Jueves 4 de septiembre de 1980
Llevamos un par de horas dormitando en el suelo del aeropuerto de Rio, que por suerte tiene aire acondicionado. Hace un rato fuimos al baño con Lerner, a fumarnos el último huiro de hierba amazónica, que el muy huevón pensaba ingresar a Pudahuel escondido en una costura de sus botas. Yo pienso internar otra cosa, más granulada, recuerdo de la Cassia, pero eso es asunto mío.
Son como las tres de la mañana y el avión viene con retraso de España o de África, quién sabe. Esto de tener que regresar me deprime, me tiene enfermo, ha terminado por arruinarme la semana.
Me alejo de la tropa de mis compañeros, que están durmiendo, disfrazados con unos sombreros y esas horrorosas pulseras de género que se supone garantizan buena suerte. La profesora jefe, que esta noche parece como de cincuenta, más decadente que de costumbre, está comprando unos palos que se supone se transforman en plantas si uno los sumerge en agua. Otra vieja, la mamá del Rubén Troncoso, el Guatón Troncoso, que viajó con él para cuidarlo o algo así, está comprando una botella de cachaza. Me acerco a ella y le pregunto el precio de la botella.
—Bastante más cara que en la botillería esa, la que estaba en la esquina del hotel —le respondo cuando me lo dice.
—No lo sé, joven. Nunca compré nada en ese sitio.
—Yo me abastecía ahí.Tenían buen oporto. Importado de Portugal.
Veo que se fija en unas cadenas que cuelgan de mi cuello. Se las compré a unos bolivianos que estaban en esa plaza de Ipanema. En realidad me cargan las joyas o ese tipo de huevadas, pero cuando uno viaja hace tonterías como comprar pulseras y collares. O cortarse el pelo a lo surfista. Ambas fueron ideas de la Cassia, no me puedo quejar. Supongo.
—Sabe, me faltan unos diez cruzeiros para comprar una botellita. No me queda un peso más y el banco ni abre, estoy mal. Le propongo un trato: le doy lo que me queda, usted me la compra y yo saldo la deuda con el Rubén cuando volvamos al colegio.
Mi madre, que algo sabe de manipulación, me ha enseñado que cuando desee cagarme a alguien, no deje de utilizar el método de «la-mirada-que-mata»: una mirada fija, penetrante, sin pestañear, bastante maricona, que siempre funciona. Inhibe al enemigo, lo pone nervioso, lo convierte en presa fácil. Funciona. La vieja de mierda, intrínsecamente chilena, de esas que se casan tarde y parecen abuelas pronto, compra la botella y me la pasa.
—Me imagino que es para su padre.
—Quizás. En todo caso, un millón. Le debo una.
Busco un asiento y la veo alejarse, arrastrando su zapato ortopédico. Es lo peor: huele a colonia barata, de empleada. El mismo Guatón, que siempre anda con calculadoras y relojes digitales ultramodernos, parece de otra época, pasado de moda. Por mucha plata que tenga, hay algo muy chileno en él que nadie en el curso traga.
Una vez fui a su casa, me acuerdo, a hacer un trabajo. El impacto fue duro, no pude dormir, quedé bomb. Casa vieja que cruje, olor a estufa, a postre de leche, el baño color verde agua, esa onda. La familia, muy de Ñuñoa, vive como atrasada, nada que ver con lo que ocurre a su alrededor. Incluso regaban el patio con manguera. La antítesis de los ochenta. Parece increíble que el Guatón esté en el colegio, con esos padres tan extraños. Los tres, por ejemplo, se tratan de «usted». Raro, muy raro.
El Guatón es nazi, me consta. Por eso lo odio tanto. Ha matado gatos, quemado ratas, hervido ranas vivas. Sus cuadernos están llenos de esvásticas. Una vez fue a mi casa con un libro plagado de fotos de campos de concentración y miramos a las mujeres flacas, en pelotas, los tipos así esqueléticos y transparentes, pero no dije nada porque había ciertas cosas de las que aún no me había enterado. El Guatón, en un acto de confianza, porque no toma ni fuma ni nada, me confidenció que se corría la paja con esos libros —según él, lo calentaban más que el Penthouse o el Hustler— y que guardaba todo en unos frascos para mermelada. Yo me anduve asqueando: no podía imaginarlo, a ese gordo seboso, que usaba ropa de calle comprada en La Polar, lo peor, camisas color caqui, con las axilas transpiradas, chalecos tejidos a mano por su vieja, pantalones de franela, el pelo siempre sin lavar, tirado en pelotas en su cama, dale que dale, cuidándose de achuntarle al frasco de cristal. Con el minuto de confianza, el Guatón agarró onda e invocó a Hitler, la formación prusiana de nuestros milicos, me habló de un tío suyo que estuvo en la DINA. Como si eso fuera poco, me confesó que odiaba a su hermana, por caliente, y que una vez degolló a varias de sus muñecas y las enterró bajo el parrón que tiene en el patio.
Lerner, que es de Las Condes, cerro San Luis, se acerca y me hace una oferta que no puedo rechazar: aún le queda una colilla y la cachaza con Brahma no mezcla mal.
Yo sigo pensando en el Guatón Troncoso, tipo tan raro, durmiendo en el hotel junto a su madre, tan nazi como él.
Sigo a Lerner por un pasillo con un mapa de Brasil a todo lo ancho del muro. Nos metemos una vez más en el baño. Está pasado a diarrea de cabro chico.
Nos encerramos en una cabina.
—El lugar me parece familiar —le digo—.Todos estos cubículos son iguales.
—Faltan los grafiti, los picos dibujados.
—Podríamos tener medio gramo.
—No estamos en la disco Hollywood, huevón —le digo.
No quiero que cache mi nueva afición, no quiero convidarle. El Lerner, lo sé, es bueno para jalar. Una vez que tenía me ofreció, pero a mí ni se me ocurrió decirle que sí. Si el huevón supiera que en mi billetera nueva y fucsia, fosforescente, tengo un sobrecito repleto, un papelillo, un origami, como lo llamó la Cassia, con varios gramos dentro, me mata. Casi le ofrezco, pero me da lata. Quiero llevarla a Santiago. Sospecho que allá me puede hacer falta.
—Enciende el pito, entonces —me interrumpe—. Si nos pillan, nos amarran a la pista de aterrizaje y cagamos.
Fumamos la colilla y nos tomamos el trago al seco: tres, cuatro tiritones, y qué mierda estamos haciendo aquí, huevón, capaz que el avión ya haya llegado. No podemos seguir así, no quiero volver.
Salimos del baño y la terminal se ve más llena, o yo estoy peor que antes. Quizás. Una voz extremadamente sedosa, calentona incluso, anuncia por los parlantes diversas estupideces que, sumadas a las otras, parecen un largo bossa nova: VASP a Recife, Pan Am a Nova Iorque,Varig a Lisboa, Iberia a Santiago.
Lerner, que está ido, se le nota en los ojos, camina junto a mí al mismo paso. Parecemos dos vaqueros entrando al pueblo, dos milicos en un desfile. Los huevones del otro curso están intercambiándose folletos turísticos o leyendo el Playboy en portugués.
Al otro lado del ventanal, un Lufthansa azul y amarillo despega en medio de la oscuridad. Me topo con la Luisa Velásquez. Seguro que lo ha pasado pésimo. La tipa igual me cae bien; a veces hasta me deja copiarle en los exámenes. Le hablo:
—¿A qué hora sale el avión?
—Dos horas más —me responde con su típico tonito de profesora de castellano.
—Puta, qué mala onda.
—Por un lado mejor, así dura más el viaje.
—Estás loca, si esto ya se acabó. Si hay que volver, mejor que sea al tiro. Para qué prolongar el dolor, no sé si me entiendes.
—Y yo que creía que lo habías pasado tan bien, Matías.
—Hey, los mejores diez días de mi vida, comadre, pero hay que ser ubicado.
—Me habían dicho que lo pasaste muy bien...
Lo dice como quien larga una frase para el bronce. Después se va un poco en la más melancólica, casi haciéndome sentir mal, como si fuera mi culpa que ella no tenga amigas y sea una intelectual, además de virgen, y que nadie la pesque, o que en el fondo se muera de ganas de ser distinta. Lo triste es que, aunque lo intente, sabe que no le va a resultar. Su fama ya está hecha, todo el mundo sabe que siempre anda deprimida, bajada, que nos analiza y nos mira en menos. O que leyó libros en la playa mientras los demás jugábamos a las paletas.
La Luisa es rara. Odia ser así, pero más odiaría ser como la Antonia, supongo. Aunque tal vez no y por eso le hablo, porque le cacho su punto débil y ella me trata distinto. Como que me odia por andar con mis amigos y salir con minas que son la antítesis de ella.Así y todo, me acepta. Es inexplicable, pero cuando estoy solo con ella siento que no me mira tan en menos y que hasta se entretiene, porque está claro que, si no fuera por mí, la Luisa Velásquez sabría menos del mundo de lo que cree saber; yo siempre le he dicho que en vez de leer debería vivir, pero a ella todavía no le queda claro, le parece un mal consejo. Lo latoso de su estilo es que nunca puedo sincerarme ciento por ciento con ella. O sea, me cuesta decirle ciertas cosas, contarle todo esto que siento ahora, explicarle que no quiero volver, que hasta tengo pena, pero nadie lo sabe.Y tampoco quiero que lo sepan.
Creo que sé por qué no me abro con la Luisa Velásquez: es porque en el fondo me admira. Si llegara a conocer todas mis debilidades, probablemente dejaría de interesarle. Me gusta que ande detrás mío, que sea incondicional. Estoy seguro de que en el fondo detesta y reniega de esa atracción que siente por mí. Como que nunca se lo va a perdonar a sí misma, y sabe que debería canalizar todas esas energías hacia un tipo más parecido a ella, un huevón más mateo, más tierno, como el Gonzalo McClure, por ejemplo. Pero la mina tiene su lado masoquista: por eso sigue hueveando conmigo.A mí me gusta provocarla. No resistiría que me cambiara por otro. Para torearla, sacarle celos, me acerco a ella lo suficiente para que huela mi aliento y le respondo:
—Sí, lo pasé increíble, Luisa, ¿y qué? Todos lo pasaron bien, supongo.Aunque hay pernos que no entienden nada y que seguro lo pasaron pésimo y, como son tan rehuevones, te apuesto a que ni se dieron cuenta de que se farrearon el viajecito. Después se van a arrepentir. Uno tiene diecisiete solo una vez en la vida, ¿me entiendes?
—Yo en realidad no lo pasé muy bien —me dice.
—Oye, superinteresante la conversa y todo, pero yo estoy en otra y me tengo que ir a sentar —nos interrumpe en la más certera Lerner, que se había quedado mirando las luces de la pista mientras la Luisa Velásquez y yo analizábamos el viaje.
—Nos vemos allá —le digo, no sé por qué, cuando la verdad es que lo único que deseo es arrancarme de esta mina.Algo me dice que debería virarme, dejarla sola, pero algo más me impulsa a quedarme, a seguir conversando. Es raro, prefiero estar con ella antes que solo. La Antonia está con su grupito de amigas; ni siquiera se acuerda de que existo—.Así que no lo pasaste muy bien; está malo eso —le digo a la Luisa.
—Te convido un café —me dice ella.
—Paso.
—Sentémonos, entonces.
—Legal.
—Fumaste marihuana, ¿no es cierto?
—Sí, qué horror, ¿no? Ma-ri-hua-na. Maconha. Esta juventud chilena está en decadencia, no hay nada que hacer.
—¿Te queda algo?
—Hey, cálmate. Un poco tarde como para ponerse al día. Lo pasaste como las huevas, lo entiendo, pero no exageremos. Ademas, se me acabó.
—Te gusta caer mal, Matías. Lo haces a propósito.
—Cada uno hace lo que puede.
—Y si tuvieras marihuana, ¿me darías?
—Gratis, no. Si me la pagaras, seguro. No soy tu padre. Si deseas arruinar tu vida académica, allá tú. Cada uno cava su propia tumba.
—Es que no doy más.
—Son como las tres de la mañana, hora local. Más que comprensible.
—En serio: me parece insólito la cantidad de plata que gastaron mis padres para mandarme en este estúpido viaje sin sentido, plagado de gente arribista, capaz de hacer cualquier cosa con tal de figurar, de pendejos vírgenes que vinieron a descartucharse con alguna mulata y de niñitas que vinieron a comprar blusas y poleras y trajebaños y trataron de ligar con argentinos.
—Hey, yo también estuve aquí y nunca tanto. El colegio es una mierda, todo el mundo lo sabe. El tour era bomb, otra auténtica mierda, y el hotel dejó mucho que desear, pero al menos tuvimos la oportunidad de hacer lo que se nos diera la gana, de estar lejos de Chile, de conocer gente bastante más simpática que los huevones que vagan por el shopping de Vitacura.Y eso es lo que importa. El resto es pajearse.Y tú qué esperabas, ¿bailar todas las noches?
Ella me observa, abre los ojos y, por un instante, hasta se ve bien. Increíblemente, las luces fluorescentes le sientan. Pienso que debo decir algo contundente, ella lo espera, siempre espera cosas de mí. Eso es lo que me complica: siempre está esperando que le diga cosas, que no la abandone, que la sorprenda. Me carga que la gente espere cosas de mí. Me enreda, me complica, me obliga a responder. Ella sigue observándome. Barajo las posibilidades, respiro profundo y me largo:
—Mira, Luisa, nada personal, pero un viaje no te cambia. Te hace cacharte mejor o te sirve para ver qué onda tienes con Chile. Como me dijo la Cassia, que ha viajado por todo el mundo, cambiar de país es mejorar tus opciones. Lugar nuevo, cosas nuevas, algo así. Depende de uno si desea tomarlas o no. A diferencia de Chile, que es bomb, aquí puedes hacer lo que quieras. Hasta puedes ser otro. Si logro convencer al huevón de mi viejo, yo vuelvo el próximo verano y mando Reñaca a la mierda.
—Y tú realmente crees que aquí fuiste otro.
—Lógico. Maduré más que la cresta. Lo probé todo y no me arrepiento de nada.
—Te felicito, entonces.
—Gracias.
—Tú no te das cuenta de nada, Matías. Eres increíble. Ni la ironía eres capaz de digerir.Yo no sé por qué engancho contigo. «Maduré más que la cresta». No me hagas reír. Cuéntale esa a la Antonia, no a mí. Ni siquiera somos tan amigos para que me mientas así.
—Hey, ¿qué te pasa? Eres bien extraña, no sé si te lo han dicho.Anda a practicar tu sicología al pedo con otro. A la gente normal nos gusta juntarnos con gente normal. Así que si no te gusta, te vistes y te vas.
—Las verdades duelen, ¿no?
La quedo mirando y casi le mando una sonrisa inocente porque cacho que quizás en algo esta mina tiene razón y, después de todo, estuve más que lo normalmente insoportable y debería tratar de enmendar mi mala onda. Ella se arregla algo su pelo, se da como vuelta, comienza a morderse las uñas, sin comérselas, y se queda mirando a la ventana y las luces del aeropuerto. Está lejos, eso se nota. Debe estar odiándose a sí misma. La Luisa Velásquez es capaz de deprimirse y pegarse un volón existencialista a lo Pink Floyd sin ni siquiera avisar. No hay nada que hacer. Es como si se hubiera ido. Me siento algo mal, pero no debería. Conmigo no se juega. Ella lo sabe mejor que nadie.
Despierto de golpe. El aeropuerto sigue aquí y yo también. Los ojos me arden, pagaría lo que fuera por unas gotas de Visine.Al Lerner, que no entiende mi rollo, traté de explicarle lo que sentía, pero solo me habló de lo urgido que estaba: no tenía claro si la negra que le chupó el pico en una boîte de Copacabana era hombre o no, ya que nunca se sacó toda la ropa y tenía las tetas demasiado grandes y duras para que fueran de verdad. Está ahora a mi lado, durmiendo, acurrucado en el suelo, como si fuera el Boris, su famoso pastor alemán, soñando con la negra o el negro aquel. Del bolsillo de su chaqueta de lino sobresale su pasaje: el pasaje de regreso.
Busco el mío y cacho que no está. Pánico. Sabía que lo iba a perder, debe estar en el hotel, se me quedó en Leblon, tendré que avisar al consulado, la profesora jefe me va a matar. Reviso mi bolso Adidas. Ahí está. Falsa alarma. Por un segundo imaginé el caos: «Se queda aquí, por huevón».Y yo, poquito contento, saldría en ese caso a la autopista, a hacer dedo, y una camioneta sicodélica, llena de surfistas, me llevaría y me bajaría por el Rio Palace, en pleno Copacabana, metería mi polera Hering y los Levi’s blancos en el bolso, me lanzaría al agua y la Cassia se me aparecería por detrás, me agarraría el pelo mojado y querría hacerme una colita.Y me diría, como esa vez: «Te verías bien con el pelo mucho más largo».Y yo me daría vuelta, le diría «¿ah, sí, ah?» y su nariz, esa nariz tan linda, estaría bien quemada. En el agua nos besaríamos, las olas cruzarían por entre nosotros y ella me diría, entre abrazos y cosquillas: «Ahora te vas, ahora es tu hora: te toca nadar».
Camino unos pasos por el aeropuerto y no me siento nada bien.
Mi fantasía me parece bomb, de segunda categoría. Siento pena, y sueño, algo que se termina y no termina nunca, y el avión que no llega.Todo esto me parece una tortura, no debería ser. Me duele la cabeza, todo rebota en mi interior, como en un parlante sin bafle.Y el avión que se atrasó en Dakar por algún problema del tren de aterrizaje. Llego a un teléfono. Lo levanto y, claro, no tengo su número, no puedo comunicarme con ella. Lo sabía y se me olvidó. Igual escucho el tono, que no es el mismo de los teléfonos en Chile, y desde ahí, a lo lejos, en una curva del edificio, escondida, veo a la Antonia leyendo, leyendo una revista con una paz y una tranquilidad imposibles, que envidio pero no entiendo, ni entendería aunque tratase.
La observo: me parece perfecta, al menos para mí. Por eso también la siento lejos.Y como que me gusta eso.Tiene puesto sobre su pelo liso, esa melena color miel, el sombrero ese que le regalé, o que ella me quitó: el sombrero del Tata Iván, mi abuelo, que me robé cuando cumplió los ochenta y hubo esa gran fiesta. El sombrero —algo increíble— es un calañés de los años veinte. Húngaro. El calañés, tal como lo supuse, se convirtió en la envidia de todos. Fui yo quien los puso de moda en Las Condes. En el DC-10 que nos trajo a Rio, todos querían ponérselo, pero yo se lo di a la Antonia, se lo di cuando salíamos de este mismo aeropuerto y se largó a llover, y yo caché que no quería mojarse el pelo, así que se lo ofrecí. Ella, que casi nunca acepta un gesto así, un regalo, me dijo «gracias, me salvaste de empaparme entera».
El fono está junto a mi oreja, sigo oyendo ese tono extraño. La Luisa Velásquez está cerca. Trata de escuchar lo que estoy hablando:
—Voy a volver, você lo sabe... ¿sí?... También... Sigue durmiendo... ¿Me vas a echar de menos? Anda a Chile, te enseño a esquiar... Sí, Cassia, eu também te amo.
Y cuelgo. No sé por qué lo he hecho, mentir así.
—Espero no interrumpirte —me dice, acercándose.
—No, para nada. Tenía ganas de hablar una vez más con ella, eso es todo.
—¿Tan enamorado estás?
—No seas celosa, Luisa.
—Para nada. Me llama la atención, nomás.Y la Antonia, muy bien gracias.
—¿Tú para quién trabajas, Luisa?
—Ya no trabajo para ti, que eso te quede claro.
Me mira, entrecierra los ojos y ensaya una sonrisa irónica que no le viene.
—Esto del avión es el colmo —dice, cambiando de tema—. La Margarita ya dio aviso a un apoderado en Santiago para decirle que íbamos a atrasarnos.
—Seguro que lloraron.
—¿Caminemos?
—Bueno.
Avanzamos juntos hacia el mesón de Varig y cruzamos por detrás de la Antonia, que ya no lee y conversa con la Rosita Barros y la Virginia Infante. Ha puesto el sombrero en su falda. Lo acaricia con las manos. Al que podría acariciar es a mí.
La Luisa me lleva hasta la entrada de la sala de embarque de un Varig que parte a Nueva York, sin escalas. Nos sentamos uno al lado del otro; la conversación no fluye mucho. Hay hartos brasileños que están por partir, hartos bolsos de mano, un par de garotas cómplices a la espera.
—¿Y qué cuentas? —me dice ella.
—Basta. Déjame tranquilo.
Mis ojos, que han recorrido todo el salón fijándose en distinta gente —un tipo con cara de estar jalado lee un libro en francés, una vieja muy elegante teje distraída—, se detienen en un grupo. En una familia.
—Fíjate —le digo a la Luisa.
—Sí, me había fijado qué rato. Por eso te traje.
Por lo que uno capta, en la familia hay tensión. Son brasileños, se nota, y no les entiendo nada porque hablan demasiado bajo. El padre es el que viaja, eso está claro. Tiene un impermeable en su mano y un bolso enorme. A su lado está la madre, que es bastante joven y se parece en algo a la mía cuando anda de buenas. Ella no viaja, tampoco los hijos, que son tres: dos hombres, uno como de mi edad, un poco más, un poco menos, y otro más chico, como de catorce, pinta de deportista, aficionado a la playa, eso se cacha, debe jugar vóleibol, y anda con una camisa O’Brian, me fijo. También hay una mina, nada especial; viste una falda verde y tiene los ojos mal, se nota que ha llorado y que va a seguir llorando.
—Él vive en USA, tiene su mundo armado allá y no puede volver hasta que jubile, porque aquí no tiene nada y allá está bien y ha pasado mucha agua bajo el puente y todo no es tan fácil, uno propone y Dios dispone.
—¿Cómo lo sabes?
—La hija me lo contó. Le pedí un cigarrillo. Estábamos aburridas y hablamos. Se llama Gabriela. Vive por Botafogo, pero le carga la playa. Quiere estudiar Biología.
—¿Y por qué el padre no se queda?
—Tiene su vida allá.Y su esposa.
—¿Cómo?
—Sí, él se fue hace años. Como que arrancó de todo, pensaba que su matrimonio ya no funcionaba.
—No puedo creer que esta tipa te haya contado todo eso.
—La gente me tiene confianza.
—No me agarres para el hueveo, Luisa.
—En serio.
Sigo observando. El padre mira su reloj, como que quiere despedirse pero no desea romper la magia. Se nota que ha tomado algo para los nervios y que está arrepentido, acaba de cachar que este era su país, su lugar, ha descubierto que necesita a su mujer.
—Oye —le pregunto a la Luisa—, ¿y su esposa de allá es gringa?
—No, es brasileña, pero lo siguió hasta Boston, donde viven. Él no la quiere, vive con ella porque peor es estar solo, pero acaba de darse cuenta, recién ahora, de que nunca ha dejado de amar a su mujer, que odia Estados Unidos.Allá no es nadie, tiene un empleo último pero le da plata. Le duele dejar a sus hijos que ahora están grandes. La Gabriela hasta piensa casarse pronto.
—¿Y el hijo?
—El hijo mayor, ¿no?
—Sí.
—¿Qué pasa?
—Nada. ¿Qué pasa con él?
—Es el que está más enrollado, al que más le cuesta todo esto. Es la primera vez que se enfrenta a su padre.
—Vámonos —le pido.
—Quiero ver lo que pasa. Me siento ligada a la Gabriela... No sé, estas escenas me llegan: me pueden servir de material. En mi familia todos viven despidiéndose a cada rato, tú lo sabes. Claro que nadie llora, a todos les da lo mismo, se suben al avión y listo.
Miro al tipo, al mayor, al que se parece a mí, si yo me vistiera distinto. El tipo da vueltas, mira por la ventana, habla con su hermano, evita al padre, que se parece a él, evita al padre que se va.
—Ya vuelvo —le digo a la Luisa.
Me encierro en otro baño, abro mi billetera nueva y busco el origami. El tipo estaba nervioso, pienso, se veía hasta más chico, vulnerable. Se notaba que no quería llorar pero que igual no se va a aguantar, como que lo odia, al viejo, pero a la vez no. El origami se encuentra a salvo y pesa sus buenos gramos. Lo abro y el polvo se ve lindo, blanquito; me lo metería todo, ya me da lo mismo, lo necesito. No tengo una pajita o una cuchara, así que simplemente hundo el dedo en el polvo y lo meto en mi fosa, lo más adentro posible.Y aspiro. El cielo. El efecto está ahí, tranquilo. El olor de la Cassia, también. Hago lo mismo con la otra fosa y pronto la garganta la tengo más amarga que la conciencia del tipo ese que se va. Cierro el origami y lo guardo en la billetera. Tomo agua, pero la amargura sigue ahí. Mejor.
Salgo. En vez de partir hacia donde están todos los del curso, busco a la Luisa, busco a este tipo que no quiere llorar.
—Está por irse. Ha sido bien tremendo. El padre llora como si fuera cabro chico, se nota que está arrepentido.
Miro los zapatos del hijo mayor. Tiene unos Hush Puppies iguales a los que dejé en Santiago. Él sigue al margen, como que no está en el círculo, le cuesta encontrar su lugar. Siento la garganta dormida.
—¿Tienes un chicle?
—Solo Dentyne de canela.
La madre se ha puesto anteojos de sol. Está ansiosa, en el fondo desea que se vaya de una vez. Se despide de él con un abrazo, pero ella no se entrega del todo, se guarda algo. La hija también lo abraza y se larga a llorar, el padre se quiebra en ese momento y abraza al menor, se dicen algo, cualquier cosa, un chiste, algo que cacharon que tenían en común. Se ríen.Ahora le toca al mayor y estamos cada vez más nerviosos, siento cómo una pierna me tirita, de puro agotado que estoy. El padre se le acerca con los ojos llorosos y lo abraza. El tipo no lo abraza convencido, en eso se parece más a su madre, y le dice «chao, no te preocupes», o algo así. El padre lo mira: una gran mirada, que me mata, me descontrola, una mirada que dice «hemos perdido demasiado tiempo», o «jamás me perdonaré no haberte visto crecer», o quizás «ojalá yo fuera tan fuerte como tú, hijo». El padre se da media vuelta, triste, destrozado, abraza una vez más a la madre, es como si se colgara de ella, como si quisiera pedirle perdón, y desaparece tras una puerta. Entonces el tipo, su hijo mayor, que estaba fuerte, que estaba incómodo, se larga a llorar desconsoladamente, se deja caer en un asiento y se tapa la cara y llora y los hermanos lo miran y él les grita «qué miran, huevones» en portugués y se nota que está mal, que está cagado. Yo lo quedo mirando fijo, como si lo entendiera. Él levanta la vista y me mira. La Luisa me toma la mano.Yo, que soy malo para estas cosas, me largo a llorar, no puedo evitarlo, es una cuestión que ya no depende de mí.
Cierro los ojos y las lágrimas simplemente me salen, y me baja una sensación como de derrota que desconozco, que me asusta.
Algo se ha perdido o se va a perder y no sé qué es.
El tipo se levanta y se va, desaparece.
A lo lejos se oye despegar el Varig.
No tengo ganas de moverme.
Pienso: yo no soy así, yo no lloro.
Algo está pasando.
Recién entonces le suelto la mano a la Luisa.
—Si le cuentas esto a alguien, te mato.
Me seco los ojos y como que me río un poco, jamás pensé que la coca pudiera afectarme tanto.
—¿Estás bien? —me pregunta la Luisa, que se ha portado un siete.
—Supongo. Es la droga: un efecto secundario.
—Sin duda —dice y me sonríe, como cachando.
El cansancio me está matando y me reclino en su falda, pongo ahí mi cabeza y cierro los ojos.
—Quiero irme —le digo.
Ella no dice nada, pero sé que está observándome: está de acuerdo. Debe estar pasándose películas, pienso, pero no me importa. El sueño es fuerte y me tira hacia abajo, me somete. Siento cómo ella me peina con su mano, cómo seca mis estúpidas lágrimas con sus dedos.