado el gen de la locura —respondió Felix y lo miró a los ojos. Los dos se echaron a reír, Felix con una risita estridente que resonaba entre los muros.
Pero era verdad, piensa Léo ahora, ¿no? Las señales eran muy claras incluso entonces.
Abre los ojos. La repentina claridad es mareante. Parpadea y se limpia las lágrimas. Un momento después, las formas borrosas se convierten en casas y árboles.
Atisba movimiento por la visión periférica. Un hombre retrocede a un espacio con sombra y, un segundo más tarde, cae de rodillas y se concentra en los cordones de las zapatillas. Aunque tiene la cabeza gacha, sigue mirando a Léo. Se queda donde está un buen rato antes de ponerse de pie y encender un cigarro. El humo asciende a la deriva por el camino, gris bajo la luz del sol.
Un vigilante. No debería sorprenderle. Pero así es y la rabia crece en su interior. Quiere gritar o arrojarle una piedra, como si se tratara de un buitre al que deseara espantar. Tensa la mandíbula. Estúpido. Inmaduro. Por supuesto que han enviado a alguien para seguirlo, por supuesto que quieren asegurarse de que llegue a Montverre. Posiblemente, haber dejado que reparase en la supervisión haya sido una especie de cortesía. O una advertencia. Haz lo que se te dice. De otro modo, hay colinas escarpadas y caminos sinuosos… Se aferra a la furia, porque sabe que por debajo de ese sentimiento está el miedo. Cuando se vuelve y desciende por el camino hacia el pueblo, cuando pasa tan cerca del hombre que casi tira el cigarro al suelo, es el vigilante el que se encoge. Y se alegra de ello.
Solicita el automóvil para una hora antes. Come en el restaurante del hotel, mirando por la ventana la cuesta del pueblo, observando la estela de vapor del siguiente tren que llega a la estación y se va. Otros alumnos de primer curso atestan las calles mientras él sorbe café malo y brandi. Por fin el reloj marca la hora, paga la cuenta y se dirige al coche. El chófer ya ha cargado las maletas. Entra y cierra los ojos. La carretera que asciende por la montaña es tan empinada y tiene tantos baches como recordaba. En su cabeza se repite una melodía una y otra vez que casi va a tiempo con los baches, aunque no del todo. Puentes de Königsberg de nuevo. Abre los ojos y mira por la ventanilla en un intento por distraerse, pero el juego se ha apoderado de él y no se le va de la cabeza. La maldita canción, el paso del camino euleriano, la prueba matemática, el alcance de la historia de Prusia… Es torpe, extraño, y siempre lo ha detestado. Es el juego más sobrevalorado que hay. Cuando avanzan por el último tramo y aparece la cancela, la melodía está in crescendo. El chófer sale del vehículo y llama a los porteros para pedirles que abran la cancela. Léo también sale, desesperado de pronto por sentir el aire fresco. La música resuena en sus oídos. Se vuelve para mirar el camino por el que han venido, que baja hasta el valle, el bosque y las cascadas hasta que la carretera desaparece de la vista. Es casi la vista que tenía desde su habitación cuando era estudiante. El aire es más denso aquí y le cuesta respirar.
Se abre la cancela.
—Disculpe, señor —el chófer se dirige a él mientras vuelve al asiento del automóvil.
La melodía se detiene un momento y prosigue con veneno renovado. Léo se queda donde está. En un momento, se volverá y sonreirá al guarda, permitirá que uno de los sirvientes lo acompañe a sus dependencias, se mostrará encantador, humilde y dolorosamente entusiasmado por el grand jeu. Pero este es su último instante de libertad y quiere que dure.
Y entonces comprende por qué, de todos los juegos del mundo, es el de Puentes de Königsberg el que tiene metido en la cabeza. No se debe únicamente a su subconsciente, que le hace un regalo malicioso con un juego que siempre ha despreciado. Es por el tema del juego: el problema imposible, cómo te lleva a los mismos puentes una y otra vez y no te deja escapar.