CAPÍTULO 1
ASÍ EMPEZÓ TODO
La primera aproximación que tuve a una constituyente se produjo cuando estudiaba cuarto de bachillerato en el Liceo de Cervantes, un colegio bogotano de sacerdotes españoles agustinos. Los profesores de instituciones cívicas y actualidad nacional, Dagoberto Calderón y Silvio Escudero –quien luego fue consejero de Estado– nos ponían como tarea hacer presentaciones muy cortas sobre temas de actualidad para que, en cuatro minutos y sin papeles, guías o ningún tipo de apoyo, cada uno expusiera casi de memoria e improvisando el trabajo de investigación realizado en casa.
Era el año 1976 y escogí un tema de mucha relevancia en el momento: la llamada «Pequeña Constituyente» que promovía el entonces presidente de la república Alfonso López Michelsen, uno de los primeros líderes que habló de este tema en Colombia. Pensé que Rafael Pardo Buelvas, ministro de Gobierno y padre de Rafael Ignacio Pardo Abello, mi mejor amigo, me ayudaría a entender la complejidad de la iniciativa para hacer una buena presentación. En ese momento él era clave para el trámite de la reforma porque llevaba la vocería del Gobierno ante el Congreso. Este proyecto, la gran apuesta de López para la transformación e institucionalización del país, partía del excesivo centralismo propiciado por la Constitución de 1886.
En efecto, recuerdo un sábado de ese año en casa de los Pardo, cuando el ministro me explicó con paciencia paternal todo lo que necesitaba saber sobre el acto legislativo que en ese momento avanzaba en el Congreso de la República y se concentraba, como las últimas reformas constitucionales de Colombia, en la justicia y la administración departamental y municipal, dos asuntos que hoy, 45 años después, siguen siendo críticos en el país.
Todavía guardo las tres hojas del resumen que preparé y me sirvieron para sacar la mejor nota en la presentación, dada la actualidad y la información de primera mano que obtuve de una fuente privilegiada. De allí en adelante, constituyente, justicia y descentralización se convirtieron en asuntos recurrentes y casi obsesivos en mi vida.
La Constituyente de López fue aprobada en el Congreso, pero la Corte Suprema de Justicia –que ejercía en ese entonces el control constitucional– la declaró contraria a la Constitución por las razones que, muchos años después, nos llevarían a proponer la séptima papeleta: la imposibilidad de adelantar reformas constitucionales por vías distintas al Congreso de la República.
Como dije anteriormente, gracias a mi amistad con Rafael Ignacio me había acercado a su padre desde 1974, cuando cursaba segundo de bachillerato. En ese tiempo, el recién posesionado presidente López lo nombró ministro de Agricultura y luego, dos años después, lo trasladó a la cartera de Gobierno. Rafael Pardo Buelvas era un político conservador del departamento de Córdoba, cercano y jovial, afectuoso y descomplicado como buen costeño, con una gran proyección nacional. Particularmente afectuoso y sencillo, se había ganado la confianza tanto de Álvaro Gómez Hurtado como de Alfonso López Michelsen. Por aquella época, el ministro Pardo convocaba la llamada Comisión Echandía, un grupo de juristas de la talla de Carlos Holguín, Jorge Enrique Gutiérrez, Bernardo Gaitán Mahecha y, por supuesto, el propio maestro Darío Echandía, un baluarte de estadista y referente para las nuevas generaciones de lo que significaba ser un buen político.
Esta historia se entrelaza porque pocos meses después de mi charla con el ministro Pardo Buelvas sobre la constituyente, se realizó el doloroso paro cívico nacional del 14 de septiembre de 1977, en el que murieron varios líderes y algunas personas que participaban en la protesta. Aquel día yo estaba en la casa del ministro con mi amigo Rafael y no olvido que vimos por televisión el momento en el que el presidente López, desencajado, mostraba algunas tachuelas y grapas enormes, con las que los saboteadores habían perturbado el orden público en Bogotá durante el paro y que eran del tamaño de las huesudas manos del mandatario.
Un año más tarde, el 12 de septiembre de 1978, el padre prefecto de disciplina del colegio entró al salón de clase y me dijo:
—Carrillo, alístese para que vaya a acompañar a Pardo; acaban de matar al papá.
Sucedió que, en un hecho absolutamente atroz, un comando armado del Movimiento de Autodefensa Obrera, ADO, ingresó a la casa del entonces exministro Pardo Buelvas y lo acribilló en el vestidor del baño. Un magnicidio que me tocó vivir de cerca y que, por supuesto, me impactó para toda la vida. Fue una manera de adquirir el uso de la razón política, precipitada por la violencia. Recuerdo la primera página del diario El Tiempo del día siguiente, que ilustró el magnicidio con una foto del cadáver minutos después de los hechos. Aún no lo entiendo, pues no era propio de este medio hacer alarde de tal sensacionalismo, que hirió en extremo la sensibilidad de la familia y de los amigos. Un hombre inexplicablemente sacrificado; y lo era además porque ese comando iba a atentar, en primera instancia, contra el expresidente López u otros miembros de su gobierno, pero a quien encontró en casa, prácticamente inerme, haciendo ejercicio en su bicicleta estática y sin seguridad alguna, fue a Pardo Buelvas.
Ese hecho tan dramático cambió mi vida pues la víctima era un político conservador progresista que, además de dar la pelea y llevar la vocería del Gobierno en la Constituyente de López Michelsen, había puesto el asunto agrario y campesino en la agenda de las transformaciones del país. También hablaba con mucha fuerza de la urgencia de implementar una descentralización, del retraso de los territorios, de cambiar el modelo centralista de la Constitución vigente y de dar autonomía a los escuálidos departamentos y municipios de Colombia, espectadores mudos de un desarrollo ajeno a lo local. Esa sería una de las grandes asignaturas pendientes de la nueva Constitución, tal como lo corroborarían los hechos posteriores.
Dilema: la Javeriana o el Rosario
Ese episodio hizo que naciera en mí la idea de promover una reforma constitucional en Colombia. Tal vez por esa razón terminé, además, estudiando Derecho, a pesar de que mi destino era ser médico, pues provengo de una familia de médicos y profesionales de la salud: padre, madre y hermanos médicos. Por ello, era obvio que estudiara Medicina; ese parecía mi futuro. Además, mi padre, salubrista y profesor de Epidemiología, había sido secretario de Salud de Cundinamarca y de Bogotá, postulado no por político sino por técnico. La primera aproximación que tuve hacia las necesidades de la gente proviene de las giras en las que acompañaba a mi padre los fines de semana. Él hacía una cuidadosa vigilancia para el adecuado funcionamiento de hospitales, puestos y centros de salud del departamento, siempre con mucha cercanía a lo público y a los pacientes, regla general en la familia de médicos en la que había vivido.
La tradición familiar era pasar las vacaciones en la finca de uno de mis abuelos y sigo recordando la fila de campesinos en espera de una consulta con mi padre. Ese era el sentido de las vacaciones para él. Tampoco olvido que muy niño, antes de dormir, escuchaba el sonido del pito de la camioneta Chevrolet 55 cuando entraba al garaje de la casa, y luego su beso de buenas noches en la cama, tras doce horas de trabajo en la Clínica de Urgencias, en la que fue director por varios años.
Curiosamente, mi amigo Rafael Pardo Abello se destacó en el campo médico y hoy es un reconocido especialista en Salud Pública, dedicado al trabajo con personas en situación de discapacidad. Diría que él estudió Medicina gracias a la influencia de mi papá, mientras que yo, a su vez, estudié Derecho por su padre, Rafael Pardo Buelvas. Al parecer, terminamos intercambiando las profesiones de nuestros padres.
Estaba decidido a entrar a la Facultad de Derecho de la Universidad Javeriana, aunque también tenía la opción de hacerlo en la Universidad del Rosario, ya que mi papá había estudiado su bachillerato allá, en la época de oro de monseñor Castro Silva y había sido compañero de Jorge Angarita, decano de Derecho de ese claustro. Por ese juego del destino fue que años después, en un aula del Rosario y cuando era un joven profesor, formulé la tesis de la séptima papeleta.
Durante la primera entrevista y ante el dilema de dónde estudiar, el decano de Derecho, el padre Gabriel Giraldo, me motivó para que ingresara a la Javeriana. Era el 16 de octubre de 1978, justo el día en que eligieron al nuevo papa, el arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla, Juan Pablo II.
Unas semanas más tarde, exactamente el día de mi grado de bachiller, me llamó a su oficina y me dijo de manera escueta:
—Tienes que ser abogado de la Javeriana, no te puedes ir para el Rosario.
El padre Giraldo amplió su argumentación para que me quedara en la Javeriana, porque era sabido que el Rosario gozaba de la aureola de tener la mejor facultad de Derecho del país.
—Primero, porque sacaste un muy buen examen de admisión y, segundo, porque acá puedes estudiar al mismo tiempo Derecho y Economía.
Esa posibilidad me llamó la atención porque algunos ministros de Hacienda de los últimos gobiernos habían sido abogados socioeconomistas de la Javeriana, como Hugo Palacios y Jaime García Parra, así que la oportunidad era magnífica.
Al final, el padre Giraldo, quien era el decano estrella de la Javeriana y un factor de poder real en Colombia, me convenció de matricularme en la Javeriana con el argumento de obtener las dos carreras. Por supuesto que hoy en día esta razón ya no sorprende a ningún estudiante, pero hace cuatro décadas era casi insólito. Los de mi generación fuimos los últimos a quienes les dieron los dos títulos en esas condiciones tan especiales, algo que cuestionaron muchos economistas de Colombia porque con solo estudiar cuatro materias más al año en la Facultad de Derecho, nos otorgaban el grado de Abogado y Socioeconomista. Todo ello me abriría camino más adelante en mi posgrado en Harvard, cuando decidí continuar con un pie en Derecho y otro en Economía.
Ya en la Javeriana empezó mi relación a fondo con el Derecho Constitucional, fundamentalmente por la influencia de profesores como Jairo Hernández Vásquez, José Gregorio Hernández, Juan Carlos Esguerra y Rodrigo Noguera. Ello llevó a que, cuando empezaba noveno semestre, el padre Giraldo me pidiera que fuera monitor de la cátedra de Constitucional General. Pero justo unos meses después, el profesor titular, Jairo Hernández Vázquez, murió prematuramente y me correspondió asumir esta exigente cátedra dirigida a los estudiantes de primero de Derecho. Como parecía evidente, muchos hechos aislados inclinaban mi vida hacia el Derecho Público y la reforma de una Constitución centenaria que ya no servía para administrar un país que había cambiado.
La Constitución de Núñez y Caro había sido utilizada para imponer el estado de sitio y la excepcionalidad. Cabe mencionar que el 70 % de la legislación importante del país, desde 1886 hasta 1991, fue expedida en virtud de las facultades de dicha medida. En esa época mi libro de cabecera era El poder presidencial en Colombia, del maestro Alfredo Vásquez Carrizosa, con quien tuve el privilegio de trabajar de manera muy cercana desde la bancada de las minorías durante la Asamblea Nacional Constituyente.
Entonces, ¿a qué va todo ese cuento? A que las frustradas reformas constitucionales llevaron a Colombia a una situación insostenible en las que campeaban el narcotráfico, las desigualdades sociales, el paramilitarismo, la corrupción y los abusos de poder de la clase política. Tal cúmulo de males tuvo un punto de ebullición tras el bárbaro asesinato de Luis Carlos Galán, el 18 de agosto de 1989, por orden de las poderosas mafias del narcotráfico. Ese detonante cambiaría la historia del país y de mi generación.
Mi relación con Galán
En primer año de Derecho en la Javeriana comencé a trabajar en la revista Diálogos Universitarios que dirigía Jaime Uribe Botero. Con mi compañero de curso, Juan Daniel Jaramillo, decidimos entrevistar a Luis Carlos Galán, codirector del semanario Nueva Frontera con el expresidente Carlos Lleras Restrepo. Su hoja de vida impresionaba: abogado y economista javeriano, a los veintisiete años había sido ministro de Educación del gobierno de Misael Pastrana y director de la revista liberal Vértice en la Universidad Javeriana. En aquel entonces Galán ya enviaba mensajes frescos acerca de la necesidad de lograr una renovación de la política colombiana. Tras la entrevista supe que su discurso influiría profundamente en los jóvenes, pues era un líder capaz de implementar un nuevo modelo político, posterior al Frente Nacional.
A partir del tercer año de Derecho fui coordinador del grupo galanista en la Javeriana, en el que organizamos un comité con Jorge Andrés Arango,1 Jairo Cifuentes, Luis Fernando Álvarez y otros estudiantes de la Facultad. A comienzos de diciembre de 1979, asistí al lanzamiento del primer documento del Nuevo Liberalismo en el patio de la sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, Seap.
Pero estábamos en una facultad ultraconservadora, algo así como los cuarteles generales del alvarismo. Las dos grandes glorias de la Facultad de Derecho eran el expresidente Misael Pastrana Borrero y Álvaro Gómez Hurtado, en teoría uno de los hombres más importantes de Colombia y un referente para los estudiantes de Derecho. La presencia conservadora en esta facultad fue siempre un gran desafío para plantear alternativas distintas a la militancia unívoca de buena parte de sus estudiantes. Galán abrió esa brecha de la misma manera en la que, décadas atrás, se había atrevido a editar una revista de pensamiento liberal en la Javeriana.
El Nuevo Liberalismo nació en 1979 y, tal como lo mencioné antes, estuve allí en ese momento. Yo terminaba primero de Derecho y recuerdo ver a Galán dando su primer discurso en la sede de lo que hoy llamaríamos un think tank creado por el expresidente Carlos Lleras Restrepo y otros. A partir de ahí, los que no éramos conservadores en la Javeriana decíamos que era una falta de respeto preguntarle a un menor de veinticinco años –como luego fue el lema de la Séptima Papeleta– si era liberal o conservador. El bipartidismo tradicional había llegado a su fin por la fatiga de los dos partidos tradicionales, así que, desde entonces, comenzamos a relacionarnos con Galán. Claramente él rebasaba la matrícula con un partido muy cuestionado por sus prácticas clientelistas y su anquilosada forma de hacer política.
A comienzos de 1980, convencidos de que Galán sería una opción real de cambio, conformamos un comando galanista con un grupo de estudiantes de segundo año de Derecho. Desde allí fuimos testigos de la manera en la que él empezó a crecer políticamente con un gran respaldo de la juventud. De igual forma tuve la oportunidad de departir con Galán en Barranquilla en una noche de música y poesía en la casa de mi tío Hugo Flórez Moreno –hijo menor del poeta y en ese momento decano de la Facultad de Medicina de la Universidad del Norte– cuando inició la estructuración de los directorios galanistas en varias ciudades de Colombia.
Un año más tarde, en 1981, ya en plena campaña presidencial para suceder a Julio César Turbay Ayala, decidí organizar debates con los candidatos. Obviamente pensamos en el expresidente Alfonso López Michelsen, que aspiraba a la reelección, en Belisario Betancur y en Galán, quien ya encabezaba una disidencia dentro del liberalismo. La idea de convocar a los aspirantes de la presidencia derivó en un episodio en el que prácticamente fui expulsado de la Javeriana.
A comienzos de agosto de ese año, López Michelsen fue el primero que asistió para debatir su programa de campaña con los estudiantes. Yo preferí no estar en el acto pues era coordinador del comando galanista, que en ese momento ya tenía cinco mil integrantes carnetizados, todo un logro en una universidad en apariencia tan conservadora. El auditorio Félix Restrepo, el más grande de esa época, estaba casi lleno. De un momento a otro los asistentes empezaron a gritar en voz alta el nombre de Galán, que ya era muy popular entre los estudiantes. Su legendaria foto/afiche, diseñada por el publicista Carlos Duque, aparecía por doquier, sobre todo en las tapas de los cuadernos. Claramente la intervención del candidato López Michelsen se vio eclipsada por la gritería de los seguidores de Galán, que en la práctica convirtieron el evento en un acto de campaña.
Galán llegó a ese auditorio de la Javeriana en la mañana del jueves 15 de octubre de 1981, un día antes de lanzar su candidatura presidencial en Rionegro, Antioquia. Todo estaba organizado, cuando de repente me llamó a su oficina el vicerrector de la universidad, el padre Hernán Posada, quien además era amigo de mi papá, y me dijo:
—Fernando, solo quiero alertarte de que hay una gran preocupación en toda la universidad porque este se convierta en un acto político. El doctor Galán puede ser muy javeriano, pero hay que preservar unas formas y por eso te ruego el favor de que sea un debate puramente académico y que no vaya a haber política de por medio, porque los estudiantes se portaron muy mal cuando vino el expresidente López.
—Padre, yo me responsabilizo de todo lo que pase; espero que esto no tenga ribetes políticos, aunque usted bien sabe que la universidad es muy galanista; intentaremos contener eso al máximo para que no se desborde — respondí confiado.
Lo cierto es que poco antes del mediodía el auditorio estaba a reventar y, en cierto momento, los encargados de la seguridad del edificio me dijeron que éramos unos irresponsables porque el lugar podía colapsar por exceso de peso. Era un hecho: todos querían oír a Galán y el evento iba a marcar un hito en la campaña presidencial de 1982, pues sería el anticipo del discurso cuyo eje central era «la cruzada renovadora de la sociedad», pronunciado cuando aceptó la candidatura presidencial en Rionegro.
El auditorio quedó en silencio y ofrecí unas palabras para darle paso al candidato, que debió observar la emoción de los estudiantes. Cité entonces una famosa frase de Enrique Caballero Escovar en su columna del diario El Espectador, en la que se refirió a Galán como un líder que «tras escudriñar sus antecedentes y calibrar sus capacidades se le podía achacar como único defecto el ser joven». El auditorio se estremeció en aplausos y vivas a Galán. En la mesa principal estábamos él y yo en el centro y, a los lados, Gabriel Rosas Vega, decano de Economía de la Javeriana y cerebro económico de la campaña, Iván Marulanda y Andrés Talero, quien tenía una mayor cercanía con el candidato.
La fortaleza del discurso de Galán se centró en la responsabilidad generacional de la renovación democrática después del Frente Nacional; en la urgencia de rescatar a los partidos –en especial al liberalismo– de la crisis profunda en la que estaban y en la necesidad de renovar la mentalidad política de la nación; en la búsqueda de una paz auténtica y perdurable; en la lucha contra la miseria basada en una democracia social y la igualdad de derechos y oportunidades; en el control de los recursos naturales, anticipando una visión verde del desarrollo; en la batalla contra la carencia de una educación política basada en una cultura democrática anestesiada por el bipartidismo, que había disuelto las diferencias ideológicas en maquinarias políticas incapaces de generar el cambio y enfrentar el futuro. En resumen, el llamado de Galán a los jóvenes a protagonizar el cambio para una Colombia nueva2 estaba enfocado en la ética social, la dignidad de la política y la lucha contra la corrupción política.
Expulsado de la Javeriana
En la Javeriana calaba mucho el discurso de la reforma del artículo 121 de la Constitución centenaria, en esencia por los abusos cometidos al amparo de las facultades del estado de sitio y del estatuto de seguridad de la administración de Turbay Ayala. Un grupo de estudiantes, críticos de esas medidas represivas, había abierto un espacio alternativo que colonizamos quienes veníamos en promociones posteriores. Recuerdo el liderazgo de estudiantes como Jaime Abello Banfi, Jorge Silva, Santiago Gutiérrez y Segismundo Méndez, en un debate muy duro que le hicieron al ministro de Justicia, Hugo Escobar Sierra, acerca de los desafueros cometidos al amparo del estatuto de seguridad.3
El emocionante acto terminó y Galán, feliz, prácticamente fue sacado en hombros por los estudiantes. Era tal la euforia que despertaba entre la gente que no me equivoco al decir que ese fue el momento cumbre del ascenso en su vida política. Todos los medios de comunicación registraron el rotundo éxito de la presentación.
Al día siguiente el padre vicerrector me llamó de nuevo y me dio una muy mala noticia:
—Fernando tengo que lamentar que esto haya tenido ribetes políticos; sin duda fue un acto político…
—Padre, la situación fue incontrolable, pero como se lo había dicho, asumo mi responsabilidad.
—Pues te tienes que ir de la universidad porque esto es inaceptable.
Salí del despacho del padre Posada y pensé que inexorablemente iba a terminar mi carrera en la Universidad del Rosario. Alcancé a hacer un par de llamadas, una de ellas a mi papá y, luego de contarle lo que había pasado, respondió:
—No tengo ningún problema; tienes la conciencia tranquila porque eso se salió de las manos, no pasó nada extraordinario, no hubo actos violentos; simplemente la Javeriana demostró que mayoritariamente está con Luis Carlos Galán.
Mi padre, de origen conservador, y mi madre, liberal – de aquella tradición de la Gruta Simbólica del antepasado poeta Julio Flórez, vate irreverente hasta con la muerte–, me tranquilizaron y me preguntaron escépticos qué pensaría el padre Giraldo. En efecto, esa era la pregunta que había que hacerse.
De todas maneras, al día siguiente entré a clase con Gabriel Rosas Vega –quien dictaba Ingreso Nacional, una materia para economistas–, cuando de un momento a otro entró Ismael, un joven de dieciséis años que le ayudaba al padre Giraldo a buscar a los estudiantes cuando los necesitaba, y me dijo que él quería hablar conmigo. En el trayecto pensé qué le iba a decir: «padre, tranquilo, no voy a ser factor de nada que termine perjudicándolos a ustedes como directivos de la universidad; las cosas se desbordaron, me voy, aunque creo que no pasó nada grave…».
Entré a la oficina del padre Giraldo y en su tono siempre adusto me dijo:
—Oye Fernando, es que me llamó Germán Navas Talero y necesito que me ayudes en lo siguiente: que vayas a representar a la Facultad de Derecho a su programa de televisión.
—Padre, como usted ordene… ¿qué hay que hacer?
—Tienes que estar en un estudio de televisión en Inravisión, allá en la 26. Ve y representas a la Javeriana. ¡Mucha suerte!
Hablé con Navas Talero, personaje muy progresista que aún sigue vigente en la vida política, quien dirigía el programa de televisión Consultorio jurídico, que se emitía por el canal 11. El segmento final, Cuánto le enseñaron, cuánto aprendió, era un concurso de conocimientos jurídicos entre estudiantes de Derecho al que la Javeriana nunca había asistido. No me sentía seguro de tener el nivel para este concurso, pues yo iba en cuarto año de Derecho y hacían preguntas sobre materias de quinto.
Me sentía desconcertado pues no entendía por qué me enviaban a representar a la universidad si me habían expulsado. Estaba listo para irme al Rosario, pero frente a una contraorden como la del padre Giraldo, mi decano, pensé: «pues dejo las cosas quietas porque el padre Giraldo todo lo sabe y la única opción a descartar es que no hubiera habido una conversación entre el vicerrector y el decano». Efectivamente, jamás se volvió a hablar del asunto.
Lo cierto es que fui al programa y resultó muy extraño porque mis pronósticos se cumplieron y competí con una estudiante de quinto año de la Universidad Libre que resultó una máquina de conocimientos jurídicos, que incluso repetía los códigos de memoria. Era Ana Montes, quien pocos años después sería una gran penalista y directora nacional de Fiscalías en tiempos del fiscal general, Gustavo de Greiff, y con quien posteriormente tuve una relación muy cercana en relación con la reforma a la justicia en América Latina.
El concurso fue una pesadilla porque no había visto Derecho Procesal Civil ni Penal y justo hacían muchas preguntas acerca de ese tema. Pero me las arreglé para salir adelante y empatamos durante cuatro programas consecutivos. Después de cada competición, los patrocinadores nos premiaban con torres de libros jurídicos. Como el asunto podía alargarse, fui donde el padre Giraldo y le dije:
—Mire, padre, esto es una perdedera de tiempo; yo no puedo seguir en esta vaina porque llevamos cuatro empates. Padre, por favor, llamemos a Germán Navas y digámosle que hasta aquí llegué.
Así fue, y al final entendí que lo sucedido había sido una estrategia del padre Giraldo para que yo siguiera en la Javeriana. El galanismo del padre Giraldo le había ganado a la dura decisión del vicerrector Posada.
Años más tarde, nuevamente la Javeriana sería escenario del luctuoso 18 de agosto de 1989, el asesinato de Luis Carlos Galán, uno de los días más tristes para Colombia y para nuestra generación. Me explico. Luego de regresar de mi maestría en Leyes y Finanzas Públicas en Estados Unidos, el padre Giraldo me designó profesor de Derecho Constitucional General y profesor auxiliar de Derecho Constitucional Colombiano. También había comenzado a trabajar como consultor en asuntos de derecho económico del PNUD en Colombia y nos preparábamos para la campaña presidencial de 1990 que, por las encuestas y los pronósticos, llevaría a Galán a la presidencia.
Al llegar a clase ese día me enteré por las noticias de los asesinatos del coronel Valdemar Franklin Quintero, comandante de la Policía de Antioquia, y del magistrado Carlos Valencia, claramente perpetrados por el cartel de Medellín. El sentimiento de que los narcos le estaban ganando la batalla a la institucionalidad ponía en entredicho cualquier enseñanza que como profesor pudiera dar en materia de derecho y democracia. Por costumbre abordaba temas de actualidad, sobre todo con los primíparos, pero ese día era imposible abstraerse de la tragedia que vivía el país. Lo que no imaginábamos era lo que vendría horas después, al caer la tarde en la plaza de Soacha, cuando se cumplieron las amenazas que los carteles de la droga habían proferido contra quien sería el próximo presidente de la república. Las noticias indicaron que los asesinos no fallaron y llenaron al país de un luto solo comparable con los magnicidios de Rafael Uribe Uribe en octubre de 1914, y de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948. Curiosamente, Galán decía que no le obsesionaba alcanzar el Solio de Bolívar porque los dos líderes políticos más importantes del siglo XX no habían alcanzado esa meta, cuyas vidas fueron interrumpidas por la irracionalidad de la violencia.
Aquel día, el expresidente Misael Pastrana dijo que se había asesinado la esperanza y eso era lo que sentíamos la mayoría de los jóvenes. Frustración, rabia, impotencia, desconcierto y desesperanza, describían el estado de ánimo de un país que creía haberlo vivido todo. ¿De qué se podía hablar en una clase de derecho cuando la violencia le estaba ganando la partida al Estado de derecho? Cuando la única tabla de salvación en materia de liderazgo, ¿caía a merced del capricho de los violentos? Cuando después de diez años de ganar y perder tantas batallas desde el Nuevo Liberalismo, ¿se estaba a punto de vencer en la lucha final, con Galán a la cabeza? El país se sintió derrotado ese fin de semana lúgubre de agosto, en la desesperación de encontrar alguna vía para demostrarles a los victimarios cuán ruin y monstruosa era su aparente victoria. Despertar de esa pesadilla suponía oponerse a tal crimen y movilizarse para rechazar ese camino de sangre que no podía tolerarse más. La juventud debía pasar al tablero.
La histórica Marcha del Silencio
Sin que Colombia se repusiera todavía del golpe que significó el magnicidio de Galán, aproveché mi condición de novel profesor de Derecho Constitucional en la Javeriana, de Hacienda Pública en el Rosario, de un posgrado de Derecho Administrativo en la Universidad Santo Tomás y de un curso de Instituciones Políticas en la Universidad de los Andes, para hablar con estudiantes de esos centros académicos. El plan era convocar una gran marcha del silencio en contra de la violencia, la impunidad y la corrupción.
La idea tomó vuelo muy pronto y no tardó en sumarse la universidad pública, es decir, la Nacional y la Pedagógica. De las privadas también recibimos mensajes, en particular del Externado. Ya era un fenómeno universitario que se consolidaba y que, como premisa mayor de actuación, mostraba su rechazo hacia cualquier tipo de violencia.
Satisfecho porque la convocatoria a la Marcha del Silencio crecía como una bola de nieve, fui y le conté al padre Giraldo, quien respondió que le parecía muy bien lo que estábamos haciendo y agregó:
—Desde la ventana del Edificio Central voy a alentar la marcha.
De esa manera, el viernes 25 de agosto de 1989, un día gris y lluvioso, veinticinco mil estudiantes de casi todas las universidades de Bogotá marchamos en silencio, ondeando pañuelos blancos, hacia la tumba de Galán en el Cementerio Central. Los estudiantes de la Santo Tomás salieron a caminar desde las calles 50 y 72; los de la Javeriana, desde la carrera séptima con calle 40; los de los Andes y el Externado, desde los cerros orientales; y los del Rosario, la Gran Colombia y la Autónoma, desde la Avenida Jiménez. En la calle 26 se unieron varias universidades públicas.
De ese momento me quedó grabada una imagen sin antecedentes: la del padre Giraldo apoyando una marcha de protesta. Recuerdo verlo en la ventana del tercer piso del Edificio Central de la Javeriana, cuando sacó la mano por la ventana, hizo un gesto y dijo «Sigan». Quedaban en el recuerdo las represalias de algunas directivas de la universidad, cuando a fines de los años sesenta muchos estudiantes fueron expulsados por acompañar las revueltas estudiantiles que le hacían eco al mayo parisino de 1968.
No lo sabía en ese momento, pero la Marcha del Silencio sería la semilla de la Constitución de 1991. Los medios la registraron como el despertar de los jóvenes frente al huracán de violencia que sufría el país. Destacaron muy especialmente el tono pacífico pero reclamante de la protesta, pues no ocurrió nada para lamentar y se dio una imagen de unidad entre la universidad pública y la privada que no tenía antecedentes. Nadie imaginaría cuántos magnicidios más habría que lamentar antes de que se efectuara el cambio institucional que los jóvenes reclamábamos.
Una semana después, ya convocados en varias mesas de trabajo en las universidades, empezamos a preguntarnos qué íbamos a hacer porque el sentimiento generalizado de los colombianos era que quedaban pocas esperanzas para realizar un cambio profundo para salir de la crisis institucional que causó el magnicidio de Galán.
No nos quedamos con los brazos cruzados y a partir de ese momento, y con la asistencia de unos cuantos estudiantes, iniciamos un proceso de reflexión alrededor de instancias de diálogo y trabajo, instaladas una de ellas en el aula Cristóbal de Araque en la Universidad del Rosario. El recinto lo prestó la Facultad de Jurisprudencia para que un puñado de estudiantes se reuniera a debatir sus ideas. Allí, de manera informal, se consolidaba el grupo que habíamos bautizado con el sugestivo nombre de «Todavía Podemos Salvar a Colombia».
Las semanas comenzaron a pasar y se aproximaba la época navideña, pero continuamos los encuentros con los estudiantes de mi grupo gestor del Rosario y la Javeriana, la mayoría de los cuales hoy siguen en la palestra pública. Me refiero a Juan Carlos Cortés, nuestro posterior candidato por el Rosario a la Asamblea Nacional Constituyente y recientemente viceprocurador general de la nación; Diego López, uno de los grandes profesores de Derecho Constitucional de los Andes; Óscar Guardiola, profesor de la Universidad de Londres en Ciencias Políticas; Alexandra Torres, quien hoy dirige el Centro de Convenciones Ágora de la Cámara de Comercio; Óscar Ortiz, jefe de gabinete del fallecido ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo; y Hernando Herrera, actual presidente de la Corporación para la Excelencia en la Justicia; César Torres, David Peña, José Miguel de la Calle y Marcel Tangarife.
Poco a poco se sumó una buena cantidad de gente de otras universidades del país que exigía espacios en la dirigencia del movimiento estudiantil. Todo ese trabajo era coordinado y organizado por Juan Esteban Orduz y Alexandra Torres.4
El primer paso que dimos consistió en defender los decretos de estado de sitio que el presidente Virgilio Barco había expedido la misma noche del crimen de Galán, entre ellos la extradición de narcotraficantes por vía administrativa, incautación de bienes de la mafia y persecución al testaferrato.
Esas discusiones jurídicas unieron al grupo porque, con base en las herramientas contempladas en las normas del estado de sitio, diseñamos una tesis jurídica que luego presentamos ante la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia con el fin de respaldar la constitucionalidad de los decretos. Allí hubo un primer factor de convergencia clave para solidificar el movimiento frente a futuras batallas.
Mientras coadyuvábamos ante la Corte Suprema, con un grupo de estudiantes a favor de las medidas de excepción adoptadas contra la mafia, el 15 de diciembre de 1989 se produjo la muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mexicano, el primer gran capo del cartel de Medellín que caía en una operación de la Policía.
Y justo ese día se hundió en forma estrepitosa la reforma constitucional que el presidente Barco impulsaba en el Congreso, porque algunos representantes y senadores de las Comisiones Primeras intentaron, a última hora, incorporar un artículo que convocaba a un referendo para impedir la extradición de nacionales, la gran bandera del narcotráfico. La propuesta era tan escandalosa e inadmisible que por medio del entonces ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simmonds, la Casa de Nariño se empleó a fondo y no tuvo otra salida que sepultar ese nuevo intento de reforma de la Constitución del 86, que recogía muchos de los proyectos anteriores y que era la última esperanza de un cambio constitucional.
Las orejas del lobo del narcotráfico salían a relucir una vez más en la historia reciente de Colombia.
Durante la Navidad de 1989 y el Año Nuevo de 1990 pensé que teníamos que idear una propuesta diferente y que fuera audaz pero armónica con los pasos que se habían dado, movidos por la voluntad política del presidente Barco. De cara a una nueva década era necesario insistir en una reforma constitucional, pese al fiasco ocurrido con la que acababa de venirse abajo en el Congreso por cuenta del crimen organizado. Barco había demostrado coraje y un valor poco ordinario en reaccionar contra las acciones de los capos del narcotráfico.
El eje central de lo que debíamos resolver era cómo reformar el artículo 218 de la Constitución del 86, que había tirado la llave al mar y determinaba que solamente el Congreso podía modificar la carta magna. El texto de esa norma señalaba:
«La Constitución, salvo lo que en materia de votación ella dispone en otros artículos, sólo podrá ser reformada por un Acto Legislativo, discutido primeramente y aprobado por el Congreso en sus sesiones ordinarias; publicado por el Gobierno, para su examen definitivo en la siguiente legislatura ordinaria; por ésta nuevamente debatido, y, últimamente, aprobado por la mayoría absoluta de los individuos que componen cada Cámara. Si el Gobierno no publicare oportunamente el proyecto de Acto Legislativo, lo hará el Presidente del Congreso».
Entonces, empecé a elaborar la tesis jurídica de cómo acudir a las urnas en las elecciones regionales del 11 de marzo de 1990 para plantear la posibilidad de reformar la Constitución por voluntad de la ciudadanía. A pesar de haberlo conversado con varias personas, nadie sabía cómo construir ese camino. Nunca había pasado y no dejaba de ser una solución heterodoxa, sobre todo para una clase política alérgica al cambio institucional.
En aquel momento, entre los estudiantes aglutinados en el movimiento «Todavía Podemos Salvar a Colombia» había dos tendencias: una que proponía organizar un gran movimiento estudiantil a nivel nacional, con infraestructura y cargos directivos, y otra –en la que me incluía–, que abogaba para que se generasen hechos políticos contundentes que no le dejaran otra opción al establecimiento que sumarse a una propuesta de cambio. Finalmente se impuso esta última; creo que lo primero hubiera sido la disolución de la idea de fondo, que de manera alguna nunca fue la creación de un nuevo movimiento político que fuera absorbido por las rigideces del juego político.
Por fortuna, en las dos primeras semanas de enero de 1990 me acababa de reencontrar con Manuel José Cepeda, a quien el presidente Barco había designado consejero para asuntos constitucionales.5 Él, su exesposa Adriana de la Espriella, y yo, habíamos coincidido en 1987 en una maestría en Derecho en la Universidad de Harvard, donde tomamos algunas clases. Recuerdo que cuando nos reuníamos, el tema principal de conversación siempre era cómo modernizar la Constitución de 1886. En esas extensas charlas quedaba claro que ambos caminábamos en el mismo sentido, en una simbiosis que habría de ser muy importante en los hechos futuros por venir.
El origen de la séptima papeleta
Manuel José regresó primero a Colombia y fui a despedirlo al aeropuerto Logan de Boston, donde nos dimos un abrazo y acordamos que cuando yo regresara al país nos reuniríamos de nuevo para continuar el empeño de encontrar fórmulas para reformar la Constitución. Manuel José se incorporaría inmediatamente como consejero presidencial del presidente Barco y me dijo que allá me esperaría para cumplir nuestra promesa.
Durante ese tiempo me quedé trabajando en la Alcaldía de Boston como voluntario en la campaña presidencial del candidato del partido demócrata, Michael Dukakis, pero meses más tarde habría de cumplirse la cita con Manuel José. Almorzamos en el restaurante La Brochette, en la calle 82 y retomamos nuestra conversación, que esta vez tenía el ingrediente de la frustración generada por el hundimiento de la reforma de Barco en diciembre anterior y los crecientes actos de terrorismo desatados por el narcotráfico.
En ese y otros encuentros que sostendría con Manuel José en los días posteriores, delineamos la idea de incluir un voto adicional en las elecciones regionales del 11 de marzo de 1990, en el que se le preguntara a la ciudadanía si aceptaba la realización de una Asamblea Constituyente. Manuel José habría de ser fundamental porque tenía línea directa con el presidente Barco y dedicó mucho tiempo a refinar la sustancia jurídica de la idea de reformar lo existente. A ese empeño sumamos a Rafael Pardo Rueda, consejero presidencial para la paz en ese momento, quien fue igualmente entusiasta al vislumbrarlo como un escenario esencial para materializar el proceso de paz con el M-19 y otros grupos armados.
Con el concepto un poco más claro sobre lo que debía ser la séptima papeleta, el 24 de enero de 1990 fui al aula Cristóbal de Araque en la Universidad del Rosario y expuse la teoría jurídica alrededor del voto adicional en las elecciones de marzo y la posibilidad real de que se pudiera consultar la opinión de los colombianos para modificar la Constitución. En ese recinto universitario, por primera vez, hablé de la séptima papeleta.
A esta cadena de acontecimientos se sumó con gran entusiasmo y a buena hora la decana de derecho del Rosario, Marcela Monroy —fallecida en el 2021—, quien aceptó recibirme en su oficina a finales de enero de 1990 para examinar la solidez de la tesis de la séptima papeleta. Un día antes de la cita, les conté a los estudiantes del Rosario el sentido del encuentro con la decana y los detalles generales de la idea que empezaba a tomar forma.
En efecto, tras una corta reunión de media hora, a la decana Monroy le pareció tan bueno el planteamiento que sin dudarlo un momento me dijo:
—Camina para El Tiempo y hablas con Roberto Posada.
Él era su esposo y su columna de opinión, firmada con el seudónimo de D’Artagnan, era una de las más leídas e influyentes del país. En ese momento yo no tenía conexión alguna con los medios de comunicación, porque era un profesor joven que recién acababa de llegar de Estados Unidos de hacer una maestría en leyes. Creo que la charla con Marcela Monroy fue la materialización de todo un esfuerzo que venía atrás, pero al que le faltaba la cereza en el postre. A Marcela también le debo que me haya entregado, con solo veintiséis años, la cátedra de Hacienda Pública del Rosario, reemplazando nada menos que a un amigo de mi padre, el exgobernador de Cundinamarca y gran economista, Hernando Zuleta Holguín.
El sábado 3 de febrero de 1990 llegamos al periódico y le conté la historia a D’Artagnan, quien dijo con cierto entusiasmo:
—Chino, mándeme esa vaina mañana y yo se la hago publicar. Esa tesis pinta muy bien.
La envié cuanto antes y, en efecto, apareció tres días después –el martes 6 de febrero de 1990– en la edición nacional del periódico, bajo el título «Vote por Colombia. La Asamblea Nacional Constituyente». Allí lo dijimos con claridad:6
«El camino existe y es viable desde el ángulo político, electoral y práctico. El pueblo colombiano puede abrir la llave a una consulta plebiscitaria el próximo 11 de marzo de 1990, con el fin de convocar una Asamblea Constituyente. Los estudiantes colombianos distribuirán ese día una papeleta con esta inscripción: “Voto por una Asamblea Constituyente convocada por el pueblo”. La séptima papeleta –el voto de SÍ a la Constituyente– no anula los votos depositados para corporaciones públicas, alcaldes y consulta popular liberal».
«El objetivo es crear un hecho político que facilite el tránsito hacia la Colombia que queremos para el siglo XXI. El consenso sobre la propuesta existe y este “Nuevo Pacto” es el único factor que hoy aglutina a los colombianos… No puede olvidarse que quien realiza el escrutinio es precisamente el constituyente primario, es decir, el pueblo colombiano. Y es a ese pueblo a quien estamos invitando al conteo del “Voto por Colombia”. Un gran gesto de patriotismo del Registrador evitará controversias inocuas que causen daño a esta Cruzada Nacional».7
Una vez publicada la columna, la idea empezó a crecer y mucha gente a sumarse. Era febrero de 1990 y las elecciones el 11 de marzo, escasas cinco semanas después. Había que correr y convencer a más de uno, incluidos los líderes de los partidos. El diario El Espectador venía también desde el segundo semestre de 1989 insistiendo en la necesidad de la reforma y fue otro de los ejes fundamentales para la difusión de la idea en términos de su viabilidad.
La discusión creció en proporción geométrica y a ello se sumó un artículo titulado «Las siete razones legales de la séptima papeleta», que ponía en contexto nuestra idea con los impactantes acontecimientos que sacudían al mundo entero por aquellos tiempos, como el heroico ciudadano que el 4 de junio de 1989 detuvo un convoy de tan-ques en la plaza de Tiananmen, en China, y la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de ese mismo año. Ahora, decía el artículo, a Colombia llegaba una revolución en contra de la violencia, el narcotráfico y la impunidad, basada en el poder de la soberanía popular. Una auténtica revolución ciudadana que le marcaba el paso a la agenda de reforma política.8
La bola de nieve de la que hablo habría de crecer aún más cuando el presidente Barco recibió a los estudiantes Claudia Riveros, Marie Claude Joachim, Alexandra Torres, Ana Lucía Gutiérrez, Óscar Ortiz, Jorge Orjuela, David Peña y Hernando Herrera, quienes le entregaron las carpetas que contenían 35.000 firmas de ciudadanos que respaldaban el plebiscito para el plebiscito, una actividad que había sido iniciada unos meses atrás. Todo esto había sido posible porque El Tiempo había publicado una carta en la que se invitaba a la gente a apoyar el proceso iniciado por el movimiento estudiantil.
Acto seguido buscamos hablar con algunos expresidentes para explicarles en detalle cómo sería el proceso y, de paso, buscar su apoyo. El primero en recibirnos fue el expresidente López Michelsen, a quien en un primer momento no le pareció pertinente cambiar la Constitución por fuera del Congreso. Sin embargo, pronto cambió de idea y la apoyó a tal punto que sugirió que el presidente Barco expidiera un decreto de estado de sitio ordenando que se contabilizara la séptima papeleta.
Paradójicamente, al día siguiente de la victoria de la séptima papeleta, López manifestó de nuevo su escepticismo, como lo haría muchas veces en el proceso constituyente. Su papel de gran polemista y crítico del proceso nos sirvió para reforzar argumentos y redoblar con mayores bríos nuestras convicciones alrededor de la viabilidad de este. Muchas de sus inquietudes quedaron plasmadas en una famosa «Carta a un constituyente» publicada en octubre de 1990.
Lo propio puede decirse del expresidente Carlos Lleras Restrepo, quien anunció que: «Por supuesto voy a votar con la séptima papeleta porque desde hace tiempo vengo pidiendo ciertas reformas constitucionales que cada día se tornan más urgentes por razón de la descomposición política imperante. A pesar del atractivo de la novelería, un gran número de ciudadanos y ciudadanas van a votar como yo». Nosotros sabíamos que del expresidente Lleras solo podríamos esperar un apoyo condicionado a su efecto político y nada más. Recuerdo que el exmandatario fue presidente honorario de la tesis de grado que escribí con uno de los grandes juristas de mi generación, Jorge Pinzón Sánchez, sobre la crisis financiera de 1982. Dicho trabajo fue laureado por la universidad.
Obviamente consultamos la opinión del expresidente Julio César Turbay, quien en un tono muy paternal nos dijo:
—Esto es una bomba contra la clase política.
La legendaria sabiduría política de Turbay salió a flote cuando, al margen de algunos peros que puso al proceso, consideró muy ingeniosa la fórmula de los estudiantes y la destacó más por su importancia política que por la obligatoriedad jurídica que pudiera alcanzar.
Luego, en un acto de generosidad, agregó:
—Doctor, le recomiendo una cosa: mándele una carta al registrador para que ese votico que usted está proponiendo no le anule los votos a la gente.
El consejo de Turbay nos quedó sonando, y mucho, pero mientras pensábamos cómo acudir a la Registraduría, continuamos los contactos con diversos dirigentes políticos para obtener más y más respaldos. La carta del registrador Jaime Serrano Rueda del 27 de febrero de 1990, explicando por qué la séptima papeleta no anulaba el voto, fue un paso muy importante para la victoria del 11 de marzo, como más adelante lo narro.
Listos para el día D
Entre tanto, a mediados de febrero, con varios compañeros del movimiento estudiantil, fuimos al periódico El Tiempo a hablar con el subdirector, Juan Manuel Santos, quien escuchó atento nuestros argumentos. Le contamos, además, cómo avanzaba el proceso de inclusión de la séptima papeleta en las elecciones regionales del 11 de marzo siguiente.
—Déjenme ver cómo puedo ayudar—, dijo al terminar la charla de cerca de media hora.
Días después, el 22 de febrero, nos llevamos una tremenda sorpresa cuando El Tiempo publicó un editorial titulado «Por ahí puede ser la cosa», que respaldaba íntegramente nuestro proyecto. Años después, Juan Manuel Santos contaría que ese editorial fue un «gol» que él metió porque Hernando Santos Castillo, su tío y director del periódico; y Enrique Santos Castillo, su padre, editor general, no estaban ese día en el diario. El Espectador también apoyaba editorialmente la séptima papeleta, al punto de que el domingo 11 de marzo se publicaron páginas enteras con papeletas para que los ciudadanos las recortaran y las introdujeran en las urnas.
Uno de los más entusiastas con la figura de la papeleta y la idea de reformar la Constitución era el exministro de Gobierno y Hacienda de Barco, César Gaviria Trujillo, a quien yo no conocía. Él había asumido las banderas de Luis Carlos Galán y, justamente en las elecciones de marzo siguiente se jugaba su futuro en la consulta liberal para la Presidencia de la República. En la baraja de aspirantes aparecían Ernesto Samper, Alberto Santofimio, David Turbay y Hernando Durán Dussán, la mayoría de los cuales apoyaban débilmente la séptima papeleta o la rechazaban de plano, como Durán Dussán. No les gustaba el atajo que, según ellos, se buscaba para modificar la Constitución por fuera del Congreso.
Hablar personalmente con Gaviria era fundamental y por eso le pedimos una cita, que se cumplió el primero de marzo de 1990 en la sede de su campaña. Pero claro, acudimos muy envalentonados y pisando duro porque ya en ese momento los medios de comunicación nos tenían como protagonistas todo el tiempo. Estábamos tan convencidos de lo que hacíamos, que llegamos al extremo de decirle, no pedirle, que modificara la frase que acompañaba el afiche de su campaña y al «Con Gaviria habrá futuro» le agregara «Sí a la séptima papeleta». En su conocido estilo, cordial pero parco, dijo que hablaría con los publicistas de su campaña, pero la idea nunca se concretó, entre otras cosas porque esa pieza propagandística ya era muy exitosa y a esas alturas de la campaña era imposible agregarle algo como lo que nosotros queríamos.
Con todo y aunque Gaviria no fuese muy expresivo, sí nos reiteró su respaldo:
—Yo estoy con la idea, los voy a apoyar, cuenten conmigo y voy a hablar de eso.
Y en efecto así lo hizo. Desde el primer momento tuve claro que sería el legado que dejaría para la historia de Colombia.
No era un apoyo menor porque, de alguna manera, Gaviria era visto como un sucesor natural del presidente Barco, uno de los mandatarios más importantes de Colombia en el último siglo por sus credenciales como transformador, demócrata integral y hombre de paz. De eso no me cabe la menor duda. La semblanza que Malcom Deas hace en su libro sobre Barco9 y su gobierno es magistral, porque era un líder con una línea clara, cuyas ideas cambiaron muchas cosas en el país y, por supuesto, respaldó íntegramente el proceso de la séptima papeleta. Sin Barco y sin Horacio Serpa Uribe, entonces ministro de Gobierno y de quien haré una semblanza, la Constituyente no hubiera sido posible.
En la búsqueda de apoyos obviamente acudimos al conservatismo, pero en general no nos fue del todo bien, pues no veían la causa como una prioridad. Aunque nos recibieron con cordialidad, el precandidato Rodrigo Lloreda Caicedo, por ejemplo, dijo, palabras más palabras menos, que no estaba de acuerdo con eso de la séptima papeleta. Igualmente afable fue el precandidato presidencial Álvaro Gómez Hurtado, pero señaló que poner en práctica nuestro mecanismo era muy difícil. Al final, me pareció que él tenía una posición neutral. Toda una paradoja porque tiempo después sería uno de los grandes protagonistas de la Constituyente de 1991 desde la troika que administró con Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolff.
En realidad, en el movimiento «Todavía Podemos Salvar a Colombia» veíamos que desde la clase política tradicional nos percibían como un chiste. Imagino que dirían «pobres chinos pendejos» o «bachilleres en trance de figuración electoral con mentalidad de viernes cultural», como nos rotuló un representante conservador que meses más tarde sería revocado por la propia Constituyente. Incluso era claro que la idea les parecía «bonita», pero que nunca prosperaría en Colombia, un país tan legalista como santanderista, aferrado a eternos e insalvables formalismos jurídicos.
En mi propia universidad, un decano académico de la época insinuó que yo no podía incitar en clase a la subversión del orden constitucional, ante lo cual presenté de inmediato mi renuncia a la cátedra. Ese reclamo me benefició, pues el tiempo ya no nos alcanzaba dado que esta fue una campaña realizada en escasas cinco semanas que culminaron el 11 de marzo.
Los detractores de la séptima papeleta, principalmente de la clase política tradicional, decían que esa no era la manera de reformar la Constitución. Sin embargo, cuando vieron que el fenómeno ya era imparable, arreciaron sus ataques y dijeron que todo era una locura, que la constituyente era un salto al vacío, que había que impedirla y que el procedimiento propuesto por el movimiento estudiantil no tenía sentido porque era abiertamente ilegal.
Nuestro argumento central para responder a esos cuestionamientos fue recordar constantemente que llevábamos muchos años de reformas frustradas. Además, exponíamos que esa era la única manera de seguir adelante, porque nuestro propósito fundamental era reformar la justicia y darle un espaldarazo a la descentralización del país, con el fin de que hubiera un mayor desarrollo territorial. El recurso al constituyente primario y a la soberanía popular le daba una fuerza de legitimidad incontrastable. Ya buena parte del gremio de los constitucionalistas se había alineado con el proceso y ello sería clave para defender la artillería jurídica que después legitimaría el proceso, primero en el gobierno Barco y luego en el recién posesionado gobierno Gaviria.
Entre tanto, como lo refería, seguimos el consejo del expresidente Turbay y le enviamos una carta al registrador Jaime Serrano Rueda, en la que le preguntamos qué incidencia tendría el hecho de que entrara un papelito adicional a los seis que la gente depositaría el 11 de marzo, cuando se elegirían senadores, representantes, diputados, concejales y alcaldes y sería escogido el candidato liberal a la presidencia de la República. Serrano respondió pronto y dijo que legalmente no podía sumar los votos, pero no se opondría a que los sufragios fueran depositados en las urnas y contabilizados eventualmente de manera informal. La posición del registrador Serrano fue determinante porque pavimentó el camino de la séptima papeleta.
Sin duda estábamos ante un hito histórico: el 11 de marzo era la última vez que se votaba en Colombia con papeleta porque después del 27 de mayo, el día de la elección presidencial, la Registraduría estrenaría el tarjetón electoral que rige hasta nuestros días.
Con el aval de la autoridad electoral y para avanzar en el diseño del texto de la papeleta, busqué la asesoría de varios de mis profesores, entre ellos el exministro de Justicia, Bernardo Gaitán Mahecha, quien escuchó mis argumentos y dijo que la idea le parecía excelente. Sin embargo, sugirió decir que la convocatoria debería tener como origen la soberanía nacional y, por esa razón, se acudía directamente al pueblo. Así quedó en el texto final de la papeleta.
Pronto llegó el momento de definir la frase por la que los colombianos votarían el 11 de marzo. Obviamente el foco era reformar la Constitución, pero en aquella época existían dos demonios que exacerbaban los ánimos y llamaban al radicalismo porque tenían que ver con el desprestigio del Congreso. Me refiero a los auxilios parlamentarios y a la inmunidad parlamentaria, contra los que estábamos dispuestos a pelear de frente. Por ello, creíamos que la papeleta debía incluir una frase en ese sentido. Un sector del movimiento estudiantil propuso, y no parecía una mala idea, que el texto de la papeleta dijera: «Sí a la Asamblea Constituyente, no a los auxilios parlamentarios».
Pelear contra la clase política parecía atractivo y hasta de pronto daría más resultados, pero luego de dialogar por largas horas llegamos a la conclusión de que podríamos desvirtuar el propósito histórico de reformar la Constitución y vulgarizar la papeleta si incluíamos un asunto tan pedestre como los auxilios parlamentarios. En esta parte de la discusión fueron claves los aportes de Manuel José Cepeda y Rafael Pardo, quienes contribuyeron a aterrizar la argumentación jurídica y política en uno y otro sentido. Fue un intenso debate en el que prevalecieron la cordura y la cordialidad y, al final, decidimos quitar la referencia a los auxilios parlamentarios para no bajarle el nivel a la séptima papeleta. En este punto fue importante el aporte del profesor Gaitán Mahecha, quien corrigió de su puño y letra una parte del texto original de la papeleta.
Finalmente, estábamos listos. El texto de la séptima papeleta decía: «Plebiscito por Colombia. Voto por una Asamblea Constituyente que reforme la Constitución y determine cambios políticos, sociales y económicos en beneficio del pueblo». Y una referencia a la soberanía popular que llevara al poder electoral a escrutar el voto.
El espaldarazo final provino del propio presidente Barco, quien pronunció un discurso un día antes de las elecciones y apoyó abiertamente la séptima papeleta.
El domingo 11 de marzo de 1990 era el día D. Ahí sabríamos si Colombia estaba dispuesta a dar un paso adelante para reformar sus viejas costumbres y modernizar su anticuada y ya caduca Constitución de 1886. La suerte estaba echada porque el acontecimiento más importante de esa fecha iba a ser la respuesta de Colombia a una convocatoria muy novedosa para reformarse a sí misma.
La interpretación del sacrosanto artículo 218 de la Constitución de Núñez había resistido todos los embates hasta ese momento. Pero la suma del frágil e inofensivo papelito, que en muchos casos ni siquiera llegó a estar impreso, marcaría el comienzo del fin de muchos años de inercia constitucional auspiciada por la misma clase política.
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1 Jorge Andrés fue uno de mis más brillantes condiscípulos de la Javeriana y compañero en la Oficina Jurídica de la Superintendencia Bancaria cuando comenzamos a trabajar casi sin cumplir la mayoría de edad. Jorge Andrés murió en la explosión de la bomba que puso la guerrilla de las Farc en el Club El Nogal en febrero de 2003. Otro bárbaro hecho de sangre que golpeó en el centro del alma a todo el país.
2 ¡Galán Vive! Selección de escritos y discursos. Fundación Galán Vive. Compilador: Rafael Merchán. Bogotá. 2009.
3 La Javeriana guardaba un fuerte recelo con el ministro de Justicia, Hugo Escobar, pues había acusado a jesuitas del Cinep como cómplices del asesinato del exministro Rafael Pardo Buelvas.
4 La séptima papeleta: historia contada por algunos de sus protagonistas. Autores varios. Colección Textos de Jurisprudencia. Universidad del Rosario. 2010.
5 Manuel José Cepeda se había convertido en la conciencia constitucional del gobierno Barco, pues era la pluma invisible detrás de las múltiples iniciativas de reforma constitucional y de la convocatoria de un plebiscito que fue el corazón del Acuerdo de la Casa de Nariño, promovido por el presidente Barco a inicios de 1988.
6 El Tiempo. 6 de febrero de 1990. Pág 6.
7 Era la segunda vez que El Tiempo publicaba un texto mío. El primero fue cuando yo estaba en cuarto año de Derecho –tenía diecinueve años– y escribí un artículo a raíz de la muerte del gran sociólogo y escritor en temas de democracia, Antonio García. En un momento de mi vida me conecté con sus textos y opiniones, además de que por razones familiares lo conocí. Así, un día le envié el escrito a don Hernando Santos, director del periódico, quien lo publicó en la página editorial.
8 El Tiempo. 3 de julio de 2016. “La séptima papeleta: el sueño estudiantil que cambió la historia”.
9 Deas, Malcolm. Barco. Vida y sucesos de un Presidente crucial y del violento mundo que enfrentó. Editorial Taurus. 2019.