En mis anteriores libros me he referido a la vida de Adolf Hitler en el exilio, presentando los resultados obtenidos durante una investigación de varios años que me permitió encontrar testigos directos, quienes aseguraron haber estado con el máximo jefe nazi en Sudamérica después de haber terminado la Segunda Guerra Mundial. He investigado su huida, lo que implica afirmar que fue una farsa su suicidio y el de Eva Braun en el búnker de Berlín en 1945, hasta su llegada a la Argentina. Un escape en etapas, primero aéreo y luego en submarino, en el marco de un plan de evasión que contaba con el visto bueno de los estadounidenses, deseosos de reciclar a los nazis para sumarlos a sus filas con el propósito de combatir al comunismo, lo que efectivamente ocurrió durante la Guerra Fría. Luego seguí los pasos del ex Führer con las limitaciones que tiene una pesquisa que se realiza muchos años después de haber tenido lugar los hechos que se investigan. He recogido relatos increíbles; nervioso y conteniendo el aliento filmé las declaraciones de testigos ancianos, sorprendido pude leer antiguos documentos y azorado vi fotos inéditas de un Hitler anciano. Resta tratar de explicar qué hacía Hitler en el exilio. ¿A qué se dedicaba? ¿Qué intereses tenía? La suma de pequeñas historias, de distintos orígenes pero concordantes entre sí, quizá nos permita vislumbrar algunas respuestas.
Algunos testimonios hallados durante mi investigación son muy interesantes, como el último que encontré, en 2019, el del teniente coronel Julio Heil —me resulta increíble tantos años después de los hechos poder ubicar testigos vivos—, quien fuera correo entre el presidente argentino Juan Domingo Perón y Hitler, a quien en 1953 le llevó un sobre cerrado que entregó en mano en la casa principal de la estancia San Ramón, ubicada en la Patagonia argentina, cerca de San Carlos de Bariloche, donde vivió el ex Führer tras escapar de Europa. Heil, quien entró a la residencia acompañado por los custodios alemanes que lo recibieron, aseguró que allí el jefe nazi tenía una sala con su propio escritorio y que, antes de ingresar, su presencia le fue anunciada por un secretario privado, también alemán. Dicho relato pudo ser grabado, poco tiempo antes de su fallecimiento a los 92 años de edad; pero además el militar, consciente de la importancia del suceso que había protagonizado, dejó su testimonio escrito de puño y letra. Es significativo que la narración de Heil sea coincidente con la de Edgar Ibargaray, quien me explicó que en esa misma época cumplió funciones de chofer militar en la misma zona y que varias veces debió transportar personas desde Quinchauala, una residencia del ejército en San Carlos de Bariloche, hasta la mencionada estancia. Él me aseguró que conversó con Hitler dos veces en alemán, idioma que dominaba a la perfección, en San Ramón. Se debe destacar que Ibargaray era sobrino del general Emilio Bonnecarrère, quien le dijo que nunca mencionara esto, consejo que siguió hasta los últimos años de su vida cuando, residiendo en los Estados Unidos, me reveló su historia con lujo de detalles. Respecto a la estancia San Ramón, también recogí el testimonio de la empleada Eloísa Luján quien aseguró que Hitler llegó allí en tren procedente de la estación de San Antonio Oeste. Esta localidad está ubicada en la costa del océano Atlántico, cuyas aguas fueron navegadas por el submarino que, desde Europa, transportó al jefe nazi que durante el invierno de 1945 desembarcaría en el litorial patagónico junto a su mujer, Eva Braun, y hombres de su máxima confianza. El relato de Luján coincide con el del electricista Walter Villaverde, quien en 1945 fue requerido para la reparación en un tren pronto a partir de la estación de San Antono Oeste con destino a Bariloche. El hombre dijo que a bordo de ese convoy vio sin lugar a dudas a Adolf Hitler y a otras personas que no pudo identificar pero que a su criterio eran nazis que acompañaban al Führer. Los testimonios que fui presentando en libros anteriores son variados: Ludwing Frischmut, un alemán afiliado al partido nazi que trabajaba como cocinero del Hotel Parque, explicó que Hitler iba a ese establecimiento para reunirse con otros camaradas; Atilio Sartori, chofer del científico Ronald Richter, director de un experimento atómico en la isla Huemul, aseguró que el ex Führer vivía en una estancia cercana a Bariloche; y Ricardo Chaia, Laureano Muracán y Andrés Cevey aseguraron, por separado y refiriéndose a circunstancias diferentes, haberlo visto circunstancialmente en Bariloche. También encontré testimonios relacionados a la presencia de Hitler en estancias patagónicas que visitó el ex canciller de Alemania: el contador Aníbal Rivinsky dijo que debió organizar una reunión, de la que participó el máximo jefe nazi, en El Cóndor, propiedad que perteneció al empresario pronazi Ricardo Staudt para quien él trabajaba; Gastón Gauna contó que su abuela lo atendió en Collun Co, y Bernardo Bergara, que en 1955 se desempeñaba como capataz general de esa propiedad de capital alemán, mencionó que tras la caída del Perón, como consecuencia de una revolución, militares del ejército realizaron un allanamiento y que, cuando preguntó los motivos del operativo, le dijeron que estaban buscando a Hitler. Por otra parte, Miguel Lema, que trabajaba como peón en la estancia Lago Hermoso, aseguró que en una avioneta privada llegaban de noche a esa propiedad nazis fugitivos, circunstancia que se repitió varias veces, y que en una oportunidad Hitler estuvo de visita en ese lugar.
Esas estancias estaban cerca de la residencia Inalco, que en los años 50 pertenecía al empresario peronista Jorge Antonio, y que era utilizada como un refugio alternativo para el ex canciller del Tercer Reich. En relación a ese lugar entrevisté a Francisca Ojeda, reportaje que filmé. Me aseguró que atendió al ex Führer en la casona, ubicada al borde del majestuoso lago Nahuel Huapi. También es significativo el testimonio de Gizella Crnock de Bernas, sastrera profesional de nacionalidad húngara, que fue convocada por unos germanos desconocidos a esa propiedad, relativamente cercana a su casa, para hacerle trajes al fundador del Nacionalsocialismo, lo que significó que le tuviera que tomar las medidas como a cualquier otro cliente. Cuando la contrataron no le dijeron que esa vestimenta sería para Hitler, pero como ella era una inmigrante europea —y no un gaucho del lejano sur argentino que no sabía quién era el Führer o que no tenía idea de su fisonomía—, inmediatamente lo reconoció. Como su expresión de sorpresa, acompañada por signos visibles de nerviosismo, fue detectada por quien la había trasladado al lugar, esa misma persona ignota la llevó a un rincón aparte de la mansión y la amenazó para que no se le ocurriera hablar. Aterrorizada, nunca contó nada, ni a su propio marido, hasta poco tiempo antes de morir en 2007, a los 95 años. La presencia de Hitler en Inalco también fue confirmada por la señora Sarapura, quien dijo que atendió personalmente al jefe del nazismo y a Eva Braun; y por el alemán Fritz Bosch que trabajó varios años en esa propiedad. Además, la versión de que Hitler más de una vez navegó el lago Nahuel Huapi, sobre una de cuyas costas se levantaba Inalco, fue admitida por los pobladores ribereños, vecinos de Hitler, Viola Eggers, Victoriano Pinauer y Elvira Chabol.
En la Patagonia encontré varios testigos circunstanciales como el leñador Celestino Quijada quien en pleno siglo XXI, con más de 100 años a cuestas, seguía recordando aquella vez que vio a Hitler cuando tenía como tarea cortar unos árboles dentro de un predio de alemanes; o Mafalda Batinic, la enfermera que observó de cerca al Führer cuando consolaba y felicitaba a soldados heridos en la Francia ocupada por los nazis en 1940 y que, casi diez años después, lo reconoció en la Patagonia, cuando el mismo personaje fue a ver a un paciente que estaba internado en la clínica privada de Comodoro Rivadavia en la que ella trabajaba.
Hasta hoy me emociona el relato meticuloso de Hernán Ancín quien me dijo que yo era la primera persona a quien le contaba que había conocido a Hitler en la localidad bonaerense de Mar del Plata. Ancín trabajaba como carpintero para Ante Pavelic, el dictador de la Croacia nazi, quien con todo su estado mayor había encontrado refugio en la Argentina después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Ancín, que se había convertido en un empleado y hombre de confianza de Pavelic, me confesó durante una entrevista filmada que en dos oportunidades fue testigo de las reuniones que mantenía el ex Führer con su jefe en un edificio del croata ubicado en el centro de Mar del Plata, provincia de Buenos Aires, en 1953. Estos encuentros entre el máximo jefe nazi y el dictador croata me fueron confirmados por Alberto Méndez Thort, también cercano a Pavelic. Para mi investigación fueron significativos los testimonios encontrados en la localidad cordobesa de La Falda, donde vivía el matrimonio Eichhorn, dueños del Hotel Edén y muy amigos del ex Führer (Idda, esposa de Walter Eichhorn, decía que era prima de Hitler). Allí Catalina Gamero, persona de absoluta confianza de la pareja, la única que además de ellos vivía en la misma casa, me contó, durante una entrevista que filmé, que en 1949 durante tres días atendió al jefe nazi —le servía la comida, lavaba su ropa y arreglaba la habitación donde se hospedaba, en el mismo chalet de la pareja— y me describió con lujo de detalles las características físicas y de comportamiento del famoso personaje que había logrado esconderse en la Argentina. Por su parte, la abuela Celina Asmalda Rodríguez aseguró que ese mismo año le sirvió café al ex Führer y al empresario Mario Luis Escarabino, para quien trabajaba, en un ala reservada del Hotel Edén (Escarabino era socio de los Eichhorn). Además, en La Falda, Ariel Collia me comentó que en los años 70, siendo él un adolescente, un nieto de Ida Eichhorn —Tony Ceschi, de su misma edad y con quien compartía actividades en un grupo parroquial— le permitió ver las fotos de Hitler de posguerra sacadas en el chalet donde lo había atendido Gamero. Respecto a Córdoba, también he citado en mis libros el testimonio del armero Jorge Correa, quien conoció a un guardaespaldas de Hitler que le contó que el Führer más de una vez había estado en el Hotel Viena, ubicado a orillas del lago Mar Chiquita, propiedad también relacionada con los nazis. Esta versión me fue confirmada a regañadientes por María Acosta, dama de compañía de Melita Fleishesberger, propietaria del mencionado hotel; y también por Olga de Meyer, quien me dijo que esto lo sabía por estar ella casada con un hombre de confianza del ex Führer, residente de Santa Fe, con quien el jefe del Nacionalsocialismo se habría reunido más de una vez en esa provincia. Ella me había prometido conseguir más información pero tras una amenaza telefónica —»Cuídese porque la Gestapo está todavía activa», le dijo una voz anónima—, la mujer no quiso darme más datos. Respecto a estos encuentros en Santa Fe, a los que asistía Hitler, los hermanos Otto y Frank Müller contaron que su abuelo, un veterano militar nazi, participó de los mismos y que contaba que efectivamente el ex Führer era la principal figura entre varios camaradas unidos por un pasado común.
También son importantes los relatos de Reinhard Schabel, un espía de alto rango que participó de la operación de recepción de Hitler en Argentina, quien me brindó datos muy precisos antes de fallecer; y el del comandante Hans Ruppel, mano derecha del jefe nazi durante su exilio en la Argentina, que aseguró haber arribado al país en el mismo submarino que trajo al Führer a la Argentina. No puedo dejar de citar los testimonios del francotirador militar Roberto Sánchez quien fue elegido, junto a otros soldados, para realizar la custodia del ex Führer en una estancia patagónica, y el del comisario Gauna que cumplió la misma tarea en el Hogar Funque, ubicado en la localidad bonaerense de Tornquist. Por su parte, el capitán Manuel Monasterio me dijo que él conoció a un nazi, cuyo nombre falso era Pablo Glocknick, quien le confesó que había sido marinero del acorazado alemán Graf Spee y que, luego de terminar la guerra, se le ordenó ser uno de los custodios de Hitler en una estancia cercana a Bariloche.
De acuerdo a mi investigación, como consecuencia de la revolución militar de 1955, que depuso al presidente argentino Juan Domingo Perón, Hitler se refugió en Paraguay, primer país donde también se exilió inicialmente el depuesto mandatario antes de terminar viviendo en Puerta de Hierro, Madrid. En esa nación sudamericana visité los sitios donde estuvo Hitler y también pude reunir testimonios como el de Francisca Acosta, mucama del general Emilio Díaz de Vivar, quien aseguró que ella vio que su jefe y Hitler se reunieron en la residencia del militar paraguayo. Este relato fue confirmado también por Carmen von Schmeling, muy amiga de Díaz de Vivar. Varios datos, compilados por el periodista germano-paraguayo Rainer Tilch, surgieron de los relatos de Carl Bauer, científico alemán; Hermann Rademacher, asesinado en 2001; el asunceño Juan Nohl y Helmuth Janz, funcionario de la embajada germana en Asunción y director del Neues für Alle. Dardo Casteluccio, ex oficial de policía, me dijo que vio documentos de inteligencia relacionados a Hitler en Paraguay y que el ex ministro del Interior de ese país, Edgar Insfrán, personalmente le confirmó que el máximo jefe nazi había estado refugiado en territorio paraguayo. Por su parte, el militar Pedro Cáceres aseguró haber conocido al ex Führer durante una misión que le fuera ordenada por sus superiores, y la misma afirmación, haber estado cara a cara con Hitler, la realizó el comerciante Julio Heinechen. Por su parte el profesor e historiador Mariano Llano, yerno del general Díaz de Vivar, me contó que el ex presidente Alfredo Stroessner le reveló que él había recibido a Hitler en Paraguay por pedido expreso de Perón.
La confirmación de Stroessner, sumada a datos obtenidos por Llano, lo llevaron a escribir un libro sobre la presencia del ex Führer titulado Hitler y los nazis en Paraguay (AGR Servicios Gráficos, 2004). Un testimonio importante es el del general Carlos Licera, jefe de la guardia personal del presidente Stroessner. Licera, al referirse a los años 50, sin rodeos me dijo: «En ese entonces teníamos información de inteligencia sobre la presencia de Hitler».
Un relato que me impactó fue el del abogado Carlos Fretes Dávalos, hijo del general homónimo, que fuera mano derecha de Stroessner. El hombre me contó que en 1991 acompañó a su padre durante una gira proselitista por el interior de Paraguay. En ese contexto, tras terminar un acto político, se le acercó a su progenitor un anciano, con rasgos típicamente alemanes, quien le dijo «general, no olvide que en unos días haremos la conmemoración por el 20 aniversario del fallecimiento del Führer». Su padre intercambió unas pocas palabras con esa persona y se subió a un coche que utilizaba, con chofer, junto a su hijo, para retirarse del lugar. Cuando Fretes Dávalos Jr. le preguntó al general si el hombre se refería a la muerte de Hitler, recibió como respuesta: «De esto no se habla más».
Durante mi entrevista a Fretes Dávalos Jr., realizada en su casa de Asunción en 2005, me dijo:
Cuando escuché lo que el viejo le dijo a mi papá me sorprendí, porque estábamos en 1991, y si la ceremonia era por el vigésimo aniversario de la muerte de Hitler, entonces falleció en 1971. Mi papá me dijo que no volviera a hablar del tema y así lo hice, porque era muy riguroso y no podía desobedecerle…
Como Hitler durante sus más de veinte años en el exilio viajaba por Sudamérica —un pacto de inmunidad con los Estados Unidos garantizó la seguridad del ex Führer—, he encontrado además testimonios en otros países. En particular, por una cuestión de cercanía en relación al sitio donde vivía, esto es la región argentina del lago Nahuel Huapi, Hitler estuvo más de una vez en Chile. Al respecto recogí el testimonio de Carlos Karachon Sassack, que participó de una reunión con el Führer, en el Hotel Peulla, ubicado en territorio chileno, en cercanías del límite internacional a la altura de la ciudad argentina de Bariloche. En Chile, en la localidad de Choshuenco, en el paraje Neltume, también en la zona limítrofe, el ex Führer disponía de una residencia, como refugio alternativo, según contó Zacarías Quezada, quien trabajó en la construcción y posterior mantenimiento de la misma. También me contaron que Karol Bachraty, hijo de un aviador de la Luftwaffe, que se convirtió en piloto de los presidentes de Chile, tenía acuarelas pintadas por Hitler después de la guerra; y un ex militar chileno me explicó, con documentos de inteligencia en la mano, que los servicios chilenos de ese país espiaban la actividad del ex Führer pero sin molestarlo.
Después que salió de la Argentina, Hitler se movía en la denominada Triple Frontera, que le permitía trasladarse furtivamente entre ese país, Paraguay y Brasil. En ese sentido, según me aseguró Jean Bell, su abuelo llevó al doctor Joseph Mengele desde Paraguay hasta Brasil donde, según le dijo el médico alemán, iba a saludar a Hitler con motivo de su cumpleaños. En Brasil la condesa Nora Daysy reveló a dos investigadores de ese país, Cristiane Pereira y Luiz L. Franco, que en realidad su nombre era Holdine, y que ella era hija de Adolf Hitler y de Magda Goebbels, la esposa del jerarca nazi Joseph Goebbels. La mujer aseguró que su famoso padre había vivido oculto en Argentina, Paraguay y Brasil. También resulta llamativo un documento del FBI, fechado el 5 de junio de 1947, que alude a una reunión que tuvo Adolf Hitler en un hotel ubicado en Praia do Cassino, estado de Rio Grande do Sul, cerca de la ciudad de Rio Grande, el 16 de mayo de ese año. El paper está titulado «Información concerniente a Adolf Hitler y Eva Braun» y está firmado por un agente de inteligencia, de apellido Warren. Respecto a Brasil, el historiador Luiz Octavio me dio pistas sobre la visita de Hitler a una pianista checa que vivía en Porto Alegre, cuyo nieto guardaba fotos de ambos juntos, según me aseguró. Respecto a otros testimonios brasileños, uno muy significativo es el del militar Fernando Nogueira de Araújo, quien afirmó que Hitler murió en 1971 y que dos años después él asistió, junto a un grupo de 40 personas, la mayoría de ellas muy ancianas, a una ceremonia realizada en la cripta del fundador del Nacionalsocialismo, ubicada en un búnker que estaría en los subsuelos de un hotel de Asunción del Paraguay. Resulta llamativo en esta narración que el mismo año citado como el de fallecimiento del máximo jefe nazi, esto es 1971, surge también del relato del hijo del general paraguayo Fretes Dávalos.
Una de las pruebas más sorprendentes está documentada por la CIA y es una foto que fue sacada en 1954 en la que aparece Hitler junto a Philips Citroen, un hombre de confianza del príncipe Bernardo de Holanda, que trabajaba para la inteligencia estadounidense, en la ciudad colombiana de Tunja. De mi investigación surge que efectivamente Hitler viajó desde la Argentina a Colombia, al parecer pasó previamente por Perú, para regresar en enero de 1955 a su residencia patagónica Inalco. Sobre esta foto, cuya fotocopia se adjunta a un dossier de la CIA que analiza el tema, me he referido anteriormente en mis libros Tras los pasos de Hitler y Hitler en Colombia, y nuevamente lo haré, con más detalles que he obtenido en estos últimos años, en una obra actualmente en preparación. En la ciudad colombiana de Tunja pude entrevistar al presidente de la Academia de Historia de Boyacá, el doctor Javier Ocampo López —reconocido intelectual colombiano—, quien para mi sorpresa me dijo que él sabía que Hitler en los años 50 había estado en esa localidad. Allí también pude constatar personalmente que el lugar donde fue sacada la fotografía, el edificio Residencias Coloniales, se encuentra en perfectas condiciones, siendo ubicable el punto donde el ex Führer, al dejarse fotografiar, dejó una prueba más de su vida en el exilio. Por su parte, el empresario hotelero Carlos Julio Duarte me confesó que siendo joven atendió a Hitler y a otras personas que le hicieron el clásico saludo con el brazo en alto, pronunciando extasiados el consabido Heil Hitler! En esa oportunidad el grupo se había reunido en el bar de un hotel, cerrado para ese evento, donde trabajaba Duarte, quien dijo que allí se reunían periódicamente algunos nazis. En Bogotá pude entrevistar a la anciana Ana Beatriz María Aguacia Delgado quien me reveló que más de una vez había conversado con Adolf Hitler cuando éste visitaba un laboratorio farmacéutico, el Instituto Sanicol, propiedad del empresario germano Boris Beschiroff. Como ella era secretaria y contaba con la confianza de Beschiroff, sabía perfectamente que esa persona importante que los visitaba era el máximo jerarca del Tercer Reich aunque había que llamarlo «Don Eduardo», según recordó. El doctor Ocampo López me aseguró que Hitler antes de llegar a Colombia había estado en Perú, afirmación que me obligó a investigar en ese país. Si bien los testigos de ese suceso ya habían fallecido, por suerte el ingeniero Pedro Armengol Alva Quilcat pudo entrevistar y filmar, años atrás, a algunos de ellos, que trabajaban para la empresa Casa Grande. Esa compañía pertenecía a la poderosa e influyente familia alemana Gildemeister, cuya firma, Sociedad Agrícola Casa Grande, llegó a ser la mayor productora de azúcar de América y la compañía agrícola más grande de Perú. Alva Quilcat en Perú entrevistó a los testigos Valdemar León Cabrera, Santos Cóndor, Humberto Silva y Juan Quilici Bravo, quienes no dudaron en asegurar que el ex Führer estuvo un tiempo viviendo en una propiedad de los Gildemeister.
Aprovecho estos párrafos relacionados a testimonios para revelar el nombre de Diego Letti, a quien en mi libro anterior (La segunda vida de Hitler) no cité por su nombre, debido a un acuerdo circunstancial de confidencialidad. Letti aseguró haber sido amigo en Buenos Aires de un hijo varón de Hitler que se hacía llamar Disnark. Los relatos contados a Letti por Disnark, a quien vio hasta 1997 cuando el hombre desapareció sin que después tuviera noticia alguna de él, son absolutamente coincidentes con la información que he podido conseguir sobre la vida de Adolf Hitler en el exilio durante mi investigación de años.
Hitler llegó con 56 años a la Argentina y murió octogenario, razón por la cual, al haber vivido tanto tiempo en la región, dejó muchos indicios de su vida en el exilio. Con paciencia y perseverancia se pueden ir encontrando rastros de sus huellas —precisamente de eso me ocupé en los últimos 25 años de mi vida—, a pesar de que su presencia en Sudamérica para muchos testigos sigue siendo hasta hoy un tema tabú y consecuentemente son reacios a brindar información. Lejos de haberse quedado recluido en un sitio, como un monje en un monasterio, el ex Führer vivió en diferentes residencias —circunstancia que inicialmente se explicaría por razones de seguridad—, y también viajó por países del continente reencontrándose con antiguos camaradas, con jefes militares sudamericanos y con empresarios, dueños de grandes empresas alemanas, en su momento concesionarias y proveedoras del Tercer Reich, las que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial.
Un dato que sorprende, el hecho de que el máximo jefe nazi viajara libremente por la región, se puede explicar debido a la vigencia de un pacto internacional de protección del que él gozaba, que involucró a los Estados Unidos y a gobiernos sudamericanos, en ese entonces en su mayoría de corte militar y de orientación fascista, un dato a tener en cuenta ya que esto, la coexistencia de dictaduras durante un mismo lapso, obviamente no fue casualidad sino consecuencia de un orden internacional impuesto por Washington durante la Guerra Fría. Esos gobiernos de derecha garantizaron la impunidad de los nazis fugitivos: podían moverse tranquilos, reunirse, viajar entre países y participar de dudosos y cuestionables negociados, tal como se verá. En este libro agrego nuevos datos sobre los viajes de Hitler, particularmente a Chile y Bolivia, país que recorrió en compañía de su lugarteniente Martin Bormann, quien, como el Führer, oficialmente murió en 1945, cuando las llamas ardían consumiendo un Berlín en ruinas.
Adolf Hitler y sus hombres cercanos mantenían vínculos significativos con las monarquías europeas y con importantes referentes del poder internacional, tanto antes como durante y después de la guerra. También con poderosos empresarios e industriales —varios de ellos favorecidos por los contratos millonarios que durante la guerra les facilitó el líder del Tercer Reich— que hicieron fortunas durante la mayor conflagración mundial que padeció la humanidad. Este libro intenta demostrar que en el marco de una increíble trama de relaciones que comenzó a tejerse a principios del siglo XX, los intereses económicos de esos grupos, así como el poder y el capital, se mantuvieron casi intactos después de la derrota de Alemania. Esto fue posible porque las grandes compañías germanas que apoyaron a Hitler, a diferencia del Partido Nacionalsocialista (NSDAP), no desaparecieron al terminar la Segunda Guerra Mundial. Cayó una estructura política pero no una organización financiera —cuyo corazón eran los grandes bancos— y comercial, que precisamente se hizo fuerte y poderosa gracias a la guerra. Resulta lógico entonces que los nazis y un Hitler sin antecedentes penales —el Führer nunca fue procesado ni juzgado, razón por la cual no tuvo condena alguna y consecuentemente no existió una orden de captura— continuarán manteniendo vínculos con esos sectores ávidos de negocios, varios de naturaleza criminal, como el tráfico de armas y la comercialización de drogas prohibidas. Al fin y al cabo, haber facilitado durante la guerra a esos círculos empresariales contratos millonarios, especialmente los relacionados con la industria bélica, convirtió a Hitler en una especie de socio oculto de primer nivel (aunque obviamente resulta imposible demostrar, por la misma característica de los hechos, la existencia de comisiones, «retornos» y participación accionaria utilizando testaferros). La fuga del máximo jefe nazi hacia la Argentina, donde inicialmente se refugió, fue posible porque, tal como se dijo antes, gozaba de protección, en el marco de un acuerdo con los Aliados, que facilitó su salida de Alemania, así como la de miles de nazis, y una vida relativamente tranquila en la clandestinidad. A cambio, los Estados Unidos recibió tecnología de punta, divisas y hombres (científicos, técnicos, militares, espías) que la potencia usaría para luchar contra el comunismo y por supuesto también para hacer negocios —los expertos alemanes aportaron conocimientos para las industrias bélica, farmacéutica y química, entre otras—, involucrando a empresas de los países aliados y a las firmas alemanas amigas del jefe del Nacionalsocialismo. En la era de las multinacionales, que caracterizó la etapa de posguerra, varios capitales alemanes se fusionaron con los de sus primos norteamericanos diluyendo la pista del dinero de las empresas que habían trabajado para el Tercer Reich. En ese contexto se creó una organización de veteranos nazis que, siendo funcionales a la hora de combatir al comunismo, se dedicaron al negocio de las armas y al de los estupefacientes, en complicidad con los estadounidenses.
Durante los primeros años de su exilio, el ex Führer se recluyó en la Argentina; pero a medida que el tiempo pasaba, y mientras se tensaba cada vez más la relación entre el mundo capitalista y el comunista, comenzó a moverse con tranquilidad en una «zona segura» amplia como lo era Sudamérica, donde se habían instalado dictaduras que tenían entre sus principales colaboradores a ex jefes nazis, como Walter Rauff en Chile o Klaus Barbie en Bolivia. En ese contexto, cuando los fugitivos podían caminar tranquilos por la calle —Mengele recuperó su verdadero nombre, ejerció la medicina y se convirtió en un accionista de un laboratorio de Buenos Aires, y Adolf Eichmann, en esta misma ciudad, trabajó en la empresa Mercedes Benz sin ocultar quién era—, Hitler recorría el continente, manteniendo reuniones en diferentes países. En ese mundo caracterizado por las fricciones de la Guerra Fría, se movió con impunidad, siendo referente obligado de sectores del poder mundial, como el Club Bilderberg, presidido por el príncipe Bernardo de Holanda, el amigo del ex Führer siempre dispuesto a ayudar a los nazis y hacer grandes negocios, algunos de los cuales se convirtieron en famosos casos de corrupción.
Bilderberg se fundó en 1954, cuando se realizan importantes encuentros en Colombia, donde el jefe nazi es fotografiado (en ese mismo año) junto a Phillip Citroën, que como se dijo era un hombre de confianza del príncipe Bernardo. Un dato significativo es que la CIA, al investigar el caso, aseguró en la documentación oficial que Citroen era un alemán veterano de las SS; sin embargo he podido establecer, sin ningún tipo de dudas, que esto no es así: ¡se trata de un espía holandés que trabajaba para los norteamericanos! ¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo en esa época en el mundo para que todos estos sucesos, que parecen rozar la ficción, sean posibles? La respuesta a este último interrogante es que en esa época se está consolidando una nueva estructura de poder. Se trata del Nuevo Orden Mundial, propuesto precisamente por los personajes destacados de Bilderberg —un círculo exclusivo de grandes magnates como David Rockefeller, uno de sus fundadores— que tiene como objetivo que los destinos del planeta se concentren en unas pocas manos, que son las de ellos, claro. Como si esto fuera poco, habrá formas de financiamiento inescrupulosas del incipiente Nuevo Orden, tal como se explicará en las próximas páginas. La producción de drogas prohibidas, con la participaciòn de expertos alemanes; tráfico de armas, caracterizado por la venta de rezagos de la Segunda Guerra Mundial; y el desarrollo y la comercialización de peligrosos agentes químicos, diseñados inicialmente en el Tercer Reich, conforman ese mundo de posguerra que mantuvo incólumes, aunque parezca increíble, los intereses y las metas perseguidas por Adolf Hitler. A partir de mediados de la década del 50, el príncipe Bernardo de Holanda lidera el poderoso Club Bilderberg, una organización privada cuyos miembros, varios pertenecientes a famosas dinastías, forman parte a su vez de organismos multilaterales y financieros, creándose así una suerte de influyente red de poderosos que condicionó para siempre los destinos del planeta. ¿Representaba Bernardo, quien se ocupó de ayudar a los nazis para que escaparan a América, los intereses del mismísimo Hitler en dichos círculos de poder? Si los grandes industriales banqueros y alemanes de la Alemania nazi siguieron activos después de la guerra, ¿el ex jefe del Nacionalsocialismo mantenía sus intereses en las grandes compañías germanas a las que tanto había ayudado durante la conflagración bélica? Y los grandes industriales, empresarios y banqueros germanos, ¿cómo no reconocerían por siempre a un hombre, Adolf Hitler, que les había facilitado facturaciones siderales en la Alemania nazi? Un mundo desconocido para el vulgo, que se refiere a las altas finanzas y al poder real, cuyo velo recién ahora comienza a descorrerse.
Este es un libro que demanda del lector un cierto esfuerzo, consistente en registrar nombres, especialmente de personajes, monarquías —las casas reales a pesar de su importancia casi han sido ignoradas en relación a los grupos de poder aun cuando forman parte de esa élite internacional— y empresas, para luego vincularlos entre sí y comprender un cuadro que cuando se va armando resulta revelador. Este es quizás el mejor ejercicio intelectual para tratar de visibilizar una trama cuasi oculta que comienza a ser importante desde principios del siglo XX y que se sostendrá por años, permaneciendo sus actores firmes en sus intereses y convicciones, a pesar de las guerras, que fueron funcionales a sus objetivos y negocios. Para entender este contexto hay que prestar mucha atención a esos nombres, y a las relaciones y vínculos cruzados, ya que los protagonistas compartían un mismo cocktail cuyos ingredientes principales son la ideología y los grandes negociados.
A continuación se tratarán de presentar algunas respuestas a una gran cantidad de preguntas, pero es notorio que al obtenerse contestaciones fundadas se generan nuevos interrogantes que se resumen en una gran duda: ¿cómo todo esto fue posible en un mundo que se jactaba de haber destruido para siempre al nazismo después de la impresionante ofensiva aliada que superó todas las defensas germanas, obligando a Alemania a firmar la rendición incondicional? Colapso tremendo del Tercer Reich que determinó que Hitler se matara el 30 de julio de 1945, a las 15:30, de un disparo en la sien. Muerto el perro se acabó la rabia, dice el refrán. Pero la historia fue muy diferente a la que nos contaron, y parece ser que quien fue el máximo dirigente nazi, tras la guerra, se convirtió en el fugitivo más famoso, pero a la vez el menos buscado del mundo. Ni el perro murió, ni la rabia acabó, aunque nos enseñaron todo lo contrario.