El barrio de las Peñuelas, del otro lado de la Cerca, es apenas mejor que el del Cerrillo del Rastro. No dista más de cien metros del paseo de las Acacias o de la ronda de Embajadores, pero parece otro mundo. Lucía, su hermana Clara y Cándida, su madre, viven en una casa con zaguán y portillo de medio punto que da a un patio trapezoidal. De alrededor del patio parten galerías llenas de cubículos de cuatro metros cuadrados en los que, aunque parezca mentira, llegan a convivir quince o veinte personas. Ellas tienen suerte, son sólo las tres en el suyo. Hasta ahora, su madre ha podido pagar el alquiler lavando ropa en el río, pero ella también ha caído enferma, como tantos en un inmueble con ese grado de hacinamiento, en un barrio en el que no tienen agua corriente —deben usar la fuente de cuatro caños que está en la plaza, surtida con agua del Lozoya—, donde las calles no están empedradas, la escasa iluminación es la que dan unos cuantos faroles de gas destartalados, y algunas viviendas tienen letrinas al aire libre con su vertedero al pie del edificio. La única alcantarilla que recorre el barrio va de las calles Labrador a Laurel y por todas partes hay arroyos de aguas fecales. Es un barrio de chabolas, pero destacan tres edificaciones sólidas: la fábrica de camas del señor Duthú, la casa de la familia Laorga y la fábrica de harinas Lorenzale.
Cuando Lucía empuja la puerta todavía no ha anochecido —es la Noche de San Juan, la más corta del año— y una mujer de edad avanzada, la señora de Villafranca, de la Junta de Beneficencia, está atendiendo a su madre, haciéndole beber agua de nieve que ha llevado en una botella. Su vestido elegante de cuadros y corsé, los guantes de cabritilla, rubrican que la señora de Villafranca es una forastera en las Peñuelas, una de esas mujeres que cumplen con el diezmo de las buenas obras para congraciarse con su Dios; a veces se acerca a llevarles comida y ropa usada. Clara, asustada, sostiene la cabeza de su madre para que pueda beber. Mechones rubios, sucios, casi blanquecinos, enmarcan el rostro de Cándida, que saluda a Lucía con una sonrisa muy débil.
—Necesito agua limpia y fresca y también trapos. Hay que bajarle la fiebre.
—No hay trapos, se los han llevado los guardias —informa Clara.
Ha sido una de las decisiones de las autoridades que nadie entiende: han pasado por los barrios de las afueras y han confiscado los trapos, casa por casa, bajo el pretexto de que son la causa de transmisión del cólera.
La señora de Villafranca saca su pañuelo perfumado y frota el cuerpo de la enferma con agua y vinagre, que es lo que se suele hacer, aunque en realidad, como sucede con los tragos de nieve, no se sabe si sirve para algo.
—Mañana volveré con polvos de aristoloquia.
—¿Eso es lo que llaman «viborera»? Dicen que son imposibles de conseguir.
—Yo sé dónde encontrarlos.
Normal, piensa Lucía; ese remedio para el cólera es inalcanzable para los pobres, pero no para alguien como la señora de Villafranca. Con orgullo, saca un puñado de monedas de su bolsa de tela.
—Lo puedo pagar.
—Guárdatelas, las vais a necesitar. No sé cuánto tiempo os queda en esta casa, dicen que las van a tirar.
El rumor lleva varios días circulando. Se arroja la culpa del cólera a los pobres como paladas de tierra, quieren acabar con sus barrios y exiliarlos de Madrid. No les basta con cerrar las puertas de la Cerca y controlar el paso, los quieren lejos. Lucía está convencida de que los quieren muertos.
—Os dejo un poco de vinagre. Diluid un chorrito en un cazo de agua caliente y se lo dais a beber para forzarle el vómito. Mañana estará mejor.
Cándida se incorpora penosamente y abraza a la señora. Parece un gesto de gratitud, pero en realidad es una súplica desesperada lo que está poniendo en marcha. Desliza con voz jadeante por el esfuerzo unas palabras en su oído.
—No deje solas a mis hijas.
—Te vas a recuperar, Cándida, ten fe.
—Son muy pequeñas. Ocúpese de ellas, por el amor de Dios. No tienen a nadie.
La señora de Villafranca peina con los dedos el cabello pajizo de la enferma. Antes de irse, le da un beso en la frente. Clara mira a su madre con los ojos húmedos por la emoción. Es una niña de once años que sabe reconocer las trazas de una despedida, pero que no está dispuesta a asumirla.
—Yo no quiero que me cuide esa señora, quiero que me cuide usted.
Cándida intenta sonreír a Clara, pero el gesto se convierte en una extraña mueca marcada por el dolor. Se tumba en el colchón, agotada. Lucía saca de la bolsa la chaqueta que robó en el piso de la Carrera de San Jerónimo y la arropa.
—Madre, tengo dinero para que comamos unos días.
Cándida entorna los ojos, encogida bajo el abrigo, refugiándose en el calor que le da. A Clara se le ilumina la expresión.
—¿De dónde lo has sacado?
Lucía le sonríe.
—He descubierto una fuente en Madrid que es mágica. Metes piedras pequeñas, como chinitas, y se convierten en reales.
—Entonces todo el mundo sería rico.
—No, porque hay que meterlas sólo cuando ha llovido y están brillantes del agua de la lluvia. Y justo cuando ha salido el sol y los rayos apuntan a la fuente. Y eso no lo sabe nadie más que yo.
—Me tienes que enseñar a hacerlo.
—No me gusta que robes, hija —murmura Cándida desde su duermevela, rompiendo el hechizo.
Lucía tuerce el gesto. No es la primera vez que sale este tema de conversación. Su madre le insiste en que la sustituya en el lavadero de Paletín, en la orilla del Manzanares. «Sé una mujer decente», le ha dicho siempre. «No vayas con los rateros de la ciudad, quédate a este lado de la Cerca, en Madrid no hay nada bueno para nosotras.» Son las cantinelas que Cándida le ha repetido día tras día. Pero ¿de qué sirve ser decente? Aunque consiguiera el puesto de su madre en el río, no ganaría suficiente para alimentar a las tres. ¿Para qué deslomarse limpiando la mierda de los ricos? Para, además de morir de hambre, morir agotada, como su madre siempre ha estado. A sus catorce años, Lucía rara vez ha incumplido sus órdenes. Las historias de vecinas de las Peñuelas que intentaban ganarse la vida en la ciudad y acababan convertidas en prostitutas, violadas y apaleadas, enfermas y con mil hijos, han servido para disuadirla. Sin embargo, ahora las cosas son diferentes: el cólera se está llevando a Cándida y cae sobre Lucía la responsabilidad de traer comida. Por eso se decidió a explorar la ciudad. A buscar ese dinero que no brota de una fuente mágica, sino de las casas de los muertos. Ese es el secreto que ha descubierto. Ahí está el oro, como el de ese anillo que ha encontrado hoy, esperándola.
Cuando su madre se ha dormido de nuevo, un sueño inquieto por culpa de la fiebre, Clara y Lucía comen un pedazo de pan. Hoy ha habido suerte y la señora de Villafranca les ha llevado también unas cebollas.
—Pan con cebolla, nunca pensé que fuera un manjar —se ríe Clara.
—Mañana compramos carne.
—¿Carne? ¿Tantas monedas has sacado de la fuente?
—Suficiente para un cabrito entero. Vamos a comer carne hasta que no podamos más. Mira... —Lucía le enseña a su hermana el anillo con las dos mazas cruzadas—. Es de oro.
—Qué bonito. Cómo brilla. ¿También lo has sacado de la fuente?
—Eso te lo cuento otro día.
Las dos se duermen, comparten la única estancia de la casa con su madre enferma, con su respirar pesado y sus lamentos ocasionales. Un tictac espeso que va meciendo como las olas a las hermanas hasta el sueño, pero el amanecer revienta con llantos, ruidos y gritos.
—¡Fuera! ¡Fuera todo el mundo!
Más de cien soldados de la Milicia Urbana han irrumpido en el barrio pisando los charcos con sus botas militares, y con esas botas derriban puertas a base de patadones innecesarios, pues son tan precarias que en realidad ceden a un leve empujón.
Lucía se asoma por el ventanuco. Hay vecinos gritando, mujeres de rodillas implorando clemencia, aferradas a las puertas de sus casas. Un grupo de mozos de cuerda, más de diez, que comparten la habitación de la esquina, se enfrenta a los militares y uno de ellos descarga golpes con su porra a diestro y siniestro. La sangre salpica las paredes de la corrala. Mariana, que vive en el cuarto número 7 con sus cinco hijos, sale al patio con un bebé en brazos. Tal vez piensa que así puede ablandar a los guardias. Uno de ellos le grita que se vaya antes de que prendan fuego al patio entero.
—¿Nos tenemos que ir? —pregunta Clara, que se ha despertado con los gritos.
Lucía se aparta de la ventana y empieza a preparar el hatillo. Recoge el puchero de barro, un cazo, tres cuencos de estaño y el puñadito de cubiertos que tienen. Introduce también en el fardo las patatas, las cebollas, un trozo de queso y un mendrugo de pan.
—Coge lo que puedas, Clara. ¡Deprisa!
En una cesta de paja, la niña mete las escasas prendas que constituyen el ajuar: dos vestidos, una toquilla, una falda larga, un par de zuecos, una sábana y dos mantas apolilladas. No han acabado de recoger sus pertenencias cuando aporrean su puerta con violencia. Las dos hermanas cruzan una mirada de pánico. Cándida se revuelve en medio de su fiebre. Un fuerte embate precede a la entrada de dos guardias.
—El barrio está precintado hasta nuevo aviso, fuera de aquí.
—Mi madre está enferma, un poco de compasión —ruega Lucía.
El guardia, despectivo, evita mirarla. Se fija en el bulto patético que forma Cándida en el suelo, envuelta en el redingote. La zarandea.
—¡Arriba! Tienen un minuto para dejar la casa vacía.
Lucía se lanza contra el guardia y le muerde en la mano. El aullido del hombre termina de despertar del todo a Cándida, que se incorpora asustada, perpleja, incapaz de comprender lo que sucede. Lucía cae al suelo al recibir una bofetada del guardia.
—Perra sarnosa, te voy a matar.
—¡No la toques! —grita Clara.
—Hijas, por favor... —implora Cándida con lágrimas en los ojos. Lágrimas de miedo, de rabia, de impotencia.
El segundo de los guardias pone paz en la trifulca. Sofoca el deseo de su compañero de apalear a Lucía y es el que da las órdenes finales.
—Vamos a prender fuego a las casas. Podéis quedaros dentro, si es lo que queréis.
Los guardias abandonan el cuarto. Clara ayuda a su madre a levantarse, calzarse, cubrirse con la chaqueta y hacer acopio de fuerzas. Lucía mira a su alrededor; lo que ha sido siempre su hogar: el taburete de madera en el que Cándida se sentaba a pelar patatas o a lavar guisantes, el barreño que usaban para el aseo, el colchón lleno de pulgas en el que dormían las tres abrazadas. Recorre la habitación con la vista para no dejarse nada esencial. El botín de esa tarde, el anillo de oro, el reloj con leontina de Eloy. Eso lo puede guardar en el bolsillo. Coge la vela, las cerillas, el cubo para ir a buscar agua cada mañana, la esponja de alambre para frotar los sabañones. Puede cargar con todo eso, pero no con el colchón ni con la mesa pequeñita, formada por un tablero de hojalata que Lucía encontró en un vertedero y cuatro palos desiguales pegados con resina. Todas sus fuerzas las va a destinar a su madre enferma, que apenas se tiene en pie. Hay que huir con lo mínimo imprescindible. El hatillo, la cesta de paja. El cubo para el agua. Y su madre.
Cuando salen a la calle, Lucía comprende que ha hecho bien en desprenderse de varios objetos. Ve a hombres que tropiezan a cada paso porque no pueden arrastrar el equipaje. Una madre lleva a un niño en brazos, tira de una maleta, carga un bolsón en bandolera y dos cazuelas en la mano libre. Lucía la ve desplomarse en un charco, aplastada por tanto peso. Las llamas empiezan a elevarse hacia el cielo en varias chozas. No era una amenaza baladí la de los guardias: las Peñuelas va a arder. Un joven da vueltas como un derviche, gritando en mitad de la calle, enloquecido, como si en el barrio se estuviera celebrando la Noche de San Juan. Los perros ladran y corren de un lado a otro, sin orden ni concierto, cruzándose por el camino que ha tomado la comitiva. Porque en medio del caos, de las peleas, los porrazos y las casas incendiadas, hay un reguero de miserables que avanzan en fila india, con aire penoso y desahuciado, con sus pertenencias e hijos a cuestas, en un silencio resignado y somnoliento, un reguero de pobres diablos que camina hacia ninguna parte. Entre ellos están Lucía, Clara y Cándida, esta última apoyada en los hombros de sus hijas, llevada casi en volandas, boquiabierta, jadeante. Atrás, el fuego consume el barrio, se derrumba en un estallido de llamas y muros escuálidos que se hunden provocando una explosión, como si fuera el mayor espectáculo de hogueras de la noche más corta del año.
Van siguiendo a los demás —atraviesan Yeserías, Palos de Moguer...—, pero su paso es más lento y pronto se quedan solas. Cerca de allí hay unas cuevas que antes se usaban para vivir y en las que Lucía, a veces, se ha escondido jugando, pero llegar hasta donde están exige atravesar un barranco y trepar por el talud. Las lluvias del día anterior han dejado el terreno resbaladizo y no es fácil salvar los desniveles con una mujer casi moribunda a cuestas. Clara quiere rendirse, pero Lucía sigue adelante porque es lo único que ha aprendido a hacer en la vida. Descienden al barranco resbalando varias veces por la ladera fangosa. De cuando en cuando, Lucía mira a su madre de reojo para verificar que todavía respira. Ahora falta subir el talud y dar con una cueva libre. Un alarido de Clara obliga a la mayor a detenerse. Se ha clavado una ramita en el pie.
—Aguanta, Clara. Ya estamos llegando.
Clara contiene las lágrimas y sigue caminando. En la primera cueva, un hombre resuella por el cansancio; sus pertenencias se esparcen por el suelo y una rata las está husmeando. La segunda cueva parece vacía, pero Lucía distingue al fondo el brillo de varios ojos, como bolitas de nácar. Subiendo unos metros más encuentra lo que busca: la cueva es muy pequeña, apenas una hornacina excavada hace quizá miles de años por una tribu nómada, pero ese será su hogar. Descargan las pertenencias y dejan a la enferma tumbada junto a la pared arcillosa.
—Ya está, madre. Ya hemos llegado. Ahora tiene que descansar.
Cándida contesta con un hálito aliviado, agradecido, y cierra los ojos, rendida. Clara se acerca con la chaqueta y arropa a su madre.
—A ver esa herida —dice Lucía.
La niña se sienta en el suelo. Tiene una astilla, una ramita de pino, clavada entre dos dedos del pie. Lucía la saca de un tirón y sonríe con orgullo a su hermana. Le ha tenido que doler, pero ella no se queja. Hay un punto de sangre en el orificio, que la mayor embadurna de barro.
—Esto mañana está curado.
—¿Dónde vas?
—No tardo mucho. Quédate aquí con madre.
Lucía sale al terraplén, una bajada de piedra arcillosa salpicada de matas y arbustos. Quiere hojas, ramas, un follaje con el que fabricar una cama mullida para su madre. Arranca matojos, hierbas, abraza la hojarasca que el viento arrastra del bosque de pinos y castaños que corona esa depresión.
—Has tardado mucho —la recibe Clara.
—Ayúdame a hacer una cama.
Entre las dos preparan el lecho y acomodan a Cándida sobre él. Después extienden una sábana en el suelo para tumbarse ellas.
—¿Vamos a vivir aquí?
—De momento sí. Ya buscaremos otro sitio.
—¿Tú crees que madre se va a morir?
Lucía juega con el pelo de su hermana. Le hace trenzas, luego las deshace, y mientras tanto se esfuerza en parecer calmada y segura.
—Madre está enferma, se ha contagiado del cólera. Y está muy grave.
—Y si se muere, ¿qué hacemos?
—Me tienes a mí y yo te tengo a ti. Y nadie nos va a separar nunca.
—Pero no tenemos dinero.
—Sí que tenemos. Y conseguiré más.
—Me dejarás sola.
—Pero estarás protegida.
—¿Cómo?
Es ahora Clara la que alarga la mano para agarrar el cabello de Lucía. Lo hace siempre que está nerviosa. Le tira del pelo, a veces con fuerza, como si necesitara aferrarse a ella.
—¿Te acuerdas de la tormenta de hace dos años que hundió nuestra casa?
—Sí. Hundió todas las casas del barrio.
—Todas no. Se salvaron dos, que tenían en la puerta un escudo con dos palos cruzados. Y todo el mundo sabe que ese escudo es lo que las protegió.
—¿Tú crees en esas cosas?
—Claro que creo, los amuletos existen de toda la vida. Hay un montón de historias que hablan de amuletos; sirven para salvar vidas y para proteger a la gente.
Clara tira del pelo de Lucía.
—¿Vas a poner dos palos cruzados en la entrada de la cueva?
—No. Voy a hacer algo mucho mejor.
Hurga en su bolsillo hasta encontrar el anillo de oro. En el sello, las dos mazas formando un aspa. Se lo muestra a su hermana.
—¡Un amuleto!
—Sí. Y es para ti. Para que te proteja.
—¿De verdad?
—Claro que sí. Guárdalo bien, con este anillo estarás a salvo. Su magia te va a envolver, como una coraza, y nada ni nadie podrá hacerte daño. Es muy especial, sólo existen unos pocos en el mundo, y los demás los tienen esos bandoleros que hay en la sierra a los que nadie puede cazar nunca.
Clara coge el anillo y le da un beso. Se arrulla en su regazo mientras se lo pone. Lucía la abraza y aspira el olor del pelo de su hermana, que siempre le parece que huele a bosque, a leña quemada. Clara cierra los ojos, en calma, como si realmente nada pudiera hacerle daño. Desde la boca de la cueva, Lucía puede distinguir en el cielo el humo de las barracas incendiadas en las Peñuelas. Se va deshaciendo, tal y como se ha deshecho su vida, hasta desaparecer.