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Lluvia

A pesar de los años que han pasado por mi vida, a veces enturbiándola, haciéndole guiños de complicidad otras veces, y siempre jugando al escondite con ella; a pesar de todo, la lluvia sigue martilleando mis recuerdos cada vez que echo a andar por la nostalgia. Una lluvia que me llena los ojos, que me resbala por los labios, que me encharca el pelo, que me desmorona el alma.

La lluvia, cuando quiere, es capaz de cambiar los sentimientos, de encaramarse a lo alto del horizonte para demostrar que está ahí, aguardando lo que venga, dándole motivos mojados al futuro. La llevo en el alma desde que nací, cosida a mis andares vacilantes de mocoso por las calles de un pueblo pequeño donde aún se escuchaban las campanas y los grillos. Ella ha sido la que ha puesto mojones a mis largas caminatas inconscientes por los sueños. Cada vez que mi imaginación inventaba una galaxia nueva, donde no existía el dolor ni las nubes, ahí estaba ella apagando los colores, emborronando el cuaderno de la libertad de un soñador.

Más tarde, apagadas ya las primeras llamas del sentir infantil, iniciadas con fuerza por dentro de toda mi alma entera las electrizantes punzadas de la pubertad, tuve que llevarla conmigo a todas partes. En los recuerdos. En las vivencias. En los amores. En los sueños. Llena de ella —y mojada—, mi alma toda. He llegado a pensar que sin la lluvia nada de lo que ha pasado en mi historia habría podido ser realidad. Todo habría sido distinto. No tendría ahora esa imperiosa necesidad de sol, esa tremenda sed de azul, esa ansia descontrolada de claridad.

Cuando se me va cayendo la existencia en estas páginas que quieren contar algo de lo que viví, tengo que hacer verdaderos malabarismos para no dejarme influenciar por su martilleo constante y monótono sobre las calles, a través de los árboles de los viejos montes, sembrando de gris todo lo que siento, todo lo que sueño, todo lo que veo. Y mira que he leído historias. Novelas que han dejado su huella y por las que aún ando con deseo de cuando en cuando. Y si he de ser sincero, en ninguna de ellas está la lluvia tan presente como en mi esquizofrénica capacidad para tenerla cerca. Hable lo que hable. Diga lo que diga.

Tiene que haber algo de extraño en mí cuando se me abren los ojos con una sensación vital que me llena de esperanza al quedarme quieto, hipnotizado, ante un cuadro de Sorolla. Debe de ser por la luz. Debe de ser por el sol que brilla por todas partes. Debe de ser la claridad de los trajes de esas mujeres que componen, con sus posturas, con sus ojos, con sus cuerpos, un canto de luminosidad. La culpa de que ocurra eso debe de tenerla la lluvia. Sin duda.

Y lo mismo ocurre cuando, una de esas mañanas hechas a fuego en los pueblos del sur, abro la ventana para que entre el olor del mar, envuelto en el sol del despertar, sin nubes que manchen el azul. Es la aversión a la lluvia que ha ido haciéndose un hueco en cada jornada de las que me ha tocado vivir. Debe de ser eso.

Estoy tratando de ordenar mis recuerdos en una historia, donde las palabras puedan explicar todo lo que he ido sintiendo en cada etapa, en cada momento, en cada situación. Me impulsan los deseos de echar fuera de mí esas pequeñas cosas, para que otros, nunca sabré quiénes, lo lean y sepan que, detrás de una imagen más o menos estereotipada de gente vulgar, siempre estuvo un soñador. Y su único, su permanente, su gran sueño ha sido siempre descubrir por qué la lluvia es triste, por qué la lluvia pone los campos tristes, difumina los horizontes, le quita motivos a la imaginación.

Un día, si me muero del todo, alguien podrá explicarme los motivos, pero hoy, aquí, mientras saboreo otra vez la miel y la hiel de lo que he sido y ya no podré nunca volver a ser, tengo que conformarme con dar rienda suelta a mi inconformismo ante la lluvia que me persigue.

Cuando era pequeño, me decían que gracias a la lluvia en mi tierra habían existido grandes poetas románticos. Nadie como ellos, nacidos muy cerca de donde yo nací, para expresar —decían— el sentir de las almas atormentadas, la soledad, la lejanía, la injusticia y, sobre todo, la morriña, esa añoranza gallega que nos acerca a la tierra cuando estamos lejos de ella. Rosalía de Castro, Macías O Namorado, Juan Rodríguez Padrón, nombres todos ellos unidos por la poesía. Y decían que la lluvia y los cielos grises habían sido los generadores de todo su caudal poético. Ahora que ya me crecen las primeras canas en la barba, creo que siempre he tenido algo de ellos. Porque también escribo versos. Y todos son tristes, despiadados. También ahí, en mis quimeras de escritor primerizo, estuvo la lluvia. No es extraño, pues, que mis primeras palabras sean para ella.

A veces, vuelvo a mi tierra, regreso a mis orígenes. Y me quedo allí, extasiado, oyendo el repiqueteo de la lluvia en los cristales, viendo cómo se va quedando roma la cresta del monte de siempre, sintiendo su caricia en la cara, cerca de mí, como lamiéndome. Me voy por los caminos embarrados, chapoteando como un niño, saltando los grandes charcos. Es como si le estuviese pidiendo perdón por tantos años de odio. Y la lluvia y yo sabemos que del odio al amor no hay más que un paso. Es el vicio imposible de superar. Como el fumar. O el beber como un loco. Sabemos que nos está minando, que nos está matando, y no dejamos de fumar, y no dejamos de beber, empeñados en una lenta y consciente autoeliminación. Por eso, de cuando en cuando, busco la lluvia de mi tierra, porque, aún teniendo la seguridad de que me hace daño, siento por ella la atracción de lo prohibido. Si hasta estoy seguro de que el día que me toque el turno, cuando se me acaben los suspiros y se me vayan adelgazando las ganas de vivir, en el umbral de lo que todavía nadie ha podido ver y contar, lloverá, lloverá torrencialmente. Creo que así está escrito no sé dónde. Si no lloviese en ese momento, aunque a mí de poco me servirá, esta historia quedaría incompleta, igual que esas sinfonías que nunca tienen final, porque el autor así lo quiso.

Con Alberto Núñez Feijóo en la entrega de la Medalla Castelao, reconocimiento que la Xunta otorga desde 1984 a figuras destacadas de la sociedad gallega.

No me quejo de nada. La vida me ha dado más, mucho más, infinitamente más de lo que yo le he dado a ella. Me ha permitido asomarme al mundo, al demonio, a la carne, para que me diera cuenta por mí mismo de que los pecados capitales no lo eran tanto. Me he ido dejando la piel en cada envite, pero consciente de que era necesario dejar algo en el camino para marchar hacia adelante. Y he amado. Y me han sabido amar. He odiado poco. Es más fácil amar. Y el odio es cobarde. Si algo hay de importante en esa vida a la que me he arrimado como un Miura, debe de andar por ahí, por cualquier página, en cualquiera de las gotas de lluvia que salpican la pequeña historia de un hombre que rompió muchos platos en su vida.