CAPÍTULO UNO

Abajo, por debajo, bajo los pasos elevados y los arcos del tránsito; abajo, donde los lúmenes flotaban sobre suspensores jadeantes y las ventanas estaban cubiertas de vaho de condensación. Gente apiñada por todas partes; algunos pasados de topacio, otros agotados, todos oliendo a euforia.

Ella lo inhaló con ganas. Pasó los dedos sobre el rococemento de la pared cercana, disfrutando de su frialdad en el calor húmedo de la noche. Alzó la mirada y vio el brillo difuminado de las entradas a clubes privados, vívidas en neón. Oyó el ruido del tráfico de turbina en lo alto y el siseo de los vehículos terrestres sobre el asfalto húmedo.

Lo había tomado. Topacio. Era tan bueno como esperaba: se notaba tontita, disfrutando de la libertad. Cada rostro que miraba era el de un amigo que le devolvía la sonrisa, enrojecido, emblanquecido, oscurecido, iluminado con pigmentos fotoreactivos, brillando con adornos augméticos. Se oía el ritmo de la música que vomitaban las entradas abiertas de los tugurios permitidos, amenazando con arrastrarla, sofocarla con el calor y el ruido. 

Podría haber caminado eternamente por esa calle, solo absorbiéndola. Le gustaban los olores, que se superponían unos a otros y competían por su atención, como pretendientes empujándose. Metió las manos en los bolsillos del abrigo, se cuadró de hombros y se metió entre la gente.

No sabía qué hora era. Sin duda, plena noche, unas horas antes del amanecer. No importaba. Ya no. De eso iba la libertad: tomar tus propias decisiones, tanto estúpidas como buenas; salir, hacer lo que quisieras.

Un hombre se metió en su camino, sonriente y borracho. Se le acercó mucho y ella le olió el aliento.

—Hola, ¿pececito? —dijo, arrastrando las palabras y balanceándose—. ¿Vienes a nadar conmigo?

Su pelo tenía pinta de ser de plástek, demasiado limpio, demasiado esculpido. Ella siguió andando, pasó por su lado y fue hacia el centro de la calle. La multitud se lo llevó, y a ella le dio más rostros a los que quedarse mirando. En el cielo estallaban fuegos artificiales, deslumbrantes, con olor a productos químicos, e iluminaban altos arcos por encima de su cabeza, grabados con grupos de cadaveras y remates de flor de lis. Pantallas comerciales camaleón destellaban y giraban, mostrando imágenes pixeladas una tras otra: una mujer sonriendo, un hombre contemplando un altar, transbordadores de la Armada cruzando un campo de estrellas, tropas uniformadas marchando bajo el cielo escarlata de otro mundo.

Por primera vez, notó una cierta sensación de peligro. Había caminado mucho, alejándose de los amigos con los que había ido. Casi los había olvidado por completo, y tenía poca idea de dónde se hallaba.

Miró atrás y vio al hombre del pelo de plástek siguiéndola. Estaba con otros, y se le habían enganchado.

Maldición.

Aceleró el paso, saltando sobre los tacones, y fue hacia el extremo de la calle, donde la gran avenida, surcada por railes de acero gemelos, se encontraba con otra, adoquinada y brillante, que hacía una pronunciada bajada.

Si no hubiera tomado topacio, se habría quedado, por instinto, entre la gente, donde la presión de los cuerpos proporcionaba una especie de seguridad. Pero oscureció deprisa, y los lúmenes pasaron a rojo, y los viejos adoquines se volvieron resbaladizos. El ritmo de la música le pareció más duro, más aburrido, como los cantos militares que trasmitían todas las tardes por los aparatos de propaganda comunitarios.

Abajo, abajo, abajo.

Se sentía un poco nauseosa. Echó una mirada hacia atrás y vio que aún la seguían, solo trotando; cuatro, todos borrachos de jeneza o rezi o slatov. Todos llevaban ese corte de pelo falso y marcado, e iban bien vestidos y con las botas limpias. Cadetes de las fuerzas de Defensa, quizá; futuros oficiales, cargados de privilegios; intocables. Ya se había topado con esa clase de gente muchas veces antes. No había esperado encontrárselos ahí abajo: quizá les gustara perderse por los barrios bajos de vez en cuando, para codearse con la suciedad por diversión, para ver si se les enganchaba al uniforme.

Justo cuando comenzaba a preocuparse, alguien la agarró por el brazo. Ella se soltó y vio a una chica que le sonreía, una chica de su edad, con una pálida piel esmeralda, pelo naranja y un piercing de una cabeza de serpiente en la mejilla. 

—Ven —le dijo la chica, con los iris brillantes—. Yo también los he visto.

La siguió. Fueron por un estrecho pasaje entre dos grandes bloques-hab construidos con placas prefabricadas que se estaban deshaciendo. No tardó en oler a orina y sudor rancio, a desagües y restos de barritas de carbohidratos. Mientras se iba adentrando más en el callejón, el ruido de las pisadas y las risas de los hombres se dejó de oír. Quizá habían seguido adelante. Tal vez nunca habían estado tan cerca.

Aumentaba el calor. Sintió el retumbar de la música abrirse bajo ella, a su alrededor, como si las propias paredes fueran los altavoces de un comunicador. Necesitaba beber algo. Por alguna razón, tenía mucha sed.

La chica la llevó hasta una puerta: una puerta pesada en la pared de un bloque-labor, una con un panel deslizante en el centro. Activó un timbre de llamada y el panel se abrió, dejando escapar una luz verdosa desde el interior.

—¿Está Elv? —preguntó la chica.

—Lo está —respondió una voz de hombre.

La puerta se abrió ruidosamente. Salió una ráfaga de aire caliente y tras ella la música, con un ritmo fuerte y machacón. La notó por todo el cuerpo, hizo que deseara seguir adelante, volver al lugar en el que había conseguido estar un rato antes, donde todo quedaba olvidado excepto el movimiento, el calor, el latido de la evasión.

La chica la empujó hacia dentro. Se hallaron en lo alto de un largo tramo de escalones forrados de plástek. Las paredes eran bloques de hormigón desnudos; el suelo estaba pegajoso por las bebidas derramadas. Era difícil oír nada por encima de la música, que parecía provenir de todas partes al mismo tiempo

—Para abajo —dijo la chica, mientras sonreía para animarla.

Bajaron juntas. No tardaron en llegar a una sala más grande, llena de cuerpos que se movían, proyectando sombras sobre paredes salpicadas de lúmenes. ¿Qué habría sido antes este lugar? ¿Una sala de asambleas? ¿Quizá una capilla? Pero ya no. La luz era chillona, muy intensa, y latía al ritmo del fuerte golpeteo de la música. Olió el sudor, que luchaba contra las fragancias comerciales. Olió el regusto acre del rezi. Había un alto escenario, con murales medio ocultos por una niebla de humo coloreado; hombres y mujeres bailaban sobre plataformas rodeadas de lámparas caleidoscópicas. La pista estaba abarrotada de cuerpos húmedos en movimiento. Costaba respirar.

—No te pares —dijo la chica, mientras la tomaba de la mano.

De algún modo, fueron serpenteando entre la multitud. Le pasaron una bebida y ella la tomó. Eso hizo que se sintiera mejor. Comenzó a buscar de dónde salía la música. Se le aparecían rostros entre la oscuridad, acalorados y brillantes, todos sonriéndole. Esos rostros eran agradables e interesantes, con sus finas carcasas de metal y sus halos hololíticos, que ondeaban y destellaban como prismas. ¿De dónde habían salido? ¿Trabajarían todos durante el monótono día en las fábricas de las que había oído hablar? ¿O eran los hijos e hijas de los dorados, retorciéndose ahí hasta que caían en un sueño inducido por los narcóticos? Eran como bestias exóticas, emplumadas, cornudas, envueltas en sedas y lentejuelas, entrando y saliendo de entre las sombras parpadeantes, fragmentos de extraños cuentos de ir a dormir, moviéndose al unísono bajo viejas arcadas góticas. 

Bailó durante un rato. La chica parecía haberse ido, pero ya estaba bien. Pensó en el pasado, en las reglas que la habían mantenido en su habitación hora tras hora, todas las horas, dedicada a sus estudios, aprendiendo los catecismos y las listas, y quiso gritar con fuerza de la felicidad de haberse librado de todo eso. Movía los miembros, torpemente, porque nunca antes había podido hacer eso, pero aprendía deprisa, y el topacio se lo hacía más fácil.

Los otros se apiñaban alrededor, tocándole el pelo, los brazos. Perdió la noción del tiempo. Aparecieron más bebidas, y ella volvió a tomarlas.

Y luego, mucho más tarde, la chica regresó. Se la llevó de la sala de luces y calor y bajaron una escalera estrecha y resbaladiza. Eso fue un alivio, porque empezaba a cansarse. Estaría bien descansar, solo un momento. Lejos de la música hacía menos calor, y notó que las partes sudadas de su camisa se le pegaban a la piel. 

—¿Adónde vamos? —preguntó, y se sorprendió al oír lo mucho que arrastraba las palabras.

—Un descanso —contestó la chica—. Creo que lo necesitas.

Era difícil seguir su recorrido. Unas escaleras bajaban, otras subían. En cierto momento le pareció que habían salido al exterior, y luego entraban de nuevo, pero ya se sentía muy cansada y le estaba empezando a doler la cabeza.

—¿Tienes agua? —preguntó.

—A eso vamos —le llegó la respuesta—. A buscarla.

Y entonces cruzaron otra pesada puerta. Tuvo la impresión de que había más gente alrededor, aunque estaba muy oscuro y cada vez hacía más frío. Bajaron otra escalera más, un pozo tan estrecho que se arañó los brazos. Quería parar ya, solo sentarse en el suelo y aclararse la cabeza.

Finalmente acabaron en una sala estrecha y vacía, con brillantes lúmenes en el techo que le molestaban los ojos. De verdad que necesitaba beber algo.

Había un hombre allí, con la piel cetrina, un ajustado mono, una camisa sin cuello y un tatuaje de líneas entrelazadas apenas visible en la base del cuello.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, con bastante amabilidad.

—Ianne —contestó ella.

—Ianne. No es corriente. Me gusta. ¿Te lo estás pasando bien?

—Me gustaría beber algo.

—Muy bien. Entonces, ven conmigo. Te daremos algo.

Para entonces, la chica parecía haberse ido. Notó unas manos en los brazos, y de nuevo iba hacia abajo. Los lúmenes eran muy tenues y se esforzó por ver algo.

De nuevo, tuvo la vaga sensación de estar rodeada de gente. Oyó un ruido como de respiración: adentro y afuera. Sacudió la cabeza para despejarse y vio estantes de metal, muchos, todos con recipientes de vidrio. Y vio tubos, y máquinas que tenían fuelles y ampollas y espirales de cables. Vio los sillones acolchados, en filas, que se perdían en la oscuridad, y parecía que había gente sentada en ellos.

Sintió una punzada de preocupación. No había música. Todo estaba en silencio, y hacía frío; y ella no sabía cómo volver a salir.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Le buscaron una silla. Era reclinable, pero dura e incómoda. Pensó que debía negarse y luchar, pero se le hacía difícil pensar nada con claridad. Notó que algo le rodeaba las muñecas.

—¿Dónde estoy? —preguntó de nuevo, con mayor urgencia, pensando de repente en todos aquellos catecismos, y en las reglas, y en casa, y en las seguridades que esta le daba.

Un rostro surgió de entre las sombras. Ese no lo reconoció. Era un rostro duro, con mejillas hundidas, y la forma en que le sonrió la asustó.

—¿Eres Ianne? Solo relájate. Estás donde debes estar.

Intentó patear, pero algo le ataba los tobillos. Alzó la mirada y vio un grupo de agujas colgando sobre ella, destellando bajo la fría luz. El miedo creció rápidamente en su interior, como si fuera a ahogarse en él.

—Sácame de aquí.

—No te preocupes por nada —repuso el hombre, con voz calmante, y tomó una de las agujas. Estaba conectada a un fino tubo, que colgaba de una bolsa con un fluido claro—. Todo irá bien.

—¡Quiero irme! —gritó ella, comenzando a debatirse.

—¿Y por qué querrías marcharte? —preguntó el hombre, preparándose para insertar la aguja. A Ianne ya se le había ajustado la vista. Miró a ambos lados y pudo ver que los otros sillones también estaban ocupados. Nadie se movía—. Aquí servirás de mucho más.

Puso una de las máquinas en funcionamiento. El aparato comenzó a hacer ruido, un tuc-tic-tuc que sonaba como un monstruoso latido.

—¿Qu…qué estás haciendo? —preguntó ella, mientras la sensación de horror comenzaba a impedirle respirar.

—Tú relájate —repuso él, acercándose a ella—. Siempre digo lo mismo. Este es un lugar de sueños. Así que ahora voy a darte algo. Algo bueno. Y después, créeme lo que te digo, vas a vivir para siempre.