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EL CUESTIONARIO

El GRAN CAPITÁN, Gonzalo Fernández de Córdoba, fue uno de los más extraordinarios jefes militares de todos los tiempos; un capitán español que, al mando de un cuerpo expedicionario muy pequeño, liberó de franceses dos veces el reino de Nápoles, y al que Roma recibió en triunfo con una ceremonia que no se tributaba desde el tiempo de los Césares. Cinco siglos después, Gonzalo Fernández de Córdoba sigue siendo ejemplo de bien mandar, y el Who’s Who in Military History, de Keegan, le dedica más espacio que a Nelson, Patton o Rommel.

Y sin embargo, lamentablemente muchos españoles saben menos de él que de Rommel o de Patton. Este libro trata de explicar quién fue y cómo era; qué es lo que de verdad se sabe y lo que no se sabe del Gran Capitán. Cómo fue su época, cómo hacía la guerra, y, en suma, qué era lo que hizo tan bien para que aún lo conozcamos como el Gran Capitán.

Nombre

El Gran Capitán se llamaba Gonzalo como su bisabuelo, con el nombre de un santo monje gallego del siglo IX. Gonzalo viene de Gundisalvus, tiene origen germánico y es probablemente una antigua voz sueva que puede significar Gund+salvus, «a salvo en la batalla», Gund+al+vus, «totalmente dispuesto para la guerra», o Gund+elv, «elfo de guerra»; cualquiera de las tres definiciones lo retratan a la perfección.

Apellido

Gonzalo se apellidaba Fernández de Córdoba, como su familia paterna. En aquella época, y hasta el Concilio de Trento, los apellidos españoles eran relativamente arbitrarios, pero los Fernández de Córdoba mantuvieron el suyo sin variación desde mediados del siglo XIII y lo siguen manteniendo en nuestros días. La ortografía vacilaba entre la efe de Fernández y la hache de Hernández; en un mismo documento, el mismo escribano real escribe Fernández y a continuación Hernández; y es que por esta época volvía a haber en Castilla efes, que casi habían desaparecido en la Edad Media a favor de las haches. En el trato directo lo llamaron Señor Gonzalo Fernández, y por escrito, Gonçalo Fernandez, a veces escrito Ferrns (o Hrrns, o Frns), con un trazo encima para indicar que era abreviatura. Actualmente, fuera de España le llaman Gundisalvo, Gonsalvo, Conzalo o Gonzalo, de o di, Córdoba o Cordova. En la lista de grandes jefes militares de Dupuy figura como Gonzalo Fernadez de Cordoba, sin ene ni acentos. Lo que desde luego no se llamó nunca en vida fue Gonzalo de Aguilar, Gonzalo Fernández de Aguilar ni Gonzalo de Córdoba.

Hay que advertir que, además de los antepasados que llevaron su mismo nombre y apellidos, dos sobrinos suyos se llamaron como él, así como otros dos excelentes generales, su manirroto nieto (1520-1578) que sirvió a Felipe II, y su biznieto (1585-1645) al que llamaron «el otro Gran Capitán» en tiempos de Felipe III y Felipe IV.

Fecha de nacimiento

La opinión más común en España, basada en la Crónica manuscrita, es que Gonzalo Fernández de Córdoba nació el primero de septiembre de 1453, pero en 1550, Esteban de Garibay afirmaba que fue el 30 de septiembre de 1452, y no falta quien lo fije en una fecha imprecisa entre el 30 de septiembre de 1452 y el 1 de marzo de 1453. Entonces no estaban generalizados los libros parroquiales de bautismo y no existe, que sepamos, un documento irrebatible.

En todo caso, 1453 fue el año en que los turcos conquistaron Constantinopla y la cristiandad retrocedió mil kilómetros. También ese año los ingleses desistieron de su empeño en quedarse con la corona francesa; terminó la Guerra de los Cien Años y las fuerzas de la corona de Francia quedaron libres para acometer a sus vecinos. Por remotos que fueran, ambos sucesos influyeron en la vida del recién nacido.

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Por lo demás, por aquellos años vinieron al mundo personajes muy importantes en la vida de Gonzalo: en 1450 nació su hermano mayor Alfonso, que fue sucesivamente su ejemplo, rival, amigo, jefe, apoyo, compañero y subordinado. En 1451 nació en Madrigal de las Altas Torres la infanta Isabel y al año siguiente nació en Sos (que ahora se llama del Rey Católico) Fernando, un sobrino del rey de Aragón; dos vástagos de casa real que difícilmente podrían ceñirse la corona, pero a los que unas peripecias novelescas convirtieron en los Reyes Católicos. Finalmente, ese mismo año de 1453 nació también Alfonso, hermano de Isabel y hermanastro del rey de Castilla, del que Gonzalo sería paje.

Para los europeos, 1453 es el año final de la Edad Media, que los españoles consideran que termina con el descubrimiento de América, en 1492. Los treinta y nueve años que median entre ambas fueron años enmarañados, y si la salud de una sociedad hay que juzgarla por su clase dirigente, aquella sociedad no estaba sana. En el resto del mundo las cosas no estaban mucho mejor, pero por estos pagos el rey de Portugal estranguló con sus propias manos al duque de Viseo; el emir de Granada, Abolhacén, después de encarcelar y envenenar a su padre, mandó matar a sus hijos en la pila de la Fuente de los Leones de la Alhambra; su esposa y los hijos mayores escaparon y al final solo quedó vivo Boabdil que, en justa correspondencia, envenenó a su padre en cuanto pudo. En Aragón, Juan II, padre de Fernando el Católico, hizo envenenar a su primogénito, y encargó a su hija pequeña que envenenara a su hermana mayor. En Castilla, el otro Juan II (pues esta fue una época pródiga en Juanes) mandó descabezar a su privado don Álvaro de Luna a instigación de su esposa; regia gratitud hacia quien había defendido el trono y a ella la había hecho reina.

Su hijo y sucesor en el trono de Castilla, Enrique IV, aborrecía verter la sangre, pero no estaba claro si era sodomita, impotente, o ambas cosas a la vez; de hecho, los grandes del reino realizaron investigaciones de visu sobre su capacidad sexual. Nuestros consternados contemporáneos pueden hallar cierto alivio en considerar que aquella España de la segunda mitad del siglo XV mejoró en poco tiempo. Una nación dividida y desalentada, sin cabeza ni pulso, se halló de repente con gobernantes admirables, recobró la paz, la unión y la esperanza, y fue capaz de acometer empresas universales.

Nombre de los padres

Gonzalo era hijo de Pedro Fernández de Córdoba, señor de la casa de Aguilar, y de su prima y legítima esposa, Elvira Herrera. La madre de Gonzalo era nieta de Alfonso Enríquez, primer Almirante de Castilla, y de Juana Mendoza, a la que llamaron la rica hembra por la dote que llevó al matrimonio; así pues, Gonzalo estaba emparentado, no muy lejanamente, con la familia real que reinaba en Castilla y en Aragón, y con la poderosa casa del Infantado. La familia del padre de Gonzalo arrancaba de Vasco Fernández de Témez, un gallego de Lemos que vino a la reconquista de Andalucía, a cuyo tercer hijo, Alonso Fernández de Témez (y después, de Córdoba), se deben las primeras propiedades andaluzas de la familia. En tiempos de Fernando III el Santo, el trasabuelo de Gonzalo se puso de acuerdo con unos amigos para conquistar Córdoba, que aún estaba en manos de los moros. Se disfrazaron, se apoderaron de una torre y solo entonces avisaron al rey de lo que habían hecho. Al recibir la noticia, san Fernando, que estaba cenando en Benavente (León), dejó la cena, montó a caballo y en cinco días llegó y se apoderó de Córdoba.

Como Fernando el Santo ya no hacía cautivos, sino que se limitaba a expulsar a los moros de las tierras reconquistadas, el patrimonio obtenido en el repartimiento, acto jurídico por el cual se distribuían las ciudades y tierras conquistadas, fue espléndido. El rey le otorgó además a Alonso Fernández el privilegio de llamarse con el nombre de la ciudad que había ganado. Seis u ocho generaciones después, don Pedro Fernández de Córdoba, padre de Gonzalo, era alcalde mayor de Córdoba y dueño de un barrio de la ciudad. Tenía también un largo etcétera de señoríos y cargos, de los que el más conocido era «señor de la casa de Aguilar», teniendo en cuenta que «casa» era algo más que la simple suma de propiedades y familia. En vida de Gonzalo muchas de estas«casas» se convirtieron en marquesados. Así pues, Gonzalo venía al mundo en una familia rica, honrada, poderosa y bien relacionada con los grandes.

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Restos del antiguo castillo de Montilla, levantado por los señores de Aguilar de la Frontera. En las dependencias de esta fortaleza nacería Gonzalo Fernández de Córdoba, muy probable un 1 de septiembre de 1453.

Lugar de nacimiento

El lugar de nacimiento del Gonzalo Fernández de Córdoba presenta algunas dudas. La llamada Crónica manuscrita, así como una venerable tradición, firme, constante y que por tanto merece mucho respeto, afirman que Gonzalo nació en el magnífico castillo-palacio que había hecho construir su padre en Montilla y fue bautizado en la contigua iglesia de Santiago. Por otra parte, tanto la llamada Crónica general como sus primeros biógrafos, Paulo Jovio y García de Morales, dicen que era cordobés; y de hecho, el propio interesado escribió en 1504 a los regidores de Córdoba que era «hijo de esa muy noble patria, de donde proceden mi origen y naturaleza», palabras que algunos interpretan en sentido amplio y referidas al reino de Córdoba y no solamente a la ciudad. Es difícil decidir entre Montilla o Córdoba, pero está claro que en su niñez y juventud residió mucho tiempo en ambas ciudades. En 1453 Montilla aún no había recibido del rey nombramiento de ciudad, pero ya lo había sido en la Antigüedad cuando César dio allí, en Munda, una encarnizada batalla a los pompeyanos.

Montilla estaba en la Frontera, el territorio limítrofe entre moros y cristianos, un espacio vacío e inseguro que durante la Reconquista fue desplazándose sucesivamente del valle del Duero al Sistema Central, La Mancha y Sierra Morena, bajando continuamente hacia el sur. En 1453 la Frontera no era una raya como la de Portugal, sino un ancho territorio sujeto a acciones bélicas intermitentes; una faja de terreno que arrancaba en el mar, más o menos en Tarifa, subía por las sierras más húmedas de España, pasaba delante de Estepa, Morón y Lucena, seguía por las sierras meridionales del reino de Jaén, se internaba hacia la sierra de Segura y finalmente doblaba al sur a la altura de Lorca para terminar más allá de Vera.

Montilla estaba frente al arco central de aquella Frontera cuyos habitantes se llamaban fronteros, es decir, «los que hacen frente al enemigo». El padre de Gonzalo era Frontero Mayor de Andalucía, con preeminencia (más moral que otra cosa) sobre cuantos defendían los confines de la cristiandad.

Aunque la guerra entre moros y cristianos era discontinua, interrumpida por treguas frecuentes, en la Frontera nunca cesaban las entradas y algaras, con su secuela trágica de talas, incendios, destrucciones, muerte y cautiverio. El cronista Alonso de Palencia nos recuerda que durante las treguas:

A moros y cristianos de esta región, por inveteradas leyes de la guerra, les es permitido tomar represalias de cualquier violencia cometida por el contrario siempre que los adalides no ostenten insignias bélicas, que no se convoque la hueste a son de trompeta y que no se armen tiendas, sino que todo se haga tumultuaria y repentinamente.

En la Frontera se vivía bajo amenaza constante de un enemigo experto, activo, peligrosísimo, que tenía su fuente de ingresos en los cautivos cristianos, y de satisfacciones en las mujeres y niños cautivos. A ambos lados de la Frontera, la ocupación principal y el tema de conversación eran la defensa y el oficio de la guerra, «a qué hora se cerrarán las puertas, y cuánto tiempo antes la de la fortaleza, y las velas y rondas a qué hora irán». En Montilla, estar preparado para la defensa y la guerra era esencial para la supervivencia.

Segundón

Don Pedro y doña Elvira tuvieron primero a Leonor, luego a Alonso y seis años después al pequeño Gonzalo. Así pues, Gonzalo era técnicamente un segundón (secundón, escribían entonces), lo que significaba que el mayorazgo —los títulos, bienes y cargos principales de la casa de Aguilar— eran para el mayor de los varones. En Castilla el segundón no quedaba desheredado, pero la herencia principal y el título de jefe de familia —señor de la casa, se decía entonces—, y las obligaciones correspondientes, correspondían a su hermano Alonso. Sus padres se ocuparon de que al pequeño Gonzalo no le faltaran recursos, y uno de los primeros documentos que conocemos acerca de Gonzalo es un acta notarial en la que su madre y tutora se ocupa de sus cortijos. Una fuente tardía nos informa que, todavía en vida, su padre le buscó ayo, es decir, cuidador y maestro, en la persona de don Diego Cárcamo, caballero sabio y virtuoso, pariente lejano de Gonzalo y posiblemente tan segundón como él, que fue su excelente educador, y después su consejero en la guerra. Diego Cárcamo hizo realmente de padre adoptivo de Gonzalo, que se quedó huérfano a los dos años y medio. Gonzalo era un niño que vivía cotidianamente la guerra que hacían los mayores. Para los hombres del señorío, Alfonso y Gonzalo eran sus cabezas naturales, las señas de identidad y la bandera del señorío en el interregno sin jefe adulto.

Cuatro meses después de la muerte de su padre, los guerreros llevaron a la guerra a Alfonso, que tenía ocho años, y algo más tarde llevaron también a Gonzalo, tanto a hacer cabalgadas por tierra de moros, como a enfrentarse y reñir con sus permanentes enemigos, parientes y vecinos, los del conde de Cabra. Gonzalo jugaba de pequeño con espadas, pero no de madera, sino, como contó a sus hombres:

Yo, siendo muchacho, a escondidas tomaba la espada y esgrimía sin que me viesen, porque no solamente me era natural como el andar y correr, sino que me parecía muy suave para el movimiento natural.

Gonzalo asimiló de modo natural desde pequeño el oficio de las armas de un mundo en guerra que exigía el máximo de sus jefes naturales. En España no se decía nobleza obliga, sino que el hombre de familia ilustre (sangre ilustre, se decía entonces) nacía con obligaciones porque estaba más obligado que los demás a ser permanentemente generoso, heroico y caballeroso.

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Relieve de la Sagrada Familia en la fachada donde estuvo la Casa del Gran Capitán. En la lápida se lee: «En esta casa vivió y en ella murió, el 2 de diciembre de 1515, el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Aguilar y de Córdoba, duque de Sesa, Terranova y Santángelo, héroe cristiano, glorioso vencedor de moros, franceses y turcos, a cuya ilustre memoria de la Comisión de Monumentos históricos de la provincia de Granada erigió esta inscripción. Año de 1874».

La piedad se aprendía en el ambiente familiar y del capellán de la familia; y los saberes, del ayo. Además de leer, escribir y las cuatro reglas, se esperaba que el vástago de una familia noble discurriera con elegancia, ingenio y buen seso. Si tenía estudios, luciría un pasable conocimiento de la cultura latina, pero Gonzalo, como la mayor parte de su generación, no los tenía. En la Frontera era útil y fácil aprender árabe, que Gonzalo hablaba con fluidez. La buena educación exigía tañer un instrumento musical y en sociedad se valoraba mucho la capacidad de versificar y hacer canciones. La poesía de entonces no era para ser leída, sino para ser cantada, eran cantares y coplas que se acompañaban con guitarra o vihuela, como siglos después haría el gaucho Martín Fierro.

Para todo ello no bastaba la escuela parroquial como a los demás chicos del señorío, sino que hacían falta preceptores o ayos. Gonzalo heredó de sus padres el nombre ilustre, una conciencia exigente, y, como segundón que era, fue preciso enriquecerlo con saberes. La educación de Gonzalo fue esmerada, tal vez más que la de su hermano, que tenía el porvenir resuelto.

Paje del Rey Nuevo

Gonzalo vivía en Córdoba en una casa de su propiedad, distinta de la de su hermano Alonso. Sin embargo, las relaciones entre los hermanos no estaban rotas, pues Gonzalo esperaba en su casa a que lo recogiera su hermano mayor para ir a misa juntos. Un día, Gonzalo no estaba listo y su hermano envió a avisarlo. Gonzalo replicó:

Que me espere, que esta noche he soñado que voy a ser mayor señor que él.

Otro día que Gonzalo oía misa de rodillas, un labrador que oía una misa distinta y que se celebraba en un altar lateral, se puso de pie para la lectura del evangelio, con lo que tapó a Gonzalo la visión del altar mayor. Los criados de Gonzalo se apresuraron a tirar de la capa al labrador para que se agachara, y ya iba este a apartarse, cuando Gonzalo lo detuvo con un gesto. No era prepotente y no dejó que lo fueran en su nombre.

Según su compañero y amigo Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas, fue Alonso —entonces de dieciocho años— quien envió a Gonzalo a la corte de Alfonso, el hermanastro del rey Enrique IV, al que la gente llamaba el Rey Nuevo. En aquella revuelta en España, Castilla tenía dos reyes. La gente sencilla decía que el mundo estaba mal, y España, muy mal. El viajero alemán Jerónimo Münzer escribía:

Era tanto el número de malhechores que las gentes no se atrevían a andar de noche por las calles; muchos había que durante esas horas se introducían enmascarados en las casas llevándose el dinero, las alhajas, todo, en fin, lo que topaban a su alcance, y nadie podía estar seguro ni dentro de la ciudad ni fuera de sus muros… eran tales las discordias entre los nobles, las ciudades y los obispos, tan encarnizadas las luchas intestinas, tan desatada la ambición y tantas las vejaciones con que judíos y conversos oprimían al pueblo…

Münzer vio a España poblada de malos cristianos, moros y judíos, de los que no sabría decir quiénes eran peores. En algunas ciudades los cristianos no llegaban a la mitad, porque en materia reproductiva los monógamos son menos eficientes que los polígamos. En la segunda mitad de la Reconquista, cuando cesó la incorporación de cristianos mozárabes liberados del sur, las grandes victorias cristianas inundaron el norte con multitud de cautivos que enseguida pasaban a ser cristianos nuevos (moriscos) o mudéjares (musulmanes en tierra cristiana). En tiempos de Fernando III el Santo, la población de origen cristiano parecía que iba a ser minoritaria respecto a moriscos y mudéjares, y el rey decidió no traer más cautivos a Castilla; en adelante, expulsó a los moros, sucesivamente, de Jaén, Córdoba y Sevilla. Andalucía se repobló con cristianos viejos e inmigrantes europeos.

Con los judíos era distinto. Decían llevar en España desde tiempos de Nabucodonosor, y probablemente tenían razón; después de veinte siglos era improbable que hubiera un solo español sin sangre judía, aunque la mayoría de los españoles de entonces hubiera preferido seguramente la muerte antes que admitirlo. Después de la cuantiosa inmigración de judíos que trajo el tesorero judío de don Pedro el Cruel para salvarlos del exterminio en Granada, los judíos habían florecido y monopolizaban de hecho la medicina, los créditos, los tributos y los caudales de reyes y grandes.

Como lamentaría más tarde el sabio rabino Salomón Verga, en su obra Vara de Judá, al meditar las causas de la expulsión de 1492, la usura y la prepotencia provocaron estallidos de ciega ira popular que ensangrentaron las aljamas con horrorosas carnicerías. La violencia forzaba las conversiones, pero el pueblo desconfiaba de los judíos conversos, a quienes primero los moros, y después todos, dieron el infamante nombre de marranos. En cambio la Corona, la nobleza y la Iglesia les abrieron sus puertas de par en par y ascendieron rápidamente a lo más alto. Se creía que don Álvaro de Luna y el marqués de Villena eran marranos, así como un creciente número de nobles, incluida la casa real, que descendía del judío Ruy Capón. La familia de Gonzalo venía de conversos por ambas ramas. Nicolás de Popielovo oyó que «muchos decían que la Reina [Isabel] era protectora de los judíos e hija de una judía… tiene más confianza en los judíos bautizados que en los cristianos».

En vida de Gonzalo, las tensiones alcanzaron un punto crítico que hizo inevitable la expulsión, como ya había ocurrido en diversos países de Europa.

En la calle, el reflexivo autor de las Coplas de Mingo Revulgo echaba al pueblo la culpa del mal estado del reino, según la vieja tesis de que un pueblo tiene los gobernantes que se merece, pero otros culpaban al rey y al mal ejemplo de los grandes, según la tesis, no menos antigua, de que son los malos gobernantes los que corrompen una nación. El largo reinado del indolente Juan II, que había dejado el gobierno a su favorito, el converso don Álvaro de Luna, al que luego hizo decapitar, acreció en Castilla la soberbia de los grandes, multiplicó las guerras privadas y agravó el caos social que venía arrastrándose desde la gran peste del siglo anterior.

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Fachada del monasterio de San Jerónimo en Granada. En la parte superior se lee: Gonzalo Ferdinando Corduba: Magno Hispanorum duci gallorum ac turcarum terror.

En 1454 llegó al trono su desgraciado hijo Enrique IV, personalidad compleja que el endocrino Marañón calificó de eunucoide. El nuevo rey no cumplía su función, primordial en una monarquía hereditaria, de asegurar una sucesión sin traumas. Doce años después de su boda con la heredera de Navarra, el matrimonio no estaba consumado y la culpa no era de la pobre doña Blanca, sino de las dificultades del pobre don Enrique, que se justificó diciendo que doña Blanca le había echado mal de ojo e hizo anular su matrimonio. Para entonces el pueblo lo llamaba el Impotente, que es cruel apodo.

Enrique volvió a casarse con Juana de Portugal, que vino con doce damas de conducta laxa, con lo que las costumbres de la corte, que ya eran malas, terminaron de corromperse. Durante algún tiempo, la nueva reina siguió tan virgen como la anterior, hasta que tuvo una niña, que todos supusieron era del favorito del rey, don Beltrán de la Cueva, de quien vienen los duques de Alburquerque. La sospecha no estaba infundada, porque el propio príncipe Alfonso, hermanastro del Rey, sorprendió a don Beltrán entrando de puntillas en la cámara de la reina. Más adelante, la reina se amancebó con don Pedro de Castilla el Mozo, bisnieto de Pedro el Cruel, que le hizo un par de bastardos que no eran del rey ni de don Beltrán.

Mientras tanto don Enrique se rodeaba de las peores compañías, le daba por la morisma y parece que adoptó sus inveteradas costumbres. Las coplas decían que Enrique, pastor de la grey castellana: «Ha dejado las ovejas por folgar tras todo seto. / La soldada que le damos y aun el pan de los mastines / cómelo con los ruines». Cuando le denunciaban a un malhechor, el rey lo premiaba en vez de castigarlo. Hizo escuderos suyos a dos asesinos; a un renegado autor del asesinato de cuarenta cristianos lo hizo capitán de su guardia mora, y a dos salteadores les cedió los impuestos sobre el pescado, el vino y el cuero de Sevilla. Según el viajero alemán Tetzel:

El rey tiene muchos infieles en su corte, y ha expulsado a numerosos cristianos y cedido sus tierras a los moros. Come, bebe, se viste y ora a la usanza morisca y es enemigo de los cristianos; quebranta los preceptos de la ley de gracia y lleva vida de infiel […]. La reina [la segunda, la portuguesa Juana] […] es una linda señora morena; el rey no la quiere y no yace con ella y hasta dicen no puede haberse con ella como marido. En cambio, él comete grandes torpezas. Por esto, y por expulsar a los cristianos de sus tierras y apoderarse de ellas, de sus castillos y ciudades y dárselas a los moros, se ha levantado en armas el reino haciendo rey a su hermano. La mayor parte de sus súbditos son partidarios del joven rey por su mayor inclinación a los cristianos, creyéndose generalmente que el nuevo rey suplantaría al antiguo.

En la corte de Enrique IV el preceptor del joven Alfonso quiso iniciarlo en el vicio nefando, como se decía entonces, mientras la propia reina quería corromper a la futura Isabel la Católica. El niño Alfonso salió espada en mano en defensa de su hermana, regañó a la reina y amenazó con cortar el cuello a sus damas si volvían a molestarla. En consecuencia, el niño sufrió varios intentos de envenenamiento, hasta que los nobles lo apartaron de su hermanastro. En 1465, los ensoberbecidos grandes depusieron al rey Enrique en efigie en una mojiganga incalificable y nombraron rey a Alfonso, que tenía once años. Sin aprobación de las cortes y en vida de Enrique IV, la farsa no valía nada, pero mostraba cómo estaban las cosas.

A la corte de este rey nuevo enviaban a Gonzalo, que tenía su misma edad; era una buena oportunidad para sacarlo de Montilla, a que completara su educación e hiciera amistades. Gonzalo salió de Córdoba con su ayo Diego Cárcamo y los criados y mozos de mula necesarios; fueron a ver primero a Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, el hombre más poderoso del reino, y a continuación a don Juan Pacheco, maestre de Santiago, ambos amigos de la familia y poderosos enemigos de Enrique IV, que acogieron a Gonzalo con alegría y lo asentaron de paje con el rey nuevo.

Un paje era un niño de buena familia, un criado infantil, en aquella época en la que un criado no era un mero sirviente sino alguien que se criaba en casa. Los pajes eran con frecuencia vástagos de familias emparentadas con el señor, hacían recados, servían al señor en pequeños menesteres, lo acompañaban a cazar, velaban su sueño o eran sus compañeros de juegos, pues el rey también era un niño. A cambio, los pajes adquirían modales, tomaban ejemplo, se empapaban de cortesanía, hacían amigos, conocían y se daban a conocer a los grandes y, finalmente, se divertían porque estaban en la edad de hacerlo. Don Diego completaba la educación de Gonzalo y vigilaba su salud moral. Durante su estancia en la corte del rey Alfonso, Gonzalo conoció a muchos grandes y próceres, y, en el cumpleaños de Alfonso, Gonzalo conoció a su hermana, la princesa Isabel, una joven blanca y rubia, que quería entrañablemente a Alfonso, al que dedicó unos discretos versos. A Gonzalo, niño de pueblo, que venía de una España más sencilla, le impresionó el fasto de la corte.

Mientras tanto, Castilla seguía en el caos y se había reanudado la guerra civil. En 1466 Enrique derrotó a los nobles cerca de Simancas, y al año siguiente otra vez en Olmedo, donde Alfonso tenía su corte. La batalla no resolvió nada, y el rey Enrique, abrumado y triste, estuvo a punto de caer en manos de sus enemigos, pero su hermanastro Alfonso se dio cuenta de la ilegitimidad de lo que hacía y quiso reconciliarse con él. Alfonso tenía una conciencia exigente. Cuando el pueblo toledano se amotinó e hizo una horrible matanza de judíos conversos, dijo:

—No quiera Dios que yo apruebe tal injusticia.

El marqués de Villena le advirtió que entonces los cristianos viejos se revolverían contra él, y Alfonso replicó:

—No quiero el poder a ese precio.

El joven rey Alfonso no era político, sino un hombre de bien, así que murió enseguida, a los quince años, el 5 de julio de 1468, mientras comía una empanada de trucha. La gente supuso que los mismos grandes que se oponían al rey viejo, habían abreviado la vida del rey nuevo, que parecía difícil de manejar.

Aspirante a fraile jerónimo

La pequeña corte del rey muerto se disolvió y Gonzalo regresó a Montilla. De nuevo estaba en la Frontera, otra vez vasallo de Alonso, su señor y hermano mayor. Tenía diecisiete años cuando quiso entrar en el monasterio de Jerónimos de Valparaíso, cerca de Córdoba. Los jerónimos eran la austera orden nacional española, y la vocación de Gonzalo cobra todo su valor cuando se compara con la de su hermano Alonso, que años atrás también había pensado en hacerse clérigo, pero en la catedral cordobesa y con un puesto honroso y bien remunerado.

Gonzalo era un hombre profundamente religioso y tenía la fe sin fisuras por la que llevaban luchando setecientos años sus compatriotas y sus antepasados. Fray José de Sigüenza, el sabio (y probablemente santo) historiador de El Escorial, cuenta que en la entrevista con fray Antonio de Hinojosa, prior de los jerónimos, este miró a los ojos a Gonzalo, se puso la mano en el pecho y le dijo:

—Vete enseguida, hijo, que para mayores cosas te tiene Dios guardado.

No tenía mal ojo; Gonzalo no fue jerónimo pero llevó toda su vida una conducta intachable.

El caballero

Debió de ser entonces cuando lo armaron caballero; las Etimologías de San Isidoro en lengua romance que aprendían los estudiantes decían escuetamente «miles es caballero», el caballero es el militar. El caballero no nacía, se hacía; y, de hecho, en muchos lugares de España podía serlo quien se costeara caballo y coraza. Cualquier caballero podía armar caballero a otro; era un rito muy sencillo, aunque en determinados casos había llegado a convertirse casi en sacramental.

La condición de caballero no era hereditaria como la de noble o hidalgo. La verdad era que en España se podía llegar a noble o hidalgo por nombramiento del rey; a los vizcaínos, el rey los había declarado hidalgos porque, siendo tan pobres, no podían pagar pechos (tributos). También daba derecho a la hidalguía tener doce hijos varones capaces del servicio de las armas; eran los hidalgos de bragueta, un tipo de movilidad social impensable fuera de España. Pero mientras que nobles e hidalgos tenían privilegios —no estaban obligados a ir a la guerra ni a pagar pechos, es decir, impuestos directos—, el caballero carecía de ellos, pues bastante poder le daban sus armas y su coraza. El caballero solo tenía obligaciones. A lo largo de la Edad Media, el hecho de ser virtualmente invulnerables hubiera podido convertirlos en tiranos si los caballeros no se hubieran ceñido a un exigente código de conducta.

El espíritu de la caballería implicaba estar dispuesto a defender la fe, la patria, la verdad, a los débiles e indefensos (niños, pobres, mujeres, doncellas, viudas) y a luchar por la justicia con abnegación, desinterés y desprendimiento. Una épica sugestiva y muy difundida había idealizado los hechos de algunos caballeros del pasado, y una literatura de ficción y aventuras, los libros de caballerías, estimulaba el coraje, la intrepidez y las proezas individuales. Era característica del caballero la devoción a su dama, devoción que al principio no era platónica, pero que con el tiempo se idealizó. Más allá de los Pirineos, la búsqueda del Santo Grial fue otro incentivo cada vez más noble y espiritual, que para los españoles carecía de atractivo porque sabían de sobra dónde estaba. En conjunto, los caballeros se guiaban por los mismos ideales que embriagaron a don Alonso Quijano el Bueno, que en la época de Gonzalo todavía parecían realizables, a pesar (y tal vez a causa) del mal ejemplo de la clase dirigente.

El caballero novel se armaba entre los diecisiete y diecinueve años. Huér fano de padre, es posible que a Gonzalo lo armara caballero su hermano, o don Diego Cárcamo, o tal vez algún pariente, caballero de la orden militar de Santiago, pues más adelante recibió una encomienda de la orden, lo que exigía ser antes caballero santiaguista.

Cortesano

A la muerte del joven rey Alfonso, los enemigos del rey Enrique IV pretendieron que Isabel, heredera del reino según el testamento de su padre, Juan II de Castilla, se proclamara reina, pero Isabel no quiso rebelarse contra su hermano:

—¿Si ahora me rebelo contra el rey, con qué fuerza moral castigaré a los que se rebelen contra mí cuando sea reina?

En Guisando, cerca de Cebreros, los nobles llegaron a un acuerdo con el rey, que confirmó a Isabel como heredera del trono. En Ocaña, las cortes de Castilla la juraron heredera y el rey quiso casarla con el maestre de Calatrava Pedro Girón, el libertino hermano de su favorito. La princesa estuvo tres días ayunando y rezando fervorosamente para que el Señor la librara, y su oración fue escuchada; cuando el maestre venía de camino contrajo un garrotillo (difteria) que se lo llevó en una noche, quizá no a mejor vida, porque murió blasfemando. Entonces Isabel mandó a su capellán que le informara de cómo eran los otros dos pretendientes, el duque de Guyena y el sobrino del rey de Aragón. A su regreso, el capellán contó que el duque francés era afeminado y contrahecho, pero que el aragonés Fernando era un joven sano, decidido y resuelto. El informe del capellán remachó la decisión de Isabel; a los seis años le dijeron que se casaría con Fernando de Aragón y la niña se aferró a la idea. Cuando se casaron, el rey y su contrariado favorito quisieron apresarlos. Entonces el pueblo de Ocaña se echó a la calle para defenderlos.

Fernando de Aragón venía precedido de un aura especial. Una serie de profecías anunciaba un gran rey que liberaría los Santos Lugares, y cien años antes san Vicente Ferrer había predicho grandes acontecimientos para cuando dos quisieran ser reyes, que era precisamente lo que pasaba en todos los reinos de España. La alegría saltó a las calles. Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios, cronista del sentir del pueblo llano, escribió años después, en una España que ya era radicalmente distinta:

En aquellos días de orgullo, herejías, blasfemias, avaricias, rapiñas, guerras feudales, ladrones y salteadores, asesinos, tahúres, alcahuetes; de renegados y de toda suerte de perversidades; cuando en todas partes se blasfemaba del Señor y de Nuestra Señora, Nuestro Señor puso palabras de gozo en la boca de los niños:

—¡Flores de Aragón dentro de Castilla son!

Dichosos mis ojos que ven lo que veis.

Isabel y Fernando procuraron rodearse de una corte de jóvenes que se lo debieran todo y en quienes pudiera confiar. Isabel se acordó del paje de su hermano Alfonso y lo mandó llamar. Gonzalo salió de Montilla con el mismo acompañamiento que la vez anterior, llegó a Segovia y, a los pocos días, el maestresala (administrador) de la casa de la princesa, Covarrubias, le preguntó:

—Gonzalo, la princesa manda que te asigne buena paga que te sea suficiente, y para eso necesito saber cuántos vienen contigo.
—Señor maestresala: yo no he venido aquí a buscar mi interés, sino con la esperanza de servir a su alteza, cuyas manos beso.

Son las primeras palabras que se conservan de Gonzalo, transmitidas por su amigo Hernán Pérez del Pulgar, que revelan viveza, cortesanía, desinterés y orgullo frente a los grandes, la misma actitud caballeresca que le acompañaría siempre. Afortunadamente para él, a la princesa Isabel le gustaron sus palabras, pero con más sentido práctico le asignó 80 000 maravedíes de quitación, el sueldo anual de los funcionarios civiles.

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Fernando e Isabel, bajorrelieve de Alonso de Mena. Los reyes aparecen muy jóvenes, y Fernando ligeramente más bajo que Isabel; posiblemente la mejor imagen de ambos.

A Gonzalo la corte se le subió a la cabeza. No tenía veinte años y le había llamado la princesa. Según quienes lo trataron entonces, Gonzalo estaba lleno de generosidad y amor a la gloria. Estaba ansioso de destacar; se consideraba obligado a estar a la altura de tan grandes señores y se comportaba como un príncipe cuando no era más que un segundón. Afortunadamente, tenía virtudes que compensaban su amor al boato; el cronista anglosajón Walsh dice que Gonzalo en la corte:

Era guapo, ocurrente, elocuente, gran amador de la música y de la poesía, de una fuerza y destreza casi sobrehumanas y de un temperamento tan alegre y jovial que la corte le llamaba el príncipe de la juventud; no tenía igual en el manejo de la espada. En los torneos de lanza no tenía otro rival más afortunado que el propio príncipe don Fernando, el mejor caballero de España. Vivía con el boato de un duque y era espléndido como un rey. Tenía las virtudes de don Beltrán de la Cueva sin ninguno de los vicios, porque Gonzalo era sobrio, casto y sinceramente devoto.

Esta descripción se discutirá más adelante, pero parece esencialmente cierta. El afán de notoriedad de Gonzalo seguramente suscitó críticas, pero era el estilo de la época, en el que influía una reacción natural contra los hombres en el poder, ya que al rey Enrique le gustaba ir sucio y oler a podrido. Gonzalo se compró un ropón forrado de martas cibelinas que venían de Rusia, y su ayo Diego escribió a su hermano que lo exhortara a moderarse. Alonso llamó al orden a su hermano pequeño: el patrimonio de Gonzalo no daba para tanto y los mismos que le jaleaban serían los primeros en burlarse cuando se arruinara, como parecía inevitable. Gonzalo respondió:

—No me quitarás, hermano mío el deseo que me alienta de dar honor a nuestro nombre y de distinguirme. Tú me amas y procurarás que no me falten los medios para sostenerme en la posición que ocupo.

Y concluía: «De todos modos, el cielo proveerá a quien procura elevarse por caminos lícitos». Tenía razón; Alonso envió más dinero para el lustre de la casa de Aguilar. Durante su estancia en la corte Gonzalo conoció a los grandes partidarios de los príncipes: Medina-Sidonia, Medinaceli, Nájera y Alba, el cardenal Mendoza, los condes de Treviño y de Paredes. Para la princesa, Gonzalo era el paje de su hermano pequeño, un chico de confianza, ágil y despierto, que podría ser útil, pero cuyo amor al lujo y afán de protagonismo resultaban desagradables. A la reina le gustaban «los obispos de pontifical, los guerreros en campaña y los ladrones en la horca» y, seguramente le disgustaban los vanidosos, que era la imagen que daba Gonzalo. Sea cual fuere la razón, enseguida lo devolvieron a Montilla.

El teniente

No sabemos cuándo fue ni regresó de la corte. En junio de 1469 Gonzalo firmaba en Córdoba la concordia que impuso Enrique IV a los dos bandos cordobeses de Aguilar y de Cabra (que, por lo demás, duró muy poco). Una tradición local montillana dice que el Miércoles Santo de 1471, Gonzalo evitó, solo y espada en mano, que tres rufianes abusaran de una doncella que habían raptado en una calle de Montilla. Ese mismo año su hermano lo ofreció de rehén en garantía de un desafío con el de Cabra que no llegó a celebrarse. El 16 de abril de 1473 (o el 17 de abril del año siguiente, según Gonzalo Fernández de Oviedo) Gonzalo estuvo defendiendo al lado de Alfonso a los cristianos nuevos en el motín que estalló en Córdoba cuando, desde la ventana de una casa de conversos, una moza tiró agua (meados, dijeron los mojados con el líquido) al paso de la imagen de la Virgen que pasaba en procesión.

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Fue seguramente entonces cuando su hermano le dio la tenencia de Santaella, una de las fortalezas cordobesas que Alonso se había apropiado en 1464. Ya antes, Alonso, que hacía y deshacía en Córdoba, lo había hecho teniente del Alcázar cordobés. La tenencia de Santaella significaba que Gonzalo era comandante de una fortaleza, a medio camino entre Écija y Montilla, en la zona de los señoríos de la casa de Aguilar. Normalmente la tenencia llevaba aneja la condición de gobernador de la villa al pie del castillo. Gonzalo «tenía» la fortaleza y la villa en nombre de su hermano. El cargo llevaba aparejadas rentas que estaban «situadas» (es decir, se cobraban) en Santaella o sus inmediaciones.

Gonzalo estaba en la veintena y acumulaba experiencias complementarias, por un lado, la vida rústica y audaz de la Frontera y, por otro, las vivencias cortesanas. Fue probablemente entonces, al contar con posición e ingresos para mantener una familia, cuando Gonzalo contrajo matrimonio con Isabel de Sotomayor, hija del señor de El Carpio, del bando de su hermano mayor. Resulta sugestivo imaginar las cabalgadas de Gonzalo para ver a su novia, las conversa ciones a la caída de la tarde bajo la afable mirada de los señores de El Carpio o el regreso de Gonzalo a la luz de la luna, pero es verosímil que los novios no se vieran muchas veces antes de la boda. Aunque las nupcias del segundón no eran asunto de tanta importancia como las de su hermano, que era ricohombre de Castilla, Gonzalo tuvo posiblemente mayor libertad de elección que él, el aspecto contractual de los matrimonios pesaba más que los sentimientos.

Preso

Córdoba, al igual que el resto de Andalucía y de España, sufría las continuas disputas de los nobles. Las casas de Aguilar y Cabra, ambas del mismo linaje, reñían permanentemente. El 18 de septiembre de 1474 la gente del conde de Cabra asaltó el castillo de Santaella y raptó a Gonzalo y a su esposa, recién casados, junto con todos sus servidores y bienes. Era la segunda vez, al menos, que los de Cabra daban un golpe semejante, pues al padre de Gonzalo también intentaron capturarlo al regreso de su boda. No sabemos si el asalto fue la misma noche de bodas, (momento ideal para un golpe de mano de este tipo) o algo después; los de Cabra no andaban sobrados de escrúpulos. Gonzalo y su mujer estuvieron presos en Baena, la fortaleza de sus parientes y raptores.

Se conoce la fecha del secuestro pero no las condiciones. Pudo ser una prisión rigurosa, ya que por aquellos días no se andaban con remilgos, o tan solo la palabra de honor de no evadirse él ni los suyos, en cuyo caso habría gozado de una libertad limitada, una transferencia temporal del vasallaje a la casa de Cabra. Para liberarlo su hermano Alonso hizo las paces con los de Cabra y se comprometió a casarse con la hija del conde, pero en cuanto vio libre a Gonzalo se casó con Juana Pacheco, la hija del privado de Enrique IV.

Fue un cálculo erróneo, porque Enrique IV murió al poco tiempo. En cuanto la noticia de su muerte llegó a Segovia, el 12 de diciembre de 1474, Isabel entró a caballo precedida de un heraldo que sujetaba la espada por la punta y alzaba la empuñadura como una cruz, el antiguo símbolo de que allí estaba el rey para defender la fe y hacer justicia. Dos disposiciones sucesivas echaron las bases de la unidad jurídica de España: en lo sucesivo, la Corona y as leyes tratarían igual a los súbditos de ambos reinos (febrero de 1475) y su esposo, Fernando, tendría tantas atribuciones como ella (28 de abril de 1476). Los nuevos reyes tenían mucho que hacer porque Alfonso V de Portugal, otro despechado aspirante a la mano de Isabel, había movilizado su hueste y había invadido Castilla por el valle del Duero. Para cerrarle el paso, Fernando reunió una gran hueste que tuvo que desbandar enseguida porque era tan cara como inútil; los jefes estaban reñidos entre sí y los soldados no sabían el oficio.

Fernando aprendió la lección, puso orden y disciplina en sus tropas y creó un núcleo duro con las veteranas compañías de las Hermandades. El 1 de marzo de 1476 ambas huestes se enfrentaron cerca de Toro. El sol poniente alumbró una clásica batalla medieval. Fernando, a caballo delante de los suyos, tendió su lanza, se lanzó al galope contra el centro enemigo y lo rompió. Actos de extraordinario heroísmo, como el del alférez portugués Duarte de Almeida, que, después de perder ambos brazos, sujetó el estandarte real con los dientes, no evitaron la derrota portuguesa. Los veteranos soldados de Fernando se mos traron crueles; al caer la noche Fernando tuvo que prohibir que castraran a más portugueses, pues los castellanos ya habían capado cuatrocientos.

El viudo

No hay evidencia de que Gonzalo estuviera en Toro; tal vez seguía preso. Tampoco se sabe cuándo falleció su esposa Isabel, de quien había tenido a su hija primogénita, María, que murió de niña, y a un hijo que murió al nacer, causando posiblemente la muerte de la madre. Más adelante, en su segundo matrimonio con María Manrique, Gonzalo tampoco tuvo descendencia masculina y solo tuvo dos hijas, Beatriz, que murió soltera, y Elvira, que se casaría con Luis de Córdoba, conde de Cabra, sellando por fin en el tálamo la paz entre Aguilar y Cabra, después de dos generaciones de enlaces fallidos de su abuelo y su tío.

El adalid de los reyes

Los reyes estaban dispuestos a poner fin a la anarquía y a acabar con las guerras privadas, pero en general no procedían a sangre y fuego. Tampoco pretendían implantar un sistema igualitario, como a veces se ha sugerido; no hacían la revolución, sino que restablecían el orden jurídico; lejos de hacer tabla rasa, acometieron la tarea legal y laboriosa de examinar caso por caso. La justicia volvió a Castilla por aplicación de las leyes vigentes; allí donde la corona recuperaba bienes mal adquiridos, compensaba a los desposeídos con generosas indemnizaciones, y, en las cuestiones dudosas, los reyes se atenían a la decisión de los jueces. Fernandarias de Saavedra, alcalde de Zahara, se negó a devolver Tarifa y las fortalezas, bienes y oficios que había usurpado, confiado en que había sido partidario de Isabel, y se hizo fuerte en Utrera. Los reyes, que habían venido a Andalucía a terminar con las guerras privadas, encargaron a Rodrigo Ponce de León que lo redujera. Utrera fue asaltada al cabo de cinco meses de sitio y los hombres de Rodrigo pasaron a cuchillo y descuartizaron a todos los defensores menos a once; Fernandarias se salvó porque había huido a Granada a pedir ayuda a los moros. Los reyes lo declararon traidor, pero la nobleza presionó para que lo perdonaran y, al cabo de un año, Isabel lo perdonó y respetó sus rentas. Como siempre, los desmanes de los grandes los habían pagado los pequeños; no era la primera vez que ocurría, pero en esta ocasión hubo lo que suele llamarse justicia poética, porque a Fernandarias le cayó encima el techo de su casa y lo mató.

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Fernando el Católico en su madurez.

A fines de 1477, los reyes, que estaban en Sevilla donde, finalmente, habían tenido un heredero varón, mandaron un juez para que averiguara los términos y heredades indebidamente ocupados en Córdoba. Cuando el pesquisidor tocó los bienes de la casa de Aguilar, estalló un motín, y Alonso salvó la vida al juez encerrándolo en un castillo. Al año siguiente los reyes se presentaron en Córdoba, liberaron a su enviado y ordenaron a Alonso que devolviera todos los castillos de Córdoba que estaban en su poder, excepto el de Hornachuelos, que le dejaron en el otro extremo de la provincia. El 12 de junio de 1478 los reyes mandaron que «para concluir la deliberación de Gonzalo Fernández», este se constituyera prisionero de Cabra hasta que Alonso pagase su deuda (probablemente la dote del frustrado matrimonio con la hija del conde de Cabra). El 11 de diciembre, Isabel impuso a Cabra y Aguilar la concordia de Enrique IV, ordenó al conde de Cabra que pusiera en libertad a Gonzalo y, como remate, prohibió a los dos, al señor de Aguilar y al conde de Cabra, que volvieran a pisar Córdoba. Entre los castillos que la reina quitó a Alonso estaba Santaella, que los Reyes dieron a otro a quien habían requisado dos castillos. Gonzalo se había quedado sin tenencia y sin ingresos (en rigor, estaba sin ellos desde el año 74), pero por fin estaba en libertad; se presentó a dar las gracias a los reyes y esta vez les causó tan buena impresión que lo nombraron adalid de la Frontera, es decir, capitán del rey con sueldo fijo.

Capitán de lanzas en La Albuera

La guerra civil había terminado, excepto en Extremadura, pero el rey de Portugal reanudó las hostilidades. A primeros de 1479 una hueste portuguesa entró por Plasencia hacia Mérida y Medellín, que estaban por el rey de Portugal. El rey Fernando pidió refuerzos a Andalucía y ordenó al maestre de Santiago que cerrara el paso a los portugueses. Entre las compañías que congregó el maestre estaba la del señor de Aguilar, que mandaba Gonzalo. El 24 de febrero de 1479 la hueste del maestre chocó con los portugueses en La Albuera, donde siglos después se reñiría una de las batallas más sangrientas de la Guerra de la Independencia. Gonzalo se adornó como para una fiesta y llenó de plumas multicolores la cresta de su celada. Cuando le reprocharon que malgastara las galas, que se iban a estropear en el combate, respondió:

—Quiero que me vean bien, que no me tomen por un cualquiera.

Efectivamente, Gonzalo se hizo ver y se distinguió, y al día siguiente, en la habitual reunión de mandos, Gonzalo, capitán de veinticinco años, analizó la acción y extrajo consecuencias para el futuro. El maestre le hizo un elogio doble:

—No habéis parecido hoy, señor Gonzalo, menos bien en vuestro hablar que ayer en pelear.

Preparativos de guerra

Con la batalla de La Albuera cesó el apoyo portugués a la rebeldía y terminó la larga guerra civil de Castilla. Entonces empezaron las guerras de verdad. En 1476 Luis XI de Francia había invadido las fronteras de Aragón y Castilla por tres puntos y aún quedaba por resolver la devolución de Rosellón y Cerdaña, los dos condados catalanes que ocupaban los franceses en prenda del crédito que habían concedido a Juan II. Los payeses catalanes estaban sublevados contra sus señores, con toda la razón del mundo. El emir de Granada estaba belicoso, y más allá, al otro lado del Estrecho, quedaban todavía por reconquistar las siete ciudades de la Mauritania Tingitana, última provincia de la España goda y romana. Además, el pueblo soñaba que Fernando reconquistaría los Santos Lugares.

Fernando quería recuperar Rosellón y Cerdaña, e Isabel quería acabar la Reconquista. Murió Juan II de Aragón, padre de Fernando, y su herencia no llegó ni para las mandas testamentarias; las cortes aragonesas tampoco dieron dinero —servicio— a su nuevo rey y, en consecuencia, los reyes decidieron reconquistar Granada. Después de asegurar la paz en los Pirineos, Fernando encargó a Diego Merlo, su asistente en Sevilla, que provocara a los granadinos hasta conseguir el casus belli que impidiera renovar las treguas. Iba a dar comienzo la última guerra de la Edad Media española.