
Mañana del martes. No tenía ni idea de a qué hora habíamos quedado. Ni siquiera si se acordaría de lo que me había dicho: «Podíamos quedar para ir a clase por la mañana. ¿Pasas a buscarme?». Esas fueron sus palabras, pero luego se fue de esa forma tan brusca... Y, como todos suponíamos, aún no me había aceptado en Instagram. Pero me había dejado su balón... ¿o se lo había olvidado? Ay, mirad, yo qué sé. Total, ahí estaba yo, desde las siete y media en su portal, cuando entrábamos a las ocho y cuarto. Por favor, que se acordara, que no flipara cuando me viera esperando ahí. No tenía ni su número de teléfono. ¿Cómo pensaba que iba a avisarle? ¿Cómo iba...? Pero mis inseguridades desaparecieron cuando le vi salir del portal, con camiseta blanca y bermudas. Me fijé en sus piernas. Dios, nunca me había fijado tanto en las piernas de alguien. Su piel era oscura, achocolatada, de tantos partidos de fútbol al sol, y cubiertas de pelo, pero no en plan mal. No. Pelo bien. Pelo superbién. Pelo en el que te quieres perder, en el que quieres enredar tus dedos, y que te gustaría acariciar al despertar. Ese tipo.
—¿Qué haces aquí? —dijo, sorprendido.
—¿Cómo?
Joder, genial. Lo sabía. Lo había olvidado. Genial. Estaba quedando como un loco acosador. ¡Qué vergüenza, madre! ¿Qué podía hacer? Tocaba disimular. Algo, obviamente, se rompió en mi interior. De un plumazo, con esas tres palabras, había borrado todo lo que había pasado la noche anterior, aunque realmente no pasó nada, ¿no? Cada vez que trataba de hacer un acercamiento, él se alejaba. Óscar, no podías tenerlo más claro. Te lo estaba dejando cristalino.
—Ah, no, nada. Pasaba por aquí de camino a clase... Siempre paso por aquí, es como mi camino, ¿sabes?
—Óscar, te estaba vacilando, tío —sonrió. ¡Estuve a punto de matarlo!
—¡Ah! Ah, vale-vale.
—Relaja, Óscar. Pensé que no te acordarías.
—Yo pensé que tú no te acordarías —confesé.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —repuso, como quien no quiere la cosa, pero a mí, como siempre, me hizo sonreír.
En el camino al colegio, tampoco teníamos mucho de lo que hablar. Habíamos estado juntos hacía unas horas. No nos conocíamos tanto como para tener temas de conversación, y sacarle palabras era jodidamente complicado.
—¿Qué crees que haremos hoy?
—Peli seguro. Luego, vete tú a saber. —Se encogió de hombros.
—Si nos ponen una película, ¿te sientas conmigo? —dije, sin pensar. De hecho, si lo hubiera pensado, no lo habría preguntado. Ni de coña. ¿Qué estaba haciendo? Óscar, acabas de cagarla muchísimo.
—Eh, me siento con Almu, lo siento —respondió sin inmutarse. Gracias. Gracias por dejarme claro que la que te gusta es Almudena. A ver, también yo me había emocionado de más. Por favor, acabábamos de conocernos. Estaba hasta yendo a recogerle a su casa. ¿Qué más quería? Pues muy fácil. Todo. Lo quería todo—. ¿Tú no te sientas con tu amiga? María, ¿no?
—Sí, sí. Solo era, no sé, por cambiar. —Tierra, trágame.
El resto del trayecto lo hicimos en silencio. En total y absoluto silencio. Pero a Pablo no parecía importarle. Ni siquiera miraba el móvil. Simplemente estaba en su mundo. Como ajeno a todo, como si estuviera solo. Realmente, ¿para qué me había pedido ir a buscarle si ni siquiera me iba a hablar? Entramos los dos en el colegio y justo me encontré con María, que corrió a hablar conmigo, mientras Pablo, sin despedirse, sin mirarme, sin saludar, se alejó, con las manos en los bolsillos.
—¿Has visto el vídeo de Ainho y Ele? ¿O sea? Es decir, ¿FLIPAS? ¿HOLA? Teníamos que haber ido a ese maldito viaje, Óscar. ¡PEDAZO PISCINA! —me insistía mientras me enseñaba unas fotos que, por otro lado, diré que eran alucinantes, y sí, lo admito, me dio un poco de envidia. Pero entonces pensaba: «Si hubiera ido... no habría compartido la tarde de ayer con Pablo. A lo mejor ni siquiera habría hablado con él». No. Había hecho bien en quedarme aunque la acabara de cagar. ¡Sí! No penséis que soy un exagerado. Es la realidad. Y la realidad es dura.
La mañana comenzó, como Pablo había predicho, con uno de los profesores, en este caso el de Lengua (el sustituto, porque el titular, el señor Macera, había acompañado a los alumnos al viaje de fin de curso, seguramente para mirarle el culo a las chicas, maldito viejo verde), poniéndonos una película. ¿Cuál? Ciudades de papel. Vamos a ver. Una cosita. Aunque tengamos quince putos años, podemos ver otro tipo de películas que no sean para niños de quince años, ¿no? Y sí, me gusta Ciudades de papel pero podrían currárselo un poco más. María estuvo toda la clase con el móvil. La tonta de Al... No. Dije que iba a parar. Bueno, una vez más. LA TONTA DE ALMUDENA mirando todo el rato a Pablo. Y él creo que fue el único que vio la película. Yo no me incluyo, porque también lo miraba a él. Menuda pérdida de mañana. O todo lo contrario, depende cómo lo mires.
Eso sí, después de la clase de Lengua... llegó el momento más increíble de mi vida. Ya me vais conociendo, soy exagerado, ¿vale? Pero esperad a que os lo cuente para decidir si tengo o no razón. Volvíamos a tener clase de Educa, y fuimos como siempre primero al vestuario, porque en este colegio tan sumamente guay (modo ironía ON) no podías ir en chándal a clase. Te tenías que cambiar después. Como éramos muchos y el vestuario era pequeño, siempre íbamos por turnos. Y yo siempre trataba de llegar el primero o el último, porque me daba mucha vergüenza que me vieran en ropa interior y se rieran de mí. O, cuando estábamos todos, pues me cambiaba lo más rápido y salía escopeteado... Pero ahora solo éramos seis chicos. Y uno de ellos era Pablo. En serio. El día anterior, cuando jugamos al «balón prisionero», no fui consciente y me cambié antes de que llegara ninguno. Pero ese día lo había pensado mejor. Me daba una vergüenza enorme. En serio. Pablo me habría visto mil veces en ropa interior pero era en ese momento cuando lo estaba pensando al fin. Y ese día iba a verle yo también. Era casi como perder la virginidad. Aunque algo me daba miedo... ¿y si me empalmaba al verle? Es decir, no me toméis por vicioso. Bueno, sí. Tengo quince años. Es normal que lo sea un poco, ¿no? Pero no quería que se me notara. Joder, y cuanto más lo pensara, más me pasaría.
Me senté como siempre en uno de los laterales y empecé a cambiarme lentamente, como haciendo tiempo. Xavi, Solo, Luis y Lope se pusieron el chándal a una velocidad de vértigo y salieron de allí, dejándonos a los dos solos. Quería decirle algo, pero era incapaz. Se quitó la camiseta y, siendo sincero, esperaba que su cuerpo fuera mucho más perfecto, muchos más abdominales y esas cosas. Pero no. No lo era. Y eso me encantaba. Era como yo. Tenía un cuerpo normal. No de gimnasio, como algunos de los de clase, que no dejaban de hacerse selfis cogiendo pesas. Me miró, os lo juro, cuando se bajó los pantalones. Justo antes de que se sentara, pude intuir el tamaño de su polla (no pienso decir pene, sorry) a través de sus calzoncillos de tela. Se sentó y empezó a rebuscar en su mochila. Yo estaba hiperventilando. Sudando a mares. Me puse mi camiseta y me quité los pantalones lo más disimuladamente que pude. Al quitármelos... la cosa empezó a calentarse. Es decir, mi cosa... vamos, mi polla. ¿Ahora qué iba a hacer? Me tapé con las manos y estiré el pantalón de gimnasia cuando volví a mirar a Pablo. Tenía las piernas abiertas y, al estar sentado y llevar unos calzoncillos de tela... os podréis imaginar la vista que tenía, ¿no? Por uno de los agujeros de su pierna pude entrever lo que parecía su huevo derecho. Y el problema es que no podía dejar de mirar. ¡ÓSCAR, POR FAVOR, CONTRÓLATE Y DEJA DE COMPORTARTE COMO UN JODIDO PERVERTIDO! Se levantó y se subió los pantalones mientras me miraba de nuevo.
—¿Preparado? —me dijo y yo me quedé de piedra, porque cuando le miré, tenía los pantalones a medio subir y, al terminar de vestirse, su polla chocó con la goma del pantalón y pude notarla a través de la tela.
—¿Preparado para qué?
—Hoy jugamos a fútbol.
—¿Qué?
—Cinco contra cinco. ¿Vas en mi equipo? —preguntó y se acercó. Yo me puse la ropa a toda prisa y me levanté. Me tendió la mano y se la estreché.
—Claro.
—Pues nos vemos fuera. Eso sí, colócatela, tío — soltó, frunciendo el ceño. Yo me encogí de hombros y me señaló abajo con la mirada. Seguí su indicación y vi lo emocionado que estaba bajo el pantalón.
Mientras yo me metía la mano y trataba de disimular mi erección, Pablo se giró y salió del vestuario. Sí. Le había visto medio desnudo... y él me había visto cachondo. ¿Era una especie de empate?
El partido de fútbol fue un auténtico cuadro. Por una parte, Pablo, Xavi, Almudena (¡cómo no!), María y yo. Por el otro, Solo, Luis, Lope, Zaida y Alba. Estaba claro que el pobre Pablo iba a perder. María era incapaz de dar dos pasos seguidos sin caerse y yo... bueno, me tocó ser portero.
—Pero ¡que soy incapaz de parar ni una! —exclamé.
—Tranqui, que no llegarán —me calmó Xavi, mientras Pablo colocaba el balón en el centro del campo.
—Eh, esto tendría que ser ilegal. El profe es gilipollas. ¿Por qué nos obligan a hacer esta mierda? —protestó María.
—Seguramente, para reírse de nosotros.
—Puto genial —sentenció María.
—No hace falta añadir «puto» a todo. Lo sabes, ¿no?
María chasqueó la lengua y se alejó.
—¡No te vayas! Que me van a meter gol.
—¡Como si yo fuera capaz de evitarlo! —añadió. Ahí me había pillado.
En poco menos de cinco minutos, ya íbamos perdiendo 4-0. No quería ni mirar a Pablo a la cara. Si había querido en algún momento ser mi amigo, debía de estar arrepintiéndose mucho en ese momento.
—¡A ver si paras alguno, tío! —dijo Almudena, malvada como ella sola.
—¿Por qué no te pones tú y paras alguno con la cara por mí? —repliqué
—¡Mira que eres desagradable!
Luis volvió a regatear a María, como había pasado todas las veces, luego a Xavi y, por último, a Almudena, que trató de darle una patada sin éxito. Pablo me estaba mirando. Luis se acercaba a toda velocidad. Tenía que parar ese balón. Al menos detener uno. Me estaba mirando. Me estaba mirando. Me estaba mirando. Pablo. Lo pararé por ti. Ya verás. Soy capaz.
Y lo paré. ¡Vaya si lo paré! Pero ni con las manos, ni con las piernas, ni siquiera con el pecho. No. Lo paré con la cara. Me dio tan fuerte que me tiró al suelo.
—¡ANIMAL! ¡LO HAS HECHO PUTO APOSTA! —chilló María, que corrió a ayudarme. Luis se rio y chocó con los miembros de su equipo.
Humillación.
—Tranqui, tranqui, estoy bien —conseguí decir.
Humillación.
—¿Seguro?
Humillación.
—Sí, sí.
Pablo no se acercó. Eso es lo que más me dolió de todo. Porque, en mi interior, lo único que necesitaba era que me preguntara si estaba bien. No lo hizo. No... no lo hizo.
Aunque a ver... he hablado antes de tiempo. No se acercó, pero porque lo que hizo fue ir a por Luis y se encaró con él.
—¿Qué haces, tío? No se tira un pelotazo a la cara del portero, joder —le recriminó, empujándole.
—Relaja, tío. Que aprenda a parar un balón. Si no, que no juegue —contestó Luis y le dio la espalda.
No es que yo necesite que me defienda nadie, ¿vale? Pero... os voy a ser sincero: saber que Pablo sí que se preocupaba por mí hizo que dejara de dolerme todo. No se acercó. Vale. Pero después de echarle la bronca a Luis, se giró y me miró, como diciéndome: «Estás bien, ¿no?». Es que hasta asentí, con una sonrisa de gilipollas dibujada en la cara.
—¿Qué haces? ¿A quién sonríes con esa sonrisa de pirado? —me dijo María. Ella siempre tan oportuna... Gracias por romper nuestro contacto visual.
—A nadie. No estoy sonriendo. ¿Qué dices? —mentí, exageradamente.
Como es obvio, me quitaron de portero y se puso Almudena que, sorprendentemente, paró todo lo que le lanzaron. Yo, por más que lo intentaba, era incapaz de dar dos toques seguidos, y los balones aéreos me daban pánico. María, por otro lado, comenzó a tomárselo en serio y a repartir patadas a diestro y siniestro. ¡Si hasta metió un gol! Mi problema, aparte de ser la persona más torpe del universo conocido, (y seguro que del desconocido también) era que me distraía Pablo. No podía dejar de mirarle... y pensar en el vestuario, y en sus calzoncillos de tela. Y claro, le veía con esos pantalones cortos, corriendo de un lado a otro, y marcando ese culo perfecto, que era como el emoji del melocotón... ¿Cómo pensaba alguien que podía jugar bajo semejantes condiciones? ¡Es que vamos! ¿A quién se le ocurre?
El cielo comenzó a nublarse y, cuando quisimos darnos cuenta, estábamos corriendo hacia el interior del colegio mientras sonaban truenos a lo lejos y la lluvia lo empapaba todo. Puta mala suerte que diluviara justo cuando iba a empezar el recreo. El olor a tierra mojada lo embriagó todo en un segundo. Petricor. Mi olor favorito. Nuestra tutora nos pidió que pasáramos el recreo dentro de clase. Mi cara todavía estaba roja del pelotazo, pero no había vuelto a hablar con Pablo desde el momento incómodo de los vestuarios. Joder, seguro que le daba vergüenza ajena. Cada uno estaba centrado en su propio móvil, yo me senté en una de las mesas cerca de la ventana. Una brisa suave y fría entraba y me acariciaba la cara, mientras la hundía entre mis brazos. Tampoco quería hacer mucho más. María no dejaba de mirar Instagram, Luis y Lope miraban no sé qué youtuber... y bueno, es que me da igual realmente lo que hiciera cada uno con su vida. Pereza. No quería darme la vuelta. No quería ver lo que hacía Pablo. Seguro que estaba con Almudena o con Alba, la buenorra de la clase... o con las dos a la vez. De hecho, seguro que lo había hecho ya con las dos. Pensar en ello hacía que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Imaginar que otras manos que no fueran las mías tocaban a Pablo... No. Eso no podía pasar, joder. ¡NO PODÍA PASAR! Bueno, a ver, ni que fuera mío, ¿sabéis? Se me está yendo esto de las manos y...
—¿Qué tal la cara?
Me tensé en un microsegundo y me giré para ver a Pablo sentado sobre mi mesa, mirándome, con un aire entre preocupación y... ¿qué era lo otro? ¿Lástima?
—Bien, bien. Ya no me duele... demasiado.
—Sigues con la frente roja, tío —y me la acarició. La frente, cerdos. La frente. Y yo... me desinflé. Como un globo que pierde aire y sale volando en todas direcciones. Tuve que agarrarme a la silla, os lo juro.
—Sí, sí, sí. Bueno... ya se irá yendo.
—Luis es un poco gilipollas, así entre tú y yo —me confesó.
—¡No me digas! No me había dado cuenta —respondí, sarcástico.
—Menudo día más guay, ¿no? —comentó, mirando por la ventana.
—¿Guay? ¡Si está diluviando!
—¿Y? ¿No te encanta?
—¿La lluvia? —pregunté, confuso.
—Las tormentas de verano, tío. Es lo mejor que hay.
—Sí, sí —me corregí. Entonces se quedó en silencio y me miró durante un rato, como queriendo decirme algo, pero yo no acabé de saber el qué—. Como no hables, Pablo, no voy a saber qué piensas.
—Ven —dijo y, al momento, se levantó de la mesa y salió de la clase. Yo, en todo ese tiempo, ni siquiera me moví de la silla. ¿Qué pretendía? ¿Qué le siguiera? ¿Para qué? Estábamos... teníamos que quedarnos dentro de clase. Pero ¿cómo no iba a seguirle?

Me levanté de la silla y comencé a andar hacia la puerta.
—¿Dónde vas? —preguntó María.
—Al baño —mentí.
Pero ella ya no estaba prestándome atención. Coño, ¿para qué preguntas si no te interesa? Quiero mucho a María pero, en serio, hay veces que no sé por qué somos amigos. No tenemos los mismos gustos, no acabamos de conectar del todo... y... y no sabe lo mío. Vamos a ver, tampoco es algo que haya que saber, ¿no? Nunca ha surgido la conversación. Nunca nos hemos preguntado por esas cosas. Si un día me dice: «Oye, ¿te mola esa?», pues yo responderé: «No, me mola su amigo». Y listo. Naturalidad. Cada uno es como es, no hay que darle más vueltas ni más importancia.
Salí de clase y vi a Pablo al final del pasillo, esperando a que yo apareciera. Fui hasta él, dispuesto a descubrir qué se proponía.
—Te voy a demostrar que una tormenta es lo mejor que puede pasarte —sonrió.
—Eh... ¿vale? —contesté, confuso.
Nos escabullimos por las esquinas, tratando de evitar que nos viera alguien, hasta que llegamos a la salida del colegio, que daba a los dos patios gigantes que rodeaban el edificio. Fuera diluviaba. Diluvio de esos fuertes, de los que atascan alcantarillas, provocan accidentes y crean ríos en las calles. De esos que te gusta ver desde la ventana de tu cuarto, sabiendo que tú estás dentro de casa, calentito y seco. Los patios estaban llenos de charcos, y del alero que sobresalía del gran arco que conformaba la entrada al colegio caían gotas como balas, tan rápido que parecían formar una cascada. Pablo se fue acercando lentamente a la salida.
—¿Dónde vas?
—Vamos —me dijo, haciéndome un gesto con la mano para que le siguiera—. Mola si lo hacemos los dos a la vez.
—¿El qué?
—Salir.
Inspiró y espiró un par de veces mientras yo caminaba hacia él y, cuando estuve a su altura, volvió a mirarme, juguetón, travieso.
—¿Listo?
—Joder, pero nos vamos a empapar.
—¿Y no lo haces en la ducha?
—Sí, pero no es lo mismo. Ahora estoy vestido y de todo... —me defendí.
—Es agua, Óscar, tío. No te agobies tanto. Venga, a la de tres.
—No, esto... tengo que...
—Uno. Dos. ¡TRES! —chilló y, como es más listo que nadie, sabía que no sería tan fácil sacarme de allí, así que, al terminar la cuenta atrás, me cogió de la mano y tiró de mí hacia fuera.
Los dos salimos a todo correr del interior y empezamos a bajar las escaleras a máxima velocidad. No sé ni cómo no me caí. Al llegar al último escalón, Pablo dio un salto, cayendo sobre un charco y empapándonos a los dos. Rio con ganas y siguió su particular carrera, aunque ya me había soltado la mano.
—¡VAMOS!
Costaba seguirle el ritmo. Estaba empapándome. ¡Y no hay cosa que más odie que mojarme con la puta lluvia! Pero era tan contagioso... ¿El qué? Pues Pablo, ¿qué va a ser, si no? Era como una enfermedad, como un jodido virus. Cuando lo dejabas entrar, te subía la fiebre, tenías alucinaciones... y no había forma de librarse de él. Salimos al patio y empezó a dar vueltas y a bailar como loco bajo las gotas de agua que caían, sin descanso, sobre nuestras cabezas. En poco menos de dos minutos estábamos calados hasta los huesos... y, sin darme cuenta, estaba empezando a disfrutarlo con él también.
—¡CUANDO EMPIEZAS A BAILAR, NO ES JUSTO, NO ES JUSTO! —comenzó a cantar, pero a gritos. ¡A PLENO PULMÓN! Como invitándome a seguirle, como invitando a cualquiera que quisiera seguir su ritmo—. ¡Y LO NOTO EN TU MIRAR, TE GUSTO, TE GUSTO! — dijo, entre risas, y yo me ruboricé al instante. ¿Lo estaba diciendo por algo? ¿O simplemente porque era la letra de la canción?—. ¡Venga, Oski, que te la sabes! ¡SONANDO ESTA CANCIÓN Y...!
—Y yo... viéndote... si te acercas a mí, no pares...
—¡Y SI TE DIGO «ESTÁS LINDO» UNA Y OTRA VEZ, ESO TE GUSTA Y LO SABES! —Se partía de risa cada vez que trataba de cantar en serio.
¡Quién iba a decir que el callado y misterioso Pablo iba a estar tan rematadamente loco! Tan increíblemente loco. Tan encantadoramente loco. Yo trataba de cantar... pero es que solo podía quedarme embobado con él.
—¡SABÍA QUE TE LA SABÍAS! ¡CUANDO EMPIEZAS A BAILAR, NO ES JUSTO, NO ES JUSTO! —siguió cantando mientras bailaba de forma ridícula y exagerada e íbamos recorriendo todo el patio, yo siempre siguiendo su estela, como si se tratara de un cometa, de una estrella fugaz. No podía dejarle escapar.
La lluvia comenzó a caer con más fuerza aún y llegamos a la altura del árbol de uno de los laterales del patio, junto al muro. El árbol más grande del mundo. Sus ramas formaban un techo perfecto para impedir que nos mojáramos. Nos refugiamos bajo ellas, empapados, exhaustos, pero felices. Yo, por poder compartir momentos como ese con él. Pablo, por haber encontrado a alguien que le dijera a todo que sí. Llamadme fácil, vale. ¿No lo habríais hecho vosotros también? No os hagáis los duros ni las duras. Todo el mundo cae, y oye, yo no soy la excepción. Nunca he sido la excepción de nada. O de todo. Depende cómo se mire. Uf... ¿veis lo que digo? Estar a su lado hace que reflexione y diga cosas sin sentido. ¡Y ME ENCANTA!
Y así, de la forma más tonta del mundo, cantando reguetón a gritos y bajo una tormenta torrencial en el campo de fútbol, comenzaron a gustarme los días de lluvia.
