
DESARROLLO
DEL CRISTIANISMO
Han pasado casi nueve siglos desde la fundación de la Orden del Templo del Rey Salomón y, a pesar de las horas de estudio que le han dedicado muchos expertos de todo el mundo, aun hoy esta orden religiosa sigue tan rodeada de misterio como en sus inicios. Para muchos, el principal interrogante que plantean los templarios es dónde escondieron sus tesoros cuando se vieron perseguidos. Habiendo sido la banca más importante de la Europa medieval, en el transcurso de su corta vida se vieron dueños de una inmensa fortuna; sin embargo, tras la captura y muerte de los principales miembros de la Orden del Temple, la búsqueda del dinero, oro y piedras preciosas que aparentemente tenían, resultó infructuosa.
A otros, la curiosidad les lleva a investigar los supuestos conocimientos esotéricos que poseían los monjes. Se dice que dominaban la alquimia, que habían encontrado la piedra filosofal, que sabían los secretos de la magia judía y de otras prácticas de Oriente Medio.
Monjes, guerreros, banqueros y magos: una extraña combinación en la cual la leyenda se entremezcla íntimamente con verdades históricas. Pero tomando como punto de partida su propósito inicial, la lucha contra el infiel y la custodia de Tierra Santa, de ellos puede decirse sin caer en el error que fueron la primera milicia de la Iglesia, el brazo armado de la política cristiana.
Para comprender cabalmente las razones que llevaron a la creación y posterior desarrollo de la Orden, es necesario remontarse a los orígenes del cristianismo.
JUDEA, REVOLUCIONARIA PROVINCIA ROMANA
A comienzos de la era cristiana, una de las creencias más arraigadas en el judaísmo auguraba que, llegado el Día de Yaveh, se establecería un reino de Dios en la Tierra que duraría 1.000 años. Durante ese período, el pueblo de Israel juzgaría a las demás naciones (es decir, a los gentiles) y a quienes, dentro del judaísmo, no hubieran cumplido con los preceptos establecidos por Yaveh. Finalizados los 1.000 años de reinado, tendría lugar el juicio final y el mundo material, terrenal, sería destruido para dar paso a un nuevo mundo celestial. Para los hebreos, Yaveh no sólo era el único Dios sino, también, el único rey de Israel y ellos, el pueblo elegido por Él.
Con el correr del tiempo, esta idea fue cambiando: ya no sería Yaveh quien reinaría sobre la Tierra sino alguien en quien él delegara sus poderes. Se lo reconocería porque sería un ser humano con poderes sobrenaturales y nacería de la estirpe de David.
Al principio, este futuro rey recibió el nombre de Ungido y, posteriormente, el de Mesías. Sería monarca de dos reinos: uno en la Tierra, Israel, y otro en el cielo.
A partir del año 63 a.C., Judea y Galilea pasaron a estar sujetas a la autoridad de Roma pero el Imperio no les impuso dioses, costumbres ni impuestos; por ello, los judíos podían considerarse, en cierto sentido, independientes. Siguieron honrando y esperando la llegada de Yaveh o de su ungido con la certeza de que éste les daría el lugar de privilegio en la Tierra que, como elegidos, les correspondía. Con su llegada se iniciarían los 1.000 años de esplendor para el pueblo de Israel, tras los que sobrevendría el fin del mundo material.
En el año 6 d.C. el gobierno de Roma decidió censar a los habitantes de Judea a fin de cobrarles impuestos personales, y los judíos tomaron esa medida como una afrenta personal a la vez que como una humillación a su dios y rey. La exigencia de tributos por parte de los romanos significaba que éstos pretendían ocupar el trono de Yaveh, su único y legítimo monarca.
Los hebreos reaccionaron airados contra esta medida y parte del pueblo se organizó para luchar activamente contra el invasor creando el partido zelota que, en términos actuales, podría definirse como guerrilleros que actuaban en contra del poder ocupante, es decir, de Roma. Engrosaban sus filas judíos de las clases más humildes que, con indignación, veían cómo rabinos y aristócratas agachaban la cabeza y aceptaban las normas dictadas por el invasor. Para los zelotas, el pueblo de Israel debía continuar siendo independiente y no debía rendir tributo al emperador romano ni a nadie que pretendiera ocupar el lugar de Yaveh, su rey.
En la medida en que Roma no estaba dispuesta a consentir tantas libertades, menos aún cuando la clase sacerdotal y la aristocracia judías eran sus aliadas, el partido zelota fue creciendo e incitando a la rebelión. No sólo esperaban al Mesías sino que, además, consideraban que era obligación del pueblo de Israel preparar su advenimiento luchando contra los invasores y contra los judíos que les apoyaban. Además, creían firmemente que el Día de Yaveh estaba cerca y que el Mesías enviado llegaría a la Tierra para poner fin a las injusticias que Roma les imponía.
La idea de esta llegada inminente hizo que muchos pretendieran ser el Ungido; por lo general se trataba de hombres que aparentaban poseer poderes sobrenaturales que les permitían hacer milagros o curar enfermedades. Tarde o temprano, estos falsos Mesías que eran vistos por el Imperio como meros agitadores, fueron encarcelados y, posteriormente, crucificados: Roma crucificaba a cualquier rebelde que se opusiera a sus mandatos.
JESÚS DE NAZARET, UN NUEVO MESÍAS
Aunque la iglesia católica señala el nacimiento de Jesús como comienzo de nuestra era, si nos atenemos al Evangelio de Lucas, éste tuvo lugar en la época en la que se realizó el primer censo, es decir, en el año 6 d.C. Su vida transcurrió en medio de las agitaciones generadas por el partido zelota, en un período en cual una gran parte del pueblo judío había decidido establecer su lucha contra la ocupación romana.
Muchos historiadores aseguran que Jesús se alistó en sus filas; que, como judío practicante, creía en las profecías que auguraban la llegada del Mesías y en el establecimiento del reino de Yaveh, tanto en la Tierra como en el cielo. De lo que no cabe duda es de que se convirtió en líder y que sus seguidores le consideraron el Mesías tan esperado.
Para los sacerdotes y jerarcas judíos, que aceptaban la presencia romana con tal de que su situación siguiera siendo tan privilegiada como siempre, Jesús era un enemigo, un agitador político que predicaba, con mucho éxito, ideas diferentes de las que ellos intentaban inculcar a su pueblo. También amenazaba la frágil estabilidad política de la región, ya que eran muchos los que ya lo consideraban Rey de los Judíos.
Todas estas razones hicieron que los mismos sacerdotes y jerarcas judíos, incapaces de frenar el movimiento, lo prendieran y le llevaran ante Pilatos mostrándose, de paso, particularmente obsequiosos con el Imperio romano. Lo denunciaron ante el gobernador alegando que se autoproclamaba rey y que incitaba al pueblo a rebelarse. Por estas razones pidieron su condena a muerte.
Según los evangelistas, el nazareno también había protagonizado un enfrentamiento directo con los sacerdotes. Según cuentan, entró en el templo y echó a los mercaderes que vendían y compraban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos en los que se vendían palomas.
«Mi casa será casa de oración para todos los pueblos. Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva de bandidos.»
Mateo 21,12-17; Marcos 11, 17;
Lucas 19, 45-48; Juan 2, 13-14
Pilatos, un hombre astuto, comprendió muy bien las razones por las que los sacerdotes habían entregado a Jesús: tenían una profunda envidia de ese hombre carismático y popular que les restaba poder y autoridad ante el resto de los judíos. Al ser considerado un enviado de Yaveh, su poder espiritual quedaba por encima del que siempre habían ostentado los sacerdotes.
El momento de la captura fue especial: ocurrió en la Pascua judía, durante la cual, por tradición, se libera un reo. Para quedar bien con el pueblo, asegurando así la tranquilidad y estabilidad de la zona, la decisión de Pilatos fue que el pueblo eligiera entre dos condenados: Jesús, el agitador, y Barrabás. Se cree que éste era un soldado violento de la resistencia armada que, seguramente, tendría también un grupo de seguidores o admiradores.
Dada la popularidad de Jesús, puede parecer sorprendente que el pueblo decidiera soltar a Barrabás, pero esta decisión se comprende al considerar que fueron los sacerdotes quienes manipularon a la muchedumbre antes de que ésta diera su veredicto. Si Jesús y Barrabás pertenecían a la resistencia, era preferible no enfrentarse en ese momento a los sacerdotes y conseguir, al menos, una momentánea tranquilidad.
EL NACIMIENTO DE UN MITO
Jesús fue crucificado de la misma manera que antes que él sufrieran esta muerte otros agitadores políticos que atentaron contra Roma y cuyos nombres no han llegado a nuestros días. Sin embargo, tras su muerte, hubo un hecho que habría de darle a su vida y a su martirio una dimensión diferente: sus seguidores, integrantes del movimiento mesiánico, propagaron la noticia de que había resucitado.
La historia que nos ha llegado, a través de las versiones escritas por los cuatro evangelistas, es la siguiente:
José de Arimatea, un hombre rico y seguidor de Jesús, se presentó ante Pilatos para pedirle el cuerpo del nazareno y el gobernador accedió a su petición. Según los evangelistas, José envolvió el cadáver en una sábana limpia, lo puso en un sepulcro que había sido excavado en la roca para él y luego colocó una gran losa cerrando la tumba.
Pero los sumos sacerdotes y fariseos, que estaban preocupados porque Jesús había anunciado que resucitaría al tercer día, se presentaron ante Pilatos pidiendo que vigilaran el sepulcro, a fin de evitar que el cuerpo fuera robado. El romano, como respuesta, les cedió soldados para que sellaran la losa e hicieran guardia delante del sepulcro.
Cuando al día siguiente María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro, de pronto la tierra tembló y el ángel del Señor bajó del cielo, corrió la losa y se sentó encima. Los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos.
Entonces el ángel habló a las mujeres:
«No temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado; no está aquí, ha resucitado como tenía dicho. Venid a ver el sitio donde yacía y después id aprisa a decir a sus discípulos que ha resucitado de la muerte y que va delante de ellos a Galilea; allí lo verán. Eso es todo.»
Mateo, 28 5-7
Las dos mujeres se marcharon para anunciarlo a los discípulos y, en el camino, Jesús se les apareció diciéndoles que esperaba a sus hermanos en Galilea.
Mientras, los soldados de la guardia corrieron a contar lo que habían presenciado a los sumos sacerdotes, y éstos, siempre según los evangelistas, les dieron dinero y les encargaron que dijeran que de noche, mientras dormían, los discípulos habían robado el cuerpo.
Naturalmente, la resurrección de Jesús fue creída por todos sus seguidores ya que, confiando en las palabras del nazareno, eso es lo que esperaban que sucediera.
Independientemente se crea o no en este hecho sobrenatural, lo cierto es que su difusión es la que distingue a Jesús y su historia de los anteriores supuestos Mesías y lo que, sin duda, dio origen al cristianismo.
Para los primeros cristianos, el Mesías vendría nuevamente a la Tierra para ocupar su lugar como Rey de los Judíos.
LOS PRIMEROS CRISTIANOS
Tras la muerte de Jesús, Santiago el Mayor, al que muchos consideran su hermano, encabezó un nuevo movimiento bajo la dirección de Pedro. Sus miembros, como judíos que eran, cumplían con todos los preceptos del judaísmo; asistían a la sinagoga, observaban los ritos prescritos al igual que el resto de los judíos pero, a diferencia de éstos, veían en Jesús al Mesías y esperaban su segunda venida. No aceptaban, como los demás, el poder de Roma ni estaban dispuestos a someterse a él.
Los que más se adherían a estas ideas eran los sectores más desfavorecidos y su influencia llegó a ser tan grande que los sumos sacerdotes vieron en él un peligro que amenazaba su posición privilegiada dentro de Judea. Para intentar frenar el crecimiento de esta corriente, obligaron a Santiago a desmentir el carácter mesiánico de Jesús y su inminente segunda venida, pero éste, lejos de retractarse, dijo públicamente que él también creía firmemente en todo ello siendo aclamado por el pueblo.
El resultado de esta revuelta fue la ejecución de Santiago, acusado de haber infringido la Ley; pero este hecho no fue suficiente para acabar con el movimiento religioso que, día a día, tenía más adeptos.
EL FARISEO CONVERTIDO
Saulo de Tarso, conocido posteriormente como Pablo, es una de las figuras clave del cristianismo y para analizar su historia, es necesario tener en cuenta no sólo el Nuevo Testamento sino, también, los libros apócrifos. Según la iglesia, son textos escritos en la misma época que los evangelios, pero difieren de éstos en que no fueron hechos «bajo inspiración divina».
Hijo de una familia adinerada de Tarso, Saulo había aprendido el oficio de fabricar tiendas de lona y, aunque era hebreo, tenía la ciudadanía romana.
Habiéndose criado en Tarso de Cilicia, importante centro de cultura helenística, hablaba el griego (idioma más empleado en la ciudad) y el arameo.
A fin de completar su formación, a los 15 años fue enviado a Jerusalén para cursar estudios rabínicos en la escuela del famoso Gamaliel, hombre piadoso y observante de la religión. Sin duda, el aprendizaje realizado con este hombre fue importantísimo para la labor que posteriormente desarrolló, ya que ahí aprendió la dialéctica y el método exegético.
Fue en Jerusalén, durante su formación, cuando oyó hablar de Jesús por primera vez. Él no lo había conocido ni había tenido conocimiento de su vida ni de su muerte, pero a través de las prédicas de sus seguidores, comprendió que las ideas de éstos, que predicaban la igualdad y la pobreza, nada tenían que ver con las propias sino, por el contrario, eran radicalmente opuestas. Como ejemplo, baste decir que él mantenía tratos comerciales con romanos y griegos, tenía amigos entre ellos ya que eso favorecía sus negocios, en tanto que los seguidores de Jesús mostraban un claro rechazo ante cualquier vínculo con gentiles no circuncidados.
El odio que el gran número de seguidores del nuevo Mesías despertó en Saulo de Tarso fue instantáneo, hasta el punto de no soportar que éstos se presentaran en el templo para predicar sus mentiras.
Cierto día, a principios del año 37 a.C., preso de ira, alentó a los fieles del templo para que los echaran sin contemplaciones y, en el tumulto que se formó, murió Esteban y Santiago quedó con graves heridas.
La jerarquía sacerdotal judía vio, en este defensor de la ortodoxia, un inapreciable aliado y dio a Saulo todo el apoyo necesario para que persiguiera a los discípulos. Éstos ya habían empezado a dispersarse en todas las direcciones llevando a las diferentes ciudades y pueblos la palabra de su Maestro.
Como Pilatos, el gobernador, había sido destituido y Vitelio estaba muy ocupado reorganizando los soldados para sofocar una revuelta de los nabateos contra Herodes Antipas, el sumo sacerdote, Jonatán, vio el camino libre para dar las oportunas órdenes de persecución contra los cristianos. A Roma no le interesaba tomar partido en este tema; ya Pilatos lo había demostrado dejando recaer la elección del reo que debía soltarse en Pascua sobre el sacerdote (y éste sobre el pueblo). El tema de los cristianos era entendido por Roma como asunto interno entre judíos; de hecho, cuando Vitelio regresó a Jerusalén en el año 37 a.C., destituyó a Jonatán por haberse excedido en sus atribuciones y nombró sumo sacerdote a otro hijo de Anás, Teófilo; además, advirtió que no toleraría hechos como los que habían ocurrido en su ausencia. Gracias a esto, los seguidores de Jesús tuvieron unos años bastante tranquilos que les permitieron afianzarse y predicar la nueva religión.
Jonatán había dado a Pablo las cartas de presentación que le autorizaban a perseguir los cristianos de Damasco, ciudad a la que éste quería ir ya que, según creía, ahí se refugiaba Pedro, uno de los discípulos más carismáticos y, por ello, peligroso.
Al respecto de este viaje, como pone de relieve Juan Polaino López, para algunos autores resulta poco probable que el lugar de destino fuera esta ciudad de Siria; creen que o bien había otra localidad con el mismo nombre o que, debido a las traducciones sufridas por el Nuevo Testamento, pudo haberse producido un error de transcripción. La razón de opinar así se basa en que Jonatán sólo tenía jurisdicción en Judea y es prácticamente imposible que hubiera mandado a otra ciudad a un grupo de personas a prender a ciudadanos que allí vivían. Quienes postulan esta idea, dan como probable destino de Pablo Qumran, una localidad situada cerca de Jericó y habitada por nazaríes. Como se explicará en un capítulo posterior, éstos se apartaban de la ortodoxia judía practicando un culto en el cual se despreciaban los bienes materiales.
Se sabe que antes de partir Saulo fue a despedirse de su maestro, Gamaliel, y que éste, que había conocido a Jesús y tenía una relación bastante estrecha con Santiago, le recriminó por lo que había acontecido en el templo diciéndole que había cometido una abominación a los ojos de Yaveh. Lo más probable es que el mismo Gamaliel hubiera enviado un aviso a los discípulos alertándoles de la persecución que estaba organizando Pablo.
Según cuentan los evangelistas, Saulo emprendió viaje y cuando estaba cerca de su punto de destino (que en la Biblia aparece como Damasco) cayó una luz del cielo que lo dejó ciego al tiempo que una voz decía:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
Al preguntar a quién pertenecía la voz, ésta respondió:
«Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero ahora levántate, entra en la ciudad y allí se te dirá lo que tienes que hacer.»
Sus acompañantes, mudos de espanto ya que no presenciaron la visión, lo llevaron de la mano hasta la ciudad y allí Pablo pasó tres días, ciego, sin comer y sin beber, sumido en oración. Otro discípulo, siguiendo la orden que el Señor le dio en sueños, puso las manos sobre la cabeza de Pablo devolviéndole la visión.
Independientemente de que esta historia sea o no verdadera, lo indiscutible es que el fariseo fue a Damasco para prender a los cristianos, pero en el trayecto (o al llegar) cambió de opinión, se sumó a los seguidores de Cristo y comenzó su labor de apostolado.
Hay autores que opinan que Pablo, que tenía poco más de 30 años cuando se convirtió al cristianismo, era un joven ambicioso amante de la fama y la notoriedad. En primer lugar intentó convertirse en un fariseo ejemplar. Sin embargo, a través de su contacto con la nueva secta, comprendió que ésta tenía un mayor potencial que la ortodoxia, ya que el supuesto próximo fin del mundo reforzaba la fe y motivaba el seguimiento a sus líderes que, por entonces, tenían una organización bastante débil.
Los conocimientos adquiridos con Gamaliel, podían proporcionarle un lugar preferencial dentro de los seguidores de Jesús, aunque sabía de antemano que, por sus antecedentes como perseguidor de los cristianos, no sería fácil que éstos le aceptaran entre sus filas. De hecho, en varias ocasiones intentaron matarle.
Cuando se presentó ante los cristianos de Damasco, éstos le recomendaron que volviera a Tarso de Cilicia, su ciudad natal, ya que ahí su vida corría peligro; sin embargo, lo más probable es que lo hubieran hecho con el fin de librarse de un sujeto que, para ellos, era indeseable.
LA SALVACIÓN UNIVERSAL
Hasta la conversión de Pablo, los cristianos seguían las leyes de la religión mosaica, pero se diferenciaban de los que seguían la tradición en la idea de que, para ellos, el Mesías (Jesús) ya había llegado y volvería a la tierra para instaurar el reino de Jerusalén para ser Rey de los Judíos. El Mesías pertenecía al pueblo elegido por Yaveh que, sin duda, reinaría sobre todos los demás y que, al cabo de 1.000 años, los juzgaría. Los gentiles (es decir los no judíos) quedaban claramente excluidos ya que no pertenecían al pueblo de Israel ni podían considerarse elegidos.
Después de pasar un tiempo en Tarso (según otros en el desierto), Pablo, junto con un discípulo que había conseguido llamado Bernabé, se dirigió a Antioquía dispuesto a predicar el evangelio. Lo más probable es que los judíos que vivían allí hayan hecho muy poco caso a este nuevo predicador, que se hacía llamar Apóstol de Cristo, apelativo que, según decía, se lo había otorgado el propio Jesús en una de sus visiones. Su intuición le indicó que haciendo ciertas modificaciones en la nueva creencia, ésta podría resultar particularmente atractiva para los gentiles. No tenía sentido anunciar a éstos que volvería el Mesías, que sería Rey de los Judíos y que éstos iban a reinar sobre la tierra, ya que el mesianismo no formaba parte de la tradición de los gentiles. Por eso cambió estos principios por otros, que son los que forman hoy el cuerpo doctrinario de la iglesia católica:
1.Jesús había muerto en la cruz para salvar a toda la humanidad; no era sólo el Mesías de Israel sino el que daría una nueva vida a judíos y gentiles.
2.La breve vida de Jesús había sido una manifestación de Dios para que la humanidad conociera el plan que el Señor había trazado con el objeto de salvarla.
Los cristianos de Jerusalén, que eran a la vez judíos practicantes y creyentes en el futuro Reino de Israel, no veían con buenos ojos el giro que Pablo había dado a su doctrina. Ellos seguían luchando contra la autoridad romana, negándose a reconocer a otro emperador o rey que no fuera Yaveh.
Mientras Pablo predicaba por otras provincias romanas, en Jerusalén el movimiento mesiánico había ido adquiriendo mayor fuerza hasta que, en el año 66 d.C. estalló una revolución popular en contra de Roma.
Durante cuatro largos años los nuevos cristianos de Jerusalén estuvieron en guerra abierta contra Roma, pero en el año 70 a.C. los cristianos fueron derrotados y el Templo de Jerusalén, estandarte de la nación judía, totalmente destruido. Esto significó el principio del fin de los primeros judeocristianos, del movimiento original que se había iniciado tras la muerte de Jesús. De este modo, tomó fuerza el cristianismo predicado por Pablo: la idea de un salvador de la humanidad.
Los judíos dispersos por todos lados, y que no habían abrazado la idea de los cristianos, siguieron creyendo que el Mesías aún no había llegado a la Tierra; y los pocos cristianos originales que sobrevivieron a la revuelta, algunos de los cuales estaban asentados en otras provincias del Imperio, continuaron convirtiendo a otros judíos y a unos pocos gentiles, preparándoles para la segunda venida. Esta idea era contraria a la voluntad del Imperio ya que con ella se negaba la autoridad de Roma.
Uno de los libros más importantes del movimiento mesiánico y del cristianismo original es el Apocalipsis de Juan en el que se anuncia el fin del mundo. Si la iglesia católica lo aceptó fue porque en un principio se creyó que había sido escrito por el apóstol.
Pablo predicaba con éxito entre los gentiles, pero no recibía tan buena acogida en las comunidades judías porque para éstas resultaba difícil desprenderse de la idea de un Mesías que salvara al pueblo de Israel y lo entronizara por encima de las demás naciones. El reino espiritual estaba bien, pero no podían renunciar tan fácilmente al reino de Dios en la Tierra.
Es importante recordar que para los judeocristianos la segunda venida del Mesías estaba próxima porque eso explica que, en el año 132 d.C., los judíos volvieran a rebelarse contra Roma. Encabezados por Simón Bar-Kochba, un líder que se hacía llamar príncipe de Israel y de quien se decía era el Mesías, osaron enfrentarse al poderoso Imperio.
El líder de la revuelta murió asesinado, Jerusalén fue nuevamente arrasada y luego reconstruida por Roma. A partir de su nueva fundación, se prohibió a los judíos la entrada a la ciudad bajo pena de muerte.
Los cristianos seguidores de Pablo, diseminados por varias ciudades del Mediterráneo, no sólo dieron la espalda a sus hermanos judíos sino que, además, se encargaron de hacer propaganda en su contra y generar con ello la ruptura entre el nuevo cristianismo y el judaísmo mesiánico de los cristianos de Jerusalén. La primera se estableció como una religión dirigida principalmente a los gentiles; la segunda, al pueblo hebreo.
El cristianismo paulino finalmente tomó el nombre de católico (del griego katholikós, universal).
LA ORGANIZACIÓN DE LA NUEVA IGLESIA
En el seno del nuevo cristianismo las crisis internas se sucedieron durante muchos años. Como la difusión de la doctrina se había realizado en pueblos con tradiciones muy diferentes entre sí, no es de extrañar que, a cada paso, surgieran diferencias entre unos y otros. Por otra parte, el enfrentamiento más importante era con los restos del mesianismo judío.
Durante el siglo III, bajo la necesidad de amalgamar las diferentes corrientes que el catolicismo llevaba en su seno, se comenzó a establecer una jerarquización dentro de la Iglesia. En las comunidades cristianas empezaron a surgir obispos que tenían el absoluto monopolio de la doctrina. Las comunidades cristianas dejaban de ser comunidades abiertas para ser estructuras cerradas, jerárquicamente organizadas y, desde luego, autoritarias.
En los dos primeros siglos del cristianismo, los líderes eran los apóstoles (es decir, misioneros) y los predicadores o profetas. Cada comunidad elegía, democráticamente, a los obispos y diáconos (auxiliares) que funcionaban como inspectores al servicio de apóstoles y predicadores.
Poco a poco, los obispos empezaron a tener más fuerza hasta hacerse con la jefatura de las distintas comunidades. Eran ellos quienes dictaban los dogmas, quienes ostentaban el poder oficial. Los obispos de comunidades pequeñas estaban bajo la jurisdicción de los obispos de comunidades mayores y éstos, finalmente, terminarían por responder, en un futuro, al obispo de Roma. El obispado era mantenido económicamente por los fieles.
AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS
El cristianismo nació con la vida y muerte de un zelota, de un hebreo que, siguiendo las enseñanzas de la tradición judía, no estaba dispuesto a permitir que el trono de Israel fuera ocupado por nadie que no sea Yaveh o su enviado, a quien llamaban el Mesías. Es un movimiento que, desde sus inicios, estaba abiertamente en contra de Roma, razón por la cual los cristianos fueron perseguidos por las fuerzas imperiales.
Durante los primeros siglos de la era cristiana, la idea del reino de Israel en la tierra se fue perdiendo para dar paso a un cristianismo netamente espiritual. El reino de Dios estaba en el cielo y no había ningún problema en aceptar la autoridad romana entre los hombres:
«Por amor del Señor, someteos a toda institución humana: ya al emperador como soberano; ya a los gobernadores, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios...»
I Epístola de Pedro
La Iglesia cristiana, paulista, de esta manera empezó a tomar fuerza como ente político. Sus obispos decidían no sólo en cuestiones relacionadas con el dogma, sino que también hacían alianzas con las diferentes fuerzas dispares dentro del Imperio.
Las filas del cristianismo fueron engrosadas por patricios y personas de posición superior a las que componían su base original; e incluso los más humildes tendían a permanecer aferrados a sus tradiciones y daban la espalda a la nueva doctrina.
En el siglo III d.C., a través del Edicto de Licinio, en Roma se ponía fin a la persecución de los cristianos y se colocaba a la nueva iglesia en situación de privilegio. Como contrapartida, ésta decretaba la excomunión para los soldados que se rebelasen contra el Imperio.
A finales del siglo III d.C., el emperador romano Teodosio reconoció que el obispo de Roma, en ese momento Dámaso I, era la máxima autoridad de la Iglesia, el custodio de la fe. Así quedó inaugurado el papado.
LAS ÓRDENES RELIGIOSAS
Para la Iglesia católica, el reino que auguraban las escrituras y al que había hecho referencia Jesús, no era en la Tierra sino en el cielo. Hasta mediados del siglo IV d.C., aún había cristianos que creían en la segunda venida basándose en los textos apocalípticos, pero San Agustín, obispo de Hipona, se ocupó de desterrar las ideas milenaristas alegando que el Apocalipsis era, en realidad, una alegoría y que el milenio ya había comenzado con el nacimiento de Cristo. Para ganar este reino no era necesario luchar contra los romanos en la defensa de Judea, tal y como lo habían hecho los primeros cristianos, sino desarrollarse espiritualmente. La autoridad de Roma, gracias a ello, no interfería en absoluto con lo que se consideraban «asuntos de Dios»; en todo caso, el Estado se convertía en «el brazo secular» y civil al servicio de la Iglesia.
Hacia el Medievo, esta idea fue la base que determinó las guerras santas y también la creación de una milicia de Cristo.
Hacia el siglo III, muchas personas iniciaban la búsqueda de Dios convirtiéndose en ermitaños. Desde una posición de aislamiento de la sociedad, cultivaban la espiritualidad que les daría entrada al reino de los cielos. La soledad favorecía, sin duda, el desarrollo de su vida interior y todo ello les acercaba más al Creador y al reino de los cielos que éste había prometido.
Actuaban de forma independiente, siguiendo sus propios impulsos y no rindiendo cuentas a nadie. En ocasiones, se reunían en pequeñas comunidades llamadas cenobios, pero aun así, no tenían otras normas comunes que no fueran las de una pacífica convivencia.
El valle del Nilo fue uno de los lugares preferidos por los ascetas, pero poco a poco, se fueron extendiendo por todo el Imperio romano.
La situación de independencia de los cenobios, aunque no hacía peligrar a la Iglesia, sí escapaba a su control. Esta situación fue subsanada en el año 370 d.C. por San Basilio, que estableció una Regla común que afectaba a Grecia, dando lugar al nacimiento del monacato.
El objetivo de los monjes era, desde luego, el desarrollo espiritual, la contemplación y la oración. La perfección cristiana se lograba a través de los votos de pobreza y castidad. El monacato ofrecía un refugio del mundo desde el cual se podía dedicar la vida entera al servicio de Dios. Más tarde se estableció el voto de obediencia.
Los monasterios se fueron diseminando por Occidente, pero no todos fueron reconocidos por la Iglesia; algunos movimientos dentro del monacato fueron declarados herejes.
Pero la vida monástica de estos primeros años, distaba mucho de la que se fue perfilando posteriormente. Los monjes no pertenecían a un monasterio sino a una orden y podían salir de ella cuando quisieran.
Esta situación de descontrol no dejaba contenta a la jerarquía eclesiástica, de ahí que en el siglo V se estableciera que los votos fueran perpetuos y que el obispado pasara a ser la autoridad en los cenobios situados en su jurisdicción.
EL FIN DEL IMPERIO ROMANO
El cristianismo tenía cuatro patriarcados, de los que sólo uno estaba en Occidente.
Hacia el siglo II de la era cristiana, el Imperio romano había extendido sus fronteras lo suficiente como para necesitar un ejército cada vez más poderoso que frenara la invasión de los bárbaros o la reconquista de lo que antes había sido su territorio. El esfuerzo económico que supuso su formación y manutención hizo mella en las ciudades. Por una parte, se redujeron considerablemente las actividades económicas dando lugar a que los ricos fueran cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Hubo repercusión social y económica motivada por esta merma en la economía: comenzaron a surgir conflictos sociales provocados por el descontento general. Hacia el siglo III, los ciudadanos eran conscientes de que el antiguo esplendor imperial se iba apagando poco a poco.
En relación directa con el crecimiento de la milicia, se extendió la impopularidad hacia los gobernantes; éstos, a su vez, se volvieron más despóticos agudizando con ello la crisis interna.
Debido a su gran extensión, el Imperio romano albergaba pueblos con culturas y lenguas muy diferentes, pero que se pueden dividir en dos grandes grupos: por un lado, el Imperio de Oriente, dedicado básicamente a la industria y el comercio y por otro, el de Occidente cuya actividad era fundamentalmente agrícola y minera. El primero tenía como ciudad más importante a Roma; el segundo, a Bizancio. En lo que al cristianismo se refiere, su dirección se había dividido en cuatro patriarcados: Antioquía, Alejandría, Jerusalén y Roma. De ellos, sólo el último estaba situado en Occidente.
A medida que la crisis interna se fue agudizando, las diferencias entre Oriente y Occidente se hicieron cada vez más graves, al punto de terminar en un enfrentamiento armado. Esta situación repercutió directamente sobre la cristiandad, ya que se suscitaron continuas disputas teológicas entre los tres patriarcados orientales y el de Roma. Estas diferencias terminarían por crear el cisma y la separación entre la iglesia griega y la latina.
En el siglo IV se produjo una división lingüística cuando los intelectuales dejaron de estudiar y comprender el griego. Eso repercutió en la cristiandad porque las traducciones a menudo generaban malentendidos y complejas discusiones doctrinales, muchas de las cuales acababan por convertirse en herejías.
A medida que se fueron sucediendo los emperadores, el poder de la iglesia romana creció hasta convertirse en un imperio cristiano y en la medida en que el poder político de Roma se fue debilitando, la Iglesia católica ganó poder.
El modelo de esta nueva iglesia sería el dado por San Agustín, quien decía que el poder temporal y el espiritual se funden en una unidad: en realidad son dos aspectos del poder de Dios.
Por otra parte, los bárbaros se fueron, poco a poco, instalando en el Imperio. Roma reclutaba entre ellos hombres para formar su ejército y éstos luchaban contra otros bárbaros que querían invadir el territorio, haciéndose cada vez más fuertes. Tal es el caso de las tribus germánicas que penetraron en el Imperio a principios del siglo V. El ejército no pudo impedir que vándalos y visigodos saquearan Roma.
El último emperador de Occidente fue destronado en el año 476 por el jefe bárbaro Odoacro, quien envió las insignias imperiales a Zenón, emperador romano de Oriente.
Con la caída del Imperio romano, la Iglesia fue pactando, con los diferentes gobernantes tanto de Oriente como de Occidente, los límites del propio poder y del poder imperial. En algunos casos, cedieron parte de la esencia divina a los monarcas asegurándose primero el control espiritual de la cristiandad y esperando el momento para hacerse con el control político; en otros, excomulgaron a reyes y nobles para asegurar su supremacía.
Durante los siglos siguientes y hasta las proximidades del milenio, Europa fue escenario de cruentas guerras entre los bárbaros (como es el caso de las tribus germanas) y los restos del Imperio romano. El objetivo de éstas era ampliar o conservar sus fronteras. La jerarquía eclesiástica, por su parte, se preocupó de cristianizar a los diferentes mandatarios que se sucedieron para asegurar, de ese modo, su propia continuidad.
EL SISTEMA FEUDAL
La extensión del Imperio romano junto con las invasiones bárbaras fueron los factores que determinaron su caída. Al emperador, como institución, le resultaba imposible controlar la totalidad de las provincias, menos aún si éstas eran fronterizas y estaban sometidas a un ataque constante. Por esta razón, se vio obligado a delegar poder en los caballeros para que defendieran las tierras. Éstos, a su vez, contrataban vasallos para que las trabajaran.
La Iglesia no se mantuvo ajena a este proceso de descentralización; durante los concilios de Charroux y de Puy, consagró a los señores feudales que eran los dueños de la tierra, como jefes; a partir de ahí se consideró que recibían su poder de Dios. La desobediencia a éstos era sancionada con graves penas y, por otra parte, los señores debían jurarse respeto mutuo y hacer pactos de paz que se transmitían de generación en generación.
El siglo X fue recibido por una sociedad estratificada compuesta por el clero, los guerreros (caballeros), la aristocracia y los trabajadores.
En ella, los señores, sean eclesiásticos o caballeros, eran los privilegiados y sólo respondían al rey. A éste, en la pirámide social le seguían el alto clero, compuesto por arzobispos, obispos y abades. Bajo su mandato estaba el bajo clero, compuesto por sacerdotes y monjes. Tras ellos está la nobleza. El resto de las clases (burgueses, artesanos, sirvientes y campesinos) pagaban con el fruto de su trabajo la defensa que le proporcionaban los señores. Los caballeros estaban obligados a servir como milicia del señor feudal y a darle a éste un pequeño tributo. No estaban obligados a un señor de por vida sino que podían luchar por uno hoy y por otro, mañana.
Con el tiempo, la clase de los caballeros pasó a ser hereditaria; algunos de ellos, los que poseían extensiones de terreno relativamente grandes, constituyeron la nobleza.
A diferencia de los caballeros, los siervos sí estaban sujetos a un señor y era éste quien ostentaba el poder de distribuir las tierras, administrar la justicia, exigirles su colaboración en la protección del castillo y de cobrarle los tributos que él mismo fijara.
Fue en el seno de esta sociedad donde nacieron y se criaron los caballeros que integraron la Orden del Temple; y son sus valores y pautas los que fueron imbuidos en ellos desde niños.