Viernes 5 de septiembre de 1980
El vuelo fue convulsionado. No, en realidad no lo fue. No fue así para nada. Más bien tranquilo, sin turbulencias, superbién. El viaje, en cambio, fue convulsionado. Me dejó lona, out. Fue más que una cuestión de horas, eso de tener que esperar y esperar hasta arrastrarse por los pisos del aeropuerto de puro aburrido y muerto. Fue algo tenso, algo fuerte, prefiero ni recordarlo. Es como si hubiera pasado de todo y al final nada; como si todo el hueveo y la farra y esos días en Rio con la Cassia y la playa y el trago y el jale y todo, se quebrasen. Como si, de puro volado, hubiera apretado record en vez de play y después cachara que mi casete favorito se borró para siempre: quedan los recuerdos, seguro; hasta me sé la letra, pero nunca más volveré a escucharlo. Cagué. Estoy de vuelta, estoy en Chile.
Lo recuerdo casi todo y la mayor parte de lo que olvidé igual lo tengo claro, porque de puro hilvanar los cabos sueltos fui captándolo todo y ahora creo tenerlo mucho más nítido, mejor de lo que sucedió. Dejar Rio duele, se echa de menos al tiro. De algún modo llegué al avión. Estaba bastante mal. Eso del padre que se iba me afectó en forma embarazosa y la coca en realidad distorsiona mucho más de lo que uno cree. La Luisa me condujo por el pasillo del avión y nos sentamos un rato juntos: el ruido de los motores, avanzar por la pista, despegar, las luces de Leblon y São Conrado, mirar por la ventana, pensar en la Cassia que se quedaba allí abajo, quizás hasta soñando conmigo...
Santiago. Voy a la cocina. Carmen, la empleada, está más vieja, más gruñona, con esos sucios anteojos poto-de-botella, ese delantal azul oscuro que detesto. Ni me mira. Está lavando una olla; se nota que está por irse. Día de salida. Aprovecha que no va a haber nadie aquí esta noche.Tampoco está la Rommy, me percato. La Rommy es pelirroja, de origen irlandés, según ella: «Igual que O’Higgins, el padre de la patria». Se lo dijo a mi madre. La mina, en todo caso, es de Chillán, así que puede ser.
—¿Y la Rommy no está, Carmen?
—Ya no va a venir más esa concha de su madre. La señora la despidió mientras vos andabai de viaje. Por ladrona.Y fresca. No he conocido mujer más caliente... Putaza la muy huevona.Ahora me va a ayudar una conocida mía.Yo ya no doy más con tanto trabajo. En esta casa de mierda lo único que quieren es matarme.
—Ya, no alegues más. Dame un jugo de tomate, será mejor.
Duró poco la Rommy. No me la alcancé a tirar. Era bastante rica, no tendría más de veinte años. Una vez salió con el Lerner y terminaron encamados en un hotelucho, por la Estación Central. Él me dijo que fue increíble, que era insaciable. Ella, que cachó nuestra conversación por teléfono, me aclaró que el Lerner era pura boca y que le costó calentarse.
—Aquí está tu jugo y tómatelo rápido que me quiero largar de aquí. Mira que tengo que tomar dos micros.
—Ándate si quieres, para lo que me importa.
Paso al bar, le echo Stoli al jugo y vuelvo a mi pieza. No hay nadie. Cierro la puerta y enciendo el equipo: Earth,Wind & Fire, September. Horror. Coloco un casete de Tangerine Dream. Predecible, aunque igual ayuda a pensar.Tomo un poco de la mezcla. Siento el efecto.Trato de dormir, aún tengo sueño, sigo agotado.
El vuelo persiste. Es como si la cama diera vueltas, como si mi cuerpo continuara en el aire, algo parecido a una de esas leyes que nos enseñan en física, eso de que los cuerpos en movimiento tienden a seguir avanzando, o algo así. Para disculparse por el atraso, Iberia decretó bar abierto durante el vuelo.Yo pedí varias botellitas de Johnnie Walker etiqueta roja, que mezclé con Coca-Cola en tarro, mientras llenaba de vaho la ventanilla y miraba la cantidad de vectores azules, rojos y púrpuras que formaban todas esas coordenadas (X,Y) que eran las pistas de aterrizaje. La Luisa me decía que no tomara más, pero pronto se quedó dormida y yo me dediqué a recorrer el DC-10. McClure estaba despierto y hablamos un rato de los discos que había comprado. Luego trajeron la comida y me tuve que mover hacia atrás, donde estaba la Antonia, sola junto a la ventana, con el asiento vacío a su lado.
—¿Interrumpo?
—Sabes que no, tonto.
—Buena onda.
La azafata llegó hasta nosotros y nos dio las bandejas respectivas.Yo pedí cerveza, ella una Fanta.
—Tomaste algo raro, ¿no?
—No, para nada, te juro.
—No jures en vano,Vicuña.
Tenía cero apetito pero igual me comí el cóctel de camarones con ketchup.
—¿Quieres los míos? —me preguntó.
—Seguro.Verdad que a ti no te gustan.
Hablamos poco. Ella tenía sueño y se hacía la dura, como si le diera lo mismo que estuviera a su lado. La azafata pasó de nuevo, recogió las bandejas y me entregó dos hojitas impresas que había que llenar con los datos de cada uno.
—Debe creer que somos pololos —le dije.
—Se equivocó, entonces.
—No lo creas.
—Deja de molestarme, Matías. Si quieres, llena tú el formulario por mí.A mí me da lata.Tú sabes todo lo que hay que saber.
El avión, me acuerdo bien, dio un giro, yo lo noté pero creo que nadie más; después apagaron las luces. Me dormí al tiro —creo—, justo cuando las nubes fosforescentes dieron paso a una luna casi llena que se reflejaba en el ala. Sé que soñé con la Antonia: recordé una tarde en su casa, los dos jugando Dilema con su hermano chico, yo inventando palabras tiernas que la hicieran enamorarse aún más de mí, tratando de equilibrar la situación, deseando que ella rompiera su forma de ser, que se expresara abiertamente, aunque fuera una vez.
Una suave turbulencia me despertó; sentí su cabeza apoyada en mi hombro, así totalmente inconsciente, como si fuera lo más natural. Levemente tomé su mano y con la otra comencé a acariciarle el pelo. Duró apenas unos segundos y juro que ella sonrió. O que, en su interior, su corazón funcionó más ligero, porque cuando despertó de verdad y me vio a su lado, rápidamente se arrepintió de tanta honestidad, se acomodó en el asiento y su mano se fugó de la mía.
Ambos callados, apenas el ruido del motor, la conversación de las azafatas a lo lejos. No me habló ni volvió a mirarme. Durante varios minutos, varias horas quizás. Después el avión empezó a descender de a poco, y los oídos a tapársenos. No sabía qué decirle, así que partí al baño, a verme la cara: espantosa. Me la lavé con esa agua tan rara que sale de esas llaves y casi saco el origami, pero algo me hizo parar.
Al volver a mi lugar me di cuenta de que me había equivocado de pasillo y que ella estaba a cinco asientos de distancia. En esa estaba, a punto de regresar al baño y avanzar por el pasillo correcto, cuando la vi a lo lejos, por sobre las decenas de cabezas que atochaban los asientos del centro. Una débil luz anaranjada entraba por la ventanilla, dorándole no solo el pelo, sino delineándola de tal manera que me pareció como si brillara por dentro, así, en medio de la oscuridad del avión que dormía. Me quedé muy quieto, impresionado, mirándola no más. Ella se percató, creo, porque apartó los ojos de algo que estaba más allá de la ventanilla, se dio vuelta y su mirada se topó con la mía. Duró un buen rato, lo sé, eso lo recuerdo perfectamente. Pero ella no sonríe y sus pupilas no comunican. Tan solo miran, me miraron como si yo fuera un desconocido, como si fuera alguien del que no querían saber nada más. Después, en lo que dura un entrecerrar de ojos, se volvió hacia sí misma y miró el horizonte, un horizonte que era un cielo negro abriéndose entre el amarillo y el púrpura, me acuerdo de eso. Sin saber qué hacer, herido de verdad, me dejé caer en un asiento ajeno. La miré pero ya era inútil. La había perdido. El capitán ordenó que todos se colocaran los cinturones, apagó la luz y el avión inició un descenso lento pero seguro sobre un Buenos Aires que se esparcía lleno de luces y neblina debajo de mí.
El televisor encendido está en mute, por lo que solo puedo ver, sin oírlos, a los huevones de los Bee Gees, que seguro están cantando Jive Talkin, el típico recital del Midnight Special al que le dan como caja en el Canal 5.
En la mano tengo uno de esos Freshen Up canadienses que ahora venden acá; lo estrujo hasta chuparle todo el jarabe verde del centro: love that squirt! Después lo boto.
La empleada ya no está.
Mi madre debe estar por llegar.
En la pantalla cambian el video: aparece Rod Stewart con Hot Legs, lo he visto mil veces. El Canal 5 es lo peor, no sé qué hace ahí metido el Pirincho Cárcamo.
Me asomo a la ventana. Desde aquí arriba se divisa un choque, parece que atropellaron a alguien, un caballo está tirado en el pavimento pero no cacho muy bien, sangra, la calle está hecha un asco. Hay una carreta dada vuelta, cualquier fruta esparcida por toda la calle, un Fiat hecho mierda.
Con el control cambio de canal. Tardes de cine. Una película con la Kristy McNichol, la de Family. Se ve enferma de chica, no como ahora que está bastante rica. Como aparece en Adorables revoltosas, mayores de 21, donde se acuesta con el Matt Dillon y pierde la virginidad, y a la Tatum O’Neal, más cartucha, se le hace y pierde la apuesta o algo así.
Suena el teléfono:
—Para qué llamas, huevón culeado.
—Puta, Nacho. ¿Cómo estás?
—Bomb, cómo voy a estar. Como las huevas. Más parqueado que la mierda.
—Me imagino.
—¿Y? Cuenta, cuenta.
—No sé, cualquier cantidad de cuestiones. Lo pasé increíble. Maldita la hora en que volví.
—Puta, perdona.
—No, si es mala onda no más. Dime que a ti no te ha pasado antes.
—No sé, me da lo mismo... Oye, juntémonos.Tengo unos huiros de Los Andes.
—No creo. O sea, no puedo, Nacho.Tengo esta fiesta asquerosa de mi parentela. Se supone que tengo que ir, pero no quiero, ni sé si vaya. La organiza mi primo, tú lo ubicas, apestoso ese huevón.
—¿Hasta qué hora dura?
—Ni lo sé, man.
—Encontrémonos en el Juancho’s, tarde.
—Puede ser.
—No, no, tienes que ir, me la debes, Matías. Si hasta te he echado de menos.
—Puede ser. Chao.
—Estás volado, ¿no?
—Algo.
—Buena onda. Nos vemos.
Cuelgo.
Cambio el canal.
Jeff Cutash enseña a bailar disco en una feroz discothèque de Nueva York. Hot City. En Rio también lo daban, la Cassia me lo contó. Me acuerdo que le cargaba. Un grupito de latinos grasosos, con camisas de lycra, empieza a enseñar el shuffle o el hustle, no sé. En eso aparece la Alicia Bridges, el pelo totalmente platinado, una pinta de maraca increíble, peor que cuando vino al programa de Raúl Matas. Estoy a punto de bajar nuevamente el volumen pero su I love the night life, I’ve got to boogie... me conquista. Me la sé de memoria. En realidad me apesta, como toda la onda disco. Pero esa canción en particular es como un placer culpable. Igual la escucho. No sé cómo consigo memorizar tanta huevada. Estoy inquieto: la Bridges deja de cantar y los Tavares amenazan con aparecer.
Apreto mute.
Marco los botones del teléfono:
—Nacho.
—Matías. ¿Qué pasa?
—¿Con quién vas a ir al Juancho’s?
—Un montón de huevones.
—¿Y minas?
—Algunas. Quizás la Pelusa, quizás la Maite.
—La Maite, ¿ah? ¿Sigue viva?
—Más que nunca.
—Bueno, da igual...Te traje algo de Brasil, man.
—¿Tú?
—Seguro, qué te crees. Nunca tan traidor. Te va a encantar. Nos vemos más tarde.
Buena onda el Nacho, me cae bien. Es lejos mi mejor amigo, mucho más que el Lerner, pero en realidad da lo mismo, si uno anda analizando mucho sus amistades, seguro termina más que solo y aburrido, y esa no es para nada la idea.Yo podría dominarlo si quisiera; es el típico gallo al que le cuesta tomar una decisión por sí mismo. Siempre me anda pidiendo consejos. A veces se los doy.
Supongo que lo quiero pero nunca se lo diría porque nada que ver, nunca tan maraco.
El Nacho, que es un surfista consumado y baila samba como nadie, no fue a Rio, ciudad que siempre ha idolatrado, desde pendejo. Se lo cagaron bien cagado. Su padre fue el culpable. Le prohibió ir. Lo castigó. Y no fue un asunto de billete, que para eso tienen plata, incluso más que nosotros. Su viejo es naval, capitán de fragata o de corbeta, pero no navega, trabaja aquí en Santiago, tiene algo que ver con el gobierno. Para mí que está metido en cosas no muy santas pero nadie dice nada. Está conectado, tiene un Mercedes verde-oliva increíble y al Nacho le prometió un Mazda cuando cumpliera dieciocho. Ahora no creo que le regale ni una bicicleta. Jamás se lo va a perdonar, de eso estoy seguro. Si hasta a mí ni me pesca y eso que le caía superbién. El viejo tiene su oficina en uno de esos feroces edificios que están cerca de La Moneda. Desde su ventana se ve cómo la están arreglando, afinando los últimos detalles. Con el Nacho hemos pasado un montón de veces a pedirle plata. Hemos tenido que atravesar la vigilancia, todos esos milicos con metralleta que cuidan la entrada. Pero ahora el viejo lo odia, al Nacho, porque este huevón se dio cuenta de que no era capaz de soportar la Escuela Naval, algo que yo siempre tuve claro porque nadie que tenga la cabeza bien puesta puede aceptar que, por propia voluntad, le saquen la mierda y lo mandoneen de arriba a abajo. El Nacho duró apenas seis meses y él mismo me ha contado ciertas cuestiones que le tocó vivir, para traumar a cualquiera. Pero su viejo negó que fuera «una experiencia sadomasoquista» y se le puso que el Nacho entrara, lo sacó del colegio, lo matriculó en la Naval y le aseguró que lo inscribiría en el viaje anual de la Esmeralda. Él mismo se iba a asegurar de que ese año el barco pasara por California y Hawai para que llevara su tabla. El Nacho, la verdad de las cosas, nunca quiso entrar, pero pensó que tal vez no sería tan terrible, que hasta se podía ver bien en uniforme.
Suena el teléfono:
—¿Aló? ¿Está la Francisca?
—No, no está.
—Ah, ya. Chao.
Un grupo del curso lo fuimos a despedir a Valparaíso, me acuerdo. Hicimos una fiesta en mi departamento de Reñaca a la que asistieron todos menos el propio Nacho. Si hay alguien sobre la tierra que no nació para ser milico —o naval—, ese es el Nacho. O yo. Farrero, patán, desordenado, buena onda. En Valparaíso le cortaron el pelo casi al rape, lo hacían levantarse al alba a hacer ejercicios, debía venerar a los miembros de la Junta Militar. Una verdadera pesadilla.
«Mira, huevón», me dijo una vez, «¿te acuerdas de La ciudad y los perros, ese libro que la Flora Montenegro nos hizo leer? Bueno, el libro es una pata de jaiba al lado de lo que pasa en la Escuela Naval. Es una mierda, me carga, ya no la aguanto. Estoy cagado de miedo. Hay algo raro, no sé».
Finalmente se atrevió y abandonó la escuela. Su viejo no lo recibió de vuelta en la casa. Ahora es su madre la que le paga el colegio y le pasa plata. Pero no se puede conseguir tanta y no tuvo para pagarle el viaje a Rio.Y aunque la hubiera tenido, el muy conchudo de su viejo le hubiera negado el permiso notarial para salir del país. Realmente lo odia. Lo ha tildado de todo: cobarde, traidor, comunista. Los padres pueden ser así: son una carga que uno no sabe cómo cargar. El Nacho vive ahora con su hermana mayor, de allegado. Medio cagado pero sobrevive.Y el pelo ya le creció.
Mi madre, no sé cómo lo hace, se maquilla sin mirarse al espejo mientras recorre el departamento envuelta en un caftán mostaza, con una mano en el teléfono y la otra en el rouge color vino. Habla con mi tía Lorena, que es su hermana, se supone que es mi madrina y la madre de esos primos míos. A cada rato mi madre entra en mi pieza, la mira de arriba a abajo y me habla, aprovechando que mi tía Lorena estará dándole órdenes a la banquetera:
—Ya puh, Matías, apúrate.
—Por favor, no me hinches, madre.
—No te hagas el interesante.Vas a ir y punto.
—No me queda claro.
—Matías, no me huevees. Estoy atrasadísima, me veo pésimo y tu padre seguro que va a llegar tarde. Hazme el favor y anda.
Miro el techo pero no encuentro nada de interés, así que me tapo con la almohada.
Pienso: la sola idea de juntarme con mi familia y la parentela hace que la palabra depresión quede corta.
Me dan ganas de hurgar en la naranjísima libreta de teléfonos de mi vieja y buscar en la lista de emergencia a alguno de los varios sicólogos que han asistido a mis hermanas.
Me reprimo.
Estoy cagado: no debí haber vuelto.
Esa es mi conclusión final.
Apenas un día acá y ya no lo aguanto.
Debí haber tomado fotos, pienso.Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Para llevar la contra escondí la máquina al fondo de la maleta. «Lo que no guardo en mi memoria, no me interesa conservarlo», fue mi frase para el bronce. Ojalá que la Rosita Barros haya revelado sus varios millones de rollos. Sé que me tomó una con la Cassia a la entrada del hotel, a petición mía.Y otra con la Antonia en el aeropuerto de Buenos Aires, a la ida.
¿Qué será de la Antonia? Mala jugada. Debe estar sola en su casa. Seguro que esta noche no va a salir. Espero que el huevón del Gonzalo McClure siga hoy tan cobarde como siempre. El tipo se destroza si la Antonia le dice que no.Yo también. Supongo. No sé, no me interesa, no me arrepiento de nada. Ella debe andar por ahí, mostrando su ropa nueva, hablando mal de mí. Seguro que se va a quedar sola en su casa, mirando la tele. Podría llamarla. Quizás debería ir a lo del Javier. Bajar, hasta tocar fondo.
—Bueno ya, me voy a dar una vueltecita por la famosa fiesta. Ahora deja de hincharme, que ya no aguanto.
—Más vale que vayas arreglado y que te eches una afeitada, mira que va a ir pura gente conocida, que me ubica.
—No faltaba más.
Por fin desaparece: se encierra en el baño o algo así.
El aire seco de la calefacción central se vuelve un tanto más respirable.
Enciendo el equipo, pongo la radio Carolina y escucho un especial bastante malo de los Village People, que ya están más que decadentes. Igual supongo que esa canción de los ochenta que grabaron me gusta. Otro placer culpable que entono a cada rato. Eso de get ready for the eighties, ready for the time of your life me obsesiona, quizás porque no me lo creo o porque, en el fondo, esta década que viene me huele bien.Además está eso que me dijo el Lerner, que a veces acierta sin querer: «Los ochenta son nuestros, compadre». Eso me quedó dando vueltas cualquier cantidad.
—Chao, nos vamos.Te veo allá.
La puerta se cierra. Me siento mucho mejor, menos observado. Se ha ido a la fiesta con dos de mis hermanas, que fueron llegando mientras dormía. Somos cuatro hermanos. El único hombre, el tercero del montón, soy yo. La Pilar, la mayor, está casada con un asco de tipo que solo sabe de rugby y de cómo tirársela: llevan acumulados tres hijos en apenas dos años de matrimonio. El primero nació cinco meses después de la boda.
Mi madre dijo que fue prematuro, pero eso no es nada: ha hecho cosas peores con tal de salvar la honra familiar y por eso me rehúye, de pura culpa, supongo.
Las otras dos son enfermas de engreídas, nadie las puede tomar en serio. Hablan todo el día por teléfono y coleccionan discos que compran en Circus. Parecen un estereotipo pero existen, se emocionan con estupideces y dejan pasar lo mejor de la vida sin ni siquiera darse cuenta. La Francisca, que es la más rica de las tres, tiene dieciocho y algo y estudia Publicidad en este feroz y carísimo instituto privado que posee una solterona conocida de mi madre.Antes era bastante más rajada, pero ahora la tienen más controlada, después de todo lo que pasó. La Bea, que es la más chica, anda por los catorce y ni siquiera merece análisis, hasta que no crezca un rato y se saque sus frenillos, hasta que la huevona deje de odiarme, de hablar de mí ante las pendejas de sus amigas que me encuentran estupendo, se meten en mi pieza y me revisan los calzoncillos, esa onda.
Intento leer el diario.
Casi imposible, serios problemas. Gustavo Leigh, el que bombardeó La Moneda, ahora se dio vuelta la chaqueta y llama a votar por el NO. El asquerosamente cartucho del Jaime Guzmán habla todo el día para justificar el SÍ. Analizan la propuesta que hizo Frei en el Teatro Caupolicán el martes pasado. Pinochet, como siempre, anda hueveando por el sur, reuniendo votos.Va a ganar igual. El tipo es patético, pero se rodea de tipos que saben. Como el tal Guzmán.
Vamos bien, mañana mejor, es el eslogan del mes.
Mi hermana Francisca, que está en edad de votar, lo hará por el SÍ. Ella y todo su curso de poseros están por la Constitución de la Libertad. Me dice que ahora Chile es el país de Latinoamérica que más importancia le da a la publicidad. Puede ser.A mí la política me da lo mismo. En realidad, no sé nada, solo conozco esos documentales contra la UP y todo el gobierno de Allende que dan en el Canal 7 y que a mí me parecen bastante entretenidos, en especial porque Chile se ve tan antiguo y en otra. Es como si fuera otro país, con otro look, la gente con barba y minifaldas y letreros y huelgas y colas y metralletas. Mi vieja dice que fue la peor época de la historia, pero yo cacho que ni tanto. Que exagera. De repente es verdad. Pero por lo menos es harto más entretenido que lo de ahora.
Se me ocurre encender una barrita de incienso que les compré a los pelados Hare Krishna en la micro antes del viaje, pero la humareda me da asco y el olor me trae extraños recuerdos de andanzas veraniegas nocturnas a Quintero, a buscar chulas con quienes tirar en la playa de Loncura, o hasta en Ritoque si las minas eran más audaces y se subían a los autos. El incienso no tiene olor a sándalo, sino a pachulí, cacho. Estoy pasado. Un asco.Agarro el palo y lo meto en un vaso de Coca-Cola sin gas que tengo aquí desde ayer. Sale un humo blanco.
Abandono la pieza.
Cierro la puerta.
Me dedico a dar vueltas por la terraza. Hace frío pero no me importa. Por lo menos está despejado, sin demasiado esmog, el sol se ha vuelto de un tono naranja a espaldas de la Torre Entel y la Costanera es solo una larga manguera de luces blancas que avanzan hacia aquí. El departamento es bastante amplio y ocupa todo el último piso del edifìcio, lo que es bastante bueno porque siempre hay sol a alguna hora y uno puede variar su ángulo visual dependiendo del ánimo. Mi pieza da al San Cristóbal, donde subo a veces a dar vueltas en mi Benotto, llego hasta la piscina y el monumento a los héroes de La Concepción. Es allí donde Pinochet suele condecorar a los jóvenes apestosos del año, seguro que mi primo Javier está haciendo lo humanamente posible para ser galardonado el próximo semestre.
Mi padre, estupendo él, bronceado de tanto arrancarse de la empresa y subir a La Parva, con la camisa abierta y el pelo en calculado desorden, irrumpe triunfal en el departamento justo cuando está por empezar El chavo del ocho en la tele. Lo veo a través del vidrio. Al verme me hace una seña. Entro desde la terraza. El tipo está eufórico, como siempre, y me refriega su felicidad. Me hace sentirme culpable de no pasarlo bien todo el día, como él. Enciende el equipo y pone el último disco de Olivia Newton-John, la banda sonora de Xanadú, lejos lo peor, pero a él le gusta porque el huevón se las da de jovencito y se supone que a los jóvenes les gusta este tipo de música.
Comienza a preparar unos tragos.
—Tómate uno.
—No puedo.Tengo que estudiar —miento.
—No todo en la vida es estudio, cabrito. Déjate de huevear y tómate un pencazo con tu viejo.
Me hace tragar un screwdriver. No está mal, lo reconozco.
Mi padre se jura un ganador. Se sabe pintoso y por eso se agarró a mi vieja con tanta facilidad. Los curas lo expulsaron del colegio. Así comenzó a ganar plata antes que el resto de sus compañeros. Se casó súper pendejo y se ve aún más joven de lo que realmente es.
—Matías, apúrate. No tenemos mucho tiempo. No quiero llegar tarde donde el Javier.
Por supuesto, cómo querer llegar tarde a un evento social tan importante. Mi primito perfecto, el Javier, seleccionado nacional de esquí, notorios bíceps, poleras Peval, campeón de wind-surf, un hombre que lo consigue todo fácilmente, cumple veintiún años. Está por graduarse de hotelería y turismo en Inacap, of course. Mi tío, su padre, quiere instalar una hostería cerca de Pucón, piensa que puede convertirse en un balneario a nivel internacional. Lo dudo. Si hay algo aburrido en este mundo es Pucón o Villarrica o Licán. Odio las lanchas y a la gente que anda en ellas.
La graduación del Javiercito los tiene entusiasmados a todos, en especial a la beata de mi abuela, que se derrite por el huevón. El tipo, en todo caso, tiene su mérito, por fin va a terminar algo que no sea un simple pololeo. Antes de largarse al sur, mi tío lo va a enviar a Atlantic City a aprender otro poco, a hacer una práctica en un feroz hotel con casino.También quiere mandarlo a una escuela en Francia, especializada en salsas, patés, petits bouchets, cosas así. El tipo, todos juran, va a triunfar.
Me meto a la ducha, me lavo el pelo y salgo. Comienzo a afeitarme lo poco y nada que tengo.
En eso entra mi padre al baño.
Olvidé colocar el pestillo.
Huevón.
Echa a andar el jacuzzi: deja su trago sobre la tapa del water. Sin darme tiempo a reaccionar, me tira un golpe, intenta arrancarme la toalla de la cintura. Casi quedo en pelotas, apenas logro taparme.
—¿Qué escondes tanto, huevón? Cualquiera diría que tienes mucho que mostrar.
De un tiempo a esta parte mi padre quiere verme en pelotas, estoy seguro. Lo he cachado en varias oportunidades. El otro día, incluso, me invitó al Sauna Mund. Le dije que no, por supuesto. Él jura que esto del empelotamiento es la máxima complicidad, como el mínimo grado de confianza al que puede aspirar un padre con su hijo. Quizás tenga razón, aunque a mí me parece sospechoso. En realidad, no tiene nada de malo. Cantidad de huevones frente a los cuales uno se ha duchado en un camarín u otros sitios y cero cuestionamiento, cero urgimiento. Pero con mi viejo es distinto. No sé, es algo que me urge y me da lata. No soporto la idea. Es como si le entregara mi último secreto, como si lo acogiera de verdad. Hay cosas que uno tiene todo el derecho de guardarse, de no compartir con nadie. Mi viejo sueña con que yo me convierta en una vitrina donde él pueda reflejarse. Y si algo tengo claro es que ese placer no se lo voy a dar.
Limpio el vaho del espejo y cacho que, con el golpe que me dio, me corté.Veo cómo la sangre se desliza por mi cuello, mezclándose con la espuma, cayendo gruesa y babosa al lavatorio lleno de agua.
—¿Qué pasó? ¿Te vino la regla, huevón?
Lo miro con mi peor mirada. Me arreglo la toalla lo más firmemente posible. Seguro que estoy rojo, avergonzado. Me enjuago bien la cara y me pongo un parchecurita. Él se desliza fuera de su bata azul, de karateka, y se mete al jacuzzi, el que se trajo de Houston.
El huevón se mantiene en forma, hay que reconocerlo. Siempre bronceado, cero grasa. Es un real exhibicionista.
Yo duermo con piyama, él se pasea en pelotas por la casa, incluso frente a mis hermanas. Ellas le pellizcan el poto, se ríen, bromean a su costa.
Cierro la puerta, escondo el vapor a mis espaldas y parto a mi pieza.
Pongo el seguro, pero ni así me siento protegido.
Mi padre siempre intenta hablarme de sexo, me regala condones, revistas porno, plata para putas, aunque nunca tan directo. Incluso una vez que estábamos en el centro, tomando un café en el Haití, mirando las minifaldas de las cafetineras, me invitó a una casa de masajes que conocía. Le dije que no. Jamás me lo perdonó, de eso estoy seguro. Partió solo. Quizás debí ir. Después, en la casa, me paró en un pasillo y me sacó en cara lo poco solidario que me había portado. «Me dejó seco», recuerdo que me dijo. Debe pensar que soy virgen o maricón. Siempre trata de parecer liberal y huevear. Ni idea de por qué lo hace. Ningún otro padre que conozco es así. La mayoría ni siquiera mira a sus hijos. El mío no para de hablarme. Suerte la mía.
Me pongo una camisa a rayas y un FU’s poco gastado que mi vieja me trajo a su regreso del viaje número cuatrocientos a Miami, y me siento a esperar. Finalmente aparece, todo perfumado de Azzaro, vistiendo un terno gris de Milán, con mil rayas, y una corbata guinda seca. Se ve bien, supongo.
Salimos.
En el ascensor empieza a pegarme en el hombro, a lo Rocky. Espera que yo también me largue a dar saltitos y pegarle combos, pero no le hago caso. Es mejor ignorarlo. O quizás debería encajarle un buen gancho de izquierda, dejarlo aturdido y lona y encerrarlo un par de días en el ascensor, como castigo. A ver si así aprende.
Ya en su auto, el Volvo que tanto quiere, pone un casete de K.C. and the Sunshine Band —sus gustos son realmente deplorables— y canta a todo volumen con su spanglish criollo. Del estacionamiento sale rajado y pica cada vez que puede, echándoles carrera a los demás. En un semáforo nos paramos junto a un Datsun naranja con dos rubias en su interior, que le echan miraditas al viejo, y sonrisitas, y todo ese hueveo. Mi padre se pone todo sexy y matador, mirando de reojo a las minas, encendiendo un pucho como si estuviera en un comercial de Viceroy. Así seguimos, a toda velocidad, escapando de quién sabe qué, pelando forros, haciendo ruido por cuadras y cuadras. El Datsun nos sigue de cerca. La conductora es realmente de miedo, parece una de esas argentinas que veranean en Viña, predecible pero cumplidora, con una camiseta vieja y shorts que seguro se le meten.
—A ver, cabrito, ¿qué te parecen? Tú con la del lado y yo con la zorra que maneja. El que se la tira primero gana. En la próxima luz ofréceles unos puchos.
Mi padre siempre me trata de «cabrito». Me hincha las pelotas con eso de «cabrito». Su obsesión es pinchar en la calle. Dispara de chincol a jote. Lleva a todas las que le hacen dedo, intenta agarrar donde y como pueda.Y siempre trata de embarcarme en affaires que ni me interesan.
—¿Cómo te verías? Podríamos arrendar la suite cavernícola del Valdivia para los cuatro. A ver quién se va cortado primero.
—No sueñes.Tenemos el cóctel, la fiesta...
En el semáforo bajo la ventana y les ofrezco unos cigarrillos. Las huevonas se quedan con la cajetilla.
—¿Son hermanos? —me pregunta la que maneja antes de acelerar y desaparecer.
Mi padre queda feliz. El triunfador, una vez más, ha triunfado.
En Luis Pasteur vira hacia arriba y partimos a todo dar.
—Para otra vez será, cabrito. Uno de estos días tu padre te va a conseguir una cacha que jamás olvidarás —dice y me revuelve todo el pelo.
Avanzamos unas cuadras más. Intento distanciarme mentalmente lo más lejos posible de él. De pronto, casi como un comentario al margen, me dice:
—Putas que te quiero, cabrito.
Ni siquiera me mira. Sigue manejando. No sé qué hacer.
Me pongo tenso, siento náuseas. No soy bueno para este tipo de cosas. Menos cuando no son recíprocas. No digo nada. No se me ocurre qué acotar. Decirle «gracias» no viene al caso. Me concentro en las mansiones escondidas detrás de unas inmensas paredes rayadas con consignas contra el gobierno, contra Pinochet, grandes NO que algún maestro chasquilla, de esos que sirven para todo, trata de tapar con cal.
Mi padre apaga el casete y pone la radio.Yo pienso en él. Tiene minas por kilos. No son inventos, sino reales, con harta cadera, harta teta. Culea de lo lindo, me consta. Jamás podré superarlo. Soy un romántico. O un tímido. Más bien un huevón. Para mi padre, en cambio, engrupirse a una mina es tan fácil como encender la tele. Me tiene de confidente. Puede que sea su mayor virtud, esa cosa adolescente, como del Nacho, eso de contarlo todo en detalle. Si no me lo contara, ni siquiera se metería con ellas, creo: perdería la gracia. El orgasmo, estoy más que seguro, lo alcanza hablando, compartiéndolo con alguien. Como no tiene amigos, me lo cuenta a mí que soy su hijo, no su amigo. Igual lo escucho. Me siento culpable.Ya que no le cuento nada, por lo menos debería escucharlo. Todas sus confidencias son iguales. No cambian. Los encuentros sexuales nunca varían demasiado. No es como cuando uno se enamora y, por mucho que uno cree que tiene experiencia de más, al final resulta un novato. Inexperto, vulnerable. Uno se las cree todas, por eso pierde. Siempre es difícil aprender. Mi padre se va por el camino fácil.Y me lo cuenta todo. Incluso me muestra fotos: polaroids de orgías en la casa de sus socios, minas abiertas de piernas, huevadas por el estilo.
Lo que nunca me cuenta, en cambio, es su relación con mi vieja. Porque probablemente no existe. Ni se pescan. Aunque a veces, cuando ambos han tomado lo suficiente, huevean, salen a bailar o incluso hacen el amor y todos, yo y mis hermanas, nos cagamos de la risa con sus quejidos. Sé que se casaron apurados. Culpa de la Pilar, mi hermana. Nadie lo sabe excepto yo, que me di el trabajo de hacer cálculos. En todo caso, a mi padre le convenía subir de estatus, porque los Vicuña estaban en decadencia. Me comentó algo al respecto una vez que volvíamos juntos de Reñaca. Estaba bastante borracho. Íbamos solos.Yo comía charqui. Delante nuestro iba un Chevy ’59 verde.
—En la parte trasera de un auto como ese fue que te hicimos, huevón. Fue mi primer auto.Tus hermanas eran chicas y las dejamos con tu abuela. Fuimos al Cajón del Maipo y nos tomamos varias botellas de pisco. Nos quedamos hasta tarde, bailando twist al compás de la radio. Parecíamos pololos.Yo me veía encachado, me acuerdo, no te estoy hueveando. Con esa casaca parecida a la de James Dean dejaba la cagada entre mis amigos, te lo juro. Nos instalamos en el asiento trasero y terminamos tirando. No pensábamos tener otra guagua, porque yo todavía no tenía mucha plata, ¿me entiendes? Económicamente el país era la nada; no como ahora. Cuando vos naciste no quería más guerra.Te llevé donde todos los huevones de mis amigos a mostrarte.Yo era el único que estaba casado. Te convertiste en la mascota del grupo, estaba más orgulloso. Incluso antes de conocer a tu mamá, siempre quise tener un hijo hombre, un huevón que fuera como yo.
Bien, Matías, la noche es joven, imagínate que estás en Rio o en Los Angeles, pasándolo de miedo, rajado por una calle llena de palmeras, la luz de la luna ilumina las olas que revientan en la playa.
Ojalá Santiago tuviera freeways, piensas, y carreteras donde picar; podrías sacarle a este Accord de tu vieja unos cien, o ciento diez, pero Santiago está en Chile y lo único que hay son tréboles rascas y rotondas interminables e inútiles, plagadas de autos que dan vueltas y vueltas y vueltas.
Estás en la rotonda de La Portada de Vitacura, dando vueltas, típico.
Ya te has dado sus cuatro pasadas; deberías tratar de zafar.
Miras el reloj digital del tablero: 22:18.
Temprano.
El toque de queda es hoy a las tres.
El Nacho te dijo «tarde», así que tienes tu rato para matar.
Decides dar una vuelta.
Subes por la Kennedy, que brilla ancha y blanca bajo esas luces de mercurio, y sigues cambiando la radio, horrorizado de tanta onda disco, en qué quedó el viejo rock and roll. Sacas un casete de tu vieja:Anne Murray. No son exactamente tus gustos. Country love songs, diría el huevón de McClure, que tiene tantos discos y sabe tanto de música. Capaz que esté con la Antonia en estos precisos instantes.
Abres la ventana y el aire está fresco, rico, soportable, lo sientes en tu cara, en tu pelo que se vuela hacia atrás.
Esta calle la conoces de memoria, piensas. No te dice nada nuevo.
Embragas, metes quinta.
Avanzas rajado hacia arriba.
Anne Murray canta balada tras balada: You Needed Me, Someone Is Always Saying Goodbye, cosas así, nada que ver con tu estado de ánimo.
Estás ansioso, Matías, reconócelo. Levemente borracho, curado.
Curado de espanto, piensas.
Un mal chiste. Fome.
Aún no estás curado de nada.
Esa es la verdad, ¿o no?
Piensas en comprar una petaca de pisco sour, sueñas, quieres seguir tomando.También unas ramitas saladas. Mientras lo meditas, te das cuenta de que has llegado a Gerónimo de Alderete: señalizas, doblas hacia Vitacura por Espoz, a la derecha, ahí.
Estás en la calle donde vive la Antonia.
Era inevitable, qué esperabas.
No nos engañemos.
Ahora debes actuar, no perder el viaje.
Te estacionas frente a esa casa que conoces tan bien. Que conoces tan poco, tienes razón. No se ve ninguna actividad, el auto de los viejos no está, capaz que ella tampoco.
Metes primera nuevamente y vas hasta una botillería más o menos cerca y pides prestado el teléfono, que por supuesto te cobran.
Marcas y pides hablar con Antonia.
Tu respiración se chanta, mientras la empleada toma una decisión por sí sola y contesta: «No está... ¿De parte de quién?», te dice. «No, de nadie. Un amigo. Ricardo», le mientes.
Quedas sin voz, atónito, apestado.
Pides dos petacas.
«Heladas, por favor». Nada de ramitas.
Casi pides cigarrillos, aunque no fumas.
Hay pajitas. Le pides una a la gorda del mostrador.
Te la regala.
Compras Freshen Up de canela.
Pagas. Te vas.
Sigues dando vueltas. La noche es joven, lo cual es falso pero suena bien.
Enciendes la radio:Anne Murray.
Sacas el casete y lo tiras por la ventana.
Te arrepientes.
Frenas.
Miras hacia atrás: un Fiat 125 le pasa por arriba, cruje, la cinta queda esparcida en la avenida, volando al viento.
Tu vieja te va a matar.
Continúas.
Sintonizas la Concierto, la radio más fiel; la mejor. Julián García Reyes habla de la paz, del amor, lee una frase para el bronce sobre aquel que espera y aquel que se resigna, o algo así. Después colocan Emotional Rescue de los Stones, lo que te parece más que acertado.
Estás en Manquehue, cruzas Apoquindo; sigues hasta Colón y bajas.
Pasas por la casa de McClure, tu rival de la noche.
Te detienes.
La canción llega a su fin.
Abres la petaca.
Te la tomas.
Tu cuerpo tirita un poco.
Te bajas, tocas el timbre.
«Hola, tía, buenas noches. ¿Está Gonzalo? Espero que no sea muy tarde». «No, hijo, para nada. Fíjate que Gonzalito salió qué rato, yo le presté la camioneta; total, le falta tan poco para cumplir los dieciocho y sacar su carné. Lo mejor es que practique, así pasa el examen sin problemas, mira que a la hija de una conocida mía la rajaron en la Municipalidad de Providencia, se quiso morir de vergüenza, a mí me parece el colmo, ¿no crees?».
Sí, claro, el colmo. El huevón te las va a pagar, piensas mientras bajas por Isabel la Católica en total silencio. Salvo por las bocinas y una patrulla de pacos que escolta a un Mercedes, que seguro debe ser uno de la Junta; Merino vive por aquí, te han dicho.
McClure debe andar con la Antonia. Lo sospechas. Hace tiempo que anda urgido con ella; por algo la rondaba tanto en Rio. Y tú, con la Cassia, ni te acordaste de eso. Son iguales, piensas, tal para cual. Era predecible que se fijara en un tipo tan latero, tan cartucho, tan igual al resto.Tú eres superior, aunque ella jamás lo va a reconocer. Pero esa no te la crees ni tú. La Antonia no fue hecha para ti, eso te han dicho todos.Y ahora se te escapa.
La cagaste, huevoncito.
Se va con otro, uno que no la moleste, que deje de refregarle cosas en su contra. Eso te pasa por torearla, por querer cambiarla, por jurar que podías moldearla a tu onda. Estás perdiendo, amigo, parece que la hiciste de oro.
Son las 22:43, te fijas.
Te detienes en una calle oscura, llena de árboles, se nota que es primavera por las hojas y el olor de las flores. Un perro ladra tras una reja inmensa, pero qué importa, tú estás en otra.
Abres la guantera, sacas el libro del Automóvil Club, extraes el origami, vacías un poco del polvillo, lo mueles, lo alineas con tu carné escolar y con esa pajita de la botillería jalas lo que hay que jalar. Por un segundo piensas en tu viejo, no sabes bien por qué.
Prendes la radio, la pones a todo dar, pura onda disco,Anita Ward, Sister Sledge, Cheryl Lynn, born, born to be alive... y sigues tomando, terminas la segunda petaca, la tiras por la ventana, escuchas el estruendo; doblas por Vespucio, dos putas escondidas te hacen señas, quieres cruzar Apoquindo pero está el hoyo del Metro, la fosa, así que te desvías, subes por Nevería; logras pasar al otro lado, bajas por Riesco, cruzas muy despacio frente a los milicos con metralletas que cuidan la Escuela Militar.
Finalmente llegas a El Bosque: te estacionas frente al Juancho’s.
El neón verde y naranja del letrero te colorea la piel.
Te miras en el espejo: te ves bien.
Apagas el motor.
Piensas si realmente valdrá la pena bajarse y entrar y huevear y quién sabe qué más.Tu cerebro dice «anda a acostarte, has tenido una semana tremenda», pero tu lado farrero te ordena bajar e intentar pasarlo lo mejor posible.
Con esa idea te bajas, cruzas la calle, rechazas la rosa envuelta en celofán que una mendiga te ofrece al pasar y entras al Juancho’s con la secreta esperanza de olvidar lo que ni siquiera sabes que te molesta. Pero eso es solo una idea, un sueño: si se cumple, buena onda.Y si no, bueno, esta no es tu primera noche en Santiago.
O quizás lo sea.
Pero eso ya es otro asunto, ¿no?
El Juancho’s es el local de los elegidos, el de la juventud dorada, como dice la Luisa, que nunca viene por aquí. No cualquiera tiene acceso, eso es verdad. Hay un guardia a la entrada para cuidar que todos los que ingresan sean GCU, gente como uno. Antes pensaba que era una suerte ingresar al Juancho’s, si analizamos mi edad y mi estatus de colegial, pero el Toro, que es el dueño, cree en los «cheques a fecha» y no tiene problemas en que mis amigos y yo vengamos. Sabe además que, con tal de figurar, la pendejada paga lo que sea.Y es verdad. Los menores de dieciocho —prePAA, prelicencia para conducir— que venimos aquí, los que yo más conozco, huevones que cacho del Country o de Reñaca o del colegio, tienen la virtud de no parecer tan chicos, de vestirse a tono, de hacerle a todo y de gastar más que la mierda. Por eso entran.
Uno de los puntos altos del Juancho’s es que el Toro, que en realidad se llama Juan, nos fía. Más bien, tiene varias cuentas abiertas donde uno anota lo que gasta.Y si al cabo de un mes uno no tiene el billete suficiente para pagar, el Toro y su equipillo se lo cobran directamente a los viejos de cada uno. Lo genial es que los viejos siempre pagan, porque el Toro está asociado al Padrino y al sobrino de Pinochet. Eso es lo que lo une a toda esa red nocturna que incluye varios bares, pubs, cabarets, traficantes de jale y pepas, casas de masajes, saunas y quién sabe qué más. Así, la cuenta del Nacho, por ejemplo, la suman a la de su viejo que cada vez que sale del Krazy Kat o del Private Vips está tan pasado y nervioso, temeroso de que la tía averigüe que anda metiéndose con una ecuatoriana teñida, que el viejo de mierda saca su Montblanc y firma. El Nacho, ni huevón: consume y consume, total la venganza hay que cobrarla por alguna parte.A mí, en cambio, me cuesta más porque mis viejos solo van al Regine’s, donde son socios, o a lo más al Red Pub. Así, cuando estoy en la seca, es el viejo del Nacho el que termina financiándome los vicios. Por eso vengo. Me conviene. No tengo donde perder.
Finalmente entro al Juancho’s y el último álbum de los apestosos Queen se abalanza sobre mí, me penetra los oídos, casi me hace perder el equilibrio. El local me parece más chico, levemente más chileno de lo que recordaba. La pantalla gigante sigue ahí: mal regulada, proyectando un video del Jim Morrison vomitando sobre unas flores. El audio, por cierto, no coincide. El Chalo, que es el discjockey y cacha más de anfetaminas que de música, toca a todo dar Another One Bites the Dust. Lo miro y el huevón levanta sus gruesas cejas, que las tiene casi pegadas. Después se lanza con Rapsodia Bohemia para puro cagarme.
El Alejandro Paz, que es como mi socio del local, me saluda, alaba mi bronceada, me pregunta por la Antonia, si es verdad que ya no pasa nada entre nosotros.
—Sírveme una caipirinha, será mejor.
—Llegaste en la más brasilera, huevón.
—Obvio. ¿Y el Nacho? ¿Lo has cachado?
—No, no ha venido.
Me gusta el bar del Juancho’s. Es lo mejor del local y bien puede estar entre lo mejorcito de Chile. Es todo como de cromo, cromo y negro, un look muy estilizado, un poco como el departamento de Richard Gere en Gigoló americano, esa onda. En vez de captar la estética de Fiebre de sábado por la noche, a lo disco Hollywood, el Toro y sus socios atinaron y contrataron a un gringo que se adelanta a la época.
En el bar del Juancho’s, donde trabaja el Paz, hay cualquier cantidad de luces de neón secretas, escondidas, que rebotan en los espejos y las copas, crean contornos extraños, lo transforman todo en una atmósfera de película.
—Está buena la redecoración del bar, Paz. Deberían jugársela ahora con el resto.Todavía demasiado criollo.
—Calma, viejito, todo a su tiempo.
—Sí, pero nada que ver mezclar las velitas de las mesas con el cromo o el acero.
El Paz me pasa mi trago.
—Malazo, huevón —le digo.
—¿Cómo que malo? Está perfecto. Le eché cualquier cachaza.
—Son los limones, Paz. Son distintos: muy amargos, algo así. Deberías usar los de Pica. O mezclar los limones con limas. No sé, tú eres el que manda.
—Nadie pide este trago, culeado. Además, si alguien quiere una caipirinha como la gente, va allá al Doña Flor.
—Puede ser.
No solo sirve tragos el gran Alejandro Paz de Chile. Conversa con la gente, cumple con el típico requisito estereotipado de los barmen en todas las películas. El huevón es divertido y yo le caigo mejor que el resto, creo. Y más o menos cacho por qué. El huevón es un desclasado y su único afán es molestar a todos los que venimos al Juancho’s. Critica y critica.Yo le digo que es un infiltrado, un agente del NO. Él se caga de la risa.
«Para socavar esta sociedad hay que socavarla desde adentro, Matías», me dijo una vez. «Eso lo vas a cachar cuando entres a la universidad. Acuérdate de mí».
Va por tercero o cuarto de Literatura y Filosofía, en el Pedagógico, un verdadero antro artesa según él, plagado de gente del partido, de la Jota y el MIR, gente que se deleita con Silvio Rodríguez y la Cantata Santa María de Iquique y que no tiene idea de quiénes son los Talking Heads, por ejemplo. Esas contradicciones del Paz son lo que lo salva. En la universidad lo desprecian por arribista e «imperializado» (el huevón sufre de una sospechosa e irrenunciable yanquimanía); acá en el Juancho’s, en cambio, asume el rol del «proletario explotado por el régimen que emborracha a los hijos de la burguesía dirigente».
El Alejandro Paz, por supuesto, es un burgués, no más de cuatro años mayor que yo, pero acarrea un rollo familiar que me supera, lo cacho.Vive solo, me ha dicho, y se gasta toda la plata que gana en el Juancho’s (más las propinas que agarra por traficar sus pitos y otros medicamentos) en discos, libros en inglés, suscripciones a revistas como Rolling Stone (a mí también me llega) o Interview. Su sueño es ir a USA, país que ya se le ha convertido en una obsesión casi enfermiza. Lo idolatra, sabe mucho más de «America» que cualquier gringo.
Yo solo he estado en Miami, con mis viejos y mis hermanas, hace unos años. También fuimos a Orlando: Disneyworld, Cape Kennedy, lo típico. Me gustó, seguro, pero nunca tan adicto. Igual me parece increíble, un país donde todo pasa, donde nadie te ubica ni te juzga, cero opiniones, un sitio donde es simplemente imposible aburrirse. Para el Paz es todo eso y más: es el cielo, el único lugar posible. Por eso, creo yo, no ha ido ni irá jamás, porque si USA llegara a decepcionarlo, a tratarlo mal, el huevón se disloca, se quema, caga.
En todo caso, es esta extraña comunión por lo yanqui la que me une al gran Alejandro Paz de Chile. Siempre hablamos en inglés.Yo con mi buen acento y todo. Según él, lo hablo bastante bien porque, tal como le ocurre a él, mis fuentes han sido «no tradicionales». O sea, más que en el colegio y esos cursillos en el Norteamericano, el american se aprende en la radio, el cine, los discos, las revistas, tirándose a alguna gringuita que vino vía el Youth For Understanding.
Al Paz —que una vez me presentó a una tejana, una tal Joyce que estaba aquí de intercambio— le encanta preparar tragos exóticos, inventar fórmulas con nombres como «A Drink on the Wild Side» o «Atlantic City Blues», que casi nadie se atreve a pedir.Y es también insuperable a la hora de hablar, de dar consejos. Antes de irme a Rio me dijo:
—Tú deberías pegarte un viaje de verdad, que duela, que te sirva para cachar las cosas como son. No con tu profesora ni con esos pernos de tus compañeros. Hay que ir solo. Recorrer USA en Greyhound, por ejemplo. Quedarse en pana en Wichita, comer un taco frente a El Alamo, dormir en un hotelucho lleno de vagos en Tulsa, Oklahoma. O ir a Nueva York, huevón; meterse al CBGB, cachar a la Patti Smith en vivo. Esa es vida, pendejo, no esto. Un día en Manhattan equivale a seis meses en Santiago. Regresar a Chile, loco, a este puterío rasca, bomb, con los milicos por todos lados y la repre, las mentes chatas, es más que heavy. Es hard core. Si basta escuchar la radio para cachar lo mal que estamos, Matías. ¿Cuándo van a tocar aquí algo de The Ramones, algo de los Pistols? Hazme caso, huevón, y lárgate: go west, my son, go west.
El Chalo pone ahora a Fleetwood Mac y una mina a la que ubico, de La Maisonette, se larga a bailar con un tipo muy apernado, que se cacha que no se la comería aunque la huevona insistiera. La huevona le muestra el cuerpo, que está bastante rico y con poco uso, bajo el vestido escotado, con las tetas a la vista, feroces tacos altos y un collar que, lo más seguro, es de su vieja opus dei.
—Qué apestosa esta huevada —le digo al Paz, que está lavando ahora unos vasos—. Es como si nada avanzara, las imágenes se repiten.
—Siempre te lo he dicho, siempre lo he pensado.
—Todo es tan chico, tan conocido. Como que cacho a todo el mundo, sé todo lo que va a pasar.
—Si hay que virarse. Fugarse antes de que sea muy tarde.Aquí no pasa nada, ni va a pasar nunca. Menos ahora. Con esto del plebiscito y la Constitución y toda la macana, estos conchas de su madre se van a quedar a lo menos ocho años más y capaz que después se atornillen otro período. ¿Ocho años, más otros dieciséis? Suman veinticuatro, compadre. Es cosa seria, hot stuff, cero hueveo.Te puedes imaginar lo que eso significa.Y lo peor es que todos los huevones como tú van a votar que SÍ.
—Yo no voto.Todavía no cumplo dieciocho...
—Pero si los tuvieras votarías que SÍ. No lo niegues.
—Tendría que pensarlo.
—Pensar qué, huevón. Es por gente como tú que estamos como estamos. Gracias a ti, yo estoy aquí preso, pasándome películas de virarme, de irme alguna vez. ¿Tú crees, Matías, que es muy rico sentir que no tienes un país, que tu futuro se ve cero, así en la más punk, que...?
—Córtala, ya basta. No me hinches. Estoy lo suficiente wired y apestado como para escuchar tu discursito, que no te lo crees ni tú. ¿De qué no future me hablas? Ganas cualquier billete en una pega divertida, que te permite oír todos tus discos, mejorar los gustos de la raza, como dices tú. Además estudias. Ahora, que estudias una inutilidad que no te va a dar un peso, eso ya es asunto tuyo, huevón. Si quisieras te podrías cambiar a Ingeniería Comercial. Aquí hay oportunidades para todos.
—Who are you trying to kid, you motherfucker?
—Eat shit, Paz. Eres un comunista que sueña con USA, que venderías a tu madre con tal de escribir en la Rolling Stone o servir tragos en ese famoso Palladium del que no paras de hablar. Sírveme un tequila puro, será mejor. Con hartos limones y sal.Y anótalo en la cuenta del Nacho, que ya debería haber llegado qué rato.
Media hora más tarde, quizás veinte minutos: el Chalo está transpirando, cambia que cambia discos, como que no se puede toda la presión, apenas logra atinar. Me acerco a ofrecerle ayuda, asesoría:
—Chao. No me jodas. Aquí yo toco lo que quiero.
—Ponte algo de The Clash. En Brasil los tocan muchísimo.
El Chalo coloca I Was Made for Lovin’You. Sabe que me apestan los Kiss, aunque esta canción no está nada mal, a la Antonia le encanta, es uno de los pocos temas movidos que la calientan. Frente a mí hay ahora un Barros Jarpa a la hawaiana, la especialidad de la casa: jamón, queso, piña, todo derretido y aceitoso. No me decido a comérmelo. Me da asco, no sé por qué lo pedí.
Aún no aparece el Nacho; lo voy a matar, el huevón me va a deber una. Quizás debería irme, pienso. Partir, dar una vuelta, cachar qué onda.
En la pista, todos bailan bajo los neones y las luces ultravioletas, que hacen brillar los dientes y los ojos y todo lo que es blanco en forma distorsionada. Hasta la grasa de la piel se vuelve fosforescente: si uno mira firme, puede ver cómo a algunos les reluce la nariz, la frente, la pera. Un real asco. No soporto el acné ni las espinillas sin reventar. Por suerte, yo casi no las tengo. A lo más, sus puntos negros que me saca la cosmetóloga de mi vieja cuando va por la casa.
Voy al baño a mirarme, a ver si, por hablador, no me ha salido algún grano.Ahí está el tarado del Quique Saavedra, quizás el rugbista más conocido de Chile, famoso por sus bíceps, axilas y otras partes de su cuerpo ahora que hizo un comercial para Rexona y aparece cada quince minutos en la tele.
El huevón se está mirando al espejo. Está todo pasado a pito. Saavedra tiene los ojos rojillos.
—Me extraña, Saavedra. Un deportista, un universitario, una figura de la televisión como tú, no debería hacerle a eso.Te hace mucho mal.
El huevón no pesca y se revisa los bíceps. Anda de manga corta, como si fuera pleno verano. El tipo es un imbécil de primera. Se mira al espejo por enésima vez y se arregla el pelo.
—¿Cómo me veo?
—Más viejo, Saavedra. ¿No estarás más gordo? —le digo, mientras termino de mear.
—Puro músculo, huevón. Puro músculo —y se golpea el estómago.
—Sí, puro músculo. Cómo dudarlo.
—Más respeto, pendejo. No te saco la mierda porque te conozco, no más. ¿Y tu hermana?
El huevón salió varias veces con la Pilar, un verano entero a decir verdad, antes de que el Guillermo Iriarte, su compañero de equipo, terminara casándose con ella.
—Ahí está. Con tu amigo el Iriarte. El domingo bautizan al Felipe, el último encarguito que han hecho.
—¿Ah, sí, ah?
—Sí... Pensar que podríamos haber sido cuñados.
—Difícil, huevón. Yo siempre me cuidé muchísimo. Puro condón, como la gente decente. Nada de «déjame meter la puntita» ni cuentos por el estilo. Conmigo no hubiera quedado preñada, así que ni cagando nos hubiéramos casado apurados.
—Me queda claro. ¿Te vas?
—Seguro.
—Entonces, chao.
El huevón se va. Me encierro en una de esas urnas que tapan los escusados. Cierro la puerta, saco el origami, extraigo la paja. Un poquito más, solo un poco. Mi hermana es una puta, pienso. La otra también. Deberíamos cuidarnos un poco, la familia es la que queda como las huevas. Garganta amarga, tabique profundo, esta huevada me está haciendo efecto.
—Dame una Margarita, Paz.
—Mucha mezcla, vas a buitrear.
—Entonces tequila con jugo de naranja.
—¿Un Sunrise?
—Lo que te dé la puta gana.Y apúrate.
En la pista sigue el baile. Me instalo en un rincón, solo. El Paz le echó mucha granadina al trago culeado. Saavedra baila con una minita trigueña que me suena, anda con una falda blanca y apretada —se le notan todos los calzones—, y el huevón la puntea firmeza. El muy huevón se cree perfecto. El Chalo apenas se ve y arremete con el remix de No More Tears, de la Streisand con Donna Summers. Un tipo con una cara de turco que no se la puede, camisa de seda transpirada, baila todo amariconado con la Tortuga, la de Música Libre, que nunca había venido al Juancho’s. La miro bien, porque es de las que más me gustan. Se ve mejor en la tele, eso sí. Cerca de ella cacho que hay como siete o seis huevones de Música Libre, unos tipos muy apestosos. Juran que matan porque bailan en la tele y reciben cartas de las chulas de la periferia, que lo único que pretenden es tirárselos.
—Tú eres Matías Vicuña, ¿no es cierto?
—Sí, ¿y tú?
—Miriam. Prefiero que me llames Vasheta, eso sí. Como todo el mundo, ¿ya?
—Ya —le respondo, pensando que la minita es un chiste.
Pero no, la loca parece que es de verdad: es así, medio freak, medio apernada.
—Tú eres el pololo de la Antonia Prieto, ¿no?
—No. Bueno, más o menos.
—¿Sí o no?
—Digamos que no. ¿Por qué?
—De copuchenta no más. La conozco y la encuentro superbonita. Además conozco ene a su hermano, era superyunta con un mino que fue pareja mía.
Esta mujer es una broma, pienso. Debería virarme, dejarla hablando sola.
—¿Vasheta? —le pregunto de puro bien educado.
—Es un hueveo familiar, jamás lo vas a entender. Un código interno. Es yiddish.Tú me entiendes, ¿no?
—Más de lo que crees: onda kibbutz, Estadio Israelita, circuncisiones...
—Exacto. ¿Tú no estás circuncidado, Matías? ¿O sí?
—No —le digo medio riéndome, medio pensando «quizás debería estarlo».
—Qué bueno. Estoy aburrida de minos con el cabezón al aire.
Esta mujer es una broma, pienso.
—¿Quieres un trago, Matías? Yo pago.
—No sé. Estoy esperando a unos amigos —le digo en la más indiferente.
—Oye, si no muerdo.Y si muerdo, no duele. Calma. Además es temprano. Vamos, esperemos juntos. Hace tiempo que quería hablar contigo. Me han hablado cualquier cantidad de ti.
Decido volver al bar. Ella me sigue hasta allí, al bar de cromo, y el Paz me mira con una cara como de «te he visto caer bajo, pero esto es el colmo».
—Hola, qué tal. ¿Qué quieren tomar? —nos dice el muy hipócrita.
—¿Tú, Matías? —me pregunta con su voz más sensual esta loca, crespa y chica, levemente gorda, con unos rollitos que se le asoman bajo la polera negra, decorada por una foto plastificada de Barbra Streisand —en pelotas— abrazando a un Kris Kristoffersson también en pelotas, claro que sin circuncisión, aunque en realidad a ninguno de los dos se le ve nada.
—Nace una estrella —le digo.
—Sí. ¿La viste?
—Con la Antonia.
Sus ojos azules y chicos se agrandan y me penetran. Esta huevona está celosa, pienso.
—Perdona que interrumpa —grita el gran Alejandro Paz de Chile—, pero, ¿qué quieren tomar?
Pedimos dos Margaritas. No quiero mezclar.
—Me encanta la Barbra Streisand —me dice la Vasheta, como si se lo hubiera preguntado. Su Enough is Enough (is Enough) todavía me retumba.Típico de mina del Instituto Hebreo identificarse con esa narigona sobrevalorada, pienso.
—Es mi ídola —prosigue—. La encuentro increíble: estupenda, buena actriz, buena cantante. ¿Has escuchado su álbum Wet?
—Gran título: Wet. Me gusta.You’ re kind of wet...
—No aún...
Esta huevona quiere hueveo.Te los está tirando firmeza.
—Todo a su tiempo, ¿no? —y me río en la más cínica.
Ella, como para coquetear, revuelve su trago, que ya está más que revuelto. Le miro el perfil. Se ha operado la nariz, deduzco. Es demasiado perfecta, no tiene mucho que ver con el resto de la cara. Es totalmente anti Streisand, concluyo.
—Bonita tu nariz —le digo sin querer.
—Gracias. Qué bueno que te guste. Es operada. Me la arreglé el año pasado. Con el doctor Zarhi. Costó harta plata pero mi papá cree que valió la pena. Yo también.
—Nunca me he operado nada.
—No lo necesitas.
Me río un poco, una risa medio nerviosa. Esta tipa quién se cree que es. El que manda aquí soy yo.Tomo un poco y lamo toda la sal del vaso. Ella me imita y su lengua brillosa circunda toda la copa con más ganas que elegancia. Después sus ojos se posan en los míos y ninguno de los dos pestañea. Miradas que matan, pienso. Por qué no llegará el Nacho, dónde mierda se habrá metido.
—¿Y tú qué haces, Miriam?
—Lo que tú quieras, cariño.
Te las están dando, huevón. Esta huevona es más fácil que clase de gimnasia. Síguele el juego...
—... pero no me llames Miriam, please... —me suplica con un pestañeo muy barato.
—No, en serio, ¿qué haces?
Te estás desviando del tema, cuidado.
—Estoy en el Pre. Cagué en la Prueba de Aptitud. No entré a la universidad. Obvio. Ahora voy al Ceaci. Claro que en la mañana, no en la tarde con toda la pendejada.
—Yo también pienso ir ahí, pero el próximo año.
—Verdad que eres tan chico.
¿Con quién se junta esta mina, quién le ha hablado de mí, qué quiere?
—También voy a unos cursos de la Levinia Manfredini, la cosmetóloga. Si quieres, un día te puedo sacar esos puntitos negros que tienes escondidos en la nariz.
—Si ni tengo. El sol de Rio me lo resecó todo.
—Y te hizo muy bien. Pero el cutis hay que cuidarlo.
—Astringente todas las noches, lavarse harto la cara, no comer mantequilla...
—¿Cómo tan informado?
—Una chula que atiende a mi vieja y mis hermanas. Y a mi padre. A veces me ataca a mí, me saca cosas, me pone sobre un vaporizador.
—¿Y qué astringente te recomienda?
Esta conversación no existe, es un invento tuyo, mereces más que esto. O van a tirar o te viras.Y que se calle, que apague esa voz horrorosa, como la de la Olivia de Popeye. O peor.
—No sé, ni me interesa.
—¿Y no tienes grasitas en la espalda?
—Cómo voy a saberlo. Que yo sepa, ninguna ha reclamado.
—Tendremos que ver, inspeccionar un poco. ¿Otro trago?
No, no quiero tomar nada; ya estoy más que borracho. ¿Alguien te ha dicho que no calientas a nadie, ni al más urgido? Por qué no te vas, no me gustan las minas insistentes.Anda a tirarle los cagados a otro.
—Cuéntame algo de tu vida. ¿Eres tan misterioso como dicen? ¿O es solo una máscara?
—¿Qué máscara? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres, que te cuente toda mi vida? Parece que estás muy parqueada. ¿Qué quieres saber? ¿Cómo es mi mujer ideal? ¿Si lloro en las noches porque me siento solo? ¿Si me drogo porque nadie me quiere?
—Calma, era solo una pregunta. Si tú quieres puedes averiguar lo que quieras de mí.
—Paz, dame otro trago —le digo, virándome en la más asertiva. Como si a mí me pudiera interesar algo de su vida. Con la mía tengo de sobra.
El teléfono suena, interrumpe mis pensamientos.
—Es para ti. El Nacho.
—Por fin. Pásamelo.
La Miriam me mira ansiosa, medio preocupada, urgida a cagarse.
—¿Dónde mierda estás, man? —grito por sobre la música que vomita el Chalo.
—Calma, Matías. Cambio de planes. Andaba con el Papelucho por Emilia Téllez buscando unos cuetes y nos topamos con el Julián Longhi y el Patán, que andaban en la misma. Así que atinamos, compramos como seis cogollos, y ahora vamos donde Cox, que está de cumpleaños. Sus viejos están en Sudáfrica, así que la cosa va a estar maldita. ¿Vamos?
—Seguro. ¿Dónde estás?
La Miriam me sigue mirando. Se come la torreja de limón de su segunda Margarita, que brilla azul bajo las luces. Dobla una servilleta.
—Estamos en el Pollo Stop.
—¿Y la Maite?
—Allá, supongo. Es fiesta sorpresa. O sea, Cox sabe, él la organizó y todo, pero es sorpresa: él no había pensado en dejar la cagada y ahora le dieron ganas. Juntémonos allí.Ya sabes donde es. En Los Dominicos, por Las Flores. Has ido cantidad de veces.
Le echo una mirada a la Miriam, a sus rulos colorines, a sus muslos apretados bajo esos jeans stretch negros.
—Nos vemos allá, entonces —le digo al Nacho.
—Vale.
Cuelgo y, antes de soltar el fono, los desteñidos ojos celestes de la Miriam me interrogan.
—¿Vas a alguna parte?
—Espero.
—¿Puedo ir? Tengo auto.
—Yo también, pero es una fiesta de puros amigos, con invitación. No dejan caer paracaidistas, sorry.
—Te da lata ir conmigo.
—No, nada que ver, te juro.
—Entonces no vayas, Matías. Podríamos ir a bailar por ahí. O a comer algo.
El Paz está lavando unos vasos, conversando con una minita a quien no cacho, ni su nombre, pero que lo anda rondando desde antes que me fuera a Rio. Me duele la espalda, es como si me hubiera quebrado un omóplato o como se llame eso. Me recostaría en el suelo, sobre ladrillos, no sé.Tengo tanto sueño que no puedo dormir.Toco mi cara y apenas la siento. Sé que tengo tequila hasta dentro de mis poros. La Miriam quiere una respuesta, está esperando, me da lata incluso hilar alguna frase.
—No, no lo creo —le digo con algo de culpa y mucho de alivio.
—¿De qué te escondes?
—Oye, ya basta. No me jodas. Si quieres jugar a la terapia, no me interesa. No sé qué andas buscando, pero conmigo seguro que no lo vas a encontrar. ¿Te queda claro?
—Te imaginaba distinto, Matías.
—No te imagines nada, ¿quieres? Hazme un favor y no te metas en lo que no te importa. Si ni siquiera me conoces.
—Perdona... No te alteres, nada personal. Si cambias de idea llámame. Déjame darte mi teléfono.
—Como quieras.
Agarra una servilleta y anota su número con una pluma fuente que ha sacado de su cartera.Al escribir la tinta se expande por la servilleta, que la absorbe, todo se convierte en un gran manchón azul.
—Espera —le digo—. Paz, pásate una cajita de fósforos.
Anoto su teléfono. Escribo «Miriam».
—Vasheta, Matías. Vasheta.
Tacho «Miriam». Escribo «Vasheta». Hay gente que se contenta con tan poco.
—Entonces te llamo —le digo antes de virar.
—Dame el tuyo.
Le pide al Paz otra cajita. Comienzo a dictarle mi fono pero a mitad de camino le cambio los números.
—Gracias —me dice—. Espero que lo pases bien.
—Igual. Lamento no poder invitarte.
—Seguro, seguro que sí.
Me alejo un poco de ella y me acerco al Paz.
—Muy fea tu actitud, viejito. Hit and run...
—Qué te pasa, man. Si la mina es la nada, es más obvia que la cresta.
—Pero te lo está dando. Llegar y llevar. Comida gratis.
—Nunca tanto, huevón.
—Mírala. La pobre va a tener que acabar sola, pensando en ti, solita con su almohada, con su puro dedito como compañía.
—You’re sick, man.
—You too.
—Bueno, me voy.Antes que me sienta culpable. Cualquier cosa, recados, no sé, estoy donde Cox. Debe estar en la libreta del Toro.
—Vírate, traidor. No tienes excusa. Dejarla como la dejaste. Me vas a obligar a hacerme cargo, entretener a la burguesía, satisfacerla...
—Resentido de mierda.
—No proyectes.
—Ya, me lateaste. Me voy. Chao.
—¿Y? ¿Leíste lo que te pasé?
—¿El Penthouse?
—Leer. No pajearse, huevón.
—Ah, sí, el libro ese.
—Salinger. Más respeto, compadre.
—No he tenido tiempo.
—Read it.
—Otro día. Chao. Nos estamos viendo.
—Sí, pero léelo.
Respiro hondo para cambiar de tema. Siento el aire precordillerano: rico, fresco, casi puro, como en Portillo al amanecer. Allí abajo, ni tan lejos, más allá de unas feroces casas tipo mediterráneo, está Santiago. Parece un montón de Legos iluminados, esparcidos al azar. Legos que se hubieran derrumbado después de un temblor.
Se ve bien desde acá arriba.
Una ciudad eterna.
Todas esas lucecillas naranjas y amarillas, interminables, perfectas.Todo me resulta tan impactante —el efecto, el efecto, el efecto te hace mucho mal, lo sabes— que ese valle, esa meseta de la depresión intermedia que está a mis pies, me parece la más impresionante del mundo. Pero rápidamente me cae la teja, escucho una pelada de forros, cacho que el Nacho y compañía van a hacer su llegada triunfal y que en ese pozo iluminado y seductor que chisporrotea allá abajo está mi casa, un punto negro que seguro no emite ninguna luz, aunque tal vez sí, quién soy yo para saberlo, como si me importara tanto.
Estoy sudando, con el pelo todo mojado y me veo pésimo.
Me lo he bailado todo.
La fiesta está ahí no más, nadie realmente nuevo, excepto la enana de la Pelusa Echegoyen, que volvió hace poco de La Serena, donde estuvo un año en la nada, vegetando al sol en La Herradura.Ahora está en las Monjas Francesas y tampoco hace nada. Así es su vida.
Bailé como una hora con la Pía Balmaceda, que ya superó el trauma de sus pecas y hasta se siente orgullosa de cultivar tantas en tan poco terreno. Lo pasé bien y hasta bailamos Coming Up de Paul McCartney (que era como el único tema de los top ten que le gustaba a la Cassia), pero no hablamos: solo bailar y ensayar pasos. No sé por qué enganché y bailé tanto. Nos bailamos entero el elepé Spirits Having Flown de los Bee Gees y fue divertido porque como que me olvidé de todo y, cuando sonó Love You Inside Out, nos bajó la de puntearnos y fue como si nos hubiéramos puesto a tirar ahí mismo en el living de Cox, pero después la canción terminó y no pasó nada.
Respiro hondo para recuperar el aliento y noto que mi pelo sigue asquerosamente mojado, lo mismo que la camisa.
El Nacho está sentado junto a mí.Toma.
—Podríamos ver Mad Max. La estrenan después del plebiscito. Debe ser total. El Paz dice que la Rolling Stone le hizo feroz crítica, que es lo violenta y lo increíble.
—Mejor que lo que han estado dando acá. Lo único que ha salvado fue esa del gigoló que vimos. ¿Viste algo allá?
—Una huevada medio porno. En un cine cerca del hotel. Fuimos casi todos. Idea del Lerner. Eran varios cuentos eróticos, onda esas películas del Alessandri o del Mónaco pero más al chancho. Con todo. El mejor era el de un huevón que se enamora de una sandía y termina culeándosela, man. Lo más increíble era que se veía cómo sucedía todo. El lente de la cámara entraba y salía de la sandía.Y la sandía muda.
—La ondita.
—En Brasil, loco, cualquier cosa. El Patán y Lerner vieron después una peor. Yo no fui porque andaba con una minita que conocí. Fue una cosa increíble, con tutti, man. Pero fue mucho más que eso. Fue como perfecto. Se llamaba Cassia.
—¿Brasileña?
—Por supuesto. De Brasilia.Tendrías que haberla conocido.Te hubieras enamorado al tiro de ella.
—Y medio lío que se hubiera armado, ¿no? —me responde un poco en la irónica y parte al bar, como si lo que le estoy contando le diera absolutamente lo mismo. Pero lo más probable es que sea todo lo contrario.
Así que decido callar.Y lo sigo hasta el bar.
La fiesta está ahí no más. El Julián Longhi mete y saca casetes del deck, la Pelusa Echegoyen sigue preparando tragos como si la huevona fuera el famoso Alejandro Paz de Chile. En el bar, el Nacho inicia el ataque. El huevón se tiene algo guardado, lo sé. Desde el momento en que lo vi, lo caché distinto. Envidia, por ahí va el sentimiento. En realidad, no lo culpo.Yo hubiera reventado de celos. Eso de que todos mis amigos partieran en el viaje que debí haber hecho es como mucho, como para cagar y traumar a cualquiera y crear un vacío dentro de uno que puede durar siglos. Claro, en la fiesta, como buena fiesta santiaguina, hay varios huevones de mi curso y el otro que no paran de hablar de Paquetá y Leblon y São Conrado y esa mole que es el shopping Rio Sul, donde los muy huevones compraron los mismos Fiorucci, las mismas zapatillas Adidas Roma, que esta noche andan luciendo.Y el Nacho emputecido, en otra, no quiere escuchar lo fabuloso, lo increíble, lo impecable que lo pasamos. Mala onda su situación. Bomb.
—¿Quieres otro trago? —me dice.
—Bueno, ya.
—Al viejo del Cox le regalan todos estos tragos. Puras coimas. Lo sé. Me consta.
—Puede ser.
Después se queda callado. Noto algo extraño pero no sé bien lo que es. Me duele un poco la cabeza. Estoy cansado, pero con cero sueño. Tiene algo guardado, algo que de alguna manera siento que es contra mí.
—Me apesta esto de estar en Chile —le confidencio.
—Ándate, entonces. Nadie te está pidiendo que te quedes. No porque no estés va a ganar el NO o nos van a invadir los argentinos por lo del Beagle.
—Era una opinión no más. Ganas de compartir un sentimiento. Nada personal. Si hubieras ido, me entenderías.
—Pero no fui, así que es difícil que te entienda, ¿no? Igual he viajado su poco y lo más bien que estoy aquí, aguantando como todos no más.
—Cambio y fuera, ¿ya?
—Da lo mismo.
La fiesta me tiene apestado. Lo mismo que el Nacho. McClure no está, lo que prueba que anda con la Antonia. Yo no debería estar aquí. Debería estar en Rio. Tirando hasta reventar. Jalando hasta no entender ni hueva.
—¿Quieres ver lo que te traje? —le digo al Nacho, por decir algo, como para enganchar. Para demostrarle que igual estoy.
—Seguro.
Atravesamos juntos el living.
Saco una paja de la mesa.
Todos bailan. Foxy: Get Off, Hot Number, lo peor.
Gustos de Cox, sin duda. Compró el disco conmigo, de eso me acuerdo. En el shopping de Vitacura. La Antonia estaba ahí, patinando. Era el cumpleaños de la Virginia Infante y su viejo arrendó la pista. Fuimos un grupo a mirar. Hamburguesas gratis. Bebidas.
—¿Te acuerdas de esa fiesta de la Virginia Infante? —le digo.
—¿La del shopping, la de los patines?
—Sí, exacto.
—Claro que me acuerdo. Cómo no me voy a acordar. Tú me cagaste con la Maite. Me acuerdo perfecto. Más de lo que tú crees.
El huevón sabe por dónde atacar. Donde más duele. Cómo provocar culpa. Pero ni siquiera sabe todo el cuento. Si supiera que me tiré a la Maite en el Brasilia de la Rosita Barros, el que estaba en ese estacionamiento subterráneo que hay detrás de los multicines, me mata. Revienta. Él cree que solo fue un atraque. Errado está.Ahora que... ni siquiera yo sé cómo pasó todo; en realidad me da lo mismo, pero tengo que reconocer que hice lo posible por agarrármela, porque la cuestión de la competencia fue superior a mí, algo demasiado exquisito y seductor como para atinar o jugar derecho. El propio Nacho fue el que inició lo de la competencia, creyendo que podía ganarme o sacarme celos o alguna pendejada así. Ese fue su error. Hay que competir solo si uno está muy, pero muy seguro de ganar. Lo más triste del caso, lo que me hace sentir peor, es que a la Maite en realidad le gustaba el Nacho.Y jamás pensé que la huevona fuera virgen, con todas esas historias que tenía acumuladas. Todo fue un error, una calentura típica, ella estaba enferma de volada y yo enganché en breve. Pero igual le gustaba el Nacho. Claro que lo encontraba un poco perno, demasiado tierno aún. Después que acabé en su polera, la muy perra me pidió que por favor no se lo dijera al Nacho. No quería que él se decepcionara. Prefería atinar conmigo y pololear con él, me dijo sin culpa.
Ahora está en otra; en Rio anduvo con el Patán y con uno de los brasileños amigos de la Cassia. El Julián Longhi, a pesar de su acné, también se la ha comido. Eso al Nacho lo enfurece: siente que todos han agarrado menos él.Yo igual creo que todavía le mueve las hormonas a la Maite. Pero él no la aguanta. La odia. En realidad, me cuesta creer cómo es que aún me tolera. Las dependencias, supongo, son vicios difíciles de quebrar. Siguen y siguen y aunque sean malas y lateras, la sola idea de vivir sin ellas, de quedarse solo y en medio de un vacío, es demasiado fuerte como para optar por lo sano y mandarlo todo a la cresta. Por eso el Nacho me sigue, creo. Y viceversa.
—Siempre te acuerdas de lo malo. Es como si llevaras la cuenta —le digo, algo apestado, mientras cierro con llave la puerta del baño.
—No pasa nada.
—No creo.
—Puede ser. Lo que pasa es que lo malo, las mariconadas, las traiciones y todo eso, queda grabado. Carcome lo bueno. Hace más daño. Por eso se te queda. Un buen recuerdo se borra y cuesta volver a sentir lo que sentiste en ese momento. Cuando uno se ha sentido muy como las huevas, ese dolor vuelve fácil. Es eso no más.Tú no lo entiendes porque solo lo pasas bien. Ese es tu problema.
El Nacho está enfermo, pienso. Mal. Sentado, como está, al borde de la tina, con esa camisa Palta que nunca se saca, nadie lo diría. La típica pinta de todos los asiduos al paseo Las Palmas. Tiene su rollo acumulado y eso se está haciendo notar. Lo está arranando y volviendo lejano. Igual estaba así antes de que partiéramos, pero ahora está peor. No es que ahora sea un depresivo ni nada. Es terminal. Vende el cuento de que está bien, huevea de lo lindo, pero no está en ninguna parte. Solo está con él.
—No es para tanto —le digo—. En serio. O sea, te encuentro la razón y todo, pero con esa visión solo lo haces más difícil para ti mismo. Eres tú el que pierde.
Soy su mejor amigo. Lejos.
Eso es, quizás, lo que lo distorsiona todo, lo que lo complica.
Es ese silencio del huevón, eso de que se lo trague todo y no me diga nada, lo que me toca. Lo que me llega.
—Si sé. Es un estado no más, una onda. Nada grave, Matías.Ya se me va a quitar. Ahora muéstrate el regalito.
Cierro la tapa del escusado, me siento y limpio con la manga la superficie del estanque.
Entonces me doy cuenta de que hay un espejo delgado en la pared, lo descuelgo y lo pongo sobre la tapa.
—Es coca, ¿no?
—Tú lo has dicho, man.
Abro el origami y esparzo un buen montón de polvillo sobre el espejo. Dejo el paquetito sobre la tapa del estanque. El Nacho se levanta, abre el botiquín y saca una gillette que no está usada.
—Pícala con esto en vez de tu carné escolar.
—Estás al día, veo. Muchas películas.
—No, el Papelucho me enseñó. Jalamos ene allá en punta de Lobos, mientras ustedes andaban en Rio. Ahí caché. Apúrate, que ya no doy más. Esto me cae como las huevas.
—Así que no es tu primera vez.
—No soy virgen, no. Espero no decepcionarte.
—Yo pensé que traía la gran novedad.
—Oye, si da lo mismo. Lo importante es que la trajiste.
—Buena onda.Tírate unas líneas.
—Así lo hago, pero ya no tiene la misma gracia.
—¿Fuiste con el Papelucho a Pichilemu, a punta de Lobos?
—Sí, a surfear. El huevón le pega. No lo hace mal. Aprendió en California.
—No sabía.
—Si te dije.
—Da lo mismo. Jala, mejor, que esta línea debe estar mortal.
El huevón agarra la pajita y lo aspira todo.
—Mierda. Está muy buena, ¿no? El Papelucho aullaría. ¿Lo llamamos?
—No.
La línea está medio torcida, como que se pega una curva.Al aspirarla —un poco gruesa pero bien— veo mis ojos y la nariz, y todo, reflejados en el espejo. Es como si estuviera ahí abajo, mirando hacia arriba, desesperado. También veo al Nacho que mira de más abajo, detrás de mi hombro, vigilante.
Alguien golpea la puerta. Con fuerza. Después golpean de nuevo.
—Dame una más.Ya me está haciendo efecto.
—¿Jalaron mucho allá en la playa?
—Poco.Y ni muy buena. La llevó el Rusty, un amigo del Papelucho. Un gringo muy reventado y loquillo del Nido de Águilas que conoció en el avión.
—No fueron solos, entonces.
—No, man.
Siguen golpeando.
—¿Salgamos?
—¿Quieres pasta de dientes? —le digo.
—Puede ser.
Mientras abro la Odontine, el Nacho se moja los dedos para aprovechar el polvillo que ha quedado esparcido. Levanta el espejo y lo cuelga. Yo me acerco, él abre la boca. Le paso el tubo y lo aprieto un poco hasta que algo de pasta se acumula en su lengua. Después abro la llave y me lavo la cara pero no siento las fosas ni el tabique. El Nacho mea. Mientras lo hace recupera el origami, que está sobre el estanque, y lo revisa.
—Abran. ¿Quién está adentro? —grita una mina del otro lado.
Cierro la llave y lo miro. El origami está flotando en el agua amarilla del meado.
—Se me cayó, huevón. Perdona. Me asusté. Esta huevá está muy, pero muy refuerte. ¿Quedaba mucho?
Siento todo tiritón y rayado.Y por un instante me da hasta lo mismo.
Me acerco, tiro la cadena y le limpio todo el polvo que aún le queda en la punta de la nariz. Después pruebo mi índice; siento la amargura típica.
El Nacho solo mira para el lado.