Valparaíso
Era una noche clara de primavera en el hemisferio sur. El Rising Star cabeceaba suavemente en su fondeadero, justo al centro de la bahía de Valparaíso, en donde había echado el ancla durante la mañana. Desde la cubierta, un hombre alto y levemente encorvado contemplaba absorto el modesto puerto en el que fue recibido con honores militares cuatro años antes, como si quisiera memorizar cada uno de sus detalles para no olvidarlos en el futuro. Era el capitán del buque, Lord Thomas Alexander Cochrane.
Mientras escudriñaba las siluetas robustas de los cerros, todavía visibles bajo aquel cielo diáfano y salpicado de estrellas, el marino escocés pensó en la nostalgia de Chile que probablemente sentiría dentro de los próximos meses, cuando ya estuviese instalado en el nuevo hogar que había escogido para él y su familia: la ciudad de Río de Janeiro, capital del Imperio del Brasil.
Faltaban quince minutos para las diez de la noche del 19 de noviembre de 1822. Dentro de media hora el puerto estaría en ruinas, pero ni el Diablo ni ninguna de las quince mil personas que se encontraban en la ciudad o en alguno de los buques anclados en la bahía eran capaces de anticiparlo. La devastación los sorprendería a todos, derribándolos como a muñecos de paja. Y los sobrevivientes tardarían varias jornadas en despertar de aquella pesadilla.
Coquimbo
Tres días antes, al amanecer del 16 de noviembre de 1822, el capitán español Gervasio Corrochano completó su larga travesía entre los puertos sudamericanos de Ancón, en el Perú, y Coquimbo, en Chile. El veterano marino realista iba al mando del bergantín Fénix, el buque con el cual pensaba recomenzar su carrera naval. Después de haber sobrevivido a las guerras de independencia, y sin ganas de regresar a España como un oficial derrotado, Corrochano estaba empeñado en encontrar un lugar para él en alguna de las jóvenes repúblicas que se habían desgajado del espinazo roto de los antiguos virreinatos coloniales.
Las desilusiones empezaron apenas el buque tocó tierra en Coquimbo. El desorden administrativo que había en la provincia era total. Las autoridades locales se habían sublevado contra el gobierno del director supremo Bernardo O’Higgins y alegaban que el general era un tirano. Otros navegantes con los que Corrochano conversó en el puerto le confirmaron que en la provincia de Concepción, en el sur de Chile, también había comenzado un levantamiento.
Los amotinados de ambas provincias adherían a las reivindicaciones del intendente de Concepción, el general Ramón Freire, de quien se decía que avanzaba rumbo a Santiago con la intención de enfrentar y derrocar a O’Higgins.
*
Durante aquellos días de incertidumbre, y a pesar de que realizó varios intentos, el capitán Corrochano no pudo conseguir que las autoridades de Coquimbo le otorgasen la patente de corso que él reclamaba para su nave.
Sin embargo, alentado por las novedades que escuchaba en el puerto, el marino visualizó una oportunidad de trabajo en medio de aquel caos. Y concibió la idea de ofrecer sus servicios a los sublevados, pues anticipaba que ellos tendrían la necesidad de organizar una nueva escuadra, una fuerza naval que fuese independiente de aquella que servía a los intereses de O’Higgins. Imaginó que, en un escenario así, tal vez él, debido a su experiencia, fácilmente podría quedar a la cabeza de la flota rebelde.
Pero sus expectativas no fueron satisfechas. Después de haber manifestado su disposición a colaborar en todo lo que los chilenos fuesen a requerir de su persona, solamente recibió amables evasivas como respuesta. Y fue así como descubrió que los rebeldes no confiaban en él.
Tras interrogar a algunos marineros en diferentes lugares del puerto, Corrochano supo que su reputación en Chile estaba completamente arruinada desde mucho antes de que él tocase tierra. Y confirmó, con gran consternación, que ninguno de los sublevados le ofrecería jamás un empleo, aunque necesitasen desesperadamente su ayuda y aunque la situación de ellos fuese precaria como, de hecho, todavía lo era.
El marino español no necesitó preguntar nada más. Alguien había predispuesto a los chilenos en contra suya. Y antes de que ellos le revelaran quién era el responsable, él ya sabía que la culpa de todo eso era de su más grande enemigo, el comandante de la escuadra chilena: Lord Thomas Cochrane.
No había nada más que el capitán del Fénix pudiese hacer para mejorar su suerte. Si Cochrane había hablado en su contra, eso significaba que no recibiría patente de corso en ningún otro puerto chileno.
¡Otra vez el fantasma del hombre que expulsó a los españoles del Pacífico irrumpía en su vida! ¡Parecía una pesadilla interminable!
*
En el pasado Corrochano, al igual que tantos otros compañeros suyos, luchó a muerte contra el Diablo. Así era como llamaban a Cochrane todos los antiguos oficiales realistas.
Y aunque él respetaba el valor de su formidable enemigo, no le temía. De hecho Corrochano era uno de los pocos marinos vivos, o tal vez el único en todo el mundo, que podía jactarse de haber humillado en una ocasión al almirante escocés. Él lo engañó en California... ¡Y sobrevivió para contarlo! Tal vez eso explicaba el odio que Cochrane parecía haber concentrado en su persona.
Desde sus primeras escaramuzas en el Callao hasta su último enfrentamiento en California, la sombra del Diablo marcó a Corrochano para siempre. Pero lo consolaba la certeza de que también había sucedido a la inversa. Cochrane nunca pudo doblegarlo completamente, porque él siempre se las ingenió para escapar ileso. Y eso opacó el regreso del almirante al Callao. E introdujo una cuña en su ya desgastada relación con el general José de San Martín. Ambos jefes patriotas estaban enemistados desde el inicio de la Expedición Libertadora del Perú.
A Corrochano esta expedición siempre le pareció un engendro, un monstruo de dos cabezas tan contrahecho como aquel perro maldito de los griegos, Ortro. San Martín iba a cargo del ejército y Cochrane, de la escuadra. No había espacio suficiente como para contener a dos personalidades tan fuertes, a dos líderes naturales, dentro de una misma fuerza invasora. Y por eso, a la larga, cada uno terminó actuando por su cuenta, especialmente luego de que San Martín se autoproclamase Protector del Perú, cargo que al marino escocés le pareció la semilla de una dictadura.
Cochrane renunció a la flota libertadora, regresó a Chile y se encerró en su hacienda de Quintero.
Y aunque la independencia de Lima fue proclamada en julio de 1821, el arte de gobernar el Perú resultó ser un acertijo que San Martín jamás pudo resolver. Corrochano, muy a pesar suyo, tampoco pudo. Aunque alcanzó a pasarse a última hora al bando patriota, a la larga no hubo espacio para él en el nuevo mapa del poder surgido de entre las ruinas del virreinato.
San Martín, después de su entrevista con Simón Bolívar en Guayaquil, renunció a su puesto, dejó el Perú y se refugió, al igual que Cochrane, en la hospitalidad de los chilenos y de su amigo O’Higgins.
De este modo Corrochano sobrevivió para ver a Cochrane y a San Martín fuera del Perú, el país que ambos militares habían ido a liberar con tanta pompa y altanería, solamente para encontrarse con la sorpresa de que a los peruanos no les entusiasmaba la idea de tomar las armas y los uniformes, que llenaban las bodegas de los buques chilenos, para batirse a muerte contra las tropas realistas.
Cuando quedó sin trabajo como marino de guerra, Corrochano decidió convertirse en corsario, bajo las órdenes de un grupo de armadores peruanos. Y partió a probar suerte en el extremo austral del continente americano, en Chile.
*
Durante las últimas horas que pasó en Coquimbo, en donde gastó sus escasos recursos en reabastecer al Fénix, el capitán Corrochano recibió la única buena noticia que llegaría a sus oídos en todo lo que iba corrido de aquel funesto viaje: el general José de San Martín, que aún vivía como asilado político en Chile, había dado un golpe letal a Cochrane.
San Martín se alojaba todavía en el palacio de gobierno, en Santiago, y en aquel mismo lugar entregó al general O’Higgins un completo reporte sobre la actuación de Cochrane en el Callao.
No era la primera vez que San Martín levantaba cargos contra aquel. Despectivamente lo apodaba en sus cartas Lord filibustero, aunque nadie supo si alguna vez tuvo el valor suficiente como para decírselo en su cara. Pero esta vez los cargos eran, al parecer, demoledores.
En el informe entregado a O’Higgins, San Martín culpaba a Cochrane de todo tipo de insubordinaciones y deslealtades y hasta lo acusaba de haber ejercido la piratería durante la campaña del Perú.
Se comentaba que O’Higgins, después de conocer estas acusaciones, estaba más indignado con el almirante que con los rebeldes de Coquimbo y Concepción que marchaban contra su gobierno. Y se decía que el Director Supremo pronto viajaría a Valparaíso para dar de baja y arrestar personalmente a Cochrane, quien todavía era comandante de la flota chilena.
El capitán Corrochano oyó estas novedades de labios de un armador chileno durante su última jornada en Coquimbo.
—Ojo por ojo —dijo en voz baja el marino español, con una sonrisa torcida, sobre el puente de su nave.
Sus hombres no se le acercaban cuando lo veían hablar solo. Le temían. Su talla era, de hecho, imponente. Corrochano medía casi tanto como Lord Cochrane. Tenía los ojos verdes, la nariz respingona y la tez morena, al igual que tantos otros sevillanos que crecieron en aquella parte de España que entre los siglos VIII y XV permaneció ocupada por los árabes.
Los españoles llamaban a los árabes, de manera despectiva, moros, que significa «oscuros». Pero eran muchos los realistas que, como él, tenían el rostro tan moreno como sus antiguos conquistadores. Su larga melena de color castaño y su barba rizada, cuya punta anudaba con una cinta de seda, marcaban un gran contraste con el aspecto pulcro que lucía antes, en sus días de oficial de la Real Armada española, cuando iba siempre afeitado y de uniforme. Ahora solo llevaba puesta su vieja chaqueta de teniente. El resto de la tenida lo completaba con unos sucios pantalones de montar y unas largas y elegantes botas de cuero que en 1821 le regalaron, por sus servicios, los hacendados más ricos de California.
Ensimismado, Corrochano imaginó que si O’Higgins fuese capaz de usar todo su poder contra Cochrane, muy pronto el Diablo pagaría por todo lo que le arrebató a él y a tantos otros valerosos defensores de la Corona de España.
Se le vinieron a la memoria los rostros de algunos camaradas que quedaron en el camino. Recordó al teniente Ildefonso Iglesias, segundo oficial de la fragata Prueba, quien murió en California, y al coronel Miguel Ángel López-Guerrero, el temible jefe de las mazmorras del Callao, quien en 1821 prefirió huir al Brasil antes que exponerse al riesgo de ser castigado por el impetuoso marino escocés. Ninguno de sus derrotados compañeros podría disfrutar la caída de Cochrane. Pero él sí lo haría. Finalmente el veterano marino realista obtendría su venganza.
Mientras el Fénix soltaba sus amarras en Coquimbo, y a pesar de lo incierto que se le presentaba el futuro, el capitán Corrochano volvió a sonreír. Su segundo, el teniente Sánchez, el único hombre en todo el buque en quien él confiaba y el único que tenía permiso para abordarlo en cualquier momento, se acercó para indagar sobre los motivos de su excitación.
—Cochrane engrillado —le dijo Corrochano, como si quisiera conjurar un hechizo—. ¡Eso será algo digno de ver!
Luego se volvió hacia la cubierta y dio sus órdenes a todo pulmón, de modo que hasta el último hombre pudiese oírlas:
—¡Proa al sur y a toda vela rumbo a Valparaíso!