—Ha salido pares, elijo yo. Dani, vienes conmigo.
—Mmm, Edu.
—Javi.
—Rayito.
—Pues yo al gordo, que es portero.
Este era el ritual con el que todas las tardes arrancábamos los partidillos en el campo pequeño de las pistas. No había un sistema mejor ni más justo para hacer los equipos: el dueño del balón y el mejor, que siempre era yo, elegíamos a los compañeros de la pachanga, y yo tenía claro mi objetivo, que Dani viniese conmigo. Posiblemente no fuese un fenómeno con el balón, aunque tampoco era torpe, pero solo saber que estaba a mi lado me servía para sentirme mejor, más fuerte, más seguro. De hecho, estoy convencido de que me atrevía a hacer muchas más cosas cuando él estaba ahí detrás dando órdenes, como si fuese Arteche. Él estaba a todos los detalles, pendiente siempre de colocar a los compañeros, y yo me encargaba de enchufarla cuando me llegase la bola. Y si no me llegaba, bajaba a recibir, regateaba a todo aquel que se pusiese en mi camino, y para dentro.
Recuerdo una ocasión en la que bajaron diez o doce chavales de un colegio de pago, con sus camisas blancas impolutas, sus zapatos brillantes, sus pantalones de fieltro y sus corbatas. ¡Sus corbatas! A mí, que no tuve una corbata hasta que pasé al primer equipo del Atleti, me volvía loco aquello. Y a mis amigos también, claro. Les mirábamos como si fuesen extraterrestres.
«¿Queréis partido?», les preguntó Dani. En dos minutos los chavales habían hecho su portería con unos palos clavados en la tierra de los que colgaban un par de sus chaquetas azul marino con escudo rimbombante y una de esas frases en latín que suenan tan pretenciosas. El partido no tuvo color, les arrollamos, pero quedó para siempre grabado en mi memoria por lo que ocurrió al final. Los chicos de las americanas, sudando y descamisados, cogieron sus chaquetas y sus mochilas —joder, que parecían maletines como los que llevan los ejecutivos— para irse. Uno de ellos, con el que había tenido un intenso cruce de insultos tras el último gol que les había clavado, cogió una piedra y me la tiró desde unos veinte metros. Ni idea de qué se le pasó por la cabeza, pero el caso es que me la lanzó y me dio directamente en la frente, poco más abajo del remolino.
No grité, ni lloré, ni siquiera me quejé. La sangre que empezó a brotar de mi frente nos dejó a todos paralizados, a nosotros y a ellos. Ese instante de silencio se rompió cuando Dani pegó un bufido, agarró el palo que habíamos puesto a modo de poste y salió corriendo como un loco detrás del chaval que había tirado la piedra. Le costó alcanzarlo —Dani no era precisamente un velocista—, pero cuando lo hizo, casi lo revienta. Tuvimos que pararle entre todos, incluido yo, con mi camiseta Puma del Atleti con el 10 de Futre a la espalda ensangrentada. Ese día constaté que con Dani en mi equipo nunca me podría pasar nada.
Charly citó a Dani esa misma noche en el Suites Montepríncipe. «Joder, qué mayor le he visto», se decía para sí mismo en el trayecto desde el estadio al hotel. Mientras sus compañeros dialogaban divertidos con la música a todo volumen, Charly le daba vueltas a lo que acababa de suceder. No veía a Dani desde hacía casi una década, cuando volvió a Madrid justo antes de iniciar sus vacaciones de verano nada más terminar su primera temporada en Inglaterra.
En esa ocasión Charly se sumó a su grupo de amigos de siempre, los del barrio, para hacer un viaje a Benicassim cuyos detalles prácticamente había enterrado en la memoria. Haciendo memoria, ubicaba a Dani en el coche, ese primer BMW, de camino a Benicassim, pero no recordaba ninguna escena en la que ambos compartiesen farra. Ya entonces la vida de ambos se había ido separando, y él sabía que no solo por la distancia física.
Charly salió del reluciente ascensor ataviado con el polo oficial del club, pantalones cortos de chándal y unas cómodas chanclas. Su indumentaria deportiva contrastaba con los dos relucientes pendientes de diamantes, que lucía en los lóbulos de ambas orejas y de los que solo se desprendía para entrenar y jugar desde que los adquirió por unos 30.000 euros seis meses antes. No es que le encantasen, pero entre Marleen y algunos compañeros le habían convencido: «Un futbolista tiene que llevar ese tipo de cosas».
Al abrirse la puerta de la cabina, distinguió a Dani sentado en uno de los cómodos sillones del hall principal, uno de esos que atrapan al individuo y hacen que se vaya perdiendo entre la tela como un cazador de elefantes en las arenas movedizas. Se frotaba una mano contra la otra, como si estuviese quitándose restos de pintura, y se las miraba una y otra vez. La barba de dos días, con unas incipientes canas en la zona de la barbilla, y unas pronunciadas entradas en las sienes le hacían algo más mayor de lo que realmente era. Tampoco las marcadas ojeras eran habituales en un chico de treinta años. Vestía unos vaqueros gastados, una camisa de cuadros azul remangada a mitad del antebrazo y unas zapatillas de deporte J’hayber en las que el blanco original había cedido terreno ante un gris gastado. También él llevaba pendiente, pero el suyo era de aro. Sobre uno de los reposabrazos estaba apoyada su muleta, que denotaba un trote mucho mayor del que recomendaría cualquier ortopedista.
—¡Canijooooo! Mírate, qué pincelito estás hecho.
Charly esbozó una pequeña sonrisa y agachó la parte superior del cuerpo para abrazar a su amigo y de esta forma no obligarle a levantarse. Su agua de colonia hacía un contraste extraño con el olor a tabaco negro de Dani, que llevaba la cajetilla guardada en el bolsillo delantero de la camisa, a la forma en la que lo hacía su padre. Dani no hizo amago de coger la muleta para levantarse. En los últimos tiempos, el muñón de la pierna izquierda le estaba provocando mucho más dolor que en los años inmediatamente posteriores al suceso aquel. Esos primeros años le exprimieron psicológicamente, debió hacerse a una nueva vida, reubicarse. Pero últimamente lo peor eran los fuertes dolores en el muñón. A veces sentía un calor insoportable en la parte de la extremidad que le había sido amputada justo por debajo de la rodilla. Se llama síndrome del miembro fantasma, y cada vez le atenazaba más.
—Danidoni...
Charly balbuceó sin saber bien qué decir. De repente sintió una inmensa vergüenza solo de pensar en explicarle que apenas había pensado en él en todo este tiempo. Le vinieron de golpe a la cabeza los mensajes que dejó sin contestar cuando el Arsenal llamó a su puerta. ¿Cómo explicar esa dejadez?
—Te veo fenomenal, Canijo. Oye, vaya tinglao que os habéis montado para la final, ¿no?
—No, esto es algo fuera de lo normal. Siempre hay jaleo, pero lo de esta semana es algo exagerado.
—¡Hombre, que no todos los días se juega una final de Champions!
—Bueno, en mi caso, lo de jugar vamos a dejarlo a un lado.
—Que no me entere yo que el escocés este te deja fuera de la convocatoria, ¡que me lo como!
Los dos rompieron a reír como si hubiesen vuelto a los quince años, a los partidos con los cadetes del Atlético de Madrid. Dani no jugaba demasiado, pero su presencia era indispensable para sus compañeros, especialmente para Charly, que no pisaba los campos de entrenamiento del Cotorruelo si no era en compañía de su amigo. Tanto era así que el mes entero que estuvo de baja Dani a causa de una leve neumonía tenía que ir Manolo, el entrenador, personalmente a casa de los Corona para convencer a Charly de que fuese a jugar los partidos ante la mirada resignada de sus padres. Ni tan siquiera las habituales advertencias de su padre, «para estar en casa te vienes a la obra conmigo, eh, chaval», disuadían a Charly de la idea de ir al entreno sin la protección de Dani.
—Oye, Charly, mira, no tengo demasiado tiempo ahora. Tengo que irme a la tienda...
—¿Sigues en la tienda de colchones de tus padres?, ¿sigue estando donde siempre?
—Sí, ahí seguimos, dándole a los somieres. Hemos soportado decentemente la crisis y ahora parece que vamos un poquito para arriba. Seguimos estando ahí, en el barrio, en Ribera de Curtidores.
—Las que liamos de chaval en tu tienda...
—Jajaja, díselo a mi madre, que todavía recuerda la vez que vendió el colchón en el que habíamos escondido las revistas guarras.
Las risas rompieron el monótono ritmillo del hilo musical del hotel. El técnico del Manchester United, que conversaba afablemente con uno de sus colaboradores en una de las mesas contiguas, alzó la vista y comprobó con sorpresa que la estruendosa carcajada procedía de la mesa de Charly. «¿Cuánto tiempo hace que no le veo esa sonrisa a este chaval?», pensó.
—Mira, he dudado mucho si pasarme o no por aquí a verte. Te soy sincero: si no fuese porque jugáis la final aquí en Madrid, no te hubiese dicho nada, porque hace ya mucho que me di cuenta de que mandarte un mensaje y nada es lo mismo.
El rostro de Charly enrojeció en décimas de segundo.
—Eh, pero que no estoy aquí para echarte nada en cara, de verdad. Ha pasado mucho tiempo y seguro que has tenido tus motivos. He venido porque creo que hay algo que deberías saber.
Charly miró con expresión interrogativa y Dani le devolvió una mueca triste.
—Anoche murió Javi. Quería que estuvieses al corriente.