fondo

Último año

3. TRABAJO DURO
POR MI DINERO

La primera vez que sientes ese golpe de aire, pareciera que has llegado al paraíso. Me quedo parado en el espacio entre las puertas dobles del acceso al Mercado Grendel & Son’s, con los ojos cerrados y alzando los brazos hacia el techo en señal de triunfo. El hecho de estar aquí, a tiempo para mi turno, es un pequeño milagro. Treinta minutos antes, seguía en mi cocina, rebanando tomates y haciendo de árbitro en otra de las peleas entre mis hermanos gemelos de once años.

ELLOS

¡Les dijiste a todos que me orino en los pantalones!

¡Pues es la verdad!

¡Claro que no!

¡Acuérdate de esa vez!

¡Estaba enfermo!

¿Y qué?

¡Es diferente!

Sí, cómo no.

Y le dijiste a Melanie que me gustaba Celia.

¡Sí te gusta!

¡Claro que no!

YO

¡Basta! ¡En serio! ¡Basta los dos!

Si hablamos de las conversaciones que suelo tener con mis dos hermanitos, hay tres frases que siempre están presentes: «¡No, no hagan eso!», «¡Basta!» y «¡Se los advierto!».

Así que probablemente no es de sorprender que pase muchas de mis tardes, así como esta, en la oficina del director Johnson en la secundaria Seagrove, haciendo promesas que nunca puedo cumplir, como que mis hermanos se portarán mejor, que dejarán de empujarse y golpearse, y que desistirán de las no tan ocasionales patadas en las bolas (al menos dentro de la escuela). Hasta ahora, sus actos de violencia, las peleas, se han limitado a ellos dos. Pero el director Johnson insiste en que es solo cuestión de tiempo que presenciemos los efectos colaterales. Por lo visto, las peleas entre hermanos son el detonante de peleas entre toda la población.

En fin, el caso es que prometo esto y aquello, y el director Johnson me cree (aunque cada vez menos). Aprecia a mi familia porque conoce a mi papá desde que eran «un par de alumnos flacuchos de sexto» e iban juntos a la secundaria Seagrove y hasta la época en que mi papá trabajaba aquí, como custodio, cuando yo era el «chico flacucho» que le hacía ojos de tarsero a Sally. Y aunque mi papá ya no trabaja en la escuela y no son realmente tan cercanos, sabe que mi papá era un «buen tipo» cuya vida marchó de acuerdo con el plan hasta el final de su undécimo año escolar, cuando mi mamá se embarazó de mí.

Pero, a pesar de su buena voluntad, al director le preocupa la «tambaleante transición» de mis hermanos hacia sexto grado. Siempre le sorprenden sus tonterías porque, como él suele decir, yo siempre fui «un chico muy sensato» y los gemelos actúan como si estuvieran «locos». Es la clase de cosas que dice cuando «llega a su límite».

DIRECTOR JOHNSON

Tus hermanos necesitan aprender a controlar su temperamento. Tus hermanos necesitan más atención individual en casa.

YO

Pero yo...

DIRECTOR JOHNSON

Sí, ya sé que tú les prestas atención, Marco, y sí, ya sé que tu mamá tiene que trabajar y que tu papá, bueno, ya sé que... a veces... le cuesta trabajo concentrarse. Lamento lo que... lo que pasó... Pero...

YO

Lo intentamos. Hacemos lo mejor que podemos.

DIRECTOR JOHNSON

Lo sé. Pero tienes... tienen que... Tienen que hacer un mayor esfuerzo.

Un mayor esfuerzo es lo que todos hemos tratado de hacer durante los últimos cuatro años, desde que mi papá se lastimó la cabeza y le diagnosticaron LCT.

Por si no lo saben, LCT quiere decir «lesión cerebral traumática» y es algo que te cambia drásticamente la vida. El LCT obliga a mi papá a quedarse sentado en casa mientras yo me ocupo de un director de secundaria que siempre nos pide más de lo que podemos dar.

LCT significa que, en los días malos, soy yo el que tiene que impedir que mis hermanos peleen en la mesa de la cocina, mientras mi papá se queda sentado en la sala, viendo por la ventana, con un nivel de ruido de proporciones épicas de fondo, sin que él escuche nada. O al menos no dice nada al respecto.

Aunque el extraño silencio de mi papá es mejor que lo que ocurrió el primer año después de su diagnóstico. Ese año, el mismo en que yo empecé la preparatoria, estuvo repleto de arrebatos repentinos. Se rompieron televisores y hubo platos que salieron volando por la habitación, dirigidos a mi mamá, quien solía lanzarlos de regreso, porque llega el punto en que pierdes la paciencia y te olvidas de lo que los doctores te han dicho: «No es él, es la lesión. Puede provocar esos arranques. Pero creemos que su cerebro seguirá mejorando y que esto se detendrá».

—¿Y volverá a ser el mismo de antes? —quería saber mi mamá.

—No podemos saber si será el mismo. Esas lesiones son diferentes para cada persona. Solo el tiempo lo dirá —le habían dicho—. Pero creemos que mejorará.

Algo que he aprendido a raíz de la lesión de mi papá es que la palabra mejor es un término relativo.

Así que esperamos, repitiéndonos constantemente: «No es él. Es la lesión».

Mi mamá lloró mucho ese año. Los gemelos se la pasaban fuera de la casa. Y sí, supongo que fue entonces cuando empezaron a pelear. Yo hice lo mejor que pude por cambiar la dinámica. Para no ser el «hermano mayor odioso», como solía serlo antes de la lesión de mi papá. Dejé de empujarlos contra las paredes y de terminarme su cereal favorito. Traté de darles prioridad, porque es lo que mi papá hubiera hecho. Pero el cambio en mi comportamiento no impidió que pelearan.

Con todo esto, hasta yo necesitaba escapar de vez en cuando; Grendel se había convertido en mi salvación. Me enorgullece la forma en que reabastezco los estantes y pongo orden en la tienda, pero también bromeo un poco con Diego mientras desarmamos cajas en la bodega, y eso me alivia muchísimo.

Además, ¿han escuchado eso de que las labores repetitivas ayudan a calmar la mente? Es verdad. Cuando estoy en Grendel, siento cómo baja mi presión arterial. Tal vez se deba a que acomodar cajas de cereal en el pasillo nueve u observar a tu mejor amigo empuñar un cortador de cajas mientras te demuestra cómo hacer el paso kick step de Kid ‘n Play no implica mucho estrés. (¿No saben quiénes son Kid ‘n Play? Uy, ¡búsquenlos en internet!).

Por otro lado, Grendel también nos salvó, económicamente hablando. Me pagan por estar aquí. Y el cheque que recibo nos ha ayudado mucho estos últimos años, sobre todo después de que el permiso de ausencia extendido que le dieron a mi papá en su trabajo en la secundaria se volvió un permiso permanente y los cheques que cobraba por incapacidad no nos alcanzaban para sobrevivir.

Pero, a pesar de lo que pasó hoy con mis hermanos, hay muchos días en los que la situación marcha suficientemente bien, cuando mi papá está bastante lúcido y no nos sentimos tan apretados de dinero. En esos días me imagino un futuro diferente. Un futuro con una residencia estudiantil sin los «gemelos terribles».

Sin más pláticas con el director J sobre «estrategias» para «desarrollar el autocontrol de los chicos». Una calle sin gatos que maúllan y maúllan. Con césped por todas partes. Sin el silencio extraño de mi papá y la expresión de estrés en el rostro de mi mamá.

Sería libre.

Solo necesito poner en orden a los gemelos. Hoy traté de hablar con mi mamá del tema.

YO

La situación está empeorando.

MAMÁ

Ya se les pasará. Aún son jóvenes.

YO

Son unos rufianes.

MAMÁ

Son tus hermanos.

YO

Siento que nosotros somos lo único que los mantiene a raya. ¿Qué pasará cuando me vaya? Perderás un elemento. Wayne está lejos de aquí.

MAMÁ

En ese caso, qué bueno que soy capaz de lidiar con esto.

YO

¿Cómo? Son dos trabajos de tiempo completo.

MAMÁ

Marco, ya te dije que puedo encargarme.

Pero ¿podrá? ¿Sin mí? Esa pregunta me mantiene despierto por las noches.

Bajo los brazos. La sensación de triunfo ha pasado.

Después de entrar al supermercado, saco una camisa de mi mochila y me dirijo al baño de hombres, donde me limpio el sudor de las axilas con un montón de papel. Ya que estoy semipresentable, me pongo mi camisa de Grendel & Son’s, la fajo en mis jeans y estoy listo para empezar mi turno justo a tiempo.

—Uy, algo aquí apesta —dice Diego tan pronto entro a la bodega. Corta las costuras de otra caja de cartón con su cúter y olfatea el ambiente—. ¿Por qué no vas y compras unas toallitas de bebé? Pasillo siete. Para darte una ducha de pobres.

—Nop. Seguiré apestando. That’s my prerogative. —Como la canción de Bobby Brown o Britney Spears.

Alex, un chico un poco mayor que nosotros, trabaja al otro lado de la habitación. Sonríe al escuchar nuestro jueguito y trata de ver su celular discretamente.

—No, Alex, ni lo intentes. Hablar con canciones pop del siglo XX es una habilidad: o la tienes, o no la tienes.

—Oye, estoy aprendiendo. —Alex exhala con pesadez—. Soy nuevo en esto. Ustedes llevan siglos haciéndolo.

—Alex, no es difícil —le digo—. You just listen to your heart.

You may not know where it’s going or why, but... —sigue Diego, en un tono de voz monótono.

Alex pone los ojos en blanco.

—¿«Listen to your heart»? ¿De Roxette?

Los tres echamos a reír, también Alex, quien siempre pierde el juego de las canciones. Cuando terminamos de reír, digo:

And... I missed the bus.

—Uy, amigo. —dice Alex—. ¿Perdiste el autobús, literalmente?

—Esta es, literalmente, la primera vez que usas la palabra literalmente de manera correcta —respondo—. Y no, es una canción de Kriss Kross.

—¿Saben qué? Olvídenlo —responde Alex frustrado, genuinamente aturdido, y se aleja.

—Es más fácil cada vez —dice Diego.

Yo echo una mirada alrededor de la bodega, a los cientos de cajas que me aguardan para que las vacíe y las desarme. El contenido se utilizará para reabastecer los estantes de la tienda. Saco mi cúter y empiezo a apilar las cajas vacías. Puedo desarmarlas en cuestión de segundos y, mientras lo hago, siento cómo desaparece la tensión de mi día, cómo pequeñas corrientes de frustración salen de la punta de mis dedos mientras muevo las manos hacia delante y hacia atrás, de arriba abajo.

Después de un rato, me percato de que Diego trae la camisa fajada y planchada. Y lo que es aún más extraño, su barba de media tarde ha desaparecido: está afeitado al ras y su cabello está recogido en una especie de...

—Hermano, ¿qué onda con tus rastas?

He works hard for his money. —Diego canta la canción de Donna Summer, levantando los brazos mientras gira—. Se ve bien, ¿no?

—Parece un man bun. —Trae el típico «chongo de hombre».

—Hermano, esta es la clase de imagen que necesito si quiero obtener algo de respeto en este lugar.

—¿Respeto? ¿Para qué?

—Hermano, estás viendo al próximo aprendiz de gerente de Grendel & Son’s. —Se queda completamente inmóvil. Luego extiende los brazos como si fuera el poste de goles de campo en un partido de los Miami Dolphins y empieza una nueva rutina de baile. Parece ser el robot—. Yo. Diego. Sánchez. Soy. La. Versión. Mejorada. De. Un. Empleado. Ejemplar. Conseguiré. Este. Puesto. Y. Me. Volveré. Un. Pionero. El. Gran. Maestro. Flash. De. Los. Supermercados.

—Deja de jugar. —Aunque debo admitir que su baile es bastante pegajoso, así que empiezo mi propia rutina del baile del robot. Bailamos por unos segundos. Luego Diego da un salto en el aire, aterriza en un cuadro de cartón y se desliza un buen metro por el suelo, mientras voltea a verme por encima del hombro.

Yo me echo a reír.

—Vale, pero ya, ¿en serio, D?

—¿Qué? Lo digo en serio. —Regresa la caja con sus hermanas y voltea a ver las cámaras de seguridad. Hay una arriba de la puerta y otra cerca de la dársena—. ¿Crees que me hayan visto? Tengo que seguir practicando esto de actuar como gerente. Hermano, ¿crees que podrías ayudarme con mi postulación? Tengo que entregarla la próxima semana. Quiero que quede perfecta. Podría pedirle ayuda a Jade, pero tú eres nuestro futuro universitario de la Ivy League.

—Las universidades Ivy League están al noreste: Harvard, Princeton. Yo solo iré a Wayne. —Que es, no por presumir, una de las mejores y más selectivas universidades privadas para estudiar ciencias al oeste del país. Para lograr entrar, se requirieron cuatro años de puros dieces, una excelente calificación en mi examen de admisión y un superensayo.

—Esta es la escuela para ti —dijo mi papá en secundaria, cuando me entregó un folleto de Wayne por primera vez—. Tienen un gran programa de ciencias y oportunidades de beca.

Yo volteé a ver el folleto.

—Pero, papá, mis calificaciones no son tan buenas para esa universidad.

—Pero eres inteligente. Solo tienes que aplicarte más.

«Aplicarte más» era una frase que mi papá había utilizado mucho ese año, desde que mi asesor académico envió una nota a casa diciendo: «No está aprovechando su potencial».

Como si el potencial fuese algo que podamos aprovechar. No es que mis calificaciones fueran malas en ese entonces, pero tampoco eran excepcionales. Por lo general, oscilaban entre el ocho y el diez, y muy de vez en cuando, había algún siete por ahí. Mi papá solía decir que el problema con mis calificaciones era que me la pasaba soñando despierto. «A veces parece que vives en un mundo en tu cabeza, y tu concentración...». Con una mano, imitó el movimiento de un auto sin control cayendo por una colina empinada. Aunque después de decir eso, mi mamá se rio, nos señaló a ambos y dijo: «De tal palo, tal astilla».

Pero más allá del debate sobre el «potencial», nunca había ido más allá del río Misisipi.

—Tal vez prefiera quedarme en Florida. ¿Por qué no?

Como si mi respuesta lo hubiese electrificado, mi papá aplaudió una vez con fuerza.

—¡Quiero que veas el mundo! Yo nunca pude hacerlo. Quiero que tú tengas esa oportunidad.

Me reí. California estaba lejos, pero no tan lejos.

—Todavía es Estados Unidos, papá.

—California está a unos cuatro mil kilómetros de distancia. ¿Sabes qué más se encuentra a la misma distancia?

Negué con la cabeza.

—Brasil, Columbia Británica, Groenlandia. ¿No te parecen lugares suficientemente exóticos? —Asentí—. Bueno, pues todos ellos están a la misma distancia que California. Sal a ver el mundo —me ordenó y puso el folleto en el cajón de arriba de mi escritorio, y ahí ha permanecido durante todos estos años, aunque ahora las hojas están dobladas y manchadas de huellas de dedos y comida. Pero, a pesar de que Wayne me envió un paquete de bienvenida que incluía un brillante folleto nuevo, conservé esos papeles arrugados como símbolo del sueño que papá tenía para mí.

—Entonces, me ayudarás, ¿verdad? Me la debes —dijo Diego con un guiño.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? —Diego puso los ojos en blanco—. ¿Qué me dices de todas las veces que he evitado que te pisoteen en la secundaria? —Flexionó los músculos, como si fuese el Increíble Hulk o algo así.

—Amigo, el hecho de que me protegieras en la secundaria, cuando pesaba un gramo, no te hace ver como un héroe.

—¿Ah, no? —Diego inclinó la cabeza a un lado.

—En fin, ¿lo de pedir el empleo va en serio?

—Tan en serio como la muerte.

—¿Qué?

—Es una nueva manera de decir que algo va «muy en serio».

—Bueno, te ayudaré porque, con esa clase de chistes, necesitas esto para tu futuro.

Diego dirige su puño a mi rostro, pero se detiene a unos centímetros. Yo no retrocedo.

—Guau, me impresionas.

Me doy una palmada en el vientre.

—Níquel, hierro y azufre.

Diego aplaude lentamente.

—Aunque son chistes de papá... —Voltea de nuevo a las cajas y desarma tres en tiempo récord—. ¿En serio tomas el autobús?

—Sip.

—¿Qué pasó con tu camioneta?

—No tiene gasolina.

—¿Qué pasó con el dinero de la gasolina?

—Gemelos con caries y la correa de distribución de la camioneta. —No añadí la renta o los pagos con intereses de las tarjetas de crédito que mi mamá había sacado cuando mi papá se lesionó, porque Diego entendía el punto: bla, bla, bla, tonterías de dinero.

En estos aspectos, eran tiempos difíciles.

—Qué mal. De haber sabido, te habría prestado...

—Nop. No hace falta; de todos modos, es gratis con mi credencial de estudiante. Estaré bien mañana después de recibir mi sueldo.

—Está bien. —Diego se dirige a otra pila de cajas. Trabajamos en silencio hasta que pregunta—: Oye, ¿qué tal eso de que Sally regresó, eh?

—¿Qué tiene?

Alza una ceja lentamente para conseguir un efecto dramático.

—Vamos, ¿me quieres ver la cara de tonto?

—¿Por qué lo dices?

—¿Crees que no me di cuenta de tu cara durante todo el almuerzo? Es la misma que pones cuando piensas mucho.

—Amigo, es lo que hago. Pensar.

—Ajá, pensar en fantasmas. —Percibo el tono de perspicacia en su voz.

Yo me encojo de hombros.

—No creo en fantasmas. Pero sí creo en pensar todo el tiempo. ¿Qué haces tú con esa cabezota que tienes?

—Guardo cambio. Envolturas de McDonald’s. ¿Quieres depositar algo?

—Solo hago depósitos cuando puedo obtener rendimientos.

—Deposita esto —me dice agarrándose la entrepierna. Luego se detiene y voltea a ver las cámaras de seguridad nerviosamente—. Me lleva, tengo que recordar esas cámaras. ¿Crees que capten sonido también?

Niego con la cabeza y sigo desarmando cajas. Sin darme cuenta, empiezo a perderme en mis pensamientos. Estoy haciendo una lista mental de las cosas que tengo que hacer llegando a casa: repasar mis guías de estudio para el examen de Cálculo de mañana, preparar mi parte del proyecto de Literatura que estoy haciendo con Sookie... Ya llevo una lista de tres puntos y una pila de cajas aplanadas cuando siento que Diego golpea mi brazo.

—Oye, te están llamando. —Apunta hacia las bocinas.

El Dios del Supermercado dice: «Marco Suárez, el señor Grendel quiere verte».

—Oh. ¿Qué tan delgadas vas a querer las rebanadas de tu trasero? —me dice Diego.

—¿Un chiste de carnes frías? —Guardo el cúter en mi bolsillo y me acomodo la camisa.

Diego esboza una sonrisa torcida y se encoge de hombros.

—Bueno, cuando entres ahí, solo recuerda que debes negarlo todo, todo, todo.

—¿Negar qué?

—¡Todo! Es el dilema del prisionero. Siempre dirán que alguien te delató para obligarte a confesar, pero si todos lo niegan todo, todo, todo, no hay problema, ¿entiendes? Mi viejo me enseñó eso antes de irse al centro turístico.

El papá de Diego se fue al «centro turístico», es decir, la cárcel, hace cuatro años. No era precisamente el mejor ejemplo a seguir.

—Bueno, pues no he hecho nada malo.

—Solo trato de ayudar —dice con sinceridad. Luego, dándole la espalda a la cámara, agrega en voz baja—: Tarado.