
—¿Dónde?
—Está aquí al lado... o a lo mejor tienes que irte a casa.
Pues como que sí. O, al menos, avisar a mi madre. Saqué el móvil y llamé mientras Pablo se adelantaba y yo trataba de seguirlo.
—Mamá, oye, estoy en el parque de al lado con Pablo... sí, uno de clase, que estamos aquí... sí, sí, en un rato voy. ¡Mamá! ¡Que sí! Sí, vale, vale, sí. ¡MAMÁ! Luego hablamos. Adiós —y colgué.
Pablo iba unos cuantos metros por delante, con las manos en los bolsillos y empujando el balón con los pies. Aceleré el paso y me puse a su altura.
—¿Dónde vamos?
—Ahora lo verás, impaciente.
Para ser un niño de quince años, hablaba bien poco. De hecho, muy poco. No conocía a nadie que hablara tan poco como él. Yo era todo lo contrario.
—Podíamos haber comprado algo de comer en los chinos o en otro sitio y nos lo habríamos tomado donde... Ah, bueno, a lo mejor estamos yendo a un sitio a comer ya, ¿no?...
—Óscar, por favor, relaja, tío —me interrumpió y me ruboricé al instante. Los dos nos quedamos en silencio y yo empecé a pensar que a lo mejor se estaba arrepintiendo de haberme dicho que lo acompañara. Realmente, acabábamos de conocernos como quien dice, ¿verdad?
—Vale, vale —respondí, tímido. Pero es que vamos a ver, ¿quién se lo iba a creer? Estaba con Pablo. ¡Con Pablo! Paseando por el barrio, hablando, yendo juntos. ¿Cuándo habría podido soñar eso? Bueno, a ver, alguna vez en la ducha, lo admito.
Después de varios minutos andando, comenzamos a cruzar por encima de la autovía que rodeaba toda la ciudad, por un puente solitario con pequeños bancos metálicos a los lados y paredes a la altura del pecho llenos de pintadas. Él se apoyó y comenzó a mirar al horizonte y yo, obviamente, lo imité. ¿Qué había tan especial? Si solo se veía una carretera llena de coches...
—¿Aquí veníamos?
—Mira, está atardeciendo. ¿Lo ves?
—Eh, sí, claro. ¿Para eso teníamos...?
Sacó su móvil, conectó los auriculares y me tendió uno. No reconocí la canción. Miré la pantalla. Al menos no me había puesto reguetón. The Kooks. Sería un grupo de esos raros que le gustaban. ¿Que cómo lo sabía? Porque su gusto musical era célebre en clase, al igual que los comentarios sobre su polla. «¡NO, ÓSCAR, NO PIENSES EN SU POLLA AHORA!».
Al principio no vi nada especial pero, después de un rato, empecé a sentir algo por dentro, algo extraño, algo diferente. ¿Qué era esa sensación? La música, acompañada del sol cayendo en el horizonte, las luces de los coches que iban a toda velocidad... y él. Todo sumaba, todo formaba la experiencia perfecta. Con Pablo a mi lado. De hecho, nuestras manos estaban a escasos centímetros de tocarse. Podía tratar de rozarlo... pero era demasiado arriesgado, ¿no?
—¡No me digas que no es la hostia! —señaló, ensimismado.
A ver, os seré sincero. Tanto como «la hostia» no diría. Pero el estar allí con él sí que lo era. Si se refería a eso, desde luego que lo era. Ojalá ese anochecer durara para siempre.

—Tú vives por aquí también, ¿no?
—Sí, sí, justo al lado del Burger King —dije.
—Podíamos quedar para ir a clase por la mañana.
—Vale —asentí, rápido.
—¿Pasas a buscarme? —sugirió.
—Sí, genial.
—De hecho, tú ya sabes dónde vivo. —Su voz era tan increíble... Joder, uno se podía empalmar solo de escucharla. No quería pensar cuando tuviera veinte años...
Estuvimos ahí más tiempo del que soy capaz de admitir, escuchando su lista de Spotify, compartiendo auriculares y puesta de sol. Joder, era perfecto. Escuchar la lista de Spoti de alguien era lo más íntimo que podías hacer. Era mucho más privado que un nude random, que cualquier otra cosa. Era su intimidad al descubierto. Y la estaba compartiendo conmigo, aunque yo solo podía pensar en si le dejaba los auriculares manchados. Vamos a ver, no os echéis encima, ¿eh? Que os veo venir. Todos tenemos cera en los oídos. No me juzguéis. Simplemente no quiero que cuando le devuelva el auricular, quede algún resto, ¿sabéis?
Aún no tenía muy claro lo que estaba pasando. Al irse sus amigos al viaje de fin de curso, seguramente yo era lo único que le quedaba para entretenerse. Pero ¿y Solo? ¿Y Xavi? Yo pensaba que se hablaba con ellos. O con la estúpida de Almudena. Bueno, debería dejar de insultarla cada vez que pienso en ella. Sí, lo sé. Sorrynotsorry.
De repente era de noche, sin haberme dado cuenta. Una llamada de mi madre hizo que se rompiera nuestro contacto a través de la música y me aparté un poco. Sí, mi madre es genial, pero no quiero que nadie me oiga hablar con ella, y menos Pablo.
—Dime. Sí, sí, en un rato voy. Estoy al lado de casa, mamá. Estoy en el parque. Que sí, que es verano, joder. Vale, perdona, perdona. Sí, estoy para cenar. Sí. Un beso —y colgué. Pero Pablo ya no estaba donde le había dejado. Estaba bajando de nuevo, volviendo por donde habíamos venido. Ya era hora de volver a casa. O eso parecía.
La noche se había abalanzado sobre nosotros. Debían de ser las nueve y pico ya. Sí, desde luego que era hora de volver. Al día siguiente había clase. De hecho, era martes. Solo puto martes. Bueno, no. ¡GRACIAS A DIOS SOLO ERA MARTES! Eso significaba más días con Pablo. Sí. Volvimos a pasar por el parque, solitario. El campo de fútbol estaba en completa oscuridad. Entonces, sin previo aviso, Pablo dio una patada al balón, colándolo por encima de la valla.
—¿Qué haces?
Me miró, sonrió, se acercó a la valla y comenzó a escalarla.
—Pero ¡¿qué haces?!
Siguió subiendo poco a poco hasta que, a unos casi tres metros de altura, se metió por un hueco y consiguió entrar en el campo. Empezó a bajar y, de un salto, cayó en el césped artificial.
—¿Piensas quedarte ahí parado? ¿O te vas a casa? —gritó y corrió hacia el balón, en plena oscuridad.
Joder, joder, joder. ¿Qué hago? ¿Cómo voy a subir hasta ahí? ¡Que me muero de vértigo! ¡Seguro que me caigo! Joder. Me cago en la puta. ¿Por qué tengo que ser tan cobarde siempre? Me acerqué a la valla y comencé a subir, temblando, torpe, pero tratando de no pensarlo mucho. Venga, Óscar, tú puedes. Un pie, luego el otro, luego... Miré hacia abajo, pero no veía a Pablo por ningún lado. ¿Dónde coño estaba el hueco por donde se había colado él? Empecé a tantear a ciegas y conseguí encontrar la abertura. Me colé, después de darme un golpe en la cabeza supertonto, y al final me asomé y, poco a poco, bajé, pero donde Pablo había dado un salto más cercano al parkour, yo caí de culo, por segunda vez esa tarde.
—¿Pablo? ¿Dónde te has metido?
Una mano me tocó por la espalda y di un respingo hacia delante, acompañado de un gritito como de ratón, y Pablo se echó a reír descaradamente. Menos mal que estaba oscuro, porque, si no, me habría visto totalmente rojo, como un tomate.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Juegas? —me dijo y, de una patada, lanzó el balón con fuerza.
—Pero ¡si no se ve nada! —protesté.
—Esa es la gracia. El primero que lo encuentre, gana —y, con una media sonrisa como de niño travieso, se lanzó hacia la oscuridad en busca del balón. Yo me quedé durante un rato inmóvil. ¿Qué pretendía que hiciera si no veía nada? Pero si me quedaba parado, qué mal. ¿Para qué estaba ahí, si no?
Empecé a andar en la oscuridad cuando escuché a Pablo en algún lugar.
—¡UNO CERO, CHAVAL! —y sonó cómo daba una nueva patada al balón.
Genial. Venga. Tenía que encontrarlo antes que él. Quedaría superbién y le encantaría. Venga, tengo que encontrarlo. Vamos, Óscar, joder. Empecé a correr hacia delante y, de vez en cuando, veía la sombra de Pablo riendo y corriendo a la vez que yo.
—¡DOS CERO! —y le dio una nueva patada. El balón cayó justo a mi lado, casi dándome en la cabeza. Botó y se alejó. No puedo perderlo de vista. Eché a correr de nuevo. Veía el balón. ¡LO TENÍA DELANTE! ¡ESTABA A PUNTOOOO!
Pero Pablo se cruzó en mi camino y chocó contra mí deliberadamente, tirándome al suelo y cayendo conmigo. Me revolqué cual croqueta y, después de dar un par de vueltas, me quedé tumbado exhausto.
—¡TRES CERO! —Recogió el balón y se acercó. Yo no era capaz de moverme. Me había quedado bloqueado mirando al cielo. Pablo llegó a mi altura y decidió, sin siquiera decir una palabra, tumbarse a mi lado—. Menuda paliza, ¿no?
—Hombre, tú sabías jugar...
—Y tú estabas muy parado.
—¿Vienes mucho aquí?
—Depende.
—¿Depende? —repetí—. ¿Depende de qué?
—De con quién esté.
¿Cómo? ¿Qué acababa de decirme? Os juro que en ese momento es como si hubiera metido los dedos en un enchufe. REAL.
—¿Nos vamos? —pregunté, intranquilo, incómodo. Todo estaba siendo muy raro.
—Espera un segundo, se está tan bien aquí... —y suspiró.
A ver, seamos sinceros. No había estado mejor en mi vida. Al lado de Pablo. ¡En serio! ¡Llevaba enamorado de él tanto tiempo...! Otra vez la palabra. Otra vez «enamorado». ¿No podía dejar de repetirlo? ¿Realmente estaba enamorado, y ya no era un «me gusta»? ¿Había algo más ahí? Sentí la necesidad de tocarle, de sentirle. Porque, todo sea dicho, notaba su presencia, notaba su energía, su respiración, sabía que tenía los ojos cerrados. Su olor a madera me embriagaba. Alargué la mano lentamente por el césped. Me daba igual si se asustaba o no, pero tenía que tocarle, aunque fuera solo rozar su piel. ¡Lo necesitaba! Pero, cuando estaba a punto de hacerlo...
—Nos vemos —dijo, sin más, y se fue. Esa era su manera de despedirse. Ni me esperó para acompañarle, ni nada. Se levantó y se fue, dejándome ahí, en medio del campo, en medio de la noche. ¿Habría notado que quería tocarle, habría flipado y habría decidido irse? Joder. LO HABÍA NOTADO TOTAL. Me habría visto demasiado desesperado.
Me reincorporé y vi, a lo lejos, cómo saltaba al otro lado de la valla y se alejaba. Empecé a andar en dirección hacia la salida... cuando tropecé con algo. ¿Qué demonios? Oh. Era su balón. Su maldito balón de fútbol. Mi cuerpo se volvió gelatina y mis rodillas estuvieron a punto de doblarse. Lo recogí y lo colé al otro lado de la valla, después de como veinte intentos. Escalé y salí del interior del campo, camino a casa, con la pelota de Pablo bajo el brazo y una sonrisa en la cara.
