Haru corrió a toda velocidad, entrecerrando los ojos por culpa del viento. El mercader, Eikei y Hino se encontraban a unos instantes de precipitarse al vacío. Haru vio como la magnitud de su fracaso aumentaba por momentos. No había podido llevar a tiempo la caravana hasta el Castillo del Alba. No había podido llegar al castillo antes del invierno. Las personas a su cargo no tenían ningún tipo de protección, y la tormenta ya había caído sobre ellos. Y, además, iba a perder a algunos de sus compañeros bushi…
«No puede ser. No puede ser. No puede ser.»
Haru avanzó por la ladera dando grandes zancadas, completamente ajeno al peligro al que se exponía. Eikei estaba inconsciente, el caballo relinchaba, preso del pánico, y Hino gritaba por el dolor que le provocaba el esfuerzo por ralentizar su caída, pero seguía aguantando.
Haru desenvainó su catana y cruzó los últimos metros de un salto. Con una mano, agarró el brazo izquierdo de Eikei por el revestimiento de cuero de su armadura de ashigaru, y, con la otra, cortó las riendas.
El caballo desapareció por el filo de la cresta entre frenéticos relinchos. El impulso de Eikei empujó a Haru hacia delante. Sin embargo, este consiguió clavar los talones en la nieve, que empezó a acumularse alrededor de sus botas. En un acto de desesperación, clavó su catana en el terreno, como un ancla improvisada, y, finalmente, consiguió frenar su caída.
Las piernas de Eikei colgaban sobre el precipicio. Su peso muerto parecía que iba a arrancarle el brazo a Haru, pero este no podía moverse. Si lo intentaba, acabaría soltando a Eikei o cayendo con él. Haru podía sentir como Eikei se deslizaba de su agarre y como sus dedos perdían sensibilidad.
En aquel momento, Ishiko y Hino consiguieron llegar hasta su lado y sujetar a Eikei. Entre los tres, lograron tirar de él y llevarlo hasta el frente de la caravana, para acomodarlo en el carro de Chen.
El viento soplaba incluso con más fuerza que antes, y cualquier rastro de las montañas o del paso que tenían delante ya había desaparecido. Desde aquel punto, Haru no era capaz de vislumbrar el final de la caravana.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Chen. El miedo le estaba haciendo perder el respeto — . ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?
Haru oía murmullos y sollozos que provenían del carro que tenía detrás. El viento soplaba con demasiada fuerza como para que se pudiera discernir cualquier otro sonido, pero Haru no tenía que escuchar nada más. Sabía perfectamente cuál era el ánimo que reinaba en la caravana.
Hino se volvió hacia Haru, esperando sus órdenes antes de regresar al final de la caravana.
—¡Deja de lloriquear! —le espetó Haru a Chen — . ¿Es que no tienes honor?
—Hace mucho frío. No podemos ver nada.
—Está nevando. Esto es un temporal, no la llegada de la oscuridad que proviene de las Tierras Sombrías.
—Pero ¿qué vamos a hacer?
—Haremos lo que hemos estado haciendo: seguiremos avanzando. ¿O prefieres quedarte aquí? Puedes quedarte aquí y morir, si así lo quieres. Así al menos no tendré que verte la cara.
Chen negó con la cabeza.
—Perdóneme, teniente Haru —le pidió. Parecía que volvía a recordar con quién estaba hablando.
Haru lo ignoró.
—Dile a Fujiki que seguiremos avanzando —le indicó a Hino. Fujiki era el último de los bushi de Haru y guardaba la retaguardia de la caravana — . Debemos estar a menos de un kilómetro del paso.
La caravana retomó su avance. Aunque era imposible ver el paso tras la cortina de nieve que seguía cayendo, Haru todavía podía ver la cresta por unos metros más. El camino a seguir estaba claro, aunque parecía ser un camino que los conduciría a la nada. El viento le golpeaba la espalda con violencia y la nieve arremetía contra su armadura. Caía prácticamente de forma horizontal y las ráfagas de viento la hacían danzar en espirales. Según se acercaba el ocaso, el día comenzó a oscurecer.
El ritmo que llevaba la caravana se ralentizó aún más cuando los caballos empezaron a tener problemas para arrastrar los carros a través de la nieve, que cada vez aumentaba más su espesor. Haru perdió la noción del tiempo. Cada segundo era igual que el anterior: su caballo avanzaba con dificultad a través del blanco infinito, sin nada más que ver salvo el mismo terreno estrecho. El blanco de la nieve se volvía más y más intenso. El viento y la nieve se habían convertido en una misma entidad que los privaba tanto de la luz como de la esperanza. El esfuerzo interminable del avance se volvió hipnótico y la blancura, una que traía la oscuridad consigo misma, se cerró sobre ellos como un puño, una maldición, una burla.
«Soy el invierno», parecía aullar el viento. «Tú y tus sueños de salvaguardar tu reputación no significan nada. Ya lo verás. Conmigo traigo la nada y en nada te convertirás.»
El frío lo azotaba sin piedad ni remordimiento. Se colaba por las uniones de su armadura, penetraba en su piel y le helaba la sangre. Se había anidado en su interior y se había hecho una madriguera en él, para nunca más salir. Haru se encogió sobre sí mismo, en busca de una calidez que ya no existía.
—Debemos detenernos —dijo Ishiko.
Haru parpadeó, sobresaltado al haber salido de su trance, y detuvo a su caballo. El traqueteo de las ruedas que venían detrás de él había cesado.
—Es demasiado peligroso —insistió Ishiko.
La atención de Haru se había reducido tanto que solo había estado pensando en los pocos metros de nieve que podía ver delante de él. No se había percatado de que eso era lo único que se podía ver en aquel momento. Haru reprimió un escalofrío. Ishiko tenía razón sobre el peligro, sería muy fácil dar un paso en falso y caer por la pendiente hacia su perdición. ¿Por qué seguía cabalgando? ¿En qué estaba pensando?
Haru desmontó y miró hacia el horizonte, intentando vislumbrar cualquier indicio del paisaje o la silueta más tenue de una montaña, pero no había nada. El mundo lo había abandonado. La única presencia que tenía a su alrededor era el vacío. La horrible caída, hambrienta, esperaba a Haru y a quienes estaban a su cargo. El suelo que pisaba se había convertido de repente en una isla diminuta, y dar un paso en cualquier dirección podía ser lo último que hiciera. Haru luchó contra el vértigo y la tentación de la caída.
«Guíalos hacia mí. Acepta tu final. No hay nada más que puedas hacer.»
Haru negó enérgicamente con la cabeza para mantener a raya su desesperación. Ishiko tenía razón, sí. Debían detenerse. Solo que no podían hacerlo.
—No podemos detenernos —dijo — . Quedarnos aquí significaría una muerte segura.
—También lo sería seguir caminando sin ver por dónde vamos.
—Estoy de acuerdo. Por eso debemos minimizar el riesgo de nuestra marcha.
En aquel momento, Haru supo lo que tenían que hacer. Una oleada de pura emoción lo embargó por completo. Tuvo que morderse la lengua para evitar soltar una carcajada histérica y para alejar la sensación de absoluta alegría que sentía pese a que la muerte se cernía sobre la caravana, pues sabía cómo salvarlos a todos. No sabía cómo llegar a salvo al Castillo del Alba. Ni siquiera sabía cómo podrían sobrevivir el resto del día. Sin embargo, sí que vio una salida del aprieto en el que estaban metidos.
Y aquello era suficiente para él. Sería una victoria, y podría demostrar que era capaz de liderar. Sería un atisbo de luz en medio de la oscuridad del fracaso, y aquello le devolvería el calor.
—Reunid cuerdas —le ordenó a Ishiko — . Si no hay suficientes, atad telas. Cualquier cosa que pueda servir de atadura, para que todos los miembros de la caravana estemos unidos unos a otros. Avanzaremos como si fuéramos uno, paso a paso. Yo iré delante. Si alguno de nosotros da un paso en falso y cae, el resto lo sujetará.
«Y luego, ¿qué?»
Esa era la pregunta que Ishiko no formuló. Solo aceptó su orden y se limitó a obedecer.
«Y luego, ¿qué?»
Aquellas eran las palabras con las que Haru se condenaba a sí mismo. Así que se apresuró a poner en marcha su plan para intentar ignorar aquella pregunta.
El frío les entorpecía los dedos, por lo que tardaron más de una hora en atar todos los carros. Ya nadie cabalgaba, y los mercaderes se ataron una muñeca al animal o carro que tenían más cerca.
Esto funcionará, pensó Haru. La caravana contaba con la fuerza de la unidad. Una sola persona podía cometer un error, pero de aquel modo estarían seguros y la caravana estaría pendiente de cualquier peligro.
Para cuando finalmente estuvieron listos para retomar el avance, el frío arreciaba. Cuando Haru se puso de cara al viento, la tempestad lo golpeó con un dolor intenso y punzante. Sintió como se le adormecía la piel, aunque aquello no hizo que disminuyera el dolor. La capa de nieve les llegaba a las rodillas, y cada paso que daban se convertía en un esfuerzo titánico.
—Seguiremos sus pasos, teniente Haru —dijo Ishiko.
Haru gruñó en respuesta, pues aquella vez estaba seguro de que había entendido lo que Ishiko realmente quería decir: «No nos lleves hacia un acantilado». Haru empezó a caminar. «Guíalos. Guíalos bien. Están siguiendo tus pasos. Demuéstrales que mereces la fe que tienen en ti.»
El avance se producía con una lentitud insoportable. Haru consideraba con mucho cuidado cada paso que daba. Tras él se formó una hilera que caminaba con más certeza y facilidad según avanzaba el resto de miembros de la caravana y pisaban la nieve. Sin embargo, lo único que existía para Haru era lo blanco. Un blanco cegador y punzante, tan hipnótico que hacía desaparecer la diferencia entre lo que era tierra y lo que era vacío. Antes de dar un paso, no tenía modo de saber si seguía avanzando en la dirección correcta. Lo único que tenía era esperanza, y no le quedaba demasiada.
Haru siguió avanzando con dificultad. Ishiko no era nada más que un tirón de la cuerda que llevaba atada a la cintura que se producía cada cierto tiempo. Cuando Haru echaba la vista atrás, los azotes del viento y las punzadas de la nieve eran tales que casi no podía verla. Más allá de ella, Chen era una silueta borrosa que avanzaba a trompicones. El resto de la caravana no era más que una sombra que desaparecía entre tanta blancura.
Pronto iba a tener que ordenar que encendieran las antorchas. Tenía la esperanza de llegar al paso cuando aún hubiera suficiente luz natural como para caminar sin ellas, pues, al no contar con ningún tipo de cobijo sobre ellos, la tormenta apagaría cualquier llama que encendieran. No estaba seguro de si tenían bastantes lámparas como para iluminar el camino de toda la caravana.
«¿Iluminar el camino? ¿Qué camino?»
Siguieron adelante con lentitud, adelante hacia el entumecimiento y el frío, hacia la ceguera y el anochecer. Haru estaba solo en la cresta, solo ante el aullido del viento y todo, todo lo blanco. No obstante, se alegraba de estar solo. Quería estarlo. Cuanto más cerca parecía estar de la muerte, su último fracaso, más deseaba alejarse para siempre de la caravana. Incluso si las personas a su cargo no eran más que unas siluetas, unos fantasmas, Haru podía sentir el peso de cómo lo juzgaban en silencio. Este provenía de Ishiko, y de Hino y de Fujiki. Provenía de Chen y de sus mercaderes, aunque no tuvieran ningún derecho a juzgarlo. Nadie había dicho nada, y Haru no podía verle la cara a ninguno de ellos, pero aquello no importaba. Podía sentirlo. El peso se clavaba sobre sus hombros. Lo hacía hundirse aún más en la nieve y le dificultaba cada vez más el hecho de levantar una pierna para dar otro paso.
El día llegaría pronto a su fin. En aquel momento, la oscuridad caería sobre ellos y no podrían moverse más. La muerte vendría a por ellos y, entonces, lo despojaría de algo más que los últimos esbozos de su reputación. Se llevaría su última oportunidad de ser el guerrero y el apoyo que debería suponer para su familia. Entraría al Meido y todo lo que llevaría con él sería su propia deshonra. Solo ostentaba el cargo de teniente porque era el heredero de la daimyō. Su desempeño en el campo de batalla era, en el mejor de los casos, mediocre. En el peor, vergonzoso. En aquel aspecto, Haru era su peor verdugo. Nadie le había acusado de ser responsable de la muerte de su padre diez años atrás, cuando los Kakeguchi habían hecho frente a un asalto en la Muralla. Sin embargo, Haru sabía que era así. Su estrategia no había resultado efectiva, su posición se había visto invadida por trasgos y su padre, Genichi, había extendido demasiado sus tropas para acudir en su ayuda.
No, nadie le había echado la culpa, pero, desde aquella batalla, sus tropas actuaban como retén o como apoyo para una estrategia liderada por Ochiba, la capitana de la guardia del Castillo del Alba, o por la teniente Barako. Era como si Akemi les hubiera ordenado hacer de niñeras en el campo de batalla por el resto de sus días.
Lo peor de todo era que Haru les estaba agradecido.
La luz se volvió cada vez más tenue. En una ocasión —y en dos y en tres y hasta en cuatro — , sus pasos lo habían llevado fuera de la cresta, a pesar de su avance cauteloso y deliberado. La nieve había cedido ante su peso y había empezado a deslizarse. Ishiko lo había sujetado y, aquella vez que ella también había empezado a deslizarse, la masa sólida del carro de Chen había frenado su avance. Haru había conseguido volver hacia la seguridad de la cresta y, aunque había sentido cómo se justificaba la sabiduría de su plan, su dignidad se había visto mermada aún más.
Se había atado una bufanda alrededor de su yelmo, pero aquello no impedía que se le acumulara hielo en las pestañas, un hielo que amenazaba con sellarle los ojos. Haru se veía obligado a frotarse el rostro una y otra vez para quitar el hielo, y luego el frío hacía que le lloraran los ojos y el proceso empezaba de nuevo. Estaba atrapado en un eterno ciclo de esfuerzos repetitivos, dolorosos e inútiles. A lo mejor ya había muerto. Quizá era aquello lo que le había estado esperando cuando entrara al Meido.
El sonido del viento cambió. Los remolinos de nieve que tenía frente a él se volvieron más violentos. Haru entrecerró los ojos, intentando vislumbrar algo a través de las fuertes ventiscas de nieve que traía la tormenta, y fue entonces cuando lo vio. A su izquierda, una pared de la montaña, y otra más a la derecha.
Habían llegado al paso.
—¡Hemos llegado! —tuvo que gritar para que Ishiko pudiera oírlo. La emoción de la victoria amenazaba con hacerlo soltar carcajadas de algarabía, y tuvo que recordarse a sí mismo que aquello no representaba ninguna victoria. Aún estaban lejos de alcanzar el Castillo del Alba. La caravana había podido escapar de las inclemencias de la cresta. Eso era todo.
Aun así, Haru sonrió, increíblemente aliviado, y declaró su victoria por haber superado el peligro de un único evento. Era lo suficientemente satisfactorio.
¿Aquello que oía eran gritos de júbilo? ¿O era su imaginación, que tergiversaba el sonido del viento por aquello que quería oír? Haru decidió que se trataba de gritos. No podía ser el único que se alegrara del espejismo de seguridad que habían conseguido alcanzar.
Haru empezó a caminar a más velocidad, luchando al principio contra el tirón de la cuerda hasta que, poco a poco, el resto de sus samuráis y los mercaderes apresuraron también el paso, libres del terror de caer por un precipicio.
—A la derecha —le dijo a Ishiko.
El paso se encontraba en una escarpada grieta entre las montañas y su fondo era una traicionera garganta, pero el camino estaba situado en una amplia plataforma de tierra llana que partía de la montaña del oeste. Aunque no podía verlo, Haru sabía que a su izquierda había una inminente caída hacia la garganta. Sin embargo, a la derecha el terreno era llano y más adelante contaba con el muro vertical de un acantilado. Con la montaña a su lado, tendrían una guía segura para atravesar el paso.
«Y luego, ¿qué?»
Aún le quedaban varios minutos hasta que tuviera que volver a plantearse aquella pregunta, así que decidió apartarla de su mente.
En el paso, el viento soplaba aún más fuerte y aullaba como si estuviera persiguiendo a las presas que había dejado escapar en la cresta. La capa de nieve también era más espesa y ya formaba montículos que alcanzaban la pared rocosa. Sin embargo, el hecho de necesitar un esfuerzo mayor para avanzar parecía solo un pequeño sacrificio a cambio de la certeza que les ofrecía la alta y oscura pared que ya podían vislumbrar. Haru se acercó a ella hasta que pudo tocar el granito con sus dedos. Si bien aún no podía ver lo que tenía delante más allá de unos pocos metros, por el momento ya no había riesgo alguno de encontrarse con algún desastre.
Aun así, creyó conveniente dejar las cuerdas atadas. Si alguien se rezagaba demasiado o si se desviaba del camino, podría perderse con suma facilidad. Y si la tormenta de nieve empeoraba, aquel peligro se convertiría en algo seguro.
—¿Cuáles son sus órdenes, teniente Haru? —preguntó Ishiko.
«Y luego, ¿qué?» Ishiko lo estaba obligando a pensar en algo más que en el siguiente paso. El hecho lo molestaba, pero ella tenía razón. Solía tenerla, por suerte para él.
—Seguimos adelante. Siempre adelante.
«Por ahora.»
—Le agradezco su liderazgo —contestó ella con su tono de voz característico, siempre con respeto y sin ningún rastro de ironía — . Tenemos mucha suerte de que tenga un plan para lidiar con las zonas a la intemperie que nos aguardan más adelante.
Por supuesto que existían más crestas en el camino. Haru sabía que era así. Lo sabía muy bien. Aun así, la necesidad de alcanzar una victoria, por pequeña que fuese, había concentrado la totalidad de su atención en el presente. Era como si no pudiese pensar claramente en el futuro. Y tenía que hacerlo, o todos morirían. Había una cresta entre el lugar donde se encontraban y el Castillo del Alba que era aún más larga que la que acababan de cruzar. Para cuando llegaran a ella, ya habría anochecido, por lo que sería imposible cruzarla.
Haru se dio cuenta de que estaba contando con que llegarían al castillo sin tener que detenerse. El miedo a lo que podía significar buscar un refugio para pasar la noche le había impedido contemplar dicha posibilidad.
«Piénsalo bien. Debes hacerlo, o no podrás cumplir con tu deber.
»Lo sé, lo sé. No podemos avanzar más. Es cierto.»
—Debemos buscar refugio aquí —ordenó Haru — . Descansaremos hasta el amanecer y, con suerte, la tormenta habrá amainado lo suficiente como para que podamos seguir con nuestro camino.
«Y, con suerte, no habrá una capa de nieve de tres metros que nos deje atrapados en el paso.»
No había ningún tipo de refugio en aquel lugar. El acantilado era escarpado y sin ningún saliente. Según reemprendía el avance, Haru trató de recordar el camino que estaba por llegar, la forma exacta de la cara de la montaña. «Tienes que acordarte. Has pasado muchas veces por este paso», pensó. No obstante, su memoria se negaba a facilitarle los detalles que nunca había tenido motivo para registrar antes de aquella ocasión. No podía imaginarse la forma de los acantilados, del mismo modo que no podía verlos en la realidad.
Estuvo a punto de preguntar a Ishiko si sabía lo que tenían por delante, pero se detuvo a sí mismo. Preguntárselo significaría admitir que no sabía lo que hacía, y su respuesta no haría ninguna diferencia. El viento aullaba a través del paso y buscaba vengarse de la caravana por habérsele escapado en la cresta. La única opción que tenían era seguir adelante. Tenían que seguir moviéndose hasta encontrar un lugar donde refugiarse o morirían.
Más adelante, la nieve se acumulaba incluso más alto que antes. Un poco más adelante, la luz ya escaseaba y amenazaba con desaparecer del todo. Aunque Haru intentó acelerar el paso de la comitiva, los carros no dejaban de atascarse en la nieve. Todos parecían estar al borde de la hipotermia y del agotamiento. El propio Haru casi no era capaz de mover las piernas. El viento le llevaba los lamentos y los lloriqueos de los mercaderes, el coro que anunciaba su fracaso.
En aquel momento, una nota más grave se unió al concierto de sonidos: un crujido, largo e intenso, seguido por un estruendo, un trueno que parecía cada vez más alto en lugar de ir desapareciendo.
—¡Avalancha! —gritó Haru — . ¡Daos prisa!
Los mercaderes escucharon su grito y lo repitieron a lo largo de la caravana.
Era imposible saber de dónde venía la avalancha. En el paso, los gritos de las montañas rebotaban de una a otra hasta que todo sentido de dirección se veía perdido. El estruendo retumbaba desde todos lados al mismo tiempo. Si la nieve estaba a punto de caer sobre la caravana, estarían perdidos.
Haru se apresuró a través de la nieve, rezando por que tres metros más allá, o quizá otros tres metros más, pudiera encontrar algún tipo de cobijo. Todo lo que pedía era un saliente en la montaña. Cualquier cosa que no fuera una pared vertical.
El estruendo de la avalancha crecía en un terrorífico crescendo. Las montañas rugían de furia. Bramaban la llegada del fracaso absoluto de Haru. No había ningún refugio. Y, por tanto, tampoco había esperanza.
En aquel momento, el estruendo comenzó a desvanecerse. El viento aulló con más fuerza que nunca, embravecido por la caída de la nieve, rápida y violenta. Haru no podía llegar a ver dónde había caído la avalancha. Todo lo que importaba era que no había caído sobre ellos.
Así que Haru siguió avanzando. Se les había otorgado más tiempo. Tenía otra oportunidad para salvarlos a todos, por lo que avanzó con dificultad otros pocos metros, y luego otros pocos metros más. La pared de roca, inclemente, permanecía uniforme, pero era tan difícil ver lo que tenían delante que siempre existía la posibilidad de encontrar un refugio tras avanzar un poco más, solo un poco más.
Allí. «Justo allí.» ¿Estaba viendo algo diferente? ¿Era posible que la roca se estuviera adentrando? ¿Era aquello la oscura línea de una grieta?
Durante tan solo un instante, Haru pudo ver casi cien metros más allá, antes de que el velo de la nieve volviera a ofuscarle la visión. Quizá había sido un espejismo.
«Pero también es posible que no lo sea.»
Haru se abrió paso entre la nieve, que ya alcanzaba casi un metro de profundidad. Sí que había un refugio allí. Tenía que haberlo. Su propia voluntad haría que así fuera.
Una vez más, se escuchó un trueno ensordecedor y un rugido que lo seguía, como el bramido de una temible bestia. El clamor de los ecos fue tanto que pareció extinguir la sinfonía del viento.
Haru no tuvo que ver la avalancha para saber que aquella vez no habría piedad posible.
—¡Veo un refugio! —gritó.
No importaba si era cierto o no. Si tenía razón, aún habría esperanza. Si se equivocaba, no quedaría nadie con vida para reprochárselo.
Todo lo que oían era aquel rugido. Más y más fuerte. La arremetida de la muerte blanca.
Haru corrió mientras tiraba de la cuerda, como si pudiera arrastrar a toda la caravana tras de sí. Sus pulmones parecían estar llenos de rocas. El mero hecho de respirar le causaba tal agonía que hablar no era una opción, aunque el dolor que le causaban el miedo y la esperanza era aún peor. Sintió el tirón en la cuerda que le indicó que Ishiko también estaba corriendo. No había necesidad de gritar ninguna advertencia. Toda la caravana sabía que el azar se había convertido en el enemigo. Los mercaderes y sus caballos debían haber entrado en pánico. No tenían ningún otro sitio al que correr más que hacia el sueño de un refugio, un sueño que se había desvanecido en cuanto Haru lo había visto.
No había ningún lugar hacia el que correr, pero tampoco tenían ninguna otra opción más que seguir corriendo.
Así que Haru corrió. Corrió a través de la blanca oscuridad hasta que el rugido descendió sobre todos ellos.