fondo

Secundaria

2. MARTA, UNA
NARRADORA ÉPICA

Hace unos años conocí a una chica llamada Marta Ochoa. Era una chica de ojos grandes y un corazón aún más grande. Si algo le gustaba en el mundo era contar una historia desde el principio. La primera vez que la escuché contar una fue durante un paseo escolar al Seaquarium de Miami, en segundo grado de primaria. Fue entonces cuando Marta relató, con lujo de detalle y el rostro pegado al vidrio de una pecera, su «primerísima visita» al Seaquarium con su padrastro. También me contó que «nunca había tenido un papá», pero que este «no estaba mal» y se sentía como «un papá de verdad» y mucho mejor que el último «noviecito» de su mamá, que era un «gorrón». O al menos así solía llamar su abuela al noviecito: «Juan, un conchudo». Y la historia seguía y seguía, retrocediendo en círculos en el tiempo, cada vez más hacia atrás, hasta que supe el nombre de cada novio, todos los conchudos, los idiotas y un tipo al que su abuela describió como «más feo que un carro por debajo». Nunca había escuchado esa frase, pero supongo que, si uno lo piensa, los carros no son tan bonitos por debajo.

Supongo que se preguntarán por qué menciono a Marta. Bueno, porque ella tenía la firme creencia de que toda historia debe tener un comienzo y de que esos comienzos merecen, más bien, necesitan ser contados. Por eso decidí llevar la historia cuatro años atrás, cuando estaba en secundaria.

En aquel entonces hacíamos todo juntos. Tomábamos el autobús juntos. Almorzábamos juntos. Pasábamos tiempo juntos después de clases. Hasta asistíamos a eventos extracurriculares juntos: las competencias de porristas de Jade, las partidas de ajedrez de Sookie, los partidos de futbol de Diego y las carreras de Sally.

Sally era rápida. Posiblemente, la chica más rápida del condado. Ganó el primer lugar en muchas competencias. En la sala de su casa había una estantería que casi se vencía bajo el peso de sus múltiples trofeos: una colección de medallas de plástico color dorado que colgaban de listones de varios colores. El primer lugar era costumbre. Y no había motivo para que ese día fuese distinto. Pero lo fue.

Lo fue porque ocurrió algo inusual. Algo que nunca le había ocurrido a Sally: se cayó.

Cayó con fuerza; se enredó con las piernas de otra corredora y ambas rodaron sobre la cabeza, sobre el torso, sobre las piernas hasta que se detuvieron en la orilla de la pista. Aun así, Sally persistió y, sangrando, logró llegar a la línea de meta en segundo lugar.

Por primera vez llegaba en segundo lugar.

La entrenadora le gritó:

—¡Blake, ven aquí para que le eche un vistazo a eso! —Pero Sally se negó con un gesto y señaló a su papá. La entrenadora Sami asintió después de un instante; estaba acostumbrada a que el padre de Sally se ocupara de todo, pues él era prácticamente un atleta olímpico, el jugador estrella de la Universidad de Miami antes de que una herida pusiera fin a su carrera. Pero ahora tenía su legado: Sally.

En el camino hacia donde estaba su papá, se detuvo a hablar con nosotros. Estaba hecha un desastre, con el cabello rubio alborotado y las manos raspadas y sucias.

—¿Estás bien? —preguntó Sookie, volteando a ver su rodilla sangrante.

—Eh —respondió Sally, sonriendo a pesar del dolor mientras se dejaba caer al suelo—. ¿Vieron eso? —Sus ojos tenían cierto brillo y su voz se escuchaba levemente entusiasmada—. La chica de Hammocks se metió a mi carril y no pude detenerme a tiempo. Y fue tan extraño porque fue uno de esos momentos en los que, no sé, como que tu cerebro se percata de lo que va a pasar y aunque envía un mensaje de advertencia a tus piernas, no lo reciben a tiempo. O sea, sabía que iba a chocar con ella, pero no pude detenerme y ¡pum! —Empezó a reír y solo se detuvo para hacer un pequeño gesto de dolor cuando Sookie se agachó para revisar su raspón, palpando hábilmente la piel alrededor de su herida.

—Mmm... —dijo Sookie mientras seguía con su diagnóstico.

Sally volteó a ver a su padre, quien nos observaba desde las gradas, esbozando un gesto de... ¿preocupación? ¿Decepción? ¿Enojo?

Era difícil estar seguro con el señor Blake. Había días, como el día anterior, en los que nos invitaba a comer pizza y nos regalaba camisetas que decían: ¡CORRE, SALLY! ¡CORRE! Y había días, como la semana anterior, en los que no abría cuando tocábamos el timbre de su casa, ni tampoco dejaba que Sally o Boone, su hermano, abrieran, a pesar de que sabíamos que estaban ahí por el auto estacionado en la entrada, las luces encendidas adentro y el sonido de la televisión, que se escuchaba fuerte y claro tan pronto nos acercábamos a la puerta.

«Así es él», solía decir Sally, luego contaba un chiste o alguna historia, mientras se encogía de hombros e ignoraba las peculiaridades de su padre. Nosotros hacíamos lo mismo, porque siempre hacíamos todo juntos, hasta ignorar obviedades.

—¿No crees que deberíamos limpiarla? —preguntó Sookie mientras se inclinaba. La piel alrededor de la herida estaba roja e inflamada. La cortada no era profunda, pero estaba cubierta de tierra.

—¿Para qué molestarse? Mi papá me matará de cualquier modo. Sería mejor morir por la infección. —La duda se reflejó en sus labios, en las dos pequeñas líneas de expresión como paréntesis.

—Sí, pero la herida se ve fea. Deberías limpiarla —dijo Diego.

—Sí —coincidió Jade, apoyando su hombro contra el de Diego—. Bastante fea.

—Basta. Voy por mi kit de primeros auxilios. —Sookie se dirigió a las gradas.

Diego acercó un dedo al raspón, tocando la piel alrededor con delicadeza.

—¿Te duele?

—¿Tú qué crees? —gritó Sally, haciendo otro gesto de dolor. Volteó la mirada al cielo y luego a mí; sabía que las heridas me revolvían el estómago—. Esto te está provocando náuseas, ¿verdad?

—Tal vez. —La herida rezumaba sangre fresca; tuve que agacharme un momento y poner la cabeza entre las piernas.

—Debilucho —tosió Diego y Sally lo pateó con la pierna que no estaba herida—. Basta.

—¿Sally? —gritó el señor Blake desde las gradas—. ¡Sally! —Yo volteé. Sookie estaba hablando con él, mientras señalaba el kit de primeros auxilios y asentía.

—Ignóralo —me dijo Sally—. He estado pensando en ese sueño que tuviste.

—¿Eh? —pregunté. Su comentario me tomó por sorpresa.

Ella jugueteaba con el dije que colgaba de un collar de cuero café: un mustang a medio galope. Se lo habíamos regalado cuando cumplió trece.

—¿Recuerdas? El que me contaste el otro día durante el almuerzo.

Era algo que jugábamos desde el séptimo grado, desde que, cierta vez, durante el almuerzo, Sookie nos describió una pesadilla recurrente en la que, al final, un monstruo la perseguía sin que ella pudiera gritar.

—Qué raro sueño —había sido la contribución de Diego.

—Yo habría tenido mucho miedo —había agregado Jade.

Pero Sally dejó de comer su sándwich de mermelada y crema de cacahuate, alzó la mirada y preguntó casualmente:

—Entonces, si no puedes gritar, no puedes conseguir ayuda. ¿Tal vez hay algo con lo que necesitas ayuda y no la has conseguido?

Tal vez este comentario parezca extraño, pero Sally era de esos niños superdotados. Cada año, cuando recibíamos nuestros resultados de las evaluaciones estandarizadas, siempre sacaba mejores calificaciones que yo. Mis diez «X», que eran las que indicaban mi posición en la gráfica, siempre empezaban en la mitad de la página, justo al final de la columna de «promedio», y avanzaban hasta «por encima del promedio». Tenía sentido. Yo era la clase de estudiante que tenía que esforzarse para obtener diez. Sally era la clase de estudiante que podía leer algo una vez y recitar palabra por palabra de memoria.

—Oh, se llama verbatim —comentó en quinto grado, cuando me percaté de que sus respuestas en un examen de Ciencias sumamente difícil eran textualmente lo que decía el libro. Pensé que había hecho trampa, pero respondió—: No. Puedo repetir las cosas palabra por palabra después de leerlas. Eso quiere decir verbatim. —Así que no era de extrañarse que la gráfica de Sally mostrara solo tres o cuatro «X» a la derecha del espectro «por encima del promedio». El resto, al igual que Sally, estaban más allá de la gráfica.

Resultó que a Sally le gustaba interpretar sueños. Después del sueño de Sookie, se le hizo costumbre preguntarnos por los nuestros. El sueño que yo le había contado ocurría en la escuela y me parecía bastante ordinario, excepto por su recurrencia, ya que había tenido el mismo sueño durante ocho meses, desde septiembre hasta principios de mayo.

—Está bien —dije para seguirle la corriente—. ¿Qué significa?

—Bueno, me comentabas que llegas a clase, pero no tienes la tarea, ¿cierto? A pesar de que estás seguro de haberla hecho. Y siempre sucede lo mismo, ¿no?

—Sí, así parece.

—¿Y te sientes frustrado?

Ese era el truco detrás de la interpretación de sueños de Sally. Nunca se enfocaba en el sueño en sí, sino en lo que este te hacía sentir.

—Sí, así es.

—¿Algo más? —Los ojos de Sally se dirigieron momentáneamente a su papá, quien seguía hablando animadamente con Sookie, quien a su vez practicaba la técnica de asentir como si estuvieras prestando atención.

—No lo sé. —Pensé en el sueño, tratando de identificar algún otro sentimiento—. Supongo que también me siento enojado.

Ella asintió y cerró los ojos mientras analizaba este detalle, mi sentimiento de enojo. Y un minuto después, dijo:

—Creo que significa que te sientes preparado para algo, que has hecho tu tarea, pero no puedes dar el último paso. No puedes entregarla, por lo que te sientes frustrado y enojado contigo mismo. —Hizo otra pausa para considerar sus palabras—. ¿Hay algo para lo que te sientas preparado que no hayas podido hacer?

—Oh. —Jade se inclinó hacia delante. Le encantaban los análisis de Sally—. ¿Como completar una tarea para obtener el crédito extra? —Jade volteó a verme—. ¿Es eso, Marco?

—Sí —dijo Sally—. Exactamente. —Apretó el puño al sentir otra oleada de dolor—. Probablemente, hay algo que necesitas hacer para dejar de tener el sueño.

—Entrega la tarea —me alentó Jade.

Diego se rio, siempre había mostrado escepticismo respecto al «don» de Sally.

—Ay, por favor. Estoy casi seguro de que solo debe revisar su mochila antes de salir de casa.

—Cállate, Diego —dijo Sally—. ¿Qué opinas, Marco?

—¿Tal vez? Tendría que pensarlo un poco más.

Desde las gradas, volvió a escucharse la estruendosa voz del señor Blake. Volteé a ver a Sookie, quien prácticamente lo estaba bloqueando con su cuerpo, como si se tratase de un jugador de baloncesto.

—Sí, definitivamente va a matarme. —Sally refunfuñó y se dejó caer sobre el césped; sus labios se movían mientras contaba. Esta era una técnica que su mamá le había enseñado para calmarse cuando su maestra de kínder, la profesora Bryant, se la pasaba llamando a sus papás a pesar de que Sally había prometido «portarse bien».

—Cincuenta. —Sally se sentó y contempló los campos de la secundaria Seagrove, cuyo césped lucía disparejo debido a las pisadas de miles de niños que iban y venían de las aulas prefabricadas.

Sookie regresó con su kit de primeros auxilios.

—¿Pueden recorrerse? —le dijo a Jade, quien asintió y tomó felizmente la mano de Diego.

—Hay que darles espacio. ¿No es así, Sookie?

—Sí, por favor —respondió ella.

—¿Podrían decirle a mi papá que iré en un momento? —preguntó Sally.

—Claro —respondió Jade y jaló a Diego hasta las gradas.

—¿Me voy también? —pregunté.

—No. Tú quédate, Marco —respondió Sally. Luego, tomó mi mano y la apretó.

Traté de ignorar la sangre mientras Sookie limpiaba la herida y también traté de ignorar el hecho de que Sally estuviera tomando mi mano. En verdad traté de respirar, pero es difícil cuando una chica como ella te está tocando.

Mi parte lógica decía: «Tal vez solo necesita una mano que tomar, algo que la ayude a superar este momento difícil». Pero mi parte optimista decía: «Tal vez necesita tomar mi mano del mismo modo en que Jade siempre quiere tomar la de Diego».

Era posible, ¿no?

Unos minutos después, Sookie dijo:

—Listo, ya está. —Sally soltó mi mano y yo inhalé una bocanada de aire.

—¿Mejor? —pregunté y ella asintió.

Sookie le aplicó pomada a la herida y le puso un curita.

—Te recomiendo que más tarde la limpies otra vez y la dejes airearse un poco antes de cambiar el curita.

—De acuerdo —respondió ella mientras Sookie la ayudaba a levantarse. Luego Sally le dio un fuerte abrazo—. Gracias.

—Ja. No me agradezcas. Agradece a YouTube. —Sookie tenía la firme creencia de que YouTube podía solucionar cualquier problema. «Si hubiera un apocalipsis», dijo alguna vez, «y tenemos acceso a internet, solo necesitamos YouTube para sobrevivir. Pero, sin internet, probablemente necesitaríamos una biblioteca pública».

—¿Todo bien? —gritó Erika (la Erika del pasado) al pasar frente a nosotros camino a la siguiente carrera. Estaba en el equipo con Sally y era la segunda corredora más rápida. Ella y Sally se llevaban bien en general.

—Estoy bien —respondió Sally—. ¡Buena suerte!

Sookie puso los ojos en blanco.

—No soporto a esa tipa.

—¿Todavía? —pregunté.

Erika iba en la misma escuela que nosotros desde segundo grado, pero Sookie la detestaba debido a un incidente durante un juego de kickball en cuarto año, cuando Erika le dijo a Sookie: «No puedes ser judía. Eres... asiática, ¿no?». Y Sookie, quien, para ser más precisos, era coreana y judía, ya que sus padres judíos la habían adoptado mientras trabajaban como profesores de intercambio en Corea del Sur, dijo: «Tú no puedes ser bonita. Eres mala».

Y entonces Erika le escupió.

El escupitajo aterrizó en el grueso cabello de Sookie y ella empezó a llorar. La respuesta de Sally fue darle unas palmaditas en la espalda. La respuesta de Jade fue empujar a Erika al suelo y patearle la espinilla. De vez en cuando, a Diego le gusta representar la escena tirándose al suelo en cualquier parte, como en el parque, el supermercado o el patio trasero de alguien y gritar: «¡Me pateaste!», mientras sujeta su espinilla.

—La odiaré para siempre —continuó Sookie, entrecerrando los ojos—. Y creo que le gusta Marco. Siempre lo ve con ojos de amor en clase de Ciencias.

—Claro que no —protesté—. Los únicos ojos que he visto son los que tiene en la cara... y son ojos normales.

Volteé a ver a Sally, esperando alguna señal de celos, pero, fuera de un momentáneo ataque de tos, no parecía muy afectada.

Sookie le dio una palmada en la espalda.

—¿Estás bien?

—Sí. Tragué mal. Espera... aclárame algo. ¿Qué son ojos de amor?

—Oh, es algo... algo así... —Sookie abrió mucho los ojos, hasta que se veían tan grandes que parecía que se saldrían de su cabeza—. Ya sabes, como un tarsero.

—¿Un qué? —preguntó Sally entre risas.

—Un tarsero. ¿No sabes lo que es? Es un primate pequeño, un poco parecido a las ardillas, pero imagina una ardilla con ojos exorbitantes y extraños. ¿No viste el video de YouTube que te mandé? ¿El de Naturaleza desatada? Velo. —Sookie me echó una mirada asesina—. Marco, más te vale que no la invites al baile.

—¿Qué? —La espalda de Sally se puso rígida y me pregunté si acababa de hacer la conexión entre el baile que se aproximaba y la situación conmigo y Erika. Tal vez sí estaba celosa.

Inhalé profundamente y decidí aferrarme a esa esperanza.

—No la invitaré. Lo juro.

Aún faltaban semanas para el baile de octavo grado y yo no había invitado a nadie; principalmente porque me faltaba el valor para hacerlo. Pero si invitara a alguien, sería a Sally.

Para ser sincero, llevaba meses practicando cómo invitarla, o más bien todo el año escolar. Nunca en voz alta, claro. Ni siquiera en la parte consciente de mi cerebro. Pero, en el fondo, siempre estaba ensayando las mismas palabras: «¿Te gustaría...? ¿Quisieras... ir al baile conmigo?».

Más adelante, llegaría a unir las piezas y entender la conexión entre la interpretación que Sally le había dado a mi sueño y mi indecisión para invitarla al baile, pero en ese momento no me percataba. La situación era demasiado cercana a mí.

—¡Suficiente, Sally Pearl! —El señor Blake agitó los brazos para indicarle que se acercara—. ¡Ven aquí ahora!

Sally se alejó cojeando y Sookie preguntó:

—¿Creen que estará bien? Su papá estaba muy enojado cuando me acerqué. Claro, eso no es raro.

—Bueno, tampoco es el peor. —Volteé a ver a Jade, quien estaba sentada en las gradas con Diego, pegando su rodilla a la de él. Últimamente, el papá de Jade era el peor.

Sookie empezó a guardar su kit de primeros auxilios.

—Por cierto, lo de los ojos de amor va en serio. —Hizo un gesto imitando a un tarsero y asintió en dirección a Erika, quien acababa de terminar la carrera y se veía más sudorosa y cansada que enamorada.

—Para nada. Esa chica apenas sabe que existo.

—Ja —respondió Sookie y corrió para hacer de intermediario entre Sally y el señor Blake, cuyas manos agitadas oscilaban entre la pista y la rodilla lastimada. Hasta la entrenadora Sami los observaba con cautela.

Supongo que a estas alturas estarán pensando: «Oye, Marco, ¿te sientes Marta o qué? ¿Para qué necesitamos saber todo esto?». Y yo les respondería: «Sí, es necesario». Porque si no saben lo que ocurrió ese día en particular, en esa carrera y en esa primera caída, no podrán entender lo que pasó después. Otro suceso igual de singular.

Esa noche, a medianoche, para ser exacto, Sally Blake fue a mi casa.