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La Rata

Esta noche, el resplandor de la luna confiere al suelo del Gran Salón el aspecto de un tablero de juego. Las ventanas altas proyectan un entramado brillante que divide el salón en blanco y negro, cuadros y márgenes. Las hileras de bancos de madera están enfrentadas por tres de los lados y en el espacio que hay entre ellos no hay otra cosa que sombras en la piedra, una imagen abstracta a pluma y tinta. Una imagen tan estática como el aliento contenido. Por una vez, las ventanas no se estremecen por el viento ni se oye el aullido por la chimenea. No hay polvo en el suelo oscuro. Los bancos vacíos aguardan. Si existe un momento perfecto para que en el salón se proceda al primer movimiento del grand jeu, es ahora: medianoche, silencio, la geometría de la luz. Otra persona sabría cómo jugar, cómo empezar.

Pero esta noche solo está la Rata, temblando, con la camisa harapienta y abrazándose el cuerpo. Tiende el pie flacucho dentro y fuera de la luz y piensa: oscuro, claro, oscuro, claro. Entrecierra los ojos ante el brillo de las uñas de los pies. Está atenta por si oye pasos, pero siempre lo está. Tiene hambre, pero siempre la tiene. Ha olvidado fijarse en esas cosas. Flexiona los dedos de los pies. La piedra está fría. La piedra siempre está fría; incluso las noches de verano son frías, y al calor del día no le da tiempo a penetrar en las paredes. Pero esta noche sí se fija porque se ha pasado el día debajo del alero, sin aliento, muerta de calor bajo la pizarra caliente, observando los hilos dorados que trepaban por sus rodillas sudadas conforme el sol se hundía. Presiona la bola del pie en el suelo y disfruta de la sensación fría. Piedra fría, huesos fríos. Le gustaría guardárselo y empaparse de él en los largos días que pasa escondida. Pero este año el calor está durando. Es el final del verano. Ayer, los grises abrieron las puertas y ventanas, barrieron las hojas secas de las chimeneas. Hoy se movían afanosamente con las cestas con ruedas, haciendo camas, sacudiendo sábanas que apestaban a jabón y lavanda. Mañana irán a limpiar al otro lado del patio, fregarán suelos y harán ruido con los cubos. Se quejarán entre ellos y olerán a sudor. Los jóvenes se apartarán a un lado para aparentar. La Rata siempre se está escondiendo, pero pronto se esconderá aún más. Y entonces llegarán los negros, los varones, ruidosos y avaros. Habrá más comida y también más peligro. Durante unas semanas, se moverá más por las chimeneas y menos por los pasillos. Luego, cuando los días se hagan más cortosy se enciendan los fuegos en las chimeneas, ella usará las repisas, los tejados y los agujeros de las paredes, o solo irá a la cocina de noche. Dormirá y temblará de frío mientras duren las extensas nevadas. Así es el año.

Sin motivo, se interna más en el salón. La luz de la luna asciende por sus tobillos. No piensa entrar en el espacio que hay entre los bancos, pero se queda en el borde. Una línea plateada enmarca el rectángulo vacío, como un riachuelo de mercurio entre las piedras. Levanta un pie, pero solo se está probando. Ya sabe que no va a cruzarla. Otra persona sí lo haría, otra persona se adelantaría preparada con un gambito, se inclinaría delante de los bancos vacíos. Pero ella es la Rata y no distinguiría un gambito de una marca de garras en la pared. Lo único que sabe de este lugar es que no es para ella. Para la Rata, la línea plateada es un alambre, una trampa que puede cerrarse en torno a su cuerpo y atraparla. Es tan extraño que se le eriza el pelo de la nuca. El silencio se prolonga.

No hay viento fuera, pero de pronto se oyen un gemido y un suspiro en la chimenea, un sonido tenue que parece tela rasgándose. La Rata se da la vuelta, dispuesta a salir corriendo. Cae algo en la chimenea, aleteando, arañando. Una maraña de plumas que se mueve. Las garras arañan la piedra. El ruido retumba, amplificado por el silencio. Una voz inhumana grita, fiera y resonante. Por un instante, se queda donde está, paralizada. Entonces da un paso adelante, hacia la chimenea, tan lentamente que siente cada hueso del pie donde se encuentra con el suelo.

Hay un búho real en la chimenea. Es pequeño. No se trata de un polluelo, pero sí es joven, todavía le queda algo de plumón suave. Sin embargo la mira con ojos fieros, sin parpadear. Mueve la cabeza arriba y abajo y vuelve a gritar con tono ascendente, como si estuviera formulando una pregunta. Extiende las alas, con las plumas torcidas. Salta y vuelve a replegarlas. Un rayo de luz de la luna cae en su lomo, tan brillante que la Rata atisba el tono marrón y crema del plumaje, el resplandor fiero en su mirada. Vuelve a intentar volar: el mismo aleteo doloroso, la misma derrota dura. Y ella observa.

Lo intenta una y otra vez. Emite un sonido largo, más fuerte esta vez. El zumbido retumba en las paredes, rozando la audibilidad. Imagina el nido del que procede, la piedra en lo alto de una torre o un muro, inalcanzable. Ahí fuera habrá una mamá búho. Hasta ahora, el pequeño estaba a salvo. Hasta ahora, lo alimentaban y cuidaban. Sigue ululando, como si alguien fuera a ayudarlo. Cada vez que extiende las alas, la Rata siente una punzada en el pecho.

El reloj repiquetea en el otro extremo del patio, emite una única nota pura.

Se acerca a la chimenea y el búho aletea. Se queda quieta hasta que el ave se calma. Mira las garras fuertes, que arañan y arañan el fondo de la chimenea. Aguarda hasta estar preparada. Entonces se agazapa y se abalanza, veloz, como un parpadeo, y agarra con ambas manos las suaves plumas que recubren los huesecillos ligeros. Se aferra a ellas y las retuerce.

Hay un crujido. La Rata vuelve a estar sola.

Se levanta. Suelta al búho. Por un instinto más profundo que la lógica, espera oír un ruido como el del cristal roto, pero el sonido del animalillo al golpear el suelo se ve silenciado por el de la sangre en los oídos de la Rata. No mata a menudo. Se le ha acelerado el pulso y oye el latido retumbante en la cabeza, que no decelera. Estira los dedos. Tiene sangre. Un arañazo en los nudillos le escuece. De un extremo, donde el arañazo es más profundo, brota un chorro oscuro que mana por la muñeca. Se lleva la mano a la boca y chupa la piel rasgada, que sabe a hierro. El latido del corazón retumba en los huesos, como si los tuviera huecos.

Se oyen pasos en el pasillo. Por una décima de segundo, a la Rata le parece que el ritmo del corazón se ha acelerado el doble o el triple. Pero ella siempre está atenta, escuchando, y necesita únicamente esa décima de segundo para discernir la diferencia entre el espeso y cálido bombeo del corazón y el repiqueteo de unos zapatos en la piedra. Busca un punto de apoyo en el lateral de la chimenea y sube por ella. Se acurruca, los músculos tensos, en las sombras más oscuras. Hay movimiento en la puerta, el aleteo de una túnica blanca. La Rata cierra los ojos por si la luz de la luna se refleja en ellos. Ya es tarde para ascender más, cualquier movimiento que haga producirá ruido.

La figura se adentra en la habitación. Los pasos se detienen. La Rata respira con dificultad, tensa, esforzándose por guardar silencio. Tiene la nariz impregnada del olor a cenizas. Pasa un buen rato, un minuto, un segundo, y entonces no puede contenerse y abre un poco los ojos. Mira entre las pestañas espesas. Reconoce la figura de blanco: la mujer. Todos los que visten de blanco son hombres, excepto ella. La mujer-hombre, la rara. Está de pie donde se encontraba antes la Rata: en el borde, detrás de la línea plateada. También mira la luz de la luna. Pero lo que ella ve no es lo que veía la Rata. La Rata aprieta los dientes. Le duelen los músculos.

La blanca hace un movimiento. Es un gesto extraño, interrumpido, el principio de algo y su fin, todo al mismo tiempo. Como si tuviera un hilo en la muñeca. Deja caer la mano y se queda quieta de nuevo.

Entonces, como si la Rata hubiera hecho ruido, la mujer mira a su alrededor. Se produce un silencio tenso. La Rata se queda inmóvil, aovillándose más en las sombras. Contiene la respiración. Nota un hormigueo en el antebrazo. Un hilillo húmedo se extiende desde la muñeca hasta el codo, oscuro en la piel clara. En cualquier momento goteará.

La blanca frunce el ceño. Ladea la cabeza, como buscando un ángulo distinto de luz y sombras. Bajo el resplandor de la luna, su rostro es una media máscara vertical. Abre la boca.

Cae la gota de sangre. La Rata siente su ausencia por un segundo, la infinitesimal ligereza del cuerpo. Y entonces llega al suelo.

—¿Quién anda ahí?

La Rata no se mueve. Si la blanca se acerca, entonces ascenderá rápidamente hasta alcanzar la estrechez de la chimenea, donde podrá acurrucarse y descansar. Pero cualquier movimiento que efectúe hará caer una lluvia de hollín en el fondo de la chimenea y entonces sabrán que está ahí. Buscarán y la sacarán. Habrá hombres con manos, rostros con ojos. Intentarán volverla humana y la odiarán cuando fracasen en el intento. Sabe lo suficiente del mundo como para constatar esa certeza.

—¿Hay alguien ahí?

Los grises la han visto a veces. Un destello, un rastro, una huella en el polvo. Pero nadie los escucha cuando afirman que hay una chica entre los muros o que la escuela está encantada. A esta si le creerían.

La blanca da otro paso. Las sombras se mueven sobre ella. Ve el búho formando un bulto fracturado en la chimenea. Se detiene.

La Rata está temblando. Le arden los hombros. Tiene la camiseta empapada en sudor y desprende un olor tórrido por las axilas y el cuero cabelludo. Le escuecen las manos. Hay una piedra suelta al lado de su cabeza, donde podría alcanzar un hombre alto. Si intenta llegar, se caerá. Pero caerá con ella en la mano. Es lo bastante pesada y grande para fracturar un cráneo. Se le acelera el corazón, suena tan fuerte que está segura de que la blanca va a oírlo. Si la blanca oye…

Curva los dedos en la roca. Se le mete arenilla en el espacio tierno de debajo de las uñas.

La blanca se da la vuelta. En un segundo está allí, mirando las sombras donde se encuentra la Rata, con el ceño fruncido, y entonces se ha ido, ha salido por la puerta formando un torbellino blanco, de la luz de la luna a la oscuridad en un instante. Los pasos se acallan.

La Rata aguarda. Un buen rato después, consiente bajar. Presiona el suelo con los pies descalzos. Estira los brazos, despacio, pues es consciente de que no debe relajarse. Le alegra no haber tenido que matar a la blanca. La idea es como la ausencia de un diente; explora la forma, el hueco. A lo mejor no se alegra tanto. Puede que esté decepcionada.

Sacude la cabeza. Alegre, decepcionada… es la Rata. La vida de las ratas es sencilla. Ella hace lo que tiene que hacer, ni más ni menos. El más y el menos es para los humanos. El más y el menos es este salón, el espacio vacío, el gesto de la humana que no ha sido un gesto. La Rata no tiene nada que ver con eso. Pase lo que pase, ella no será humana. Pero esta noche, la luz de la luna la ha tentado.

Roza con el pie el búho muerto. Una rata lo olisquearía y lo dejaría ahí: carne escasa, huesuda y poco apetecible. Es más fácil robar comida de las cocinas y no tiene otra cosa que hacer con un saco de huesos y plumas. Pero lo agarra. Cruza el salón con él meciéndose en sus manos. Se ha quitado el coágulo de sangre de la mano al aterrizar en el suelo y nota ahora un chorro que corre entre los dedos. El arañazo le palpita. Robará vino y miel de la cocina, lo limpiará y se lo vendará con un paño; incluso una rata prefiere no perder la garra.

La luna se ha desplazado. Los rectángulos de luz se han movido y han ascendido, plegándose en el ángulo recto de las paredes y en el suelo. El centro del suelo está ahora oscuro y la línea plateada, oculta. La montaña se tragará pronto la luna por completo y el salón quedará a oscuras, el tablero extinto. Esta noche no habrá grand jeu.

La Rata no se da tiempo para pensar; o tal vez sea el nuevo espacio en la cabeza, la idea de la piedra en la mano, lo que la empuja al límite invisible sin vacilar. Se agazapa y deja al búho muerto en medio del espacio. Le extiende las alas formando un abanico torcido de plumas. La oscuridad reposa sobre él como si fuera polvo. A ella le gotea sangre de la mano y no ve la luna, solo el cielo negro azulado y el montículo de la montaña.

Se pone en pie y se queda mirando la oscuridad, como si estuviera devolviéndole la mirada a alguien. Cae otra gota de sangre, pero no parece reparar en ella. Está atenta, escuchando a alguien, algo que no comprende. Entonces retrocede, sale del espacio con los brazos extendidos, como si fuera una invitación.