fondo

Último año

1. TENGO NOVIA

Desde hace seis meses, para ser preciso. Y justo en este momento está sentada en la entrada de mi casa. Lleva jeans, una camiseta, el cabello recogido en una cola de caballo y muy poco maquillaje. Básicamente, como me gusta. Pero si se lo dijera, me respondería: «¿En serio? Decir que te gusto cuando mi apariencia es un desastre no es un cumplido». Así que no se lo digo y me limito a besarla, que es más sencillo.

Ella me da un jalón para que me siente a su lado. Sus dedos se deslizan por mi piel, humedecida por el sudor. Gira su cuerpo, me da un abrazo apretado y coloca sus manos sobre mis hombros.

—Hoy te ves sexy. —Toca el dobladillo de mi camiseta sin mangas. Normalmente estoy más cubierto, con camisetas de manga y sudaderas con capucha, pero hoy hace calor, de esos calores que anuncian la llegada del verano, y no ha llovido en días. Le digo eso. Luego, pongo un dedo en el puente de su nariz, en un punto donde tiene menos maquillaje, y susurro:

—Besitos del sol.

Cohibida, ella se toca el rostro y se aleja.

—No entiendo por qué te gustan tanto. Son como pequeños pedazos de pelusa que no me puedo quitar de la cara. Deberían gustarte más las tuyas. —Me acaricia la nariz y las mejillas, donde están las diez pecas que recorren mi piel morena.

—¿Te gustan las mías? —le pregunto.

—Sí —responde y sonríe.

—Entonces, a mí me encantarán las tuyas. —Conecté los puntos con los dedos, dejando también un rastro de pequeños besos por todo su rostro hasta que llegué a su boca—. Corona Borealis... —digo al entrar en contacto con sus labios.

—¿Qué? —Ella se aleja.

—La corona de Ariadna...

—Marco. —Refunfuña, me empuja y regresa al escalón.

—Es un cumplido.

—¿Qué?

—Compararte con una constelación es un cumplido.

—¿Por qué siempre estás buscando constelaciones en mi cara?

Durante los últimos cuatro años de nuestra amistad, e incluso en esta «nueva etapa de nuestra relación» (como la llama Erika), siempre ha insistido en discutir conmigo así. Dice que soy presa fácil. Incluso en este momento, a pesar de que noto su mirada traviesa, me apresuro a explicarle.

—En serio. Le ayudó a Teseo a...

—Muy romántico, pero ya no estoy escuchando. —Voltea a ver su celular y después me lo muestra como prueba—. Estoy muy ocupada esperando tu mensaje, pero no me llega.

—Oh, claro, lo siento. Me distraje.

Alza una ceja, ya que, en todo el tiempo que tiene de conocerme, nunca me distraigo, ni cuando envía mensajes ni cuando habla. Así que hoy es un día algo inusual.

Pero puedo explicarlo. Pensaba en agujeros de gusano, porque he estado tratando de escribir mi proyecto final de Física. O tal vez, y creo que esto es lo más probable, estaba atravesando un agujero de gusano metafórico que me llevó de vuelta a mi primer beso con Sally, por lo que olvidé responder.

De cualquier modo, nunca tardo en responderle a Erika. Ella dice que es uno de los motivos por los cuales soy «diferente» y «maduro», entre muchos otros superlativos. A mí me parece extraño que la puntualidad con que mis dedos pueden moverse a lo largo del teclado de la pantalla me otorgue puntos adicionales, pero así es.

—Entonces, ¿qué fue? —pregunta ella.

—¿Eh?

—¿Lo que te distrajo?

—¿Eh?

Ella suspira.

—Dijiste que estabas distraído cuando te llegó el mensaje.

—Agujeros de gusano —respondo.

Erika pone los ojos en blanco y, del mismo modo predecible en el que siempre ignora todo lo que tenga que ver con cosmología, dice:

—Está bien. Entonces, fin de la pelea.

—Espera, ¿estábamos peleando?

Porque nosotros nunca peleamos. Por eso ella dice que somos una pareja «perfecta» y «almas gemelas». Yo más bien digo que nos gusta «evitar los conflictos», pero ella dice que no tenemos por qué «evitar los conflictos» porque «no somos conflictivos».

En fin, puesto que no peleamos, la acerco a mi pecho, al espacio que se siente mejor cuando ella está ahí.

—Siempre estás sudoroso —dice ella.

—Estoy purificado.

—¿Es decir que estoy absorbiendo las toxinas que de-sechas?

—Posiblemente... —La aprieto con más fuerza y ella forcejea para liberarse. Finalmente, la suelto. Ambos sonreímos—. Entonces, ¿qué sucede?

—Ah, sí. Se trata de mi mamá.

—¿Qué pasa con tu mamá?

—Pues... no estoy segura. Su hermana, ya sabes cuál, la que siempre tiene algún drama con sus novios, ¿te acuerdas? —Erika baja la voz para que mi mamá no escuche, aunque claro que no podría hacerlo por todo el ruido que producen las «pesadillas gemelas» (así los llama Erika), que, en este momento, se están gritando dentro de la casa.

—¿Qué pasó ahora?

—Siempre es lo mismo: «Me dijo esto, pero luego hizo esto y luego no llegó a dormir, pero dijo que estaba trabajando hasta tarde. Creo que debería confiar en él, pero ¿sería muy ingenuo de mi parte? Sí, ¿verdad?». Bla, bla, bla, las mismas tonterías de siempre.

—Suena divertido. —Aprieto su mano.

—Sí. Estaba en casa de Gabby esperando a que el drama terminara, pero su mamá me corrió porque «la cena es un momento familiar» y no sé qué más. Así que... ahora estoy aquí. ¿Te da gusto verme?

—Sí —respondo, pero ella detecta el tono de duda en mi voz.

—No, no te da gusto.

—Solo me sorprende, eso es todo. Estaba... —Levanto las manos para indicar que estaba haciendo ejercicio. Mi rutina de «ahora que no estoy trabajando ni estoy ahogándome en tarea trataré de sudar un poco». Solo tengo oportunidad de hacerla una o dos veces a la semana—. Aún tengo que...

—¿Golpear tu costal? —Se ríe y vuelve a colocar la mano sobre el borde de mi camiseta sin mangas—. Ya sabes que no me interesa que seas el Señor Abdominales. No es mi tipo.

—No es por eso. Sabes que no es por eso.

Hace mucho tiempo solía ser muy enclenque. Y, en secundaria, eso equivale a ser un blanco fácil. No había problema cuando tenía a Diego cerca, porque en ese entonces él sí era el Señor Abdominales. Pero cuando no estaba, que era el caso en la mayoría de las clases en sexto y séptimo grado, sentía que mi estatura era como tener rocas en los bolsillos o una astilla bajo la piel. Esa carga me acompañaba a todas partes: cuando subía o bajaba las escaleras de la escuela, cuando iba a mis clases especiales, cuando iba al baño (en especial ahí, porque era fácil que alguien metiera mi cabeza al escusado), cuando me cambiaba en los vestidores antes de la clase de Educación Física (donde a menudo me bajaban los pantalones).

Odiaba ser pequeño.

—Ah, así que por eso has estado comiendo como loco —me dijo mi pa cuando me descubrió contemplando la báscula lastimeramente—. ¿Tratas de ganar músculo como tu viejo?

—No he estado comiendo como loco —respondí entre dientes mientras me bajaba de la báscula y volteaba a verlo: uno ochenta y cinco de estatura, casi cien kilos, músculos marcados y una sonrisa que casi ninguna de las mujeres de la cuadra podía resistir. O al menos es lo que mi mamá siempre decía.

—No tiene nada de malo ser flaco —dijo mi papá mientras empujaba la báscula debajo del lavabo con un pie.

—Pa...

—¿Sabías que Bruce Lee era flaco? —Mi papá siempre hacía lo mismo, usaba referencias de personas y lugares desconocidos. Aunque sí sabía quién era. Cuando tenía cinco años, mi papá me mostró varias de sus películas viejas, donde descubrí sus increíbles movimientos de artes marciales. Bruce Lee podía patearle el trasero a cualquiera. Yo no podía patear ni un palo.

—Papá, eso es como comparar un filete con una papa.

—Y en este ejemplo tú serías... ¿la papa? —Me dio la vuelta para que me viera en el espejo—. Tienes un rostro muy simétrico sobre los hombros, igual que él. A las chicas les gusta eso. ¿Y sabes qué? Tienes mis ojos. —Me dirigió uno de sus característicos guiños—. Deberías practicar este gesto, siempre funciona. Así fue como conseguí el anillo de compromiso de tu mamá a mitad de precio.

El solitario del anillo de mi mamá era tan microscópico que la mitad del precio debía haber sido gratis.

Guiñó el ojo izquierdo y luego el derecho. Era un guiñador ambidiestro.

—Adelante —insistió—. Inténtalo.

Lo fulminé con la mirada.

—No.

—Cometes un error —dijo él y procedió a hacer la ola a base de guiños: izquierdo, derecho, izquierdo, derecho, hasta que me mareé—. El guiño es perfecto, pero tú sabrás. Si no quieres aprovechar el poder del guiño Suárez, puedes seguir recorriendo tu solitario camino. —Retrocedió un poco y me observó. Luego, levantó mi camiseta y se quedó contemplando mi vientre hundido. Yo traté de alejarme, pero él me sostuvo del hombro—. ¿Sabes qué? Podrías ser un poco más atlético, como Bruce Lee, especialmente aquí. —Me dio dos palmaditas en el vientre—. ¿Por qué no?

—Porque Bruce Lee tuvo entrenamiento. Bruce Lee tenía habilidad —murmuré.

—Tú también podrías tener esas cosas.

—¿Cómo?

—¿Qué te parece el estudio que mi amigo tiene en South Miami? —sugirió mientras me soltaba.

—Papá, eso cuesta.

—Sí. Es verdad. —Su pie golpeteó el suelo de baldosas mientras reconsideraba esa parte del plan. Luego sonrió.

—¿Qué?

—Pues tendrás que conseguir el dinero por tu cuenta.

Ya casi empezaba el verano entre el séptimo y octavo grado. Y durante las semanas que siguieron a esa conversación, traté de hacerme el loco. Mi papá siempre estaba ideando maneras de «ser mejor» y «maximizar el potencial». Esto debido a que se la pasaba leyendo libros de superación personal y anotando posibilidades para el futuro en alguno de los múltiples diarios que llevaba.

«Tercer acto», solía decir siempre que lo observaba escribiendo, con la palma de la mano manchada de tinta que aún no se secaba.

Con esto de tercer acto se refería al futuro, cuando los «gemelos del terror» y yo hubiésemos crecido y él pudiera seguir con lo que dejó pendiente al terminar la escuela, interrumpido por la paternidad: volver a la universidad. A mi papá le gustaba la idea de siempre tener un siguiente acto.

Pero a veces trataba de empujarme a mi siguiente acto sin que estuviera listo y fue justo lo que ocurrió cuando entró a mi habitación con una pila de papeles, unas cuantas semanas después de haberme descubierto en la báscula. Cada papel era del tamaño de una postal, con palabras grandes, como un anuncio barato.

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—Papá, ¿qué es esto?

—Aceleración. Necesitas tomar velocidad para superar la fricción y avanzar hacia tu futuro. Puedes utilizar el impulso que has acumulado en el camino para tomar un respiro, pero la aceleración es la única manera de llevarte del punto A al punto B. Y créeme, uno nunca debe quedarse quieto, porque «la vida es ahora».

Estaba hablando con acertijos, pero esa era su manera de hablar. Le encantaba hablarme de aceleración e impulso y fricción, y a mí me encantaba escuchar. Pero en ese momento no me estaba diciendo exactamente lo que tenía que hacer, al menos no de manera práctica.

—Bueno —dijo él al percatarse de mi confusión—. Llévate eso y ve a buscar. Oye, pero no lo dejes en los buzones, ¿de acuerdo? Tienes que tocar las puertas. Hablar con la gente. Venderte.

Era un buen plan, excepto por un pequeño detalle: era muy callado en aquel entonces. En muchos aspectos, sigo siéndolo. Todos lo saben, en especial mi papá.

—No puedo.

—¿No puedes o no quieres? —Volteó a ver a mi mamá, quien se había asomado por la puerta y le rodeaba la cintura con un brazo. Se veía pequeña a su lado, con su uno sesenta de estatura (apenas). La parte más prominente de su cuerpo curvilíneo eran sus caderas y su boca casi siempre estaba semiabierta, esbozando una sonrisa.

—¿De qué están hablando mis chicos? —preguntó.

—Mi papá quiere que acumule aceleración.

—Eso no suena mal —respondió ella y mi papá la abrazó más cerca de él y le dio un beso en la coronilla.

—El que quiere puede. Acelera —me indicó él.

Pero no lo hice. Al menos no ese verano, el verano en que jugamos con la botella. A la larga, seguí sus recomendaciones, pero no en ese momento.

—Oye, no es necesario que interrumpas tu rutina. Estaré bien —dice Erika al percibir los «pensamientos oscuros» que se ciernen sobre mi cabeza. Así llama ella a cuando mi rostro se «cierra» y mi mirada «se ve lejana, como si tuvieras una nube tormentosa de la que llueven pensamientos oscuros sobre tu cabeza».

Erika sabe que esta rutina para sudar me ayuda a mantener a raya los pensamientos oscuros.

—¿Sí? —dije aliviado de no tener que encontrar la manera de darnos gusto a los dos. Siempre trato de ser así con ella, de darle lo que quiere. Me parece justo, considerando que ha sido muy buena amiga todos estos años.

«Novia», la escuché murmurar, pero solo dentro de mi mente. Desde que cambiamos el estatus de nuestra relación, antes de las vacaciones de invierno, a Erika le gusta recordarme su nuevo título. «Es que no es lo mismo», suele explicarme.

—¿Es como si fueras una amiga que ahora puedo besar? —le digo para molestarla.

—No —responde ella, frunciendo el ceño—. Eso es lo de menos. Es como tener una mejor amiga a la que puedes besar, pero también implica no querer volver a besar a otra persona nunca más y que nos volvamos más y más cercanos hasta que... ¿quién sabe...?

—Hasta que desaparezcamos, como si fueras un agujero negro que me succiona como a un rayo de luz, ¿cierto? —le dije bromeando parcialmente, porque, para ser sincero, a veces lo que decía de volvernos más y más cercanos sí me recordaba a un objeto desapareciendo dentro de otro, como sucede con los agujeros negros y la luz.

—¡Tú y tus ridículas cosas del universo! —dijo Erika entre risas—. Pero lo entiendes, ¿verdad?

—Sí, claro —respondí porque aparentemente la idea la hacía muy feliz.

Ahora, ella está tratando de hacerme feliz. Toma mi mano y se acerca despacio para acercar sus labios al punto, ese punto en la curva del lóbulo de mi oreja.

Ya sé lo que viene ahora. Es una maniobra que siempre me hace ceder todos mis derechos.

Este es su talento; no sé qué es lo que hace, pero sin duda es su talento.

Muy suavemente toma mi lóbulo entre sus dientes. Me da una diminuta mordida y una minúscula lamida para después usar su arma secreta: una pizca de aliento. Esto es importante. Esto es lo que me pone la piel de gallina, en los brazos, en el pecho y más, más, más abajo, hasta que con trabajo puedo pensar.

Un poco más y, de pronto, se aleja. Me toma un instante volver a un estado en el que pueda pensar con claridad. Aunque, cuando por fin lo logro, siempre tengo que jalarme la camiseta hacia abajo lo más que pueda. Ella agacha la mirada y ríe.

—Te gusta eso, ¿verdad? —susurra.

«¿Gustarme?» No sabría ni cómo describirlo: ¿aceleración y desplazamiento en... eh... en ciertas... eh... partes? Un movimiento direccional que aumenta y aumenta y aumenta, conocido como velocidad.

—Lleguemos a un acuerdo. Ven conmigo solo por unas cuantas horas —me dice. Esta es su nueva táctica: proponer un acuerdo para que yo termine por ceder. Coloca las plantas de ambos pies sobre el suelo y me contempla desde abajo con sus ojos azul pálido. «Por favor», articula mientras frota con sus dedos la palma de mi mano.

Yo me doy un discurso mental: «No lo hagas. Tienes responsabilidades, asuntos propios. Esto es una trampa. No lo hagas. No lo hagas. No lo hagas. No lo hagas. No lo hagas». Mis discursos mentales relacionados con Erika y sus talentos suelen contener muchos «no lo hagas».

—¿Qué tal si acordamos que tú te quedas aquí y avanzas con tu tarea mientras yo termino?

—¿Y luego qué? ¿Haremos más tarea juntos?

Yo asiento. Porque, a pesar de que quiera complacer a Erika, también debo pensar en mis padres. Y nada los complace más que tener un hijo que siempre saca excelentes calificaciones.

Y las he conservado así en cada parcial desde el noveno grado.

Pero, para eso, se requiere trabajo y dedicación.

Ella ríe.

—Creo que yo no tengo tanta tarea. Bueno, de cualquier modo, le dije a Manny que podíamos estudiar juntos para el examen de Química. Y él está aquí a la vuelta...

—Ah —digo con el gesto que siempre hago al escuchar ese nombre—, Manny.

—Ay, no empieces —dice ella sonriendo.

—¿Por qué? ¿No dijiste que querías que fuera más celoso? —Saco el pecho, como si fuese Superman o algo así, listo para enfrentarme a Manny. Él es un amigo con el que corre. Estoy bastante seguro de que es pacifista. Al menos eso es lo que indica la mayoría de las estampas que hay en su mochila—. Si intenta algo contigo, le patearé el...

—Ay, por el amor de Dios. No, no, no. Eres terrible para esto. —Se ríe otra vez.

—Pues no es algo que me interese perfeccionar —respondo con algo de veracidad.

Se queda callada por unos segundos, observándome detenidamente. Entonces su soltura regresa.

—Bueno, yo solo dije que a veces me ofende el hecho de que no seas celoso. No es lo mismo. —Se agacha para recoger su bolsa y se la cuelga de un hombro de manera que la correa le cruza el pecho—. Tengo que irme, chico beca. Tú concéntrate en mantener ese promedio o nunca podremos largarnos de aquí. —Mete la mano por debajo de mi camiseta y, sujetando el resorte de mis shorts, me acerca a ella. Al alejarse, ella misma baja mi camiseta—. Listo. Nadie lo notará.

Yo sonrío, avergonzado.

—Entonces, ¿me llamas más tarde?

—Claro —le digo—. «Más Tarde» te queda mucho mejor que «Erika».