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PRIMERA CHISPA

La primera vez que besé a Sally Blake fue en un soleado día de verano.

«A principios de agosto».

El verano antes de mi último año de secundaria.

Principalmente se debió a una anticuada botella de vidrio, de esas clásicas de Coca-Cola que no son muy difíciles de encontrar en La Pequeña Habana. A los cubanos viejos, esos que usan guayaberas y juegan dominó en las polvorientas banquetas de la Calle 8, les gusta esa clase de chucherías. Vivíamos cerca de Miami y tenía un bisabuelo cubano que me traía cosas de ese tipo, así que las llevé a la casa de mi vecina de al lado, Jade, aquel soleado día de verano.

¡Y vaya que hacía mucho calor! El aire se sentía pesado e impregnado de gotas de rocío que flotaban como lo hacen las semillas en forma de fibras de algodón de los dientes de león al pedir un deseo.

«Una flor de deseos». Así lo llamó mi mamá la primera vez que recogí un diente de león durante un viaje en el que visitamos a sus parientes en Ohio.

—¿Pido un deseo? —pregunté en ese entonces.

—Sí.

Fruncí mis labios de cinco años y dejé escapar una corriente de aire, sin imaginarme que, ocho años después, se cumpliría uno de mis deseos, uno que ni siquiera sabía que tenía.

Un beso de Sally.

—Jugaremos botella —anunció Jade.

En aquel entonces, teníamos trece años y estábamos todos amontonados detrás de un cobertizo en su patio trasero: Sally, Jade, Diego y yo. El sudor me escurría por la espalda; Jade se rio nerviosamente y trazó la línea de su mandíbula con los dedos, como siempre lo hacía cuando los gritos provenientes del interior de su casa se filtraban hasta el patio.

—No lo sé. —Sally volteó a verme, luego a Diego, a Jade y, finalmente, a la botella.

—¿Por qué no? —respondió Jade. Colocó la botella sobre un viejo pedazo de cartón que habíamos sacado de detrás de su cobertizo y la hizo girar. La botella se detuvo con la boca apuntando hacia mí. Jade se inclinó sobre el pasto; su cabello castaño y rizado enmarcaba su rostro como cortinas. Se acercó y me dio un besito en la mejilla—. Eso fue solo una demostración. Cuando lo hagamos en serio, tiene que ser un beso de verdad.

—¿Quieres decir...? —La piel pálida de Sally adoptó un tono rosado y sus pecas resaltaban como luces de advertencia—. O sea... ¿Con...? Ya sabes...

—¿Lengua? —Diego completó la idea, inexpresivamente.

Jade contempló indecisa la botella.

—No, sin lengua. A menos que... —Volteó a ver tímidamente a Diego—. A menos que quieran hacerlo. Pero eso sí, tiene que ser en los labios. No en la mejilla, como acabo de demostrarlo con Marco.

Todos asintieron y Jade se relamió los labios.

—Muy bien. Tú primero, Marco. —Señaló la botella, cuyo largo cuello seguía apuntando hacia mí. Yo también me relamí los labios; estaba emocionado y nervioso.

En ese entonces, todos éramos mejores amigos: Jade y yo y Diego y Sally, y hasta Sookie, quien se encontraba en su campamento judío aquel día de verano (al igual que todos los veranos). «No es el Campamento Judío, Marco. Deja de llamarlo así», solía decir. «Se llama Centro Comunitario Judío, o CCJ, aunque en realidad, todos lo llaman solo J».

Giré la botella de vidrio otra vez y traté de fijar la mirada en algo que no llamara la atención, como su punta. Podía escuchar el latido de mi corazón, pesado e insensato, dentro de mi pecho y la voz de mi mamá a un patio de distancia, cantando mientras lavaba los trastes de la comida.

Y entonces la botella se detuvo.

Frente a ella.

Frente a Sally.

Mi mirada se dirigió a sus labios. Rosados. Agrietados. Acercándose.

—Me tocó a mí —salió de su boca.

—Adelante —dijo Jade, sin quitar sus ojos marrones de Diego—. Vamos.

Yo también me acerqué. Sentí que el tiempo se aceleraba o, más bien, mi percepción de este se distorsionó. El ritmo de mi cuerpo y el de mis pensamientos estaban descoordinados; uno de ellos aumentaba notablemente mientras que el otro desaceleraba. Todo a mi alrededor estaba borroso, condensado. Y entre más se acercaba Sally, menos nítidas lucían las imágenes frente a mí.

Me relamí demasiado los labios.

Y a ella le temblaban demasiado las rodillas.

Jade dijo algo que no alcancé a entender y entonces los labios de Sally se desdibujaron y fueron reemplazados por partes de su rostro: el ancho puente de su nariz, el barrido de sus pestañas castaño cenizo y, finalmente, la esquina de un ojo gris.

Escuché un pequeño suspiro.

De ella.

Entonces, nuestros labios chocaron; fue demasiado rápido. Demasiado. Apenas tuve suficiente tiempo para maravillarme por su suavidad.

El tiempo se desdobló, se extendió, se estiró como un gato que quiere que le rasquen el lomo. Y entonces, de algún modo, volví al círculo. La botella giraba nuevamente con fuerza.

Sally besó a Diego mientras yo apartaba la mirada.

Diego besó a Jade.

Jade me besó a mí. Rápidamente. Fue más bien como un picotazo.

Cuando agotamos todas las posibilidades, nos detuvimos.

Nos detuvimos.

Pero la historia no se detuvo.

La historia de cómo llegué a besar a Sally una segunda y tercera vez continuaría. Solo que yo no lo sabía aún.