4. El combate de la conciencia en san Ignacio de Loyola y el papa Francisco
Santo Tomás de Aquino no dedica al tema de la conciencia ni una sola de las cuestiones morales (II-II) de su imponente Summa theologiae120. En cambio, san Ignacio de Loyola, ya en la primera frase de su pequeño gran libro de los Ejercicios espirituales, dice que éstos consisten, entre otras cosas, en «todo modo de examinar la conciencia»121.
La conciencia se ha ido constituyendo como tema especial de la teología en los tiempos modernos. San Ignacio es posiblemente uno de los autores que están en el inicio de este desarrollo. En todo caso, el santo de Loyola aparece, con razón, ante el sentir general como la figura de un gran formador de la conciencia cristiana que, por este camino, ha contribuido a suscitar personas e instituciones que han actuado con gran relevancia en la misión evangelizadora de la Iglesia.
San Ignacio, en efecto, no es propiamente un teólogo que se haya dedicado a la ciencia de la fe, como había sido el caso de santo Tomás o sería el de san Roberto Belarmino. Él fue más bien un hombre de la acción cristiana iluminada en la contemplación del misterio de la Trinidad divina y de sus implicaciones históricas. Para eso escribió los Ejercicios espirituales: como una especie de manual de instrucciones, cuya finalidad es ayudar, «preparar y disponer el alma» a «ordenar la vida» [cf. 1], es decir, a orientar la acción del cristiano de acuerdo con su fin divino. Pero si es necesaria una actividad ordenadora de la acción, es porque ésta se encuentra en una situación de desorden y desorientación. De ahí que san Ignacio entienda primordialmente la vida cristiana como un combate por el orden divino del ser humano. Esta es —según me parece— si no la más decisiva, al menos una perspectiva fundamental, prescindiendo de la cual no sería posible entender la obra ignaciana ni proseguirla con fecundidad.
Esa misma perspectiva de la vida cristiana como combate, como lucha espiritual que se libra en la conciencia humana, es la que propone con sencillez y rotundidad el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et exsultate, cuyo último capítulo lleva precisamente el título de «Combate, vigilancia y discernimiento»122.
En esta contribución deseo, pues, hacer algunas consideraciones elementales sobre el enfoque ignaciano de la vida cristiana como combate espiritual; sobre las enseñanzas del papa Francisco al respecto; y sobre algunas consecuencias de todo ello para la actual acción evangelizadora.
«Presupongo ser tres pensamientos en mí» [32]
1. Cuando san Ignacio presenta a quien hace los Ejercicios espirituales (EE) el trabajo que ha de afrontar, le advierte enseguida de que no se encuentra solo ni incólume. Los EE no son una introspección en la propia psicología a cargo de un sujeto supuestamente solitario y tranquilo; tampoco son sólo un examen de conciencia hecho por el creyente que se sabe y se sitúa pacíficamente en la presencia de Dios; ni siquiera son meramente oración cristiana de meditación y contemplación. El ejercitante no está solo: está, por supuesto, ante Dios y con Dios —el buen Espíritu—, pero está también bajo la influencia acosadora del mal Espíritu, el enemigo de Dios y del ser humano:
Presupongo ser tres pensamientos en mí —escribe san Ignacio—, es a saber, uno propio mío, el cual sale de mi mera libertad y querer, y otros dos que vienen de fuera: el uno que viene del buen espíritu y el otro del malo [32].
San Ignacio concibe, pues, la conciencia como un escenario en el que se da una confrontación y, con frecuencia, se libra un combate entre tres tipos de «pensamientos»: los propios de la persona humana, los de Dios en ella, y los del Maligno contra ella.
Quiénes sean más exactamente esos tres actores que actúan «en mí» es algo que san Ignacio «presupone», que da por supuesto y, por tanto, no cree que tenga que explicarlo. Del conjunto de su obra se puede colegir cuál sea la imagen ignaciana de la persona humana, de Dios y del Maligno. Algo diremos aquí al respecto. Pero lo importante ahora es subrayar que, en esta perspectiva, el aspecto agónico, la confrontación activa entre diversas fuerzas humanas y sobrehumanas, adquiere una importancia decisiva en la ordenación de la vida cristiana. ¿Qué podemos decir, aunque sea someramente, acerca de esas fuerzas en la mente de san Ignacio?
2. El ser humano aparece en san Ignacio como criatura, como pecador y como redimido y llamado por Cristo para estar con Él en su cruz y en su gloria, según la vocación específica de cada uno, que, sea cual fuere, ha de conducirlo a la perfección [cf. 135], es decir, a la unión con Dios. Todo, en la Iglesia militante y triunfante, y con ella. Algunos comentarios sobre esta tesis, en la perspectiva del combate espiritual de la conciencia.
El libro de los Ejercicios se abre con el llamado Principio y fundamento [23], una especie de acorde inicial de la obra que sintetiza su sentido básico. El ejercitante es confrontado de golpe con la realidad de su condición humana y lo que ella implica: ser criatura de Dios, cuyo fin consiste sólo en amarle a Él sobre todo, alcanzando así la propia salvación. Pero esa realidad no está pacíficamente poseída, sino que, por el contrario, se halla radicalmente cuestionada por el amor a las criaturas, a cosas o relaciones que no son Dios. De ahí que sea necesario el ejercicio de un cierto distanciamiento de ellas, que permita la realización buena de la condición humana. Esa es la razón de la «indiferencia espiritual» [cf. 23,5] que se ha de alcanzar y que ha de actuar como presupuesto de todos los ejercicios espirituales. No se trata de una indiferencia respecto de la creación en cuanto tal, ni mucho menos de un desprecio del mundo, de tipo estoico o gnóstico. Se trata más bien de la otra cara de la moneda del amor a Dios. El motor y el fin del ser humano es el amor de Dios, razón de la creación y del amor a Él y a todas las cosas en Él. Ese habrá de ser precisamente el fruto básico de los EE: amar a Dios sobre todas las cosas y a todas en Él, como se dirá en el acorde final del proceso: la Contemplación para alcanzar amor [cf. 233]123. Pero es un fruto que ha de ser cosechado en medio de una ardua lucha124.
Surge la pregunta de por qué el amor a Dios se halla cuestionado por el amor a las criaturas: ¿Cómo puede ser que la identidad del ser humano como criatura se encuentre en esa especie de contradicción consigo misma? Es aquí donde «el enemigo de natura humana» [7] juega un papel fundamental125. El enemigo o adversario, Lucifer, ha engañado al hombre con «astucias», como dice san Ignacio ya en ese paso inicial de los Ejercicios en el que lo nombra por primera vez.
El pecado es meditado en la primera fase o «primera semana» de los Ejercicios no por sí mismo, sino en tanto que ocasión de la misericordia infinita de Dios, manifestada en la Cruz de Cristo. La primera meditación sobre la historia del pecado, sobre el «primero, segundo y tercer pecado» [45-54], concluye con el famoso «coloquio de Misericordia» [61] ante Cristo crucificado; gracias a él, el ejercitante no se halla y podrá no hallarse nunca en la situación de los condenados, al contrario de los ángeles que «viniendo en superbia, fueron convertidos de gracia en malicia y lanzados del cielo al infierno» [50]. El pecado de los ángeles, o «primer pecado», no es presentado aquí explícitamente como el origen del engaño que hará caer al hombre en el pecado. Así lo hacen, según es sabido, la Sagrada Escritura (cf. Gn 3,1-7; Mt 4,1-11 y par., Ef 6,11s; 1 Pe 5,8; 1 Jn 3,8; 5,19)126 y el Magisterio de la Iglesia (DH 800, 4313 = GS 13). Pero es importante que san Ignacio sepa y haga notar, de acuerdo con la Tradición, que el mal no tiene su origen en la libertad de la criatura humana, ya que el «primer pecado» fue cometido por las criaturas angélicas.
Sin embargo, en el centro mismo de los Ejercicios, es decir, en la «meditación de dos banderas» [136], «el caudillo de los enemigos [que] es Lucifer» [138] es quien porta de manera activa la bandera contraria a la de Cristo y quien, por tanto, actúa como inductor de una «intención» contraria a la del Salvador [cf. 135]. En la bandera de ese caudillo va escrita la misma palabra que llevó a los ángeles rebeldes al infierno: la «crecida soberbia», de la que siempre son comparsas previas la codicia y el vano honor del mundo [cf. 142]127.
Una vez descubierta la perversa intención del enemigo y su empeño y trabajo por llevarla a cabo, al ejercitante le queda la tarea de pedir con insistencia, por mediación de «nuestra Señora», la gracia de que el Hijo lo quiera «recibir bajo su bandera»; al Hijo para que se lo alcance del Padre y a éste para que se lo conceda [cf. 147]. Porque el combate contra tal enemigo no se puede librar en solitario; sólo es posible hacerlo con Cristo, bajo su bandera, ya que él y sólo él —«rey eterno» [95] y «sumo y verdadero capitán» [143]— es quien lo ha librado victoriosamente en la Cruz e invita a cada uno a «trabajar» con él, para que —según propone—: «siguiéndome en la pena también me siga en la gloria» [95]. Ese «trabajo» del seguimiento de Cristo es entendido por san Ignacio, en plena sintonía con san Pablo, no como una obra meramente externa, sino como identificación personal de amor con el Crucificado, pobre y despreciado: en eso consiste «la oblación de mayor estima y mayor momento» [97], es decir, la ofrenda más importante y valiosa, a la que el auténtico conocimiento de Jesucristo —en el centro de los EE— conduce al cristiano.
La ordenación de la vida hacia su fin propio aparece, pues, como un combate en el que el cristiano se ve «agitado de varios espíritus» [cf. 6]. San Ignacio lo experimentó intensamente en su propio camino de conversión y de perfección. Y recibió el don del discernimiento, que puso al servicio de la Iglesia de un modo particular por medio de las famosas «Reglas de discernimiento de espíritus» [cf. 313-336]. También las «Reglas para sentir con la Iglesia» [352-370] han de ser entendidas en este contexto, así como las otras reglas más particulares que ofrece en los EE. Son ayudas espirituales para descubrir los engaños del enemigo y para seguir las inspiraciones divinas, sabiendo distinguir bien entre ambas cosas. Porque el primero, Lucifer, nunca se presenta invitando directamente al mal, sino, como «ángel de luz», incitando al mal bajo apariencia de bien.
No se trata aquí, como tampoco en lo precedente, de hacer un comentario detallado de ese excelente instrumento para el combate espiritual que son las reglas para el discernimiento de espíritus de los EE128. Nos basta subrayar que el discernimiento ignaciano ha de ser entendido en ese contexto del combate espiritual, para el cual constituyen una preciosa ayuda: «Las reglas presuponen que todos los hombres y todas las criaturas participan en el mismo combate y en la misma historia de la salvación y de la conversión»129.
Conviene observar que las reglas ignacianas para el discernimiento de espíritus «no se constituyen en normas de la conciencia moral, la cual dan por supuesta [314]. Más bien manifiestan cómo el hombre entero puede vivir, en todos los niveles de su ser, corporal y moral, en referencia inmediata a Dios»130. En efecto, san Ignacio, en la ejecución del discernimiento espiritual toma como punto de partida las diversas situaciones morales en las que el ejercitante puede encontrarse: «de pecado mortal en pecado mortal» [314], o por el contrario, «de bien en mejor subiendo» [315]. El criterio para determinar esas situaciones no se hallará, pues, en las mismas reglas que han de ser aplicadas en el discernimiento, sino en la cualidad de las cosas «indiferentes o buenas en sí y que militen dentro de la santa madre Iglesia jerárquica» [170]. Para lo cual, son criterio determinante «los diez mandamientos y los preceptos de la Iglesia y comendaciones de los superiores» [42]. San Ignacio no deja aquí espacio ninguno al subjetivismo, pues «para en todo acertar» pide que «lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina; creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas» [365]. Este último punto constituye el corazón de las «Reglas para sentir con la Iglesia», que no implican, por cierto, ninguna irracionalidad u «obediencia ciega», en el sentido vulgar de la palabra. Pues no piden que se haya de ver negro lo que es blanco, sino tan solo lo «que yo veo» blanco. La Tradición de la Iglesia es, de este modo, el marco vital que permitirá evitar la absolutización del sujeto y la fragilidad radical en que ésta nos situaría para el combate espiritual. Una vez más, la luz de la fe acude en ayuda de la razón en este punto angular de su recto ejercicio.
Francisco: frente al inmanentismo antropocéntrico, combate y discernimiento
1. En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate el papa Francisco retoma la antropología teológica ignaciana del combate espiritual, como parte integrante fundamental de la realización de la vocación a la santidad de todos los bautizados en nuestro tiempo131. Es algo que parece haber sorprendido tanto, que las reacciones y comentarios sobre esta exhortación son, al menos por ahora, más bien escasos132. Sin embargo, la lógica de la enseñanza pontificia en este escrito es bastante clara y no tendría que ofrecer dificultades especiales.
La finalidad de GE es «hacer resonar una vez más la llamada a la santidad, procurando encarnarla en el contexto actual» (2), de modo que «toda la Iglesia se dedique a promover el deseo de la santidad» (177).
Pues bien, después de un primer capítulo consagrado a ilustrar la llamada universal a la santidad y cómo a través de los santos «se construye la verdadera historia» (8) y se muestra «el rostro más bello de la Iglesia» (9), el Papa se dedica, en el segundo capítulo, a desenmascarar a los «dos sutiles enemigos de la santidad» en nuestros días, a saber: el neognosticismo y el neopelagianismo (36-64). Son dos enemigos que, en realidad, para Francisco se resumen en uno: «el inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad católica» (35). Porque los neognósticos ponen por delante de todo la inteligencia del hombre y confunden la salvación con el saber; y los neopelagianos ponen por delante de todo la voluntad humana y confunden la salvación con las propias obras. Siempre, la autorreferencialidad (cf. 36 y 165), la negativa a dejar a Dios ser Dios, es decir, a darle realmente la primacía absoluta en nuestra vida. Y siempre, bajo apariencia de verdad católica: en el primer caso, de supuesta verdadera ortodoxia y, en el segundo caso, de supuesta verdadera ortopraxis.
Pero ¿qué es esa «autorreferencialidad» sino otro nombre del orgullo implícito o explícito que acompaña a quien de hecho se pone en el lugar de Dios? ¿Qué es ese «inmanentismo antropocéntrico» sino el espíritu humano que se considera a sí mismo como centro de un mundo en el que no hay lugar para la trascendencia del Creador? Naturalmente, bajo apariencia de verdad, de catolicismo auténtico. Y ¿de dónde viene esta ceguera, esta incapacidad para distinguir la luz de las tinieblas?
En el capítulo final de GE el Papa responde a esta última pregunta, cuando dice que «la vida cristiana es un combate permanente» (158), que «nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante» (162). Pero no se trata sólo ni principalmente de una lucha de ideas, de una confrontación de puntos vista o de un debate teológico, sino de «una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal» (159, cf. 162). Francisco coloca al Maligno como cumbre y fuente de los adversarios del ser humano en su camino de santidad: la mentalidad mundana (el mundo), la propia fragilidad y las propias inclinaciones (la carne), y, al final, el diablo (cf. 159).
Retomando la enseñanza de san Pablo VI, el Papa hace un claro alegato contra una cierta teología o mentalidad desmitologizadora: «No aceptamos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente la convicción de que ese poder maligno está entre nosotros es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva» (160). «No pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea»133. «El mal no es solo una deficiencia, sino una eficiencia», insiste Francisco citando una catequesis de san Pablo VI. «Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos» (161).
2. La bandera del enemigo es, pues, la soberbia, que en nuestros días se llama, según Francisco, «autorreferencialidad» o «inmanentismo antropocéntrico». Pero ¿cuál es la «bandera de victoria» (163) que se le ha dado al cristiano y que éste ha de enarbolar en nuestros días? Merece la pena observar que el Papa usa incluso el mismo lenguaje de «las banderas» que emplea san Ignacio. La bandera del cristiano es, naturalmente, la bandera de Cristo: la de la cruz (cf. 163).
El capítulo central de GE —el capítulo tercero— está dedicado precisamente a la descripción del significado de la bandera de Cristo o, lo que es lo mismo, del programa de la santidad verdadera. Se trata sobre todo de una meditación de las Bienaventuranzas, en las que «se dibuja el rostro del Maestro» (63). Es un rostro que podría parecer «poético», pero en realidad va «a contracorriente»; es cierto que nos atrae, porque es bello y verdadero, pero «el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida» (65). Ya sabemos por qué: Francisco explicita del todo la razón y el sentido de esta batalla en el último capítulo de EG, cuya enseñanza acabamos de referir.
Es muy interesante la explicación que da Francisco de la primera bienaventuranza: los pobres de espíritu son aquellos, cuyo corazón está desprendido de todas las cosas, relaciones y bienes de este mundo, porque, como el corazón de Cristo, está puesto solo en Dios. Ese es el principio y fundamento de la felicidad, de la santidad. «Esta pobreza de espíritu —escribe el Papa— está muy relacionada con aquella ‘santa indiferencia’ que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior» (69): «ser pobre de corazón, eso es santidad» (70).
El Concilio Vaticano II, cuando habla de la llamada universal a la santidad, en la constitución Lumen gentium, ofrece esta preciosa y precisa definición de la santidad:
Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida. Todos, pues, han de estar atentos a encauzar rectamente sus afectos (deseos), para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de la pobreza evangélica, buscar el amor perfecto. El Apóstol les aconseja: los que disfrutan de este mundo, no se asienten en él, porque la figura de este mundo pasa (cf. 1 Cor 7,31)134.
Francisco no cita este pasaje del Concilio. Pero, como acabamos de ver, coincide sustancialmente con la definición que el Vaticano II da de la santidad, expresándose, por cierto, en términos muy propios de la espiritualidad ignaciana.
Las demás bienaventuranzas pueden ser leídas como implicaciones o explicaciones de esa santidad básica de la pobreza evangélica. Se nos permitirá que nos detengamos un poco sólo en una de ellas: la que declara bienaventurados a los mansos, porque, al comentarla, Francisco vuelve a referirse al combate de la vida cristiana y porque escoge este aspecto de la santidad cristiana como uno de los que considera especialmente relevantes en nuestro tiempo.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4). «Es una expresión fuerte en este mundo —escribe el Papa— que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio [...] en definitiva, el reino del orgullo y de la vanidad» (71). Pero Jesús dijo: ‘Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas’ (Mt 11,29)» (72). «La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza en Dios» (74).
Pues bien, cuando, en el capítulo cuarto de GE, el Papa se detiene a señalar cinco «notas de la santidad en el mundo actual», la primera a la que se refiere es precisamente a la «paciencia y la mansedumbre» (112). ¿Por qué considera que la mansedumbre es especialmente relevante para quienes aspiren a la santidad en nuestros días? Porque en un mundo «acelerado, voluble y agresivo» (112) el testimonio de una vida santa, propia de un corazón anclado en el amor de Dios, se expresará particularmente en la paciencia y en la constancia en el bien. La paciencia y la mansedumbre no son formas de «debilidad, sino de la verdadera fuerza», de la fuerza divina, «porque el mismo Dios es ‘lento a la ira, pero grande en poder’ (113).
Francisco señala que la mansedumbre ha de informar la lucha del cristiano con sus «adversarios» (cf. 73) y el uso de la lengua, que tantas veces es reflejo de un mundo envenenado e «incendiado por el infierno» (cf. 115, citando St 3,6), y que desata la violencia verbal y mental de la maledicencia y la difamación. Se refiere aquí, en particular, al mundo de Internet (cf. 115). Eso es dejarle el campo al diablo; se ha de actuar, más bien, como enseña san Juan de la Cruz en sus Cautelas: «Gozándote del bien de los otros... vencerás el mal con el bien y echarás lejos al demonio y traerás alegría del corazón» (117).
La mansedumbre radica en la humildad. Pero «la humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad» [...] Porque es ése el camino del poder de Dios: «La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ése es el camino [...]. ‘Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas’ (1 Pe 2,21)... Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, ‘salieron del Sanedrín dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús’ (Hch 5,41) (118).
La mansedumbre y la paciencia son propias de aquellos que van bajo la bandera de Cristo. Es la «bandera de victoria»: la que portan los mártires de sangre y los mártires de «las humillaciones cotidianas», que sufren por hacer el bien (cf. 119, con más citas de 1Pe).
3. El combate de la vida cristiana está plagado de tentaciones: de propuestas mentirosas del Maligno, que incluso llega presentarse como «ángel de luz» (165). Por eso es necesario el discernimiento espiritual, que es, según Francisco, «un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor» (169).
La enseñanza del Papa en GE acerca del discernimiento coincide básicamente con la de san Ignacio. La podríamos resumir en los puntos siguientes:
- El discernimiento presupone un uso correcto de la razón, de conocimientos como los que proporcionan la psicología y otras ciencias humanas (cf. 170), pero no es una mera potencia humana, sino una «capacidad espiritual», un «don que hay que pedir [...] al Espíritu Santo», que se desarrolla con la oración y el buen consejo (cf. 166); es «un don sobrenatural» (170).
- De ahí que el Papa aconseje vivamente la oración de «examen de conciencia», un ejercicio diario de «diálogo con el Señor que nos ama» (169).
- De ahí también que, igual que el santo de Loyola, Francisco enseñe que el discernimiento ha de hacerse en el marco de la «obediencia» al Evangelio y al Magisterio que lo custodia. El discernimiento, por tanto, excluye la concepción subjetivista de la conciencia como fuente del bien, puesto que está al servicio de la novedad el Evangelio (173) en «el proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno» (170).
El discernimiento siempre ha sido y será necesario, pero de modo especial —subraya el Papa— en estos tiempos, «porque la vida actual ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el mundo las presenta como si todas fueran válidas y buenas». Y vuelve a hacer referencia al mundo de las pantallas y de las realidades virtuales.
El combate cristiano en la tarea de la evangelización
Hoy, en la predicación, la catequesis, la enseñanza de la religión en la escuela y en la vida de la Iglesia en general no es nada habitual la concepción de la vida cristiana como combate espiritual. Cuando se hace referencia a ella es, en muchos casos, para descalificarla y descartarla. En este apartado final de nuestra contribución esbozamos una humilde reflexión sobre las causas de esta situación y sobre sus consecuencias.
1. Las causas por las que no se quiere enfocar o, de hecho, no se enfoca la tarea evangelizadora en la perspectiva de san Ignacio y del papa Francisco que acabamos de bosquejar podrían ser tres tipos: de orden psicológico, antropológico y teológico. Naturalmente son tres clases de razones íntimamente relacionadas entre sí. Su común denominador es lo que podríamos llamar el irenismo espiritual que el antropocentrismo inmanentista lleva consigo. Pero veámoslas por separado.
La paz del espíritu se busca con frecuencia por atajos psicológicos que no responden bien a la realidad del alma humana. No son pocos quienes piensan que hablar de la batalla que se libra en la conciencia perturbaría el equilibrio psicológico de las personas. No sería bueno hablarles a los niños de la tentación y del pecado mortal en el que se verá envuelto quien no haga frente a los asaltos del Tentador. No sería bueno hablarles de Cristo como del Salvador que nos invita a combatir su combate y a tomar parte en su victoria. Pero no sólo a los niños, tampoco les vendría bien a los jóvenes y a los mayores ese lenguaje marcial que crearía inquietud y suscitaría miedos absurdos en el alma de todos. Se piensa que los imperativos de la psicología moderna excluyen tales imágenes y tales actitudes: Ciertos recursos de la terapia psicológica actual serían capaces de ayudar a conseguir la paz y la armonía espiritual que esas otras categorías de combate harían imposible.
La mencionada supuesta solución psicológica presupone naturalmente una antropología que considera a la persona como sujeto completamente autónomo, carente de relaciones constituyentes con otras realidades espirituales. Se concede que la conciencia pueda recibir influjos exteriores de la sociedad y de otras personas. Pero ella sería en definitiva soberana. Sería el sujeto, el «yo», con sus capacidades intelectivas y volitivas, quien conduciría y determinaría su propia realización armónica. En este marco no se concibe que otro «sujeto», como Dios, pueda tener algún papel determinante en la constitución de la persona. Mucho menos se está dispuesto a admitir la influencia si no constitutiva al menos sí decisiva de otros sujetos, como el Tentador. Y, por supuesto, tanto el bien como el mal moral no podrían tener otro referente ni otro origen que el propio sujeto humano. El sujeto autónomo sería el único actor en la historia de la Humanidad, concebida ésta, por cierto, como un proceso de indefectible avance o «progreso» moral hacia un supuesto triunfo final del bien. Un curioso determinismo o naturalismo que presupone que el bien, es decir, la realización de una Humanidad humana, acontece necesariamente y por obra de la Humanidad misma. Tal filosofía, hoy dominante, no parece inquietarse ante la realidad de la historia, que pone de manifiesto que ese automatismo en el progreso moral no parece sino una ilusión que cierra los ojos ante la realidad de la libertad falible del ser humano.
Pero también hay ciertas teologías o concepciones pastorales poco amigas de concebir la vida cristiana como combate. Les parece que ésta no sería compatible con una idea madura de Dios y del ser humano. Piensan que tal madurez exige, por una parte, una idea de Dios como un «Dios de paz», verdaderamente trascendente, que no inquieta las conciencias ni se inmiscuye en las vicisitudes de la historia de los hombres, los cuales, por otra parte, son concebidos como criaturas a quienes se ha dado toda la capacidad de realizar por sí mismas, de modo autónomo, el fin moral que el Creador se ha propuesto con su acción creadora.
2. Llamamos «irenismo espiritual» a la aludida exclusión o marginalización del enfoque de la vida cristiana como combate. No es expresión de un amor verdadero a la paz del espíritu, que es un fruto precioso de la acción del Espíritu Santo; como diría santa Teresa: «el gozar de mucha paz, aunque haya guerra». El irenismo implica más bien una concepción falsa de la paz basada precisamente en la ignorancia de las condiciones reales que hay que tener en cuenta para conseguir la paz: ante todo, en la negación voluntarista e ideológica de la realidad del combate en el que es necesario desarrollar la vida cristiana. Ese irenismo obstaculiza e incluso hace ineficaz la acción evangelizadora. Conviene, pues, superarlo, obviarlo. Para lo cual es necesario caminar por el camino del realismo espiritual, que va en dirección contraria al del irenismo. El camino del realismo espiritual, que es el de san Ignacio y el del papa Francisco, tiene, entre otras, las ventajas siguientes.
El psicologismo apaciguador, que no desea ni oír hablar del combate en el que se halla inmersa la conciencia humana, da lugar a personalidades débiles incapaces de afrontar la realidad a la que han de hacer frente. Francisco habla con frecuencia del «atontamiento» (cf., por ejemplo, GE 164) al que conduce esa postura, que acaba por dar lugar a una «conciencia anestesiada» (GE 174), más o menos satisfecha de sí misma, pero incapaz de ponerse en el centro de una personalidad verdaderamente activa en el camino de la libertad, de la santidad. El realismo espiritual, en cambio, no desconoce que hay que luchar ni por dónde vienen los ataques del enemigo. No desactiva la vigilancia, sino que la robustece. Quien no vigila ni se prepara para el combate es quien ya lo tiene perdido de antemano.
Por su parte, la filosofía que absolutiza al sujeto humano acaba por encerrarse en el subjetivismo. Es una postura que, de nuevo, hace abstracción de la riqueza de la realidad objetiva en la que todo sujeto se encuentra ya dado y en la que encuentra las condiciones para su propio desarrollo. Realidad objetiva de la que, por desgracia, también forma parte el poder del mal. El carácter dramático de la realidad no es obviado por el realismo espiritual del combate de la vida cristiana. En cambio, el irenismo empuja a la conciencia a encerrarse en sí misma, en una postura contradictoria con su propia realidad de lugar en el que la propia libertad se halla confrontada con la voluntad salvífica de Dios y con el poder de la perdición. El auténtico discernimiento de espíritus no es un monólogo del espíritu humano consigo mismo. Por el contrario, presupone la realidad del mal espíritu y, sobre todo, del Espíritu santo y de la Iglesia, en la que este actúa y hace presente la Salvación para cada generación.
En definitiva, ignorar o preterir la dimensión de combate propia de la vida cristiana es ignorar o preterir la Cruz de Cristo. La bandera de Cristo no es la bandera de ningún partido ni de ningún ejército de este mundo: es la bandera de la Cruz. Una acción evangelizadora dominada por el irenismo espiritual corre el grave riesgo de hacer inútil la Cruz del Señor (cf. 1 Cor 1,17; Ga 5,11) y, por tanto, de la esterilidad más devastadora. No es casual que el irenismo espiritual vaya acompañado de la proliferación de las palabras y de las obras humanas, al tiempo que de la preterición de los sacramentos de la salvación.
El Concilio Vaticano II no puede ser tomado como excusa para el irenismo espiritual. Baste citar aquí un pasaje central de la Constitución Gaudium et spes:
Toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha ciertamente dramática [...] Pero el mismo Señor vino para librar y fortalecer al hombre, arrojando fuera al príncipe de este mundo (cf. Jn 12,31) (13. Cf. 10 y 37).
Ponemos aquí punto final a estas reflexiones elementales, con la conciencia de que sería necesario desarrollar las consecuencias o implicaciones prácticas de la perspectiva de la vida y la conciencia cristiana como combate. Es una temática que puede quedar para otra ocasión135.