El buceo en naufragios de gran profundidad es uno de los deportes más peligrosos del mundo. Existen pocas empresas en las que la naturaleza, la biología, el equipo, el instinto y el objetivo conspiren —sin advertencia alguna y desde todas las direcciones— para atacar de una manera tan completa la mente de un hombre y quebrantar su espíritu. En el interior de barcos hundidos se han hallado muchos buzos muertos a quienes les quedaba aire en cantidad más que suficiente para llegar a la superficie. No es que escogieran morir, sino que habían sido incapaces de deducir cómo sobrevivir.
La similitud con su pariente, el buceo recreativo practicado con una sola botella de aire y que es conocido por el público en general, es superficial. Es difícil inferir los niveles de riesgo que asumen los submarinistas. Los que bucean a grandes profundidades en busca de naufragios no son más que una minúscula fracción de los aproximadamente veinte millones de buzos certificados del mundo. Los accidentes apenas hacen mella en el excelente historial de un deporte en el que casi todos sus participantes se limitan a bucear en aguas tropicales poco profundas, protegidos por sus compañeros y buscando poco más que paisajes hermosos. En Estados Unidos, de los diez millones de buzos certificados, probablemente solo unos cientos realizan inmersiones profundas en busca de embarcaciones naufragadas. Para ellos, la cuestión no es si se verán cara a cara con la muerte, sino cuál será la consecuencia del encuentro. Si un buzo lleva un tiempo suficiente en el deporte, seguramente, en alguna ocasión, habrá estado muy cerca de morir, habrá visto fallecer a un compañero o quizás sea él mismo el difunto. A veces es difícil decidir cuál de los tres resultados es el peor.
Hay otro aspecto que destaca en el submarinismo de pecios profundos. Debido a que se trata de un enfrentamiento contra los instintos más básicos del ser humano —respirar, ver, huir del peligro—, un neófito no necesita ponerse el traje de buzo para apreciar el riesgo. Le basta con contemplar los peligros que conlleva dicho deporte. Son peligros que él también puede terminar sufriendo en algún momento, por lo que, cuando se da cuenta de ello, empieza a comprender a los submarinistas que buscan restos en calados profundos y a vivir las historias ajenas en su propia piel. Comienza a descubrir por qué hay hombres más que capaces que se rinden bajo el agua. Entiende entonces la razón por la que la mayor parte de las personas que habitan el mundo jamás seguirían el rumbo marcado por un pescador a noventa y seis kilómetros de la costa y a sesenta metros de profundidad, justo en medio de la nada.
Un buzo que se sumerge en aguas profundas en busca de un naufragio se enfrenta a dos principales peligros relacionados con el aire. Primero, a profundidades superiores a los veinte metros, el raciocinio y las facultades motrices pueden verse afectadas, una condición que se conoce como narcosis de nitrógeno. Cuanto más descienda, más pronunciados serán los efectos de la narcosis. Más allá de los treinta metros, donde se encuentran algunos de los mejores pecios, existe la posibilidad de que sufra una disminución importante de esas facultades; sin embargo, debe llevar a cabo hazañas y tomar decisiones de las que depende su vida.
En segundo lugar, si algo va mal no puede nadar directamente hasta la superficie. Tras pasar un tiempo considerable en aguas profundas, el buzo tiene que ascender de manera gradual, realizando paradas predeterminadas cada cierto intervalo para que su cuerpo se readapte a la disminución de la presión. Es necesario que lo haga de este modo. Aunque sienta que se está sofocando o ahogando o muriendo. Los buzos que, por un ataque de pánico, se lanzan hacia el sol y las gaviotas se arriesgan a padecer el mal de la descompresión, generalmente conocido como bends o «enfermedad de los buzos». Un caso grave de descompresión puede incapacitar o paralizar de manera permanente a una persona e incluso provocarle la muerte. Los que han sido testigos de la angustia y de los gritos de agonía causados por unos bends intensos juran que preferirían morir ahogados en el fondo del mar que salir a la superficie después de una inmersión prolongada y profunda sin efectuar las paradas necesarias.
Casi todos los miles de peligros que acechan a los submarinistas están relacionados con la narcosis o con el mal de la descompresión. Ambas condiciones tienen que ver con la presión. A nivel del mar, la presión atmosférica es más o menos equivalente a la que se registra en el interior del cuerpo humano. Cuando lanzamos un frisbi en la playa o viajamos en autobús, se supone que nos encontramos a una atmósfera de presión, es decir, a 1013 hectopascales. La vida avanza de forma normal a una atmósfera. El aire que respiramos a nivel del mar, compuesto por un 21 % de oxígeno y un 79 % de nitrógeno, también entra en nuestros pulmones a una atmósfera de presión. El oxígeno nutre la sangre y los tejidos. Aquí, el nitrógeno es un gas inerte y no sirve de mucho.
Bajo el agua, las cosas cambian. Cada diez metros por debajo de la superficie, la presión aumenta una atmósfera. Por consiguiente, un buzo que está persiguiendo caballitos de mar a diez metros de profundidad se encuentra a dos atmósferas de presión, el doble de la que experimentaría en la superficie. Apenas nota la diferencia. Pero algo ocurre con el aire de sus botellas, el aire que respira. A pesar de que continúa estando compuesto por un 21 % de moléculas de oxígeno y un 79 % de nitrógeno, en cada bocanada de aire que el submarinista toma encontramos el doble de moléculas. A tres atmósferas, en cada bocanada hay el triple de moléculas de oxígeno y nitrógeno, y así sucesivamente.
Cuando un buzo respira bajo el agua, las moléculas adicionales de nitrógeno que penetran en sus pulmones no se quedan allí, como sucede en tierra, sino que se disuelven en el torrente sanguíneo y se introducen en los tejidos: en la carne, las articulaciones, el cerebro, la columna vertebral. En cualquier lado. Cuanto más prolongada y profunda sea la inmersión, más nitrógeno se acumula en dichos tejidos.
A una profundidad de cerca de tres atmósferas, la cual corresponde a unos veinte metros, el nitrógeno acumulado comienza a tener un efecto narcotizante en la mayoría de los buzos. Dicho efecto es lo que se denomina la narcosis de nitrógeno. Algunos la comparan con sufrir una intoxicación alcohólica; otros, con despertar tras una anestesia; otros, con la niebla del éter o con el gas de la risa. En aguas no muy profundas, los síntomas son relativamente leves: el juicio se ralentiza, las habilidades motoras se entorpecen, se pierde la destreza manual, la visión periférica se reduce y las emociones se acentúan. Conforme el buzo desciende, los efectos se intensifican. A los cuarenta metros —alrededor de cinco atmósferas— la mayoría de los submarinistas se ven afectados. Algunos se vuelven tan torpes que tienen grandes dificultades para realizar las tareas más simples, como atar un nudo; otros se sienten tontos por la profundidad y deben autoconvencerse de lo que ya saben. Si bajan a una profundidad todavía mayor —como, por ejemplo, a unos cincuenta metros— pueden empezar a sufrir alucinaciones, hasta que escuchan cómo las langostas los llaman por su nombre o les ofrecen consejos poco inteligentes. Algunos buzos se dan cuenta de que están narcotizados por los sonidos que perciben. Muchos oyen tambores de la jungla, el ruido ensordecedor de su propio pulso en los oídos; o tal vez un zumbido, como el de un despertador perdido bajo una almohada. Más allá de los sesenta metros, la narcosis puede sobrealimentar el procesamiento normal de emociones como el temor, la alegría, la pena, el entusiasmo y la desilusión. A veces, los contratiempos minúsculos —perder un cuchillo, la aparición de un poco de sedimento— se aprecian como terribles catástrofes y generan ataques de pánico. Mientras, los problemas serios —que se vacíe una botella de aire o se pierda de vista el cabo del ancla— tal vez se perciban como pequeñas molestias. En un lugar tan implacable como un barco hundido a gran calado, un cortocircuito en el discernimiento, las emociones y las facultades motrices lo complica todo.
El nitrógeno presente en el gas que respira el buzo supone un problema añadido, puesto que va acumulándose en los tejidos tanto con la profundidad como con el paso del tiempo. En inmersiones poco profundas y de corta duración, por lo general no significa nada grave. En inmersiones largas a mayor profundidad, el nitrógeno acumulado regresa de los tejidos al torrente sanguíneo durante el ascenso. La velocidad con la que esto ocurra determinará si un buzo padecerá el mal de la descompresión o, incluso, si sobrevivirá.
Cuando el buzo asciende lentamente, la presión atmosférica decrece de manera gradual y el nitrógeno acumulado sale de los tejidos en forma de burbujas microscópicas. Es el mismo efecto que se observa al abrir una botella de soda: si la presión del interior de la botella se reduce poco a poco, las burbujas se mantienen pequeñas. La clave está en el tamaño de las burbujas. Solo las burbujas de nitrógeno microscópicas se transportan sin problemas por el torrente sanguíneo hasta los pulmones, los cuales las expulsan mediante la respiración normal. Y eso es lo que le conviene al buzo.
Por el contrario, si el submarinista asciende a gran velocidad, la presión de la atmósfera que lo rodea decrece abruptamente. Esto provoca que el nitrógeno acumulado en los tejidos forme inmensas cantidades de burbujas grandes, lo mismo que sucede cuando abrimos muy rápido una botella de soda. Las burbujas de nitrógeno de gran tamaño son el enemigo mortal de los buzos. Cuando se forman fuera del torrente sanguíneo, pueden presionar los tejidos, bloqueando la circulación. Si esto ocurre en las articulaciones o cerca de los nervios, el resultado es un dolor muy agudo que puede durar varias semanas o incluso toda una vida. Si se produce en la médula espinal o en el cerebro, el bloqueo puede provocar una parálisis o un derrame cerebral fatal. Si entran demasiadas burbujas en los pulmones, estos se cierran, lo cual produce el denominado «choque», que le impide al buzo respirar. Si, por el contrario, las burbujas llegan al sistema arterial, el buzo puede sufrir un barotrauma pulmonar, o embolia gaseosa, una dolencia que puede provocar derrame cerebral, ceguera, pérdida de la conciencia o muerte.
Para garantizar un ascenso lento, manteniendo así las burbujas de nitrógeno a un tamaño microscópico, el submarinista de aguas profundas hace paradas deliberadas a determinadas alturas para dejar que las burbujas abandonen paulatinamente su cuerpo. Estas pausas se conocen como «paradas de descompresión» y han sido calculadas con métodos científicos. Un buzo que pasa veinticinco minutos a una profundidad de sesenta metros puede llegar a tardar una hora en regresar a la superficie. Se detiene primero a los doce metros, donde espera cinco minutos; luego asciende lentamente y vuelve a parar diez minutos a los nueve metros; catorce minutos a los seis; y veinticinco a los tres. El cálculo se realiza tomando en cuenta la profundidad y el tiempo: cuanto más larga y más profunda sea la inmersión, más descompresión necesita. Esta es una de las razones por las que los submarinistas de naufragios no pasan largos periodos bajo el agua: la descompresión necesaria para una inmersión de dos horas puede llegar a las nueve horas de duración.
La narcosis y los llamados bends son los reyes de los peligros que corren los buzos de aguas profundas. Ningún submarinista se atreve a poner rumbo a un naufragio profundo sin antes valorar estas amenazas.
Los buzos del nordeste del Atlántico llegan a los buques hundidos en barcos de submarinismo. Aunque algunos tienen sus propias embarcaciones recreativas, por lo general son demasiado pequeñas para soportar la fuerza del mar abierto. Los barcos de submarinismo, la mayoría de los cuales superan los once metros de eslora, están especialmente construidos para los rigores del océano. Los clientes suelen realizar dos inmersiones en un día, pero deben esperar varias horas entre una y otra para expulsar todo el nitrógeno que les quede en el cuerpo. De modo que las embarcaciones de buceo muchas veces tienen que trabajar una jornada entera e, incluso, pasar la noche en el mar.
Un submarinista de alto nivel se embarca con un plan. Durante los días previos, o hasta en las semanas precedentes, analiza el pecio, estudia los planos de cubierta, memoriza sus contornos, escoge un área de trabajo, se fija objetivos razonables y, finalmente, diseña una manera de alcanzarlos. Cree que, en un naufragio, una estrategia bien trazada es la clave para no correr riesgos y tener éxito: no le interesa escarbar a lo loco, como hacen otros, con la esperanza ciega de encontrar cualquier tesoro. Después de todo, ha visto cómo algunas personas no han regresado. Un plan bien elaborado es su religión. El buzo sabe con antelación lo que se supone que tiene que hacer y a dónde se supone que tiene que ir; así es como logra adaptarse a las contingencias. Y es que, en el Atlántico profundo, todo son riesgos.
El alma gemela de un submarinista es su equipo. Le permite acceder a un mundo prohibido mientras lo protege de la naturaleza. Hay claras muestras de amor en cómo un buzo se coloca los 80 kilos de equipo, en cómo se lo sujeta, se lo ajusta y acomoda hasta que su cuerpo es una mezcla entre una escultura de arte moderno y un alienígena de un filme de los años cincuenta. Completamente vestido apenas puede moverse, pero esos aparejos son para él como su vida. Si falla algún aparato, tendrá problemas. El submarinista carga con varios miles de dólares en equipos: luces estroboscópicas, faros, linternas, cuerda de ascenso, martillo, palanqueta o almádena, cuchillos, máscara, aletas, sujetadores de aletas, chalecos estabilizadores, manómetro, brújula, sacos de red para llevar artilugios, boyas de flotación, boya de localización (o «salchicha de seguridad») para lanzar a la superficie en caso de emergencia, grapas, indicadores de nivel, cuadrantes, herramientas, pizarra de inmersión, fibra impermeable, tablas de descompresión plastificadas, guantes de neopreno, capucha, cronómetro, cinturón de lastre, pesas tobilleras, mosquetones (conocidos como Jon Lines) para las paradas de descompresión. También tiene que llevar repuestos para algunos aparatos. Además, un buzo profesional desdeña el típico traje mojado de los aficionados y se decanta por el traje seco, que es más abrigado pero más caro. Se lo pone sobre dos capas de gruesa ropa interior de polipropileno para expediciones. Lleva dos botellas de aire, no una. Le hacen falta todos y cada uno de estos elementos.
Cuando el barco de submarinismo se aproxima a su destino, el capitán utiliza su equipo de navegación para colocar la embarcación sobre las coordenadas o lo más cerca posible del naufragio. Sus compañeros —por lo general dos o tres buzos que trabajan a bordo— avanzan, intentando no patinar, por la resbaladiza cubierta delantera y sujetan el ancla y la cuerda. El ancla de un barco de buceo consiste en un rezón de acero con cuatro o cinco dientes largos, más parecido a la herramienta que usa Batman para trepar a los edificios que al tradicional instrumento de dos puntas tatuado en los hombros de los marineros. Está atado a un metro y medio de cadena, al que siguen cientos de metros de una cuerda de nailon de veinte milímetros de espesor. Cuando el capitán da la orden, sus ayudantes lanzan el rezón, con la esperanza de que caiga sobre el barco hundido y se enganche en él.
La precisión es un elemento fundamental cuando se lanza el ancla. La cuerda que la sujeta no solo mantiene inmóvil al barco, sino que es el cordón umbilical del buzo, el camino por donde llega al pecio y, lo que es más importante, por donde regresa. Un submarinista no puede simplemente saltar del barco, sumergirse y esperar caer sobre la embarcación naufragada. Lo más probable es que, cuando se lance al agua, su barco se haya movido varios cientos de metros con la corriente, de manera que ya no se encuentre sobre el pecio. Aunque el barco se mantuviera inmóvil sobre el pecio, un buzo que descendiera sin usar el cabo del ancla como guía sería un juguete en manos de las corrientes oceánicas, las cuales se mueven en direcciones diferentes según la profundidad. Estas fuerzas opuestas pueden llegar a enviar a un submarinista a kilómetros de distancia del naufragio. En las oscuras aguas del Atlántico, donde la visibilidad es a veces de apenas veinticinco centímetros, un buzo que alcance el fondo, incluso a unos pocos metros del pecio, podría recorrer el lecho del mar durante años sin hallar nada. Aún en los raros casos en los que la visibilidad del fondo es cristalina —es decir, de, por ejemplo, unos doce metros—, un submarinista que descendiera por libre y tocara fondo a catorce metros del buque hundido no lo vería. En una situación así, el buzo debe adivinar en qué dirección buscar y, si se equivoca, se convierte en un nómada, perdiéndose al poco tiempo. La única forma segura que tiene un submarinista de encontrar el pecio es siguiendo el cabo del ancla.
Recorrer el cable para realizar el viaje de regreso es todavía más importante. Si un buzo no puede localizarlo, se verá forzado a ascender y a efectuar la descompresión desde donde se encuentre, en un ascenso libre lleno de amenazas. La descompresión —un proceso que requiere por lo menos de una hora, dependiendo del tiempo de inmersión y de la profundidad— es imprescindible, pero, al carecer de una cuerda de la que sujetarse, al buzo le costará más mantener la profundidad necesaria para hacerla correctamente. Eso incrementa la probabilidad de sufrir los bends. Pero este no es más que el primero de los problemas. Al no disponer de una cuerda de la que aferrarse, también se encontrará a merced de las corrientes. Aunque consiga iniciar el ascenso directamente debajo del barco de buceo, un submarinista a la deriva que efectúe una descompresión de una hora en una corriente de apenas dos nudos —es decir, de casi cuatro kilómetros por hora—, saldrá a la superficie a más de tres kilómetros de la embarcación. A esa distancia, lo más probable es que ni él vea el barco ni que desde el barco lo vean a él. Incluso si lo identificara, no podría intentar alcanzarlo a nado; la corriente lo arrastraría junto a sus casi cien kilos de equipo en otra dirección, y ni siquiera un buzo desesperado puede nadar con tal desventaja. No se ahogará de inmediato, porque el equipo flota y es probable que tanto su traje como sus compensadores de flotabilidad contengan aire. Pero el pánico no tardará en aparecer. Sabe que, en el frío Atlántico, la hipotermia lo atacará a las pocas horas. Cualquier submarinista recuerda detalladamente las historias que le han contado sobre los tiburones que atacan a buzos a la deriva. Incluso es consciente de que la piel que linda con los puños de su traje seco comenzará a ablandarse en el agua salada y permitirá que el aire se filtre hacia fuera y entre agua fría. La hipotermia es, pues, un hecho. En el barco nadie se dará cuenta de que el submarinista ha salido a la superficie; tal vez lo supongan perdido en el buque hundido o devorado por algún tiburón, pero jamás tendrán ninguna seguridad, porque lo más probable es que, si nadie lo divisa entre el oleaje blanco de la superficie del Atlántico, no vuelvan a verlo con vida y, para un buzo perdido en el mar, esa incertidumbre es el peor final de todos.
Como el ancla es la cuerda de salvamento, es demasiado arriesgado limitarse a dejar el rezón enganchado en el barco hundido. Las corrientes cambian constantemente debajo del agua y los rezones pueden moverse y desengancharse. Por lo tanto, hay que asegurarlo. Los ayudantes son los encargados de esta tarea: se sumergen hasta el ancla y la atan. Una vez que la operación está terminada, los ayudantes sueltan varios tarros de gomaespuma blanca, los cuales flotan hasta la superficie e indican al capitán y a los buzos de que el ancla está asegurada. En el submarinismo de naufragios en medio del Atlántico, los tarros blancos marcan el inicio del juego.
Cuando los buzos se percatan de la aparición de las señales, preparan el equipo y se ponen los trajes. Una vez vestido, el submarinista inspecciona los instrumentos con golpes, tirones y caricias similares a las que un piloto privado dedica a su aeronave. Debajo del agua no podrá tomarse ese lujo. Si tiene dudas sobre alguna herramienta, si tiene la más mínima sospecha de que algo va mal, debe actuar antes de la inmersión.
Un buen buzo se constata como tal por la manera que tiene de preparar su instrumental. Él y su equipo deben ser un solo ente. Sabe dónde va cada elemento; todas las correas tienen la extensión justa, cada herramienta está ubicada a la perfección y todo encaja. Mueve por instinto las manos y los aparatos en un baile veloz de ajustes y cierres hasta que se convierte en una criatura marina. Casi nunca necesita ayuda. Si otro buzo se acerca a auxiliarlo, rechazará el favor. Le dirá «No, gracias», o, lo que es más común, «Ni se te ocurra tocar mis cosas». Un submarinista profesional prefiere los cuchillos de diez dólares a los de cien porque si pierde uno barato no se siente obligado, bajo la presión de la narcosis, a arriesgar la vida recorriendo el fondo marino para recuperarlo. No tiene ningún interés en que su equipo se vea bonito y con frecuencia lo tatúa con remiendos, pegatinas y grafitis que atestiguan inmersiones anteriores. Para él no existen los colores neones; los novatos que escogen tonos chillones no tardan mucho en enterarse de la opinión del resto del barco al respecto. Cuando está totalmente equipado, un buzo profesional se asemeja al motor de un automóvil alemán; los principiantes, en cambio, recuerdan a los juguetes de un niño.
Cuando está de pie, los pasos y la postura encorvada del buzo —ahora arrastra más de 160 kilos— hacen que parezca un Sasquatch1 de neopreno. Con las aletas puestas, tarda varios segundos en recorrer a tumbos la resbaladiza cubierta, y se caería si una ola repentina golpeara el barco. Con el oxígeno disponible en sus tanques gemelos, tendrá alrededor de veinticinco minutos para bucear en el naufragio a sesenta metros de profundidad antes de emprender una hora de ascenso con pausas de descompresión.
Una vez en el agua, los tanques de aire ya no le resultan pesados; al contrario, parece que se alejen de él. Se aferra a una cuerda corrediza atada desde la popa hasta el cabo del ancla que está debajo del barco. Abre algunas de las válvulas del traje seco y los compensadores de flotabilidad para que salga un poco de aire y su flotación sea ligeramente negativa, de manera que el cuerpo se sumerja apenas por debajo de la superficie antes de detenerse, como un fantasma, a una profundidad de uno o dos metros. Se desliza por la cuerda corrediza hasta llegar a la del ancla. Suelta un poco más de aire. En ese momento comienza a hundirse lentamente.
Ya está de camino al buque naufragado. Lo más probable es que vaya solo. A pesar de todas las cosas que un buzo de aguas profundas se lleva al fondo del mar, lo más sorprendente es que no suele llevar a ningún compañero. En el buceo recreativo y de poca profundidad, el sistema de compañeros es la ley. Los submarinistas siempre se mueven en pareja, preparados para auxiliarse mutuamente. En las aguas claras y someras, el sistema de compañeros es una política inteligente. Pueden compartir oxígeno si uno de los equipos falla. Uno de ellos puede llevar al otro a la superficie si es necesario, o desengancharlo de una línea de pesca. Su mera presencia otorga consuelo y tranquilidad. Por el contrario, en el fondo del Atlántico, un buzo bienintencionado puede matarse a sí mismo y matar a cualquiera que esté cerca. Tal vez se quede atrapado en un compartimento estrecho de un barco hundido donde se metió para ayudar a otro submarinista o quizá termine enturbiando tanto la visibilidad que ninguno de los dos sea capaz de encontrar la salida. Si intenta compartir el aire con un buzo asustado —la respiración compartida es una operación básica en el submarinismo recreativo— también se juega su propia vida. Un buzo que se está ahogando a sesenta metros de profundidad ve a un colega saludable como si fuera una alfombra mágica y es capaz de matarlo para quitarle su suministro de aire. Se conocen casos de buceadores atemorizados que han atacado con cuchillos a quienes iban a rescatarlos, les han arrancado los reguladores de la boca y los han arrastrado hacia la superficie sin paradas de descompresión en una carrera desquiciada para salir al exterior.
Incluso el mero acto de observar a otro buzo en problemas puede ser peligroso en el mar profundo. A sesenta metros de profundidad, las emociones se acentúan por la narcosis. Si un submarinista se encuentra cara a cara con un buzo moribundo, los ojos del otro atravesarán el agua y se convertirán en los suyos y verá, a través del pánico del otro hombre, el espectro de las terribles posibilidades que le acechan en cada rincón. También es posible que tenga un ataque de pánico o, lo más probable, que intente salvar al buzo. En cualquier caso, en tan solo un instante, su vida habrá dejado de ser segura y se llenará de incertidumbres. Esto no significa que los submarinistas no puedan trabajar juntos en un naufragio; al contrario, lo hacen con frecuencia. Los buenos buzos, sin embargo, jamás dependen de otro. Mantienen una filosofía de independencia fría y resuelta y cuidan de sí mismos.
El descenso del buzo por el cabo del ancla se asemeja bastante a una caída. Por lo general, le lleva entre dos y cuatro minutos llegar a un barco que se encuentra a sesenta metros de profundidad. Casi no pesa en el descenso; es como un astronauta bajo el mar. Durante los primeros metros, el mundo es azul y claro. Sobre su cabeza, el sol se deshace en reflejos amarillos que rompen la superficie vítrea del océano. Al principio no se topa con muchos ejemplares de animales marinos, aunque tal vez se le acerque algún atún o algún delfín para investigar su extraña silueta y sus ruidosas y gordas burbujas. El buzo percibe primordialmente dos sonidos: el siseo de su regulador al inhalar y el estrepitoso borboteo de sus burbujas al exhalar; juntos, son el metrónomo de la aventura. A medida que desciende, el escenario cambia a gran velocidad: las corrientes, la visibilidad, la luz y la vida marina experimentan con la profundidad modificaciones nada previsibles. El mero descenso por el cabo del ancla ya es, en sí mismo, una aventura.
El buzo desciende a cincuenta y ocho metros. Está frente al naufragio, torcido y agrietado y destrozado de una manera que Hollywood nunca logra captar cuando retrata finales violentos; con un aspecto que nace de objetos ordinarios que se doblan, deformados, en contra de su naturaleza. De las heridas abiertas brotan tubos, conductos y cables. Pueden verse las cañerías. Los peces suben y bajan por columnas de agua que entran y salen del navío destruido. Como el barco está cubierto de vegetación marina, solo es posible identificar los elementos más básicos: una hélice, un timón, una portilla. El buzo debe analizar y contemplar los restos antes de reconstruir en su mente la imagen completa del barco. Son muy pocas las ocasiones en las que la visibilidad es cristalina y el submarinista puede albergar la esperanza de captar la totalidad del naufragio de una vez. Por lo general, solo alcanza a ver secciones transversales. La estrecha visión de la narcosis limita todavía más su percepción.
El buzo cuenta con alrededor de veinticinco minutos para trabajar en el pecio antes de tener que emprender el ascenso a la superficie. Si dispone de un plan, se lanza directamente al área que le interesa. La mayoría se quedan siempre fuera de la embarcación. Han venido a tocarla, a buscar artefactos sueltos o a tomar fotografías. Su trabajo es estable y conservador. Sin embargo, el verdadero espíritu del barco se encuentra en su interior. Ahí es donde se esconden las historias, donde uno puede descubrir fotogramas congelados de la última experiencia humana. En el interior están los aparatos del puente de mando: el telégrafo, el timón y el cuaderno de bitácora que en su momento fijaron el rumbo de la embarcación. Es donde descansan las portillas; yacen enterrados los calibradores, marcados con sellos marítimos y nacionales; y se ocultan, bajo mantas de sedimento, relojes de bolsillo, maletas y botellas de champán. Solo dentro del naufragio hallará un buzo el reloj de bronce del barco, con el nombre del fabricante grabado y, a veces, la hora del hundimiento inmovilizada en su cuadrante.
El interior de un barco naufragado puede ser un lugar terrorífico, una colección de espacios en los que el orden se ha fracturado y la linealidad se ha torcido de tal modo que los seres humanos ya no encajan en él. Los pasillos terminan a mitad de su recorrido original. Las escaleras están bloqueadas por un techo derrumbado. Las puertas de tres metros se convierten en puertas de sesenta centímetros. Las salas donde las damas jugaban al bridge o los capitanes trazaban el rumbo están cabeza abajo o de costado o ya no existen. Tal vez haya una bañera en la pared. Aunque, fuera del barco, el océano es un lugar peligroso, por lo menos es coherente y se extiende en todas las direcciones. En el interior —donde el caos es el arquitecto— hay peligros ocultos en cada grieta. Los accidentes ocurren de repente. Para muchos, el interior de un barco hundido es el lugar más peligroso que conocerán en su vida.
Un buzo que entra en un pecio, en especial si tiene la intención de penetrar profundamente, debe concebir el espacio de una manera diferente a como lo hace en tierra. Tiene que pensar en tres dimensiones, usando conceptos de navegación —girar a la izquierda, dejarse caer, luego elevarse en diagonal y seguir la viga a la derecha— que carecen de sentido fuera del agua. Debe recordarlo todo —cada giro, cada vuelta, cada elevación y cada caída— y hacerlo en un ambiente con pocas referencias obvias y donde la mayor parte de las cosas están cubiertas de anémonas de mar. Si pierde por un momento el dominio de la navegación, si le falla la memoria, comenzará a dudar de todo: «¿Atravesé tres salas para llegar a las habitaciones del capitán o solo dos? ¿Me dirigí izquierda-derecha-izquierda o derecha-izquierda-derecha antes de ascender por esta torreta? ¿He cambiado de cubierta sin darme cuenta? ¿Ese es el tubo que vi junto a la salida del pecio o es uno de los otros seis que vi mientras nadaba?». Estas preguntas son un problema. Significan, con toda probabilidad, que el buzo se ha perdido.
Un buzo perdido dentro de un barco naufragado se encuentra en grave peligro. Tiene un suministro de aire limitado. Si no encuentra la salida, se ahogará. Si la encuentra, pero agota sus botellas en la búsqueda, no dispondrá de aire suficiente para realizar una correcta descompresión. La narcosis, que ya comienza a aparecer por su mente, se apodera poco a poco del buzo perdido —inundándole de pensamientos repetitivos cual disco rayado— y va anulándole la capacidad de razonamiento a la vez que le recuerda: «Estás perdido estás perdido estás perdido estás perdido...». El buzo se sentirá tentado de improvisar una forma de huir, pero si lo hace se convertirá en un niño en un parque de atracciones y sus movimientos ciegos lo conducirán, casi seguro, a través de los miles de callejones sin salida y pasadizos falsos del barco, los cuales solo aumentarán su desorientación. El aire se le acaba. El tiempo se le acaba. Así es como los buzos perdidos se convierten en cadáveres.
Si consigue orientarse, el submarinista debe enfrentarse todavía a la cuestión de la visibilidad. A sesenta metros de profundidad, el lecho del océano está oscuro. Dentro del pecio la oscuridad es aún más oscura, siendo a veces totalmente negra. Si la visibilidad solo fuera cuestión de iluminación, el faro y la linterna bastarían. Pero un barco hundido está lleno de sedimentos y de otros restos. El menor movimiento del submarinista —extender la mano para coger un plato, una patada con la aleta, un giro para memorizar una marca— puede agitar el sedimento y perturbar la visibilidad. En una oscuridad tan completa, el buzo de aguas profundas es, en realidad, un buzo de sombras que se guía tanto por la silueta del barco como por el barco en sí.
Las burbujas son otra complicación. El escape de la respiración del buzo asciende y agita el sedimento y la corrosión que hay arriba. Solo con respirar, provoca una tormenta de copos de óxido, algunos del tamaño de un guisante, otros pequeños como cristales de azúcar. Las burbujas también agitan el petróleo que siempre se escapa de los tanques y demás aparatos y que está esparcido por todo el barco, dispersándolo y convirtiéndolo en una bruma que cubre la máscara y la boca del buzo. La visibilidad empeora. Ya no se puede pensar en términos de izquierda y derecha. El «allí» ya no existe. En una niebla de sedimento y corrosión y petróleo, la navegación rudimentaria se antoja imposible.
Para no levantar nubes de sedimento, los buzos aprenden a desplazarse con un mínimo de locomoción. Algunos avanzan como cangrejos, valiéndose solo de los dedos y dejando que las aletas floten inmóviles en el agua. No dan patadas para subir o bajar, sino que prefieren hinchar o deshinchar los compensadores, unas cámaras de aire interpuestas entre el buzo y las botellas que se utilizan para controlar la flotabilidad. Cuando llegan a una zona interesante, a veces doblan las piernas y los brazos, ajustan la flotación y trabajan de rodillas, con las espinillas apenas rozando el suelo del barco hundido.
Pero todas esas medidas son provisionales. Cualquier buzo, tras un rato dentro de los restos de un naufragio, termina arruinando la visibilidad; lo único que varía es cuándo sucede y en qué grado. Una vez que el sedimento comienza a moverse y a formar nubecillas, el óxido se desprende y el petróleo se esparce, la visibilidad dentro de la embarcación puede quedar contaminada durante varios minutos o incluso más. Aunque el buzo tenga un control absoluto de la orientación, no ve lo suficiente para encontrar el camino de regreso, y si se mueve mucho es peor. Con visibilidad nula, aunque estuviera a un metro y medio de la salida no la hallaría. La falta de visión no casa nada bien con la narcosis, puesto que esta hace que los problemas pequeños crezcan desmesuradamente y la visibilidad nula puede parecer el mayor de todos los problemas. Si la oscuridad es abrumadora, un submarinista enceguecido es el candidato perfecto a perderse.
Las cuestiones de orientación y visibilidad alcanzan para ocupar toda la capacidad mental de una persona. Pero, en el interior de un barco naufragado, un buzo tiene que enfrentarse a otro peligro que tal vez sea más desagradable que cualquier otro. En la violencia del hundimiento, es probable que los techos y las paredes del barco hayan vomitado sus entrañas. Lo que antes eran espacios civilizados ahora son lugares cubiertos de cables eléctricos, alambres, caños de metal retorcidos, resortes de cama, restos de sofás, bordes afilados, patas de sillas, manteles, tuberías y otros objetos, de pronto amenazadores, que hace tiempo se encargaban de las operaciones invisibles de la embarcación. Todo aquello flota en el espacio del buzo, listo para engancharse en el tubo del aire o en el manómetro o en cualquiera de las docenas de abultados artefactos que son componentes vitales de su equipo. Si se queda enganchado, el submarinista se transforma en una marioneta. Si hace muchos movimientos para desenredarse, puede convertirse en una momia, cubierto por capas de cosas. En una situación de mala visibilidad es casi imposible no enredarse en algo; no existe ningún buzo con experiencia en pecios profundos que no se haya quedado enredado en más de una ocasión.
Un submarinista perdido o enredado dentro de los restos de un barco hundido se enfrenta cara a cara con su creador. Se han encontrado cadáveres que tenían los ojos y la boca abiertos por el terror. Buzos todavía perdidos, todavía enceguecidos, todavía enganchados a algo, atrapados. Sin embargo, todos estos peligros encierran una verdad curiosa: son pocas las ocasiones en las que el asesino es el problema en sí. En realidad, es la reacción ante dicho contratiempo —el pánico— lo que determina con más probabilidad si el buzo se salvará o morirá.
Esto es lo que le ocurre a un buzo aterrorizado cuando se encuentra con problemas dentro de un pecio:
Tanto los latidos de su corazón como la respiración se aceleran. A sesenta metros de profundidad, cuando cada bocanada de aire requiere siete veces el volumen que se precisa en la superficie, un buzo asustado puede vaciar sus botellas con tanta rapidez que las agujas de los calibradores tornan a rojo ante sus propios ojos. Ello acelera aún más su ritmo cardíaco y respiratorio, lo que, a su vez, disminuye el tiempo que le queda para resolver la situación. Una respiración más fuerte también implica una narcosis más fuerte. La narcosis amplifica el pánico. De este modo, el buzo entra en un círculo vicioso.
El submarinista responde al pánico como ha determinado la evolución: de inmediato y con violencia. Pero en un barco hundido, donde cada peligro es primo hermano del siguiente, la desesperación abre la puerta a lo peor que puede ocurrir. Por ejemplo, un buzo perdido que tiene un ataque de pánico empieza a revolverlo todo en busca de una salida. El movimiento crea nubes de sedimento y arruina la visibilidad, de manera que ve menos. Así, enceguecido, busca la forma de salir con una desesperación todavía mayor; en esa situación puede engancharse o provocar que se derrumbe algún objeto pesado que cuelgue desde arriba. Respira con más fuerza. Nota que sus reservas de aire se agotan.
Tal vez pida ayuda. Los sonidos se transmiten bien bajo el agua, pero sin dirección, de manera que, incluso si alguien oye sus gritos, es difícil que pueda rastrearlos. Cuando un hombre queda atrapado solo en un barco hundido, su cerebro empieza a pensar a través de afirmaciones, no de ideas: «¡Voy a morir! ¡Quiero salir! ¡Quiero salir!». El buzo se desespera. Las agujas de los calibradores siguen descendiendo. Todo está oscuro. Probablemente sea el fin.
En 1988, un hábil buzo de Connecticut llamado Joe Drozd se inscribió en un viaje hacia el Andrea Doria a bordo del Seeker. Era su primera travesía al gran pecio, un sueño hecho realidad. Para hacer más segura la inmersión, añadió una tercera botella de aire —una pequeña botella de emergencia, también llamada «pony»— a su equipamiento habitual de dos. «Por si acaso», se excusó. Drozd y dos compañeros entraron en el buque hundido a través del Agujero de Gimbel, un agorero rectángulo que Peter Gimbel, heredero de la fortuna de los almacenes Gimbel, abrió en la sección de primera clase del barco en 1981. Se trata de una abertura negra, recortada contra el verde oscuro del océano, y da lugar a una caída vertical de 27,5 metros; una visión que congela incluso la sangre de los submarinistas más experimentados.
Poco después de entrar en el buque, a una profundidad de sesenta metros, uno de los reguladores de válvulas que Drozd llevaba en la espalda se enganchó en una cuerda amarilla de polipropileno, de casi treinta metros de largo, que otro buzo había dejado para marcar la zona. En unas condiciones perfectas, el submarinista le habría pedido a uno de sus compañeros que lo desatara. Sin embargo, a sesenta metros de profundidad, con la narcosis zumbando en los oídos, las condiciones nunca son perfectas. Drozd buscó su cuchillo; su idea era, simplemente, cortar la cuerda y liberarse. Pero, en vez de usar la mano derecha como acostumbraba, cogió el cuchillo con la izquierda, probablemente porque se había enganchado por ese lado. El torpe movimiento que hizo para alcanzar la cuerda enredada ejerció presión sobre la válvula de escape del traje seco, un resultado que sin duda no esperaba. Mientras cortaba la cuerda, comenzó a salir aire de su traje y se quedó en un estado de flotación negativa. Comenzó a hundirse. La profundidad aumentó su narcosis. La narcosis se acrecentó.
Durante la caída, la mente de Drozd comenzó a desvariar. Cada vez que intentaba cortar la cuerda enredada, hacía salir más aire del traje y se volvía más pesado. La narcosis había llegado al punto en el que las buenas ideas, como cambiar el cuchillo de mano, no aparecen. Se le aceleró el ritmo respiratorio. El nivel de narcosis aumentó todavía más. Drozd respiró hasta agotar la primera de sus botellas de aire antes de abrir, por error, la botella adicional en vez de la otra grande.
Pocos minutos después, Drozd consiguió liberarse de la cuerda enganchada. Justo en ese momento sus compañeros se dieron cuenta de que tenía problemas y se acercaron a ayudarlo. Mientras tanto, con la narcosis a toda marcha y el traje seco cada vez más estrecho, el cuerpo de Drozd se hundía todavía más y él agotó lo que creía que era su segunda botella de aire.
Los otros dos submarinistas lo alcanzaron. Uno lo agarró y trató de arrastrarlo hacia arriba para salir del Doria, pero Drozd pesaba mucho debido a la pérdida de aire de su traje. Había que hacer algo para evitar que siguiera hundiéndose. Uno de los buzos llenó su propio traje con más aire: pretendía aumentar su flotabilidad para coger a Drozd y sacarlo más fácilmente de los restos del barco. Pero en ese momento, necesitado de aire y creyendo que sus dos botellas principales estaban vacías, Drozd entró en una espiral de terror total. Empezó a sacudirse para desprenderse de sus rescatadores hasta que consiguió soltarse del buzo que lo tenía sujeto. Este, que tenía una flotabilidad excesiva y que de pronto se vio desprovisto del gran contrapeso de Drozd, salió despedido como un cohete hacia la superficie del océano, incapaz, en la violencia de la ascensión, de quitarle aire a su traje, el cual se expandía cada vez más y le daba una flotabilidad cada vez mayor a medida que subía, llevándole hacia aguas más someras y de menor presión. En poco tiempo alcanzó los treinta metros y no podía parar de subir hacia la luz del sol. Si salía a la superficie sin efectuar la descompresión, podría sufrir graves daños en el sistema nervioso central o incluso morir. En aquel explosivo ascenso no lograba hacer nada para expulsar aire del traje. No veía el cabo del ancla por ninguna parte. Siguió subiendo.
Mientras tanto, en el Doria, Drozd se quitó el regulador de la boca, una reacción fisiológica provocada por el pánico. Los pulmones se le llenaron de agua helada y salada. Empezó a tener arcadas. Su visión —tan limitada como si se encontrara en un túnel— se angostó hasta oscurecerse del todo. El compañero que permanecía a su lado le ofreció su regulador de emergencia, pero Drozd, que aún tenía el cuchillo en la mano, lo agitó ciegamente en dirección al otro hombre. Su mente corría en todas direcciones; la narcosis crecía a gran velocidad. De repente, se giró y nadó de vuelta hacia el barco hundido, con una botella llena de aire en la espalda, con el regulador fuera de la boca, sin dejar de blandir el cuchillo, apuñalando al océano, y siguió nadando hasta desaparecer en la negrura del naufragio, de donde nunca salió.
El submarinista restante, también afectado por una fuerte narcosis y por la terrible situación que había vivido, corría el peligro de tener un ataque de pánico. Creía que tanto Drozd como su otro compañero habían muerto. Examinó sus calibradores y confirmó su peor temor: se había excedido del límite de tiempo y ya debería haber iniciado su propia descompresión. Comenzó a ascender con la convicción de que era el único superviviente de los tres.
En realidad, con el primer buzo había ocurrido un milagro. A unos veinte metros de la superficie había conseguido, por fin, expulsar el gas de su traje y disminuir la velocidad de la subida. Al mismo tiempo vio el cabo del ancla, una cinta en el océano enviada por Dios, y nadó hacia ella. La agarró como si fuera la vida misma. Sobrevivió sin daños. Su compañero completó la descompresión y también sobrevivió, aterrorizado pero ileso. Drozd murió con un tanque lleno de aire en la espalda.
No todos los buzos sucumben al pánico como le ocurrió a Drozd. Un submarinista de primer nivel aprende a controlar sus emociones. En el momento en que se pierde o no puede ver o se engancha o se queda atrapado —en ese instante en el que millones de años de evolución le exigen que pelee o que huya y en el que la narcosis dispara órdenes a su cerebro—, es consciente de que debe disminuir la intensidad de su miedo y controlarlo hasta que el ritmo de su respiración se ralentiza, la narcosis se aligera y es capaz de volver a razonar. De este modo supera su humanidad y pasa a ser otra cosa. De este modo, liberado de sus instintos, se convierte en todo un fenómeno de la naturaleza.
Para alcanzar dicho estado, el buzo debe conocer las arrugas y los pliegues del temor, de manera que, cuando este lo ataque en el interior de un barco naufragado, sienta que está tratando con un viejo amigo. Es un proceso que puede llevar años. Suele requerir estudio, análisis, práctica, consejos, contemplación y mucha experiencia. En el trabajo, asiente cuando su jefe le enseña las últimas cifras de ventas mientras piensa: «A pesar de todo lo que salga mal dentro de un naufragio, si respiras es que estás a salvo». Cuando paga las cuentas o configura el reproductor de vídeo de su casa, se dice a sí mismo: «Si te topas con algún problema dentro de un barco hundido, detente. Échate hacia atrás. Encuentra tú mismo la forma de superarlo». A medida que adquiere más experiencia, reflexiona sobre los consejos de todos los grandes buzos: «Resuelve el primer problema completamente y en calma antes de empezar a pensar en el segundo».
Un buzo común es capaz, en ocasiones, de intentar zafarse de un problema para que ningún otro colega lo vea en una situación comprometedora. Un submarinista disciplinado está dispuesto a pasar vergüenza a cambio de salvar la vida. Además, es menos susceptible a la codicia. Sabe que los buzos que se preocupan por conseguir objetos dejan de prestar atención a la orientación y a la supervivencia. No olvida, incluso bajo los efectos de la narcosis, que tal vez tres cuartas partes de los buzos que han perecido en el Andrea Doria murieron por una bolsa llena de tesoros. Sabe que es el efecto de la narcosis lo que hace que un submarinista, después de recuperar seis platos, al ver un séptimo piense: «No podría soportar que otro lo coja». Un buceador experimentado presta atención cuando alguien como el capitán Danny Crowell les enseña a sus clientes un cubo lleno de platos rotos y cubiertos retorcidos y les dice: «Quiero que miréis estas cosas. Un tío ha muerto por esto. Las llevaba en su bolsa. Miradlas bien. Tocadlas. ¿Esta mierda vale una vida?».
Una vez que un submarinista sale de entre los restos del barco hundido, comienza el viaje de regreso a la embarcación que lo llevó hasta allí. Si todo ha salido bien, se siente jubiloso y triunfal; si se encuentra bajo los efectos de una narcosis fuerte, tal vez esté completamente mareado. No puede relajarse. El trayecto hacia la superficie está lleno de peligros, cada uno de los cuales puede acabar con el hombre más capacitado.
Tras ubicar el cabo del ancla, el submarinista inicia el ascenso. Sin embargo, no puede subir flotando como si fuera un globo. Si se desconcentra durante el ascenso —tal vez porque ve un tiburón o porque está pensando en otra cosa— es probable que se pase las paradas críticas para una correcta descompresión. Un buzo profesional busca obtener una flotación neutra para ascender por el cabo del ancla. En ese estado de ingravidez casi total, se impulsa hacia arriba con un mínimo tirón o patada, pero, como no flota libremente, no pasará de largo por dichos puntos fundamentales aunque se distraiga. Durante la ascensión, debe expulsar paulatinamente aire del traje y de los compensadores de flotación para mantener la neutralidad y evitar una subida repentina.
Suponiendo que el agua esté quieta, el ascenso y las paradas de descompresión requerirán por lo menos de una hora en la que el buzo puede permitirse estar ocioso. Cerca de los veinte metros —la profundidad del primer puesto de espera— lo más probable es que el sol haya reaparecido y que el océano esté más caliente. El agua podría estar clara o turbia, vacía o llena de medusas y de otros animales pequeños. En la mayoría de los casos será de un verde azulado. En ese punto de transición ingrávida entre dos mundos, libre de la narcosis y de la tormenta de peligros de las profundidades, el buzo puede permitirse ser un espectador de su propia aventura.
Una vez en la superficie, y cerca de la proa del barco de submarinismo, el buzo nada a un costado, o por debajo de la embarcación, para alcanzar una escalerilla de metal desplegada en el agua a la altura de la popa. Le basta con subir por ella para dar por terminada la inmersión. En un mar en calma, se trata de un proceso rutinario. En un mar agitado, una escalera de metal se convierte en un animal salvaje.
En el año 2000, un buzo llamado George Place, quien acababa de salir a la superficie después de explorar un naufragio lejos de la costa, intentaba alcanzar la escalerilla para subir al barco de buceo Eagle’s Nest. El mar estaba embravecido y una niebla negra manchaba el horizonte. La embarcación se balanceó y Place se golpeó la mandíbula con un peldaño de la escalera. Aturdido y casi inconsciente, se soltó. Quedó a merced de la corriente, desorientado y a la deriva detrás del barco. Las embarcaciones de submarinismo llevan una cuerda trasera en la popa —que termina en una boya— para que los buzos a la deriva puedan agarrarla y seguirla. Pero Place no consiguió asirla. Más allá de la cuerda trasera, el buzo está en grave peligro de perderse. Place se apresuró a intentar alcanzarla.
Un tripulante que lo vio corrió a alertar al capitán, Howard Klein. Pero cuando este llegó a la parte posterior del barco, Place ya no estaba: había desaparecido. El capitán no podía cortar el cabo del ancla y salir en su búsqueda con el Eagle’s Nest; todavía quedaban buzos efectuando las paradas de descompresión a lo largo de la cuerda. En lugar de eso, cogió una radio bidireccional, corrió hacia su pequeña zódiac y salió a buscar al submarinista perdido. En pocos segundos, debido a la violencia creciente del mar, Klein también desapareció de la vista. Un minuto más tarde se comunicó por radio con el Eagle’s Nest y explicó que el motor externo de la zódiac había dejado de funcionar. Él también estaba a la deriva y, en medio del oleaje, solo veía el barco cuando las olas llegaban a su punto más alto. En aquel momento, la esposa de Place, que era tripulante del Eagle’s Nest, lanzó un SOS por radio. Solo logró comunicarse con un barco pesquero que estaba a una hora de distancia. Le prometieron que tratarían de alertar a otro navío que se encontraba más cerca. Lo único que podía hacerse era rezar por que Place siguiera consciente en algún lugar del extenso Atlántico.
Treinta minutos más tarde, Klein consiguió arrancar el motor de la zódiac. Pero se encontraba ya demasiado lejos para guardar alguna esperanza de encontrar a Place. Regresó al barco de buceo. Un rato después llegó una llamada de radio al Eagle’s Nest. Otro barco pesquero había avistado a Place, vivo, a ocho kilómetros del barco de submarinismo. Había pasado más de dos horas a la deriva. Klein, que ya tenía a todos sus buzos a bordo, fue a buscar a Place, que estaba sollozando pero sano. A partir de aquel episodio, todos los integrantes a bordo del Eagle’s Nest creyeron en los milagros.
Place había estado a diez segundos de terminar una inmersión de noventa minutos, pero acabó casi rozando la muerte. Este es otro ejemplo de la realidad que define el deporte del buceo en pecios y que determina la vida de aquellos que lo practican.
En una inmersión en aguas profundas, nadie está del todo a salvo hasta que regresa a la cubierta del barco.