CAPÍTULO 1

Del origen y evolución de la argolla peruana

¿De dónde proviene la argolla? ¿Cómo surge? ¿Ha existido desde siempre, o es un fenómeno reciente? En la aproximación antropológica que propongo, el entendimiento de la argolla peruana como un problema social requiere de una exploración de sus orígenes y de las formas en que se presenta en sucesivos momentos de la historia. Como se verá en este capítulo, la argolla siempre ha sido mucho más que solo un objeto o una forma circular, pues tanto el objeto como la forma integran muchas significaciones desde tiempos muy antiguos. En Occidente, diversos usos y sentidos de la argolla, que adoptan formas particulares en el mundo hispánico, se introducen en Perú en la época colonial y luego, en el siglo XIX, penetran más claramente en la cultura a través de los discursos políticos. De ahí en adelante, los peruanos comienzan a identificar y señalar la existencia de «argollas» en cada vez más espacios y ámbitos de la vida social, transformando al mismo tiempo los usos de esta expresión, y otorgándole sentidos múltiples que remiten a diversas formas en que las personas se relacionan entre ellas y con el poder arbitrario. A continuación, expongo los resultados de mi investigación referidos a cómo y por qué surge un discurso social sobre las argollas en el Perú. Considero necesario ensayar esta entrada histórica al problema, para una mejor comprensión del dinamismo de las nociones de argolla y de las formas en que los peruanos utilizan esta expresión actualmente en el habla cotidiana.

En varios estudios académicos de la política peruana, sobre todo historiográficos, el término «argolla» aparece comúnmente asociado al Partido Civil, una agrupación política fundada en 1871 (como Sociedad Independencia Electoral), liderada en sus inicios por Manuel Pardo y Lavalle, que estuvo conformada por aristócratas, terratenientes, grandes empresarios y banqueros, con el apoyo de algunos representantes de sectores medios de la sociedad. Por la relevancia del Partido Civil en la política hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, y por la difusión de los estudios sobre esta organización (véase Mc Evoy, 1997; Mücke, 2012), en el ambiente académico de las ciencias sociales peruanas se suele pensar que los civilistas fueron el primer grupo de poder al que se designó como una «argolla».

No obstante, el término se usaba para señalar a grupos de poder al menos desde varias décadas antes. En un recuento de peruanismos, Martha Hildebrandt (2000) anota que ya en 1838 se llamó despectivamente «La Argolla» a un grupo de políticos peruanos emigrados que en ese año habían vuelto al país desde Chile con la Segunda Expedición Restauradora, buscando derrocar al gobierno del mariscal Andrés de Santa Cruz, quien se encontraba al frente de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839). Significativamente, en este grupo tenía un papel destacado el aristócrata Felipe Pardo y Aliaga, padre de Manuel Pardo y Lavalle, este último el fundador y líder de la que más adelante se conocería como la «argolla civilista». La de 1838 es, hasta el momento, la primera referencia que tenemos en el Perú de una argolla, entendida como grupo de poder, en tiempos republicanos.

Pero el problema aquí no es tanto el de cuál fue la primera argolla peruana, sino por qué se identificó de esa manera a tal o cual grupo de políticos. Al menos en los trabajos históricos, no hay una explicación desarrollada sobre ese vínculo.3 En cambio, otras fuentes, especialmente lingüísticas y legales, permiten rastrear los usos de la expresión argolla a lo largo de la historia, en una trayectoria evolutiva que finalmente lleva a comprender de dónde proviene y cómo llegó a insertarse en los sentidos y usos cotidianos de los peruanos.

La argolla como objeto y como lazo social

En principio, el círculo es una forma geométrica a la que se le ha otorgado muchos y muy diversos significados en distintas sociedades desde los orígenes de las civilizaciones humanas (Bruce-Mitford, 2019). En lo que respecta al mundo occidental, ya en el antiguo Egipto la forma circular representaba la unidad y la eternidad (Robb, 2011), con lo que, por extensión, el aro y otros objetos circulares simbolizaban las «alianzas» y los compromisos interpersonales de unión duradera. Con este mismo sentido se usaba el anillo en la antigua Roma y durante la Edad Media, en especial para simbolizar las promesas y establecer los lazos matrimoniales (Monger, 2004), de formas muy similares a las que perduran hasta hoy. Cabe señalar, al respecto, que por mucho tiempo el anillo matrimonial fue usado solo por la mujer, representándose con esto que era «propiedad de su marido» (Robb, 2011), situación que comenzó a cambiar recién en el siglo XX con la popularización de los anillos de compromiso y matrimoniales («alianzas») para hombres y mujeres (Howard, 2003). Así también, esos anillos y los que portaban reyes y nobles de diversas épocas transmiten sentidos de diferencias sociales y estatus: la mujer casada frente a la soltera o a los posibles pretendientes, o los reyes y nobles para remarcar su identificación como tales o sus linajes. De todo esto resulta que el aro o la argolla se asocia desde hace miles de años con varios tipos de relaciones sociales, incluyendo vínculos de sujeción o subordinación, como en el caso señalado del matrimonio, y también las diferencias de estatus. Por supuesto, las relaciones de sujeción incluyen al esclavismo, del que me ocupo más adelante.

Si nos enfocamos en el mundo hispánico, los sentidos adscritos a la argolla pueden ser rastreados en los diccionarios de la lengua castellana publicados desde el siglo XVII. En su actualización de 2020, el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) ofrece, en primer lugar, una referencia etimológica de la palabra argolla que remite a la sujeción de personas en un sentido literal. Según la RAE, argolla proviene de alḡúlla, del árabe hispánico, derivado a su vez de la voz ḡull del árabe clásico, que significa «cepo»: un viejo instrumento compuesto de dos maderos que se usaba para castigar a los reos inmovilizándolos por la cabeza y las extremidades. Luego, la RAE registra once acepciones de argolla. Varias de ellas se refieren a objetos circulares: aro, anillo, anillas, gargantilla, entre otros utensilios, instrumentos y joyas. Una acepción apunta a las relaciones sociales de subordinación y dependencia, como «Sujeción, cosa que sujeta a alguien a la voluntad de otra persona». Otra alude a una «Pena que consistía en exponer al reo a la vergüenza pública, sujeto por el cuello con una argolla a un poste». Y hay también una equivalencia que la RAE establece entre argolla y «camarilla», el «Conjunto de personas que influyen subrepticiamente en los asuntos de Estado o en las decisiones de alguna autoridad superior», con la palabra argolla, adoptando este sentido, reconocida como un americanismo usado en Perú, Ecuador, Costa Rica, Nicaragua y Honduras.4 Todas estas acepciones tienen cada una su propia historia, con adiciones y cambios que se pueden analizar de manera retrospectiva.

En el Tesoro de la lengua castellana, o española de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611 y reconocido como el primer diccionario general monolingüe del castellano, este autor formulaba una alternativa etimológica algo distinta de la que actualmente registra la RAE: «digo que argolla ſe dixo quaſi arcolla, por ſer hecha en arco, o por mejor dezir por medio, como es fuerça, de dos arcos que forman el circulo». El diccionario de autoridades de 1726 recoge esta propuesta, agregando una vinculación con el esclavismo: «Covarr. es de ſentir que pudo deſirle Arcolla, por eſtar la argolla en forma de arco, ù de dos medios arcos, para poderle poner al cuello de los eſclavos, que es à quienes ſe les diftingue con eſta ſeñal». Esa relación con esclavismo estaba ya presente en 1611, en la descripción de Covarrubias sobre los contextos de uso de la argolla: «ARGOLLA, el circulo de hierro o de oro, que trayan al cuello, y oy dia ſe traen los de hierro los eſclauos, por afrenta y cuſtodia: los de oro la gente noble por honra y adorno…». En la misma entrada, el autor introduce un relato que bien puede llevarnos a ubicar al menos en el siglo IV a. C. el origen de otro sentido de argolla como lazo social:

En Roma huuo vn linage de los Torcatos, deſcendientes de T. Manlio, al qual dieron ſobrenombre de Torcato, porque auiendo muerto un frances que le deſafiò, le quitò vn collar de oro que traya, y ſe le puſo. Tambien vſauan los Emperadores dar a los ſoldados que auian peleado con valor, y hecho alguna coſa ſeñalada, collares de oro, y eſtos ſe llamauan Torquati milites…5

Es decir, a partir de la hazaña de Tito Manlio, el gesto de un hombre poderoso colocándole una argolla a alguien pasó a simbolizar el premio que una persona de elevado estatus les concede a sus subordinados, además de una identificación entre los involucrados (con el modelo de los soldados recibiendo la designación de Torquati, y cubriéndose así con una parte de la fama adquirida por el primer Torquato). Esta noción evolucionó en la lengua española con el sentido adscrito a la imagen de echar una argolla al cuello, gesto metafórico en el que una persona, al favorecer a otra con algún bien o favor, le impone al mismo tiempo una obligación moral de reciprocidad que la vincula a su benefactor. El propio Covarrubias da cuenta de esta relación interpersonal en su obra: «Para encarecer la obligacion que vno tiene a otro, reconociendo el bien que le ha hecho, dize, que le ha echado vna argolla al cuello». En posteriores diccionarios de la lengua española se recoge igualmente esta acepción. Por ejemplo, el de la RAE de 1726 consigna: «Echarle à uno una argolla. Phrase con que ſe dá à entender que prenden y apriſionan à uno con el bien y beneficio que le hacen, de que dá grandes mueſtras de quedar obligado. […] Con eſto me echa V.m. una eſe y un clavo, una argolla, un viróte, una cadéna, y unos grillos» (cursivas en el original). Según la RAE, la figura de «echar a alguien una ese [eſe], o una ese y un clavo» significa «Hacerlo esclavo, obligarlo moralmente por la gratitud de un beneficio». Luego, grillos es una forma antigua para «grilletes»;6 mientras que el virote es un «Hierro largo que a modo de maza se colgaba de la argolla sujeta al cuello de los esclavos que solían fugarse».

Resulta, entonces, que en la España de los siglos XVII y XVIII (y presumiblemente desde mucho antes) la argolla simbolizaba la deuda moral de reciprocidad que se impone sobre la persona que recibe un beneficio por parte de alguien de mayor estatus (en los ejemplos, los emperadores o jefes militares romanos; o la «majestad» —V.m, «Vuestra majestad»— de quien le echa la argolla a alguien), en una relación social de reciprocidad asimétrica que se nutre figurativamente con elementos del esclavismo. Este es el sentido en el que se origina la actual acepción que la RAE registra para argolla como «Sujeción, cosa que sujeta a alguien a la voluntad de otra persona».

Deudas, castigos y autoridad punitiva

Además de la argolla que representaba una deuda u obligación moral de reciprocidad, está también la argolla que, en el plano jurídico, se empleaba con un sentido para nada metafórico en relación con deudas reales, dinerarias o en especie, cuyo pago o devolución venía amparado por la ley. El Diccionario de autoridades de 1726 incluye lo siguiente: «Los que hiciéren ceſsión de bienes, ò renunciáren la cadéna, tráhigan una argolla de hierro al peſcuezo». Esto, que a primera vista puede no parecer muy claro, se comprende mejor revisando la legislación española vigente cuando se publicó aquel diccionario, relativa a los juicios de cesión de bienes. En la Nueva Recopilación de leyes de Castilla, dadas en 1567 por el rey Felipe II (libro 5, título XVI, leyes 6 y 7), se señala que:

6.: Qualquier mercader o cambiador, o otra qualquier persona que hiziere cessión de bienes, y renunciare la cadena […] aya de traer y trayga al cuello una argolla de hierro tan gorda como el dedo […] y si no la truxere […] que pueda ser y sea preso y puesto en la cárcel pública, y se haga la execución en su persona y bienes… […]. / 7. […] y mandamos que con los que ansí por virtud desta nuestra ley han de ser entregados a sus acreedores, se guarde y execute la ley suso dicha, que habla de la manera que han de tener en el traer de la argolla… [cursivas añadidas].

Como en este mandato de poner una argolla en el cuello de los deudores para identificarlos como tales, tampoco es metafórica la primera acepción que se mostró de Covarrubias, referida a la esclavitud. Con la argolla que se les colocaba también en el cuello a los esclavos se indicaba igualmente una relación de sujeción, esta vez como propiedad de un amo. Esta figura parece ser autoevidente. Sin embargo, los materiales jurídicos e históricos españoles dejan ver que el asunto es algo más complejo de lo que aparenta. En las leyes españolas sobre los esclavos, su comercio y tratamiento en los siglos XVI al XIX (aplicables a blancos —moriscos y berberiscos—, negros, asiáticos —filipinos, chinos, japoneses, negros de Oriente— y amerindios) hay al menos cuatro formas en que la argolla se relaciona con el esclavismo. En primer lugar, está lo ya dicho acerca de la argolla que, en el cuello del esclavo, indicaba su condición, de tal suerte que incluso la propia argolla podía llevar inscripto el nombre del propietario. En su trabajo sobre los indios americanos esclavizados y llevados a España en el siglo XVI, Mira Caballos (2007) menciona que «Doña Isabel Carrillo… le colocó a su indio “una argolla de hierro al pescuezo esculpidas en ellas unas letras que dicen esclavo de Inés Carrillo, vecina de Sevilla a la Cestería”… No es el único que encontramos con este sufrido collar, muy frecuente también entre los esclavos negros…» (p. 182; cursivas en el original).

En segundo lugar, está la argolla que se empleaba para literalmente mantener sujeto al esclavo y evitar que huyera, o para trasladarlo en travesías trasatlánticas. En 1627, el cura jesuita Alonso de Sandoval relataba que «Van [los esclavos en los barcos] tan apretados tan asquerosos y tan maltratados que me certifican los mismos que los traen, que vienen de seis en seis, con argollas por los cuellos en las corrientes, y estos mesmos de dos en dos con grillos en los pies, de modo que de pies a cabeza vienen aprisionados…» (Sandoval, 1956 [1627], pp. 107-108). Aquí se aprecia que la argolla podía ir colocada no solo en el cuello sino también en los pies (tobillos) o en otras partes del cuerpo, incluyendo la nariz y las muñecas, como se ha registrado para negros esclavos llevados a Perú (Viera, 2015, p. 83).

Luego, en tercer lugar, hay que considerar que los esclavos no necesariamente llevaban todo el tiempo la argolla colocada en el cuello, u otros adminículos semejantes en el cuerpo. En otros casos, una pesada argolla se les imponía como forma de castigo («por afrenta y cuſtodia», Covarrubias dixit), especialmente en situaciones de cimarronaje. Así lo establecían, por ejemplo, las Ordenanzas de la Audiencia Dominicana para la sujeción de esclavos negros dadas en Santo Domingo en 1528, donde se dispone que a los esclavos prófugos y capturados, sean negros o blancos, «les sean dados cien azotes, y les echen una argolla de fierro, que pese veinte libras, y la lleven por tiempo de un año; por la segunda vez, estando huidos veinte días, les corten un pie; y por la tercera, estando ausentes quince días, que muera por ello» (en Lucena, 2000, p. 594).

Finalmente, en cuarto lugar, la argolla era también el propio objeto, pero instalado en un determinado lugar de un pueblo o establecimiento, al que se llevaba al esclavo con el fin de sujetarlo allí y aplicarle un castigo físico, por lo regular azotes, y además exponerlo a la vergüenza pública frente a quienes lo pudieran ver, a manera de ejemplo y escarmiento. Al respecto, la Ordenanza del Cabildo de Quito sobre castigos a los esclavos huidos, emitida en 1548, mandaba «que le sean dados al dicho negro [huido y prendido] cien azotes públicamente, atado a la argolla del rollo, y por la segunda vez la dicha pena de los dichos diez pesos, aplicados según de suso, e azotes al dicho negro, e que le sean cortados dos dedos del pie derecho…» (en Lucena, 2000, p. 679).

Esta última cita contiene dos elementos importantes, que es menester examinar más detenidamente. Por un lado, está el rollo, que es la «Columna de piedra, ordinariamente rematada por una cruz, que antiguamente era insignia de jurisdicción y que en muchos casos servía de picota» (RAE, 2020); mientras que la «argolla del rollo» estaba fijada a aquella columna para sujetar con ella a quien fuera a recibir un castigo. En este punto, la argolla trasciende el ámbito del esclavismo y penetra más profundamente en la dimensión política. Para empezar, la unidad entre la argolla y el rollo, o picota, extiende la asociación de la argolla con otros objetos e instalaciones que tenían funciones similares o emparentadas, como el cadalso, la horca y el patíbulo, que eran también lugares o instrumentos empleados para la aplicación de penas. De hecho, diversos diccionarios de los siglos XVII y XVIII establecen sinonimias y vínculos entre la argolla y todos estos elementos (véase, por ejemplo, Covarrubias, 1611; Núñez de Taboada, 1825; Terreros y Pando, 1786, 1787, 1788). En cualquier caso, los esclavos no eran los únicos que recibían castigos con esos instrumentos y en dichos lugares, donde las penas iban desde la exposición a la vergüenza pública hasta la muerte, pasando por los azotes y las mutilaciones. En 1783, el Código Negro Carolino, sancionado por la Audiencia de Santo Domingo, indicaba que también las negras libres podían recibir la «pena de vergüenza publica en la argolla» (en Lucena, 2000, p. 1103), lo que siempre tenía lugar en el rollo, según el mismo código. Esta conexión entre la picota y los castigos viene de mucho antes, pero es recién desde el siglo XVIII cuando el registro lingüístico integra su vinculación con la argolla como una pena aplicable a los «malhechores» o, en general, a cualquier transgresor de normas, sea o no deudor o esclavo, como se aprecia en los diccionarios de Terreros y Pando (1786), de Núñez de Taboada (1825), de Salvá (1846) y de la RAE de 1852.

Por otro lado, en estas y otras obras de esas épocas se constata que la argolla fue fortaleciendo cada vez más su sentido de «vergüenza pública», sumado a la noción de castigo, en tanto que con el pasar del tiempo se iban atenuando o desapareciendo las alusiones directas al esclavismo y los deudores. Y, paralelamente, fueron cobrando notoriedad las connotaciones independientes de argolla como castigo, y de argolla como deshonra y humillación pública, con o sin la presencia del rollo, la picota, el patíbulo, etc. Es así como, por ejemplo, la expresión popular estar en la argolla significaba «estar uno á la vergüenza», según el diccionario de Castro y Rossi (1852). Este mismo autor amplía el contexto de uso de la argolla como «pena infamante», señalando su aplicación en el ámbito náutico, donde la frase dar una argolla o dar la argolla se refería al «Castigo que se da á los marineros poniéndoles una argolla al pié, y á los pajes de escoba azotándolos». Y, además, está la argolla asociada a la «pena capital», según el diccionario de la RAE de 1848: «Argolla: Castigo público […] consistía esta pena en preceder al reo á otro ú otros de pena capital, conducido en caballería, en ser colocado en un asiento sobre el cadalso y en permanecer en él mientras duraba la ejecución, asido por el cuello á un madero con una argolla». Esta imagen nos lleva de vuelta a la asociación, previamente citada, entre la argolla y la horca, como también a la ejecución por ahorcamiento que en España y sus colonias se denominaba garrote, o dar garrote (como en la ejecución de Atahualpa), que en las fuentes se describe como estrangulación con una cuerda, o «por medio del artificio de un hierro» (RAE, 1780), o como «castigo de muerte, apretando la garganta con una argolla» (Terreros y Pando 1787, p. 214).

Por lo que muestran las fuentes consultadas, todos estos usos y nociones de argolla estaban bien establecidos y difundidos también a inicios del siglo XIX en el mundo hispánico, incluyendo a sus colonias americanas y por supuesto al Virreinato del Perú, donde el ordenamiento jurídico se estableció tomando como fuente y modelo la legislación española, con sus normas relativas a la justicia penal y al esclavismo (Torres Venegas, 2008).

Poder señorial y cambios políticos a inicios del siglo XIX

De la unidad entre la argolla y la picota emergen múltiples significados que, con el tiempo, les dan forma a nuevos sentidos que no se limitan a las funciones de la argolla como objeto, o a relaciones sociales (esclavismo, sujeción, reciprocidad, o deudas morales y dinerarias), sino que apuntan cada vez más a relaciones de poder en un plano estructural o societal. En un inicio, las picotas habían proliferado en villas y pueblos de la península ibérica en tiempos de la Reconquista (documentándose su uso al menos desde el siglo XIII), y luego de la invasión de América se difundieron también en las colonias españolas y portuguesas (Rivero, 2006). En su recuento de las instituciones peruanas de la época colonial, Waldemar Espinoza (1997) menciona que «Desde el día de la fundación, en cada ciudad, villa y pueblo, se clavaba y enderezaba la picota o rollo en el centro mismo de la plaza: un imponente madero, o a veces un pilar de piedra, para sujetar, amarrar, o colgar a los condenados…» (p. 140).

Como hemos visto, las picotas y las penas impuestas en ellas vienen de mucho antes de que se les asociara con la argolla, pero el uso continuado de esta junto a la picota durante siglos condujo a una identificación entre ambos elementos y algunos otros con funciones similares de castigo, tormento y ejecución mortífera, a saber, el cadalso, la horca y el patíbulo. Al menos en España, incluso en nuestros días, «[m]uchas picotas aún conservan las argollas en el fuste a las que se sujetaba el reo para aplicarle la pena impuesta» (Rivero, 2006, p. 26).

En ese mismo proceso, no se puede dejar de lado que la acción de castigar involucra siempre al agente ejecutor de la sanción. Ya sea que se trate del propietario de esclavos, del funcionario que impone la pena de argolla a un deudor, del Señor que aplica su justicia en una determinada población, o de la autoridad que en la picota reprime al transgresor de alguna norma, en todos estos casos la argolla-objeto, la argolla-castigo y la argolla-lugar vienen siempre asociadas al poder punitivo que desde alguna instancia de cierto estatus se ejerce sobre los infelices sujetos esclavizados, acusados, condenados o expuestos a la vergüenza pública. Inicialmente, tal asociación ocurrió por la relación entre el rollo, que se tomaba como «inſignia de la juriſdiccion de Villa» (RAE, 1737), y la persona que detentaba el poder a nivel local. Es por eso que ya en 1611 Covarrubias decía que la frase tener su piedra en el rollo aludía al «hombre de honra», en tanto que más adelante, en 1780, también la RAE registró el sentido de esa frase como una figura metafórica «con que se explica ser alguno persona de distincion en el pueblo, y deber tener lugar en las cosas de atención y honra». Stevens (1706) señala que dicha frase se aplicaba a los «jefes del pueblo» («chief Men of the Town»). Esta es una de las vías que conectan a la argolla con diversas formas de poder y autoridad, que en ciertos casos correspondían a la justicia reclamada por los pobladores de algún lugar (Rivero, 2006), aunque más a menudo se percibían como autoritarias u opresivas. De ahí que, por ejemplo, la figura de enviar al rollo a alguien significaba tratarlo con desprecio (RAE, 1737). Y, según Stevens (1706), la frase tener su piedra en el rollo encerraba también un sentido irónico, que apuntaba a ser orgulloso y presuntuoso («to be Proud and Conceited»).

Considerando los periodos históricos en que se ubican estas fuentes, cuando en España y sus colonias el poder se reconocía sobre todo como un atributo de personas determinadas (el rey, los virreyes, los funcionarios de la Corona, los nobles y terratenientes, etc.), antes que como una cualidad de órganos e «instituciones» políticas o judiciales de carácter impersonal, resulta entonces que la argolla y el rollo, unidos o cada cual por separado, llegaron a simbolizar el poder político y punitivo que ejercían los hombres poderosos o investidos de autoridad en un pueblo o un determinado territorio, e incluso a la propia monarquía como régimen político.7

Todos estos usos y sentidos de la argolla estuvieron presentes en el Perú colonial, donde los cepos, colleras, picotas, grillos, cadenas y otros elementos asociados entraron a formar parte de las tecnologías e instituciones de poder para la sujeción y explotación de indios y esclavos desde el inicio mismo de la dominación española. En un primer momento, se reconocía en la argolla solo sus funciones más evidentes para el aprisionamiento de personas (véase Guillén, 1976-7, carta del 7 nov. 1567; Torres, 2016, cap. 13). Pero, más adelante, se le comienza a relacionar cada vez más con el despotismo de las autoridades coloniales. En su monumental obra Primer nueva corónica y buen gobierno, Felipe Guamán Poma de Ayala (2015 [1615]) ofrece el más elocuente y detallado testimonio de cómo la tiranía española hacía uso de la tecnología política de la argolla (grillos) y el rollo, no solo con los indios del pueblo llano, sino también para humillar y someter a los aristócratas indígenas. En uno de los muchos pasajes de su obra referidos al rrollo y la argolla, Guamán Poma narra lo siguiente:

[…] en las dichas minas de guancabilca de azogue que es adonde tiene tanto castigo los yndios pobres y rreciuen tormentos y mucho muerte de yndios adonde se acaua y pasa tormentos los caciques prencipales deste rreyno […] los dichos mineros y mayordomos espanoles mestizos o yndios son tan señores apsulutos que no temen a dios ni a la justicia porque no tienen rricidencia ni becita general de cada tercio y año y anci no ay rremedio.

cuelga de los pies al cacique prencipal y a los demas le asota sobre encima de un carnero y a los demas le ata desnudo en cueros en el rrollo y lo castiga y trisquila y a los demas le tiene en la carzel publica preso en el sepo con grillos [argollas] cin dalle de comer ni agua y cin dalle lisencia para proueerse […] se haze estos castigos a los señores deste rreyno de la tierra que tienen titulo por su magestad castigan muy cruelmente como ci fuera ladron o traydor con estos trauajos se an muerto afrentados y no ay rremedio… (Guamán Poma, 2015 [1615], t. I, p. 245).8

Por el empleo de la argolla y sus sucedáneos en plazas públicas (Espinoza, 1997, p. 140), obrajes (Silva Santisteban, 1964, p. 85), latifundios, pueblos y doctrinas de indios (Álvarez, 1974, p. 45; Hernández, 1930), salas inquisitoriales de tormento (Holguín, 2002, p. 106, 299; Lastres, 1951, pp. 157-158) y en la represión de la oposición política, para nada debe resultar extraño que también en el contexto peruano se haya establecido un vínculo temprano entre la argolla, el poder político hispano y la opresión ejercida sobre las poblaciones locales.9 Más aún cuando la iconografía política colonial le reservaba también un lugar privilegiado a la argolla. Esta se encontraba, por ejemplo, en el «escudo acrecentado» que el rey Carlos I le concedió a Francisco Pizarro en 1537, escudo que fue luego confirmado por Felipe II en 1578 para su ostentación pública por parte de su descendencia. Entre las características de dicho blasón, destaca la figura del soberano inca Atahualpa derrotado, preso y expuesto a perpetuidad a la vergüenza pública con una argolla en el cuello, al igual que los generales de su ejército:

E queremos e mandamos que demás de las dichas armas podáis traer en el escudo de vuestros reposteros e casas y los de los dichos vuestros hijos y herederos y sucesores perpetuamente y en las otras partes e lugares que vos y ellos quisiéredes y por bien hubiéredes, el dicho cacique, Atabalipa, abiertos los brazos y puestas las manos en dos cofres de oro y una borla colorada en la frente que es la que el dicho cacique traía, con una argolla de oro a la garganta asida con dos cadenas de oro y por orla siete indios capitanes de la dicha provincia que se dicen Quizquiehase, etc., con sendas argollas a las gargantas, presos con una cadena de oro asida a las dichas argollas con la cual estén los siete caciques presos… (en Cillán et al., 2016, p. 215).

Vista la situación desde esta nueva perspectiva, ante todo política, es preciso examinar más a fondo el contexto histórico en el que discurre esta confluencia de sentidos en torno a la argolla, en el proceso que la convierte en un símbolo del poder opresivo, la sujeción señorial y las antiguas formas de castigo, con el luctuoso simbolismo de la picota. Para este propósito, interesa sobre todo la coyuntura que va de fines del siglo XVIII a inicios del XIX, cuando en España se produjeron importantes procesos de cambio político y sociocultural, que por supuesto tuvieron notables implicancias para la América hispana. Nos ubicamos en un momento en el que los ecos de la Revolución Francesa, con su ideario republicano y su llamado a la disolución del Antiguo Régimen de raigambre medieval, llegan a España no solo como inspiración e ideología en los últimos años del siglo XVIII, sino, en la práctica, también con los ejércitos de Napoleón Bonaparte y el control político francés de 1808 a 1814.10

En este contexto, en España se propagaron con fuerza las ideas y los movimientos políticos liberales y republicanos que buscaban echar abajo el rígido orden de desigualdad sociopolítica del Antiguo Régimen, incluso después del retorno del rey Fernando VII al trono. Esta búsqueda de renovación política, expresada en buena parte en la Constitución de Cádiz de 1812 (derogada dos años después) y con un nuevo discurso de derechos y ciudadanía republicana, significó una confrontación con los símbolos y estructuras del poder monárquico absolutista, entre los cuales se encontraba precisamente el poder señorial, representado en los pueblos por el Señor de Horca y Cuchillo, junto a la picota y la argolla donde se materializaba el ejercicio de dicho poder considerado «despótico» (Zavala, 1970). Es lo que ocurría, por ejemplo, en la pequeña ciudad catalana de Reus, donde en abril de 1814 apareció publicada una proclama anónima que —apelando a la Constitución de Cádiz— llamaba «ciudadanos» a quienes por siglos habían sido vistos como siervos de terratenientes o «súbditos» de la Corona, y los alentaba a rebelarse contra los «señores», los clérigos y en general contra todo aquel que pretendiese mantener el viejo orden representado por la argolla, el patíbulo y las horcas del feudalismo:

Nos obligaban a moler el trigo en su molino; a cocer el pan en su horno; éramos los únicos que íbamos al bagage. Nos metían en la cárcel sin más que porque lo quería el Señor. Ahora todos estos abusos están abolidos; todos somos iguales delante de la ley. Nuestros hijos, que no podían ser nada porque no eran nobles, estaban condenados a l[a] obscuridad; ahora por sus virtud[e]s y luces pueden obtener todos los empleos de la patria, y hasta ser Regentes del Reyno. […]. Ciudadanos del pueblo de Bagan, los enemigos domésticos, los que odian la Constitución, son los que quieren mantener la argolla y la cadena […]. Pero vosotros os quejáis de la argolla; venid al campo de Tarragona, y al saltar la esteva para respirar, tropezaréis con la vista en el patíbulo señorial. Venid y veréis con qué orgullo, delante de las autoridades civiles, mantiene plantadas las horcas del feudalismo. Ciudadanos de Monroig, de Riudons y Constantí, no me dejaréis mentir, aquí las tenéis delante de vuestros ojos; aquí fueron ahorcados vuestros padres sólo por la voluntad del Señor. […]. El Congreso abolió el feudalismo, os hizo libres […]. Derrocad vosotros mismos esas horcas… enseñad que sois ciudadanos (Eco de Reus, 19 de abril de 1814, en Zavala, 1970, p. 116; cursivas añadidas).

Si acaso fue antes tolerada o por fuerza aceptada en tanto instrumento impuesto por el poder señorial y las normas del Antiguo Régimen, en estos nuevos tiempos la argolla (el instrumento, el castigo, la picota) pasó a considerarse un elemento impropio y cada vez más fuera de lugar, vinculado a ese poder que perdía legitimidad en la medida en que se difundían los nuevos idearios ciudadanos y de igualdad liberales y republicanos. No obstante, el simbolismo de la argolla permaneció en el imaginario popular y la memoria colectiva.

El origen republicano de la argolla peruana

Los trastornos políticos de la España de inicios del siglo XIX tuvieron hondas repercusiones en sus colonias americanas, donde el resquebrajamiento de las estructuras hispánicas de dominación confluía con las corrientes de ideas republicanas y liberales que se propagaban por todo el continente. En dicha coyuntura, algunos intelectuales peruanos que impulsaban la ruptura con España apelaban a la figura de la argolla presentándola como un símbolo de la opresión colonial. En 1822, luego de que el virrey José de la Serna huyera de Lima con su ejército para establecerse en el Cusco, el primer Congreso Constituyente peruano lanzó una proclama escrita en español y quechua, dirigida «a los indios de las provincias interiores», convocándolos a sumarse a la causa emancipadora y usando a la argolla como una metáfora para identificar al virrey y a su ejército: «Ya rompimos los grillos [grillete = argolla], y este prodigio es el resultado de vuestras lágrimas y de nuestros esfuerzos. El ejército Libertador que os entregará esta carta, lo enviamos con el designio de destrozar la última argolla de la cadena que os oprime…».11

Los procesos independentistas y el ascenso político de los criollos, sin embargo, no significaron una cancelación inmediata de las formas coloniales de ejercicio del poder. En Perú, como en otros países latinoamericanos, la persistencia de un orden social de rígidas jerarquías estamentales entraba en contradicción con los nuevos discursos de ciudadanía, libertades e igualdad. Difícilmente podía ser de otro modo: el Perú había sido el último reducto del poder español en Sudamérica, y muchos de los líderes políticos y caudillos militares peruanos de la primera etapa postindependentista acogían las posturas republicanas solo como una adaptación pragmática a las circunstancias, a la manera de un cambio de bando, luego de haber defendido y sostenido al régimen colonial (véase Bonilla y Spalding, 1972; Ortemberg, 2016). Por ejemplo, el esclavismo continuó por varias décadas, y el Señor de Horca y Cuchillo mantuvo e incluso fortaleció su presencia en mundo rural, donde se encontraba la mayor parte de la población.12

Nada de esto podía pasar desapercibido para quienes más se comprometían con la renovación política, ni para quienes simplemente buscaban mantener o mejorar su posición en aquel contexto de cambio. El proceso descrito en la sección anterior, donde vimos cómo la argolla se convirtió en un símbolo del Antiguo Régimen, explica por qué en Perú, concretamente en la Lima de 1838, poco después de la introducción de creencias republicanas y apenas luego de producirse la Independencia, se identificó como «La Argolla» al grupo de políticos peruanos que retornaban al país con un ejército chileno para enfrentar al gobierno de Andrés de Santa Cruz y la Confederación Perú-Boliviana (Hildebrandt, 2000). Dicho grupo incluía entre sus miembros a conspicuos representantes de la más rancia aristocracia terrateniente y colonial limeña, como Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ignacio de Vivanco y otros personajes de similar estirpe, quienes por sus antecedentes, actitudes e intenciones eran juzgados por diversos actores del momento como una retardataria expresión política del viejo orden colonial.13

Aún es poco lo que sabemos sobre la presencia de la argolla en el léxico político de esas primeras décadas posteriores a la Independencia peruana. En la citada referencia de 1838, sobre el calificativo de «argolla» aplicado a unos aristócratas criollos, el sentido de la expresión no parece ser muy distinto del que se le daba poco antes en España en relación con el estamento señorial y la monarquía.14 Pero aquí cobra relevancia la participación de Felipe Pardo y Aliaga en esa primera «argolla», debido a que su hijo, Manuel Pardo y Lavalle, interviene algunos años después en la historia política peruana como fundador y jefe del Partido Civil, que igualmente fue identificado como «La Argolla». No obstante, en este segundo momento la argolla adquiría nuevas significaciones y comenzó a entenderse ya de maneras distintas de lo que había sido habitual antes en España y en el Perú de 1838.

En la década de 1870, con las disputas entre el Partido Civil y sus rivales políticos, se inaugura una nueva relación entre los peruanos y la argolla, que se desarrolla originalmente en dos direcciones paralelas. Por un lado, la evolución se da en el plano de los enfrentamientos entre las elites locales, donde la argolla como discurso se convirtió en un arma retórica que se esgrimía en los foros de la alta política. Allí, los caudillos regionales (Nicolás de Piérola, José Balta, entre otros), viéndose excluidos del acceso al poder estatal, usaban el término «argolla» para descalificar al Partido Civil, subrayando su carácter «exclusivista» (Mc Evoy, 1997, p. 184).15 Aquí aparece ya, en embrión, la idea de argolla como grupo excluyente, un sentido que luego cobró arraigo en el léxico político y popular apuntando a muchos otros grupos, políticos o de otra índole, que exhiben actitudes excluyentes. Y, por otro lado, el mismo término fue usado también por los sectores populares, en un inicio para oponerse a los civilistas, y luego para descalificar en general a las elites o a quienes detentaban diversas formas de poder político y económico.

Un examen más detenido de estos dos desarrollos nos ayudará a comprender cómo y por qué se produce en el Perú la adopción más amplia del discurso social sobre las argollas. En primer lugar, están las actitudes de rechazo al Partido Civil por parte de sus opositores, quienes al caracterizar al civilismo le atribuyeron al término argolla el sentido de grupo de poder excluyente. Pero tal designación no es solo un suceso espontáneo o caprichoso. En realidad, este hecho, en sí mismo, ocurre como el resultado de otros procesos de mayor alcance, nacionales y geopolíticos, que afectaban a la sociedad peruana en esa coyuntura histórica. Uno de ellos es el de la disparidad que en aquellos tiempos se venía profundizando entre Lima y las regiones del interior del país, la que a su vez sobreviene debido a la inserción del Perú en un nuevo orden económico internacional luego de la Independencia.16 En el país, las nuevas condiciones del comercio internacional, y muy especialmente la experiencia del boom guanero (de 1845 a 1866), habían significado el ascenso económico de un sector criollo, sobre todo limeño, bien conectado con casas comerciales extranjeras, que se había colocado como intermediario privilegiado entre la economía local y los intereses capitalistas foráneos, mientras que al mismo tiempo se reducía cada vez más la participación de las economías del interior y de los líderes regionales, que antes habían representado un contrapeso mayor a la posición de Lima.

Así las cosas, la fundación del Partido Civil a inicios de la década de 1870 aparecía como la expresión política de las elites económicas capitalinas que con mayor ventaja habían asumido aquel rol intermediador en los negocios internacionales, incluyendo a consignatarios del guano, banqueros y aristócratas, que en conjunto adoptaban la forma de una «burguesía» peruana (Mücke, 2012). Por sus relaciones con el capital extranjero, este grupo era también más receptivo que otros a las influencias de las burguesías europeas que impulsaban idearios de liberalismo económico y que adoptaban nuevas formas de organización política. Precisamente, en la primera mitad del siglo XIX, tomaban forma en Europa y los Estados Unidos los primeros partidos políticos modernos, con el modelo paradigmático del partido Whig británico, que había evolucionado como el partido de la burguesía y de los liberales en su confrontación con los conservadores y los intereses aristocráticos.

Al adoptar el nuevo modelo de organización partidaria, los civilistas introdujeron un cambio mayúsculo en la política peruana del siglo XIX, estableciendo en la práctica el primer partido político del país (Mücke, 2012).17 En su estudio sobre el Partido Civil, Carmen Mc Evoy (1997) sostiene que en la disputa entre los civilistas y sus opositores se manifestaba un conflicto entre dos distintas «culturas políticas» observables en sectores rivales de las elites. De un lado, en una cultura tradicional y «patrimonialista» (donde se puede ubicar a personajes como Ramón Castilla, José Balta y Nicolás de Piérola), se esperaba que quienes se colocaran a la cabeza del Estado compartieran con otros los beneficios derivados de ese poder, en un esquema de alianzas, reciprocidades asimétricas y relaciones clientelares, como era habitual en el país desde mucho antes (lo que Manuel Pardo llamaba «gobiernos eclécticos»). En contraste, en la cultura «partidista» del civilismo, quienes obtienen el poder lo ejercen y aprovechan en principio favoreciendo a los integrantes del propio partido, dejándose relegados a los de otras agrupaciones. Este es justamente el tipo de exclusión que experimentaron los caudillos regionales, quienes comenzaron a calificar al Partido Civil como una «argolla», acusando a los líderes civilistas de mostrar una «arrogancia exclusivista» y de apartarse de «todo camino noble, franco y generoso» (Mc Evoy, 1997, p. 147).

En este conflicto político, la alusión a la argolla arrastraba una connotación que apuntaba al abolengo y los orígenes aristocráticos que retrospectivamente conectaban a varios de los fundadores del Partido Civil con el orden político colonial.18 No obstante, los caudillos regionales opuestos al civilismo provenían también, en casos notables, de familias de terratenientes y aristócratas, por lo que su uso del término «argolla» contra el civilismo pasó a integrar sentidos más vinculados con la nueva coyuntura política, en la que dichos caudillos se veían desplazados por los intereses capitalistas y capitalinos, más aún si tomamos en cuenta que el Partido Civil no era un grupo solo aristocrático, sino también el vehículo político de prominentes banqueros y empresarios, que tenían otros orígenes y cuyo poder se derivaba de sus vínculos con los mercados internacionales. Así se entiende por qué, frente al «partidismo» civilista, la designación de argolla comenzó a adquirir el sentido de exclusión. En adelante, esta nueva noción de argolla se difundió en el léxico político para designar también a otros grupos partidistas, antes de emplearse en el habla popular para señalar a cualquier grupo excluyente, dentro o fuera de la esfera política.

Por otro lado, la noción de argolla se desarrolló en una segunda dirección una vez que el término fue adoptado por los sectores medios y populares de la sociedad peruana, a los que llegaba por su difusión a través de panfletos, periódicos, mítines y previsiblemente también por la tradición oral. En buena medida, el propio ascenso del Partido Civil se había producido con el apoyo electoral de algunos núcleos de profesionales, artesanos e intelectuales provenientes de capas medias y urbanas de la población, mientras que sus opositores buscaban un respaldo a sus posturas entre segmentos sociales de extracción popular proclives a adherirse a caudillos. A Nicolás de Piérola, una figura paradigmática del caudillismo político de fines del siglo XIX, se le atribuye justamente haber construido su popularidad mostrándose como uno de los más entusiastas enemigos de la «argolla civilista» (Contreras, 2016). En cualquier caso, nos ubicamos en un periodo en el que la política peruana abría ciertos espacios a la intervención de grupos sociales que tradicionalmente —en tiempos coloniales o de caudillismo militar— habían estado excluidos de las disputas por el poder. Frente a todos ellos, los civilistas se presentaban como una fuerza renovadora que prometía realizar los ideales republicanos de ciudadanía, libertades y derechos. Esto, sin embargo, podía sonar paradójico al ser proclamado por un partido que, simultáneamente, aireaba su desprecio por la «plebe», la «canalla» y la «chusma» del país (véase Mc Evoy, 1997, pp. 179, 185, 224).

La distancia entre las elites civilistas y otros grupos sociales, que se expresaba en sus marcadas diferencias económicas, políticas y culturales con el resto de la población, y que era continuamente enfatizada por los caudillos regionales que apelaban a la figura de la «argolla», dio pie a que los sectores populares se apropiaran de aquella misma arma retórica para expresar su descontento con las elites gobernantes, inyectándole al término un sentido clasista. Desde la perspectiva de estos grupos sociales, la designación de argolla se aplicaba, en un inicio, al núcleo de dirigentes políticos civilistas que controlaban el Estado; pero, rápidamente, se comenzó a usar para señalar también a los segmentos sociales y económicos más amplios representados por el Partido Civil. Es lo que ocurría, por ejemplo, en unos eventos registrados por un miembro de este partido en el Callao, en octubre de 1877, quien daba cuenta de un ataque a comerciantes atribuido a una «chusma» que avanzaba lanzando consignas como «abajo la argolla, abajo los bancos, abajo los ricos, mueran los civilistas» (Mc Evoy, 1997, p. 180, 224).

Esta actitud, sin embargo, no venía motivada únicamente por la propaganda de Piérola, sus socios y seguidores, ni solo por las diferencias de clase que distinguían a los civilistas como un grupo privilegiado. A todo esto, debemos sumar lo ya dicho sobre la agudización de las desigualdades económicas y territoriales a consecuencia del boom guanero, y el propio fin de esa «prosperidad falaz», como la calificó Jorge Basadre. Manuel Pardo había asumido la Presidencia de la República en 1872, poco después de haberse declarado la bancarrota del país en medio de una crisis de endeudamiento fiscal, y luego de que los ingresos estatales se redujeran drásticamente por el agotamiento de las reservas de guano y la caída de su exportación, en un mercado internacional que dejaba de demandarlo. Los civilistas proponían aprovechar el salitre de los desiertos sureños —sustituto del guano en ese mercado— con la esperanza de reeditar la pauta de desarrollo económico extractivista y rentista que los había enriquecido en las décadas anteriores, pero el proyecto se vino abajo luego de chocar con los intereses capitalistas chilenos y británicos (Hunt, 2011). En los años siguientes, la crisis económica confluyó con el descalabro político que sobrevino como resultado de la derrota peruana frente a Chile en la Guerra del Pacífico. Para este momento, la argolla dejaba de ser solo una manera despectiva de nombrar a los civilistas y sus representados, y pasaba a convertirse en una expresión que atravesaba en general a cualquier sector de las elites políticas y económicas. Así lo comprendía, por ejemplo, un observador que en 1881 registraba diversos sucesos ocurridos en Lima cuando la ciudad caía ante el Ejército chileno: «Son las diez de la noche, y van aumentando los gritos de Viva el Perú! Muera la argolla! (por argolla se entiende la clase rica)».19

Estos planteamientos sobre el origen de la argolla peruana cobran vigor si introducimos en el análisis algunas informaciones provenientes de otros países andinos. Como en Perú, también en Ecuador el término argolla se comenzó a usar a fines del siglo XIX para descalificar a un grupo político encumbrado en el poder estatal, que por sus características se asemejaba en varios aspectos al civilismo. Se trataba de los «progresistas», la expresión política de una coalición de familias acaudaladas de Quito, Cuenca y Guayaquil integrada por «terratenientes» costeños y la «aristocracia latifundista serrana» (Medina, 2018, p. 75). Por su participación en el rubro agroexportador, estas familias y algunos banqueros exportadores de cacao habían visto crecer su fortuna e influencia política, asumiendo el rol de una «burguesía intermediaria» en las relaciones del país con los mercados internacionales (Acosta, 2006, p. 34). En la coyuntura de 1883 a 1895, el régimen político sostenido por este grupo se conoció como «el gobierno de La Argolla» (Arellano Gallegos, 1982; Barrera-Agarwal, 2015), una designación que les fue atribuida a los progresistas por parte de los dirigentes políticos conservadores y liberales.

En su genealogía del término argolla en el léxico político ecuatoriano, Medina (2018) ubica en abril de 1890 su primer registro en la prensa, en dos notas que llamaban así al «círculo de parientes» del presidente Antonio Flores; aunque luego, en otras fuentes, la expresión es usada con un sentido algo distinto para señalar al presidente y sus socios políticos en el gobierno. En ese mismo año salió a la luz en Guayaquil el periódico satírico La Argolla, que en octubre publicó una caricatura de una baraja española intitulada «La Argolla», mostrando a cuatro personajes trajeados con ropajes medievales, alusivos a líderes progresistas. De uno de ellos, José María Plácido Caamaño y Gómez Cornejo (presidente de 1883 a 1888), se dice: «Este otro es el rey de mazo, / El señor de horca y cuchilla». Esta figura señorial y el referente monárquico-medieval que la contiene evocan a la vieja argolla que simbolizaba al Antiguo Régimen en España y Perú, y que bien podría explicar también por qué se eligió esa alegoría en la sátira política ecuatoriana para señalar a un miembro del estamento aristocrático-terrateniente, a quien luego se atribuyó la fundación del «gobierno de La Argolla» (continuado por los presidentes Antonio Flores Jijón y Luis Cordero).

Si bien estas primeras penetraciones del vocablo argolla —con un sentido político— en publicaciones ecuatorianas son algo tardías (considerando que ya circulaba en la prensa peruana desde un par de décadas atrás), Medina advierte que la expresión «probablemente ya existía antes de manera informal en el lenguaje popular» (p. 87). Si no expresamente, al menos como imagen y acarreando algunas de sus connotaciones usuales en el mundo hispanoamericano de esos tiempos. Es lo que indica, por ejemplo, una ilustración de 1885 donde la Aduana de Guayaquil aparece representada como una mujer aprisionada con argollas (grilletes) en las muñecas, dando a entender su sometimiento al sector político en el gobierno que poco después pasó a ser conocido como «La Argolla». Y años después, la argolla seguía siendo empleada en la retórica política y la iconografía para desacreditar al progresismo, como cuando un político conservador lo calificaba como «la Argolla que nos extrangula» (1891), o en una representación del gobernador de Guayas cargando un cordero, con una aureola en la cabeza que lleva la inscripción «He aquí el cordero de Pepe que quita los pecados de la Argolla» (1891).20 En su trabajo, Medina (2018) enfatiza para la argolla un sentido de «nepotismo», aunque en sus fuentes es posible identificar connotaciones adicionales. De otro lado, en su Vocabulario cívico político del léxico ecuatoriano, Arellano Gallegos (1982) reconoce también la génesis del término argolla en el gobierno progresista de Flores Jijón, e indica que luego pasó a significar «Grupo cerrado, trinca, oligarquía adueñada del poder» (p. 129).21 Y si bien es posible que haya habido alguna influencia peruana en la adopción de este vocablo en el lenguaje político ecuatoriano, en el Ecuador del siglo XIX existían todos los elementos históricos y circunstanciales para una evolución independiente.22

No muy diferente es lo que se observa en Bolivia durante la primera mitad del siglo XX. Allí, en el ambiente político se empleó el término rosca («Cosa en forma de círculo u óvalo, con un agujero en medio», RAE, 2018) para designar a un poderoso grupo de mineros de estaño, conocidos como los «Barones del Estaño», que desplazaron a los antiguos mineros de plata y tomaron el control del Estado. La llamada «rosca minera» estableció entonces una estructura de poder «estrecha, oligárquica, piramidal» que operaba mediante redes conformadas por «equipos políticos» y bufetes de abogados, y extendía sus influencias en el periodismo y otras áreas (Almaraz, 1967). Y aunque la «rosca minera» constituye un caso histórico particular, se ha hablado también de múltiples grupos políticos que sucesivamente aparecen en la historia boliviana controlando el poder y luego decayendo desplazados por otros, conformándose así «ciclos de roscas» en una trayectoria que se inicia en la época colonial y se prolonga en adelante hasta el siglo XX (Ramos, 2012).

Considero pertinente hacer aquí dos anotaciones. Una primera, lexicológica, apunta a la sinonimia entre las palabras rosca y argolla, reconocida por la RAE y que va más allá de solo una identificación por la figura circular. El término rosca es muy antiguo en la lengua española, pero solo en el siglo XX, concretamente en 1984, la RAE consignó como una de sus acepciones en Colombia y Bolivia la de camarilla, «grupo político o social, que obra en beneficio propio», a lo que podemos sumar una equivalencia muy similar en Ecuador, según Miño-Garcés (2016): «Grupo cerrado de personas que se alían en el poder, especialmente político, en un momento dado [o] unidas por amistad o por ideas e intereses comunes, que buscan beneficiarse mutuamente aunque sea en perjuicio de otros». Es decir, el mismo término camarilla designa a la rosca y la argolla. Asimismo, el actual Diccionario de americanismos de la RAE registra las siguientes acepciones de rosca:

I. 1. f. ES, Pa, Co, Ve, Bo, Py, Ar, Ur. Grupo de personas unidas por intereses o ideas comunes, que actúa para beneficio propio sin reparar en los perjuicios para quien no pertenece a él… III. 1. f. Ar. Acuerdo o negociación poco claros con que se intenta obtener un beneficio, particularmente una decisión favorable por parte de una autoridad estatal… b. ǁ [Estar] en la rosca. loc. adv. Pa, Ve, Bo, Ur. [Estar] Dentro del grupo que controla una actividad o sector político o económico.

Como se puede apreciar, en la actualidad el entendimiento de rosca en diversos países latinoamericanos es el mismo que se le da en Perú a la argolla en tanto grupo cerrado y excluyente. De hecho, el mismo Diccionario de americanismos nos dice que en Perú, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Ecuador, la tercera acepción de argolla es «Conjunto de personas que monopolizan el gobierno, las decisiones o el dominio en una institución, empresa o en cualquier otro tipo de agrupación».

La segunda anotación, también de cara al caso boliviano, apunta a la red de intermediarios y subordinados conformada en torno a la «rosca minera». En efecto, tenemos aquí a un grupo de personas ubicadas en el vértice de una estructura de poder («estrecha, oligárquica, piramidal»), que extiende sus ramificaciones hacia diversos ámbitos de la sociedad para asegurar su dominación y control. Nótese que no se trata ya solamente de un determinado grupo de personas muy poderosas o de origen aristocrático, ubicadas en la cúspide del poder, a quienes se denomina «argolla» (como en los casos del Partido Civil peruano o de los líderes del progresismo ecuatoriano), sino de una estructura de red que se proyecta de arriba hacia abajo en diferentes niveles y abarcando a múltiples personas y grupos de distinto estatus social. Esta imagen, algo más compleja, nos aproxima a lo que igualmente se comenzó a ver como argolla en el terreno político peruano del siglo XX: la red que adopta una forma jerárquica y que vincula a personas de diversos estatus sociales.

La evolución de la argolla en las lecturas del pasado y el presente

En su evolución ulterior, la idea de argolla y sus usos se complejizan por las confluencias, bifurcaciones y ramificaciones de sentidos que se le atribuyen en el léxico político y popular peruano. El desarrollo en dos direcciones, de exclusión y clasismo, propiciado al calor de la oposición al civilismo, no cancelaba los viejos sentidos de argolla asociados a la aristocracia, la opresión y la servidumbre. Así lo entendía Manuel González Prada en sus Pájinas libres (1894), cuando hablaba de los revolucionarios franceses que debían enfrentar a una Europa aristocrática que «les apretaba con argolla de hierro». En el siglo XX, la argolla arrastra esas connotaciones antiguas de opresión y sujeción; expande su aplicabilidad a diversos tipos de organización política, más allá del civilismo; fortalece su acepción moderna de exclusión, y progresivamente pasa a ser empleada también para designar a los innumerables y omnipresentes grupos y redes que monopolizan el poder o buscan hacerse de él en casi cualquier ámbito de la sociedad: burocracias e instituciones públicas, empresas privadas de todo tamaño, universidades y escuelas, partidos políticos, sindicatos, clubes deportivos, espacios artísticos y literarios, las ONG, organizaciones barriales o vecinales, etcétera.

En las primeras décadas del siglo XX, la idea de argolla asociada al Partido Civil se comenzaba a aplicar también a las exclusiones ejercidas por otros partidos. En el Congreso, por ejemplo, en 1918 el senador Carlos Paz Soldán apelaba al recuerdo de la argolla civilista para oponerse a la participación estatal y partidista en el mundo empresarial: «Así se han puesto de manifiesto las tendencias de algunos de los partidos políticos del país, del acaparamiento, del monopolio político al extremo que debo recordar […] que uno de esos partidos llegó á conocerse y llamarse de la “argolla”, porque nadie que no fuera de ese partido podía tener ingerencia en asunto público ó privado ó negocio alguno» (Diario de los debates de la H. Cámara de Senadores, 1917-1918, p. 341). Y, décadas después, para el general Juan Velasco las argollas podían encontrarse en cualquiera de los partidos que conformaban «las viejas estructuras de la política tradicional», de los que decía: «Esas organizaciones políticas, que sirvieron en definitiva a los intereses de los grupos dominantes del país, languidecen y mueren porque, en verdad, no tienen ya razón de ser; porque sus vitalicias argollas dirigentes abandonaron ideales y traicionaron a su propio pueblo» (Mensaje a la Nación por el Día de la Independencia, 28 de julio de 1970).

Pero las argollas podían encontrarse, además, en otros ámbitos de poder ajenos al Estado y los partidos, donde ya antes las identificaban los sectores populares que señalaban como tales a «los bancos» y a «los ricos», y cuyo discurso cobraba arraigo entre los intelectuales y líderes políticos. Como Fernando Belaúnde, quien en 1959 —antes de llegar a la presidencia del país— sostenía en su libro La conquista del Perú por los peruanos que «Maneja actualmente al Perú una estrecha argolla de financistas a la antigua…» (p. 49). O como lo veía en 1960 el senador Sixto Coello Jara, para quien la argolla podía ser un grupo social privilegiado: «La patria no progresará, si su acción se limita a una pequeña capa social, a una argolla, como la que está en el Poder» (Diario de los debates de la Cámara de Senadores, 1960, v. 1, p. 345).

En la segunda mitad del siglo XX, las argollas ya eran reconocidas en cualquier terreno. El presidente Velasco, por ejemplo, señalaba su existencia en las dirigencias universitarias que calificaban a su gobierno como «fascista»: «los propios estudiantes se librarán de la lacra de las pequeñas argollas que basan su poder en el uso delirante e irresponsable del insulto» (Mensaje a la Nación por el Día de la Independencia, 28 de julio de 1972). Y para el diputado Roberto Ramírez del Villar, existía una suerte de potencial para la formación de argollas en cualquier espacio social de representación de intereses, como lo planteaba en el Congreso en una intervención suya de 1964: «señor Presidente, cuáles son los resultados de este tipo de organización o de reglamentaciones; si se entrega a los propios interesados a hacerlo, terminan necesariamente en argolla, y son estos tipos de argolla precisamente los que han llevado al estado en que se encuentra el Seguro Obrero. Yo no veo que signifique algún adelanto sustituir una argolla por otra» (Diario de los debates de la Cámara de Diputados, 1964, t. V, pp. 365-366).

Esta evolución involucra, más que solo los usos de la palabra, también la formulación de «teorías» sobre la argolla, concebidas por intelectuales peruanos que buscaban comprender su origen, funcionamiento y persistencia en el país. Ricardo Palma, por ejemplo, en una carta de 1881 dirigida a Nicolás de Piérola, recogía el moderno sentido de exclusión asociado con el civilismo para ubicar el origen de la argolla en los tiempos de la Conquista: «[Francisco] Pizarro fue, en mi concepto, el fundador de la argolla, porque pasó años y años sin querer dar ni un grano de arroz á los almagristas. Y muy bien que le iba con esa conducta…» (Palma, 1979, p. 47). Años después, en un panfleto sin fecha, publicado al parecer en la década de 1930 y titulado La argolla negra, el escritor Manuel Bedoya expresaba una noción similar. En su argumento, Bedoya sostiene igualmente que habría sido en la época de la Conquista cuando se instaló el germen social que, en su desarrollo histórico, habría conducido a la formación del Partido Civil. Según él, una «casta segundona proveniente de subalternos bastardejos españoles [… que] puso sus tiendas de campaña sobre Virulandia y organizó una abyecta banda de Inquisidores y Vampiros», se fundió luego con los «ancestrales […] del rebaño proletario virulandés» y formó una «banda de Caínes mestizos» que, en adelante, vivió «succionando la médula del pueblo» (pp. 2-4). Desde esta perspectiva, el civilismo expresaría la perpetuación de la opresión colonial sobre el pueblo peruano por parte de un mismo grupo social. Para asegurar su posición, los miembros de la «satrapacia de la argolla» (civilista) emplearían diversas mañas y se aprovecharían de la buena voluntad del prójimo: «Aparentan bondad, mansedumbre, comprensión, generosidad, camaradería […] con promesas, halagos y serpentinas pluricolores de esperanzas, se filtran de contrabando en la consideración de sus semejantes […]. Alardean de influencia propicia para salvar toda clase de situaciones angustiosas de los amigos» (p. 13).

Más adelante, a los literatos, periodistas y políticos se sumaron profesionales de las ciencias sociales, quienes identificaban a las argollas en los ámbitos más variados. En sus lecturas retrospectivas del proceso peruano, algunos historiadores las han reconocido en las redes de funcionarios coloniales. Como Trelles (1982), por ejemplo, en su estudio sobre una encomienda del siglo XVI. Lo mismo que Martínez (1992): «Durante el siglo XVII el nombramiento de oficiales estuvo marcado por negativas “argollas” de favoritismo, clientelismo y nepotismo, por las intrigas de ambiciosos clanes de colegiales, que profundizaron el deterioro del sistema administrativo» (p. 103).

Otros autores, al ocuparse de la etapa republicana, han señalado la existencia de sucesivas argollas políticas posteriores al civilismo. Luego de la reconfiguración y caída del Partido Civil en el periodo que Jorge Basadre denominó la República Aristocrática (1895-1919), Otoniel Velasco (2013) observa la aparición de una «argolla política leguiísta» (pp. 128-129) instalada en el poder durante el Oncenio de Augusto Leguía (1919-1930). Y de acuerdo con Osmar Gonzales (2007), el derrocamiento de Leguía abrió el campo a una «argolla oligárquica» que, aliada con las fuerzas armadas, dominó el país con un «esquema represivo y marginador» en la mayor parte del periodo que va de la década de 1930 a la de 1960 (pp. 86, 88). Al respecto, diversos autores coinciden en describir a «La Oligarquía» peruana como una poderosa red que articulaba a «clanes» de familias acaudaladas con militares, políticos y varios otros personajes ubicados en espacios de menor nivel (Bourricaud et al., 1969; Burga y Flores-Galindo, 1980a; López, 1978; Pease, 1980). Estas argollas políticas, descritas en estudios de la segunda mitad del siglo XX, ya no son solo pequeños núcleos de dirigentes partidarios, como en el modelo original del Partido Civil y en el entendimiento de los caudillos opuestos al civilismo, sino que adoptan la forma de grandes estructuras jerárquicas de dominación que se despliegan como redes conectando a múltiples grupos e instancias de la sociedad.

Pero, independientemente de lo que se entendiera como argolla en los discursos académicos sobre la dominación política, el uso del término se extendió en todas las direcciones con sentidos más restringidos, referidos a múltiples tipos de redes y grupos de menor alcance y con presencia en espacios más acotados. Antes vimos que los presidentes Belaúnde y Velasco hablaban de argollas de financistas y dirigentes estudiantiles. En lo sucesivo, otros mandatarios han empleado sus propias nociones de argolla para referirse a distintos problemas y ámbitos. Alberto Fujimori (1990-2000), por ejemplo, desde la cárcel ha rechazado «la elección de congresistas por argollas» («Fujimori pide desde…», 2015). Ollanta Humala (2011-2016) hablaba de «viejos esquemas y argollas [en universidades] que permiten a un rector ganar un millón de soles al año…» («Ley Universitaria pone…», 2014). Y Pedro Kuczynski (2016-2018), por su parte, ha expresado su oposición a las argollas en el mundo laboral: «la corrupción elimina trabajo, porque es la argolla, la influencia la que consigue el trabajo en vez de la competencia y capacidad de la gente» («Kuczynski: “Hay que…”», 2016).

En estos tiempos más recientes, han aparecido teorías nuevas y más sofisticadas sobre la argolla, bajo la forma de ensayos que comparten reflexiones e interpretaciones de la historia, la cultura y la estructura social peruanas. Entre ellas tenemos la propuesta del sociólogo Guillermo Nugent (2008, 2012), quien recurre al modelo del gamonal y la chacra para ilustrar los modos arbitrarios en que se practica la inclusión y exclusión de las personas en las argollas, que atravesarían todos los niveles de la sociedad. Para Nugent, en el Perú, «el universo social se compone de una serie de grupos que, según su posición en la balanza de poder, definen arbitrariamente los términos de inclusión. Es lo que familiarmente se llama “argollas” […] el universo como un encadenamiento jerárquico de argollas». En otra perspectiva, Dwight Ordóñez y Lorenzo Souza (2003, vol. II) presentan a la argolla como una «distorsión del capital social» y como una «institución cultural» peruana ampliamente difundida, que operaría como el verdadero «locus del poder» detrás de las regulaciones formales. Desde un interés principal en la economía, estos autores buscan desentrañar las formas de organización y funcionamiento de las argollas, a las que atribuyen múltiples efectos nocivos en la cultura, la política y el desarrollo económico del país. Para el psicólogo Jorge Yamamoto (2019), las argollas habrían surgido por una «mutación» de los valores comunitaristas de los «migrantes andinos» que reconfiguraron sus redes de relaciones de parentesco, amicales y de paisanaje en las ciudades. En el medio urbano, sostiene este autor, «este grupo cohesionado o argolla se convierte en una tribu funcional de cooperación que vela por los intereses de sus miembros» (pp. 256-257). Y el historiador Eduardo Torres (2006, 2007), luego de examinar los pormenores del funcionamiento de la corte virreinal limeña en el siglo XVII, y de reconocer en ella una suma de comportamientos que persisten en el tiempo, sugiere que ese sería el modelo original de las omnipresentes inclinaciones autoritarias y cortesanas identificables en las argollas de la sociedad peruana actual:

Argolla es un término del habla criolla que […] define al grupo cerrado que gira alrededor de quien ejerce poder. La pertenencia a dicho círculo garantiza a sus miembros el control de una esfera de actividades u organizaciones, así como el acceso a ciertos privilegios y beneficios derivados de dicho control. Esta situación hace que, al interior de la argolla, los méritos profesionales se mezclen con cuestiones meramente personales. Asciende quien gana la gracia del jefe y recibe una prebenda quien logra una recomendación que convenza a la argolla. A la inversa, la caída social se produce cuando el moderno cortesano se malquista con la argolla o la cuestiona. Ante ello, la carrera basada en méritos profesionales o se hace muy difícil o se torna secundaria. Y es de esta manera que la corte de los virreyes del Perú ha encontrado vulgares remedos en todos los niveles de la sociedad peruana, desde la Casa de Gobierno hasta la institución más pequeña en la que haya un destello de poder (Torres, 2007, pp. 234-235).

Sobre estas teorías, sin embargo, cabe plantear un par de consideraciones, aplicables también a otras surgidas en los últimos tiempos. Por un lado, si bien aportan interesantes y valiosos puntos de vista sobre el fenómeno de la argolla, se trata de interpretaciones y ejercicios ensayísticos que pueden estar basados en observaciones sobre la historia y la cultura peruanas, aunque sin un manejo sistemático de datos empíricos sobre la argolla en sí misma, ni de las perspectivas de los sujetos que cotidianamente participan en ellas o sufren su exclusión. Otros trabajos, en cambio, han levantado y analizado informaciones acerca de argollas identificadas en variadas esferas de actividad, como las fuerzas armadas (Obando, 2000), el mundo obrero industrial (Parodi, 1986), comedores populares de Lima (Yanaylle, 1993) o la comunidad antropológica (Degregori, 2008), pero en estudios que no se enfocan primariamente en la argolla, sino en otros temas.

Por otro lado, todos estos ensayos y estudios tienen en común el partir de un entendimiento de argolla como grupo o red de personas, muy próximo a las definiciones y acepciones de argolla como camarilla fijadas en diccionarios de peruanismos y americanismos. Ciertamente, la argolla puede ser un tipo de camarilla, pero —como muestro en el siguiente capítulo— no se reduce a ello y en realidad puede manifestarse de formas que trascienden por mucho aquella noción de red o grupo, una vez que integramos en el análisis las experiencias, prácticas y puntos de vista de las personas que viven y observan la exclusión argollística.

La larga trayectoria evolutiva mostrada hasta aquí para el término argolla puede ayudar a entender su alta densidad polisémica en sus usos actuales. Como veremos a continuación, los múltiples sentidos que hoy en día contiene en el habla cotidiana de los peruanos, referidos a relaciones interpersonales y de poder (grupo o red de personas, vínculo social, poder arbitrario, privilegios, exclusión, amistad, «corrupción», vara, etcétera) se conectan de un modo u otro con las variadas formas en que se ha empleado y entendido el mismo término a lo largo de la historia conocida: la unión duradera entre personas; la sujeción material y metafórica de una persona con respecto a otra; los mutuos pero desiguales beneficios que puede reportar dicho lazo de dependencia; la tiranía de quienes pueden someter a otros a sus mandatos y castigos; el aprovechamiento del poder para su usufructo privado y grupal; la exclusión de otros resultante de ello; las concomitantes jerarquías sociales que se crean, afirman o reproducen en esas relaciones; las redes y estructuras sociales de variada amplitud que se constituyen en el despliegue de los lazos sociales de reciprocidad y dependencia, entre otras maneras en que se pueden ligar los contextos de uso, las ideas antiguas asociadas a la argolla, y los entendimientos adscritos a ella en el siglo XXI.


3 Según Ulrich Mücke (2012, p. 244), la «“Argolla” era el apodo del Partido Civil, acuñado por la idea de que éste solamente constaba de un pequeño número de personas». Para Carmen Mc Evoy (1997, p. 145), la imagen de la «argolla» civilista se fue creando por el «repudio del presidente [Manuel Pardo] y de muchos de sus seguidores a los “gobiernos eclécticos”, y a la tradicional costumbre patrimonial de recompensar los servicios prestados...».

4 En Perú, esta palabra se usa con las connotaciones de camarilla, redes y grupos, más amplia y frecuentemente que en los otros países, de acuerdo con una búsqueda en internet para la palabra argolla, restringida en los dominios geográficos .pe, .ec, .cr, .ni y .hn.

5 Se refiere a Titus Manlius Imperiosus Torquatus (Tito Manlio, dictador de Roma en el 353 a. C. y cónsul en varias ocasiones). Tito Livio narra que Manlio luchó en la guerra contra los galos y alcanzó la gloria al dar muerte a un guerrero galo en singular combate. Se dice que del cadáver del bárbaro tomó la cadena (torques) que portaba y se la colocó en su propio cuello. En las canciones que rememoraban su hazaña se le dio el apodo de Torquatus (Torcuato), que usaron también sus descendientes (Livy, 1982 [c. 27 AEC]).

6 Grillete: «Arco de hierro, casi semicircular, con dos agujeros, uno en cada extremo, por los cuales se pasa un perno que se afirma con una chaveta, y sirve para asegurar una cadena a la garganta del pie de un presidiario, a un punto de una embarcación, etc.» (RAE, 2020).

7 Hasta inicios del siglo XX, la palabra argolla seguía usándose en el léxico político español como sustituto de Corona: «la Corona [...] hasta sus últimos días de permanencia en España, ha sido una argolla para esclavizar pueblos» (Azaña, Diario Sesiones, 21 de mayo de 1932, en Santos, 1980, p. 390).

8 «En las minas de Huancavelica de azogue es donde tienen tanto castigo los indios pobres y reciben tormentos y mucha muerte de indios, donde se acaban y pasan tormentos los caciques principales. [...]. Los mineros y mayordomos españoles, mestizos o indios, son tan señores absolutos que no temen a dios ni la justicia, porque no tienen residencia ni visita general en cada tercio y año. Y así no hay remedio. / Cuelgan de los pies al cacique principal, a los demás les azotan encima de un carnero y a los demás los atan desnudos en cueros en el rollo y los castigan y trasquilan y los tienen en la cárcel pública, presos en el cepo con grillos, sin darles de comer ni agua y sin darles licencia para proveerse. [...]. Se hacen estos castigos a los señores de la tierra que tienen título por su majestad, castigan muy cruelmente como si fuera ladrón o traidor. Con estos trabajos se han muerto afrentados y no hay remedio» (Guamán Poma, 2015 [1615], t. III, p. 202; versión modernizada de Carlos Araníbar). La galería de imágenes de Guamán Poma incluye varias que ilustran situaciones como las que narra en la cita: v. g. las numeradas 499, 525 y 796, en las pp. 210, 220 y 308 del t. III de la edición citada.

9 En una carta fechada el 1 de setiembre de 1782, un «vecino del Cuzco» denunciaba que «Ellos y toda esta Ciudad publican, con razón, que luego que llegó a ella el Señor Moscoso, perdió este vecindario el sosiego y la envidiable quietud que disfrutaba [...] [y] no ha respirado otra cosa que grillos [argollas], cadenas y sangre...» (en Huerto, 2017, p. 580).

10 Sucede luego de las Abdicaciones de Bayona (1808), cuando se producen las sucesivas renuncias al trono español de los reyes Carlos IV y su hijo Fernando VII en favor del emperador francés, quien luego cedería sus derechos sobre España a su hermano José Bonaparte (José I).

11 Proclama presentada en el Congreso del 11 de octubre de 1822, cuya redacción ha sido atribuida a José Faustino Sánchez Carrión, precursor e ideólogo de la Independencia peruana (en Rivet, 1951).

12 En el siglo XIX, la figura del Señor de Horca y Cuchillo se fortaleció en el Perú con el avance de terratenientes y gamonales sobre las tierras de numerosas comunidades indígenas, prolongándose así, en el campo, una situación de «feudalidad» o «semifeudalidad» que perduró hasta la Reforma Agraria de 1969 (véase Urbano y Lauer, 1991).

13 Es bien conocida la actitud de Felipe Pardo hacia el mariscal Andrés de Santa Cruz, a quien —en sus poemas y escritos políticos— trataba con enorme desprecio aludiendo a sus antecedentes indígenas. Sobre las posturas racistas de Pardo y Aliaga y otros criollos, véase Basadre (2002) y Méndez (2000).

14 Hacia 1845, el escritor español Pablo Alonso de la Avecilla publicó una «novela histórica» sobre la Conquista del Perú, donde reiteradamente presenta a la argolla como alegoría del esclavismo y la condición servil de los indios «peruanos» bajo el yugo hispano («la dura argolla de esclavos»; «la ignominiosa argolla de la servidumbre» [Avecilla, 1845, pp. 201, 222]).

15 En su Historia de la República del Perú, Jorge Basadre (2014, t. 7) anota: «Otra palabra cuya historia debe hacerse es “argolla”. Carlos Miró Quesada Laos afirma en su libro Autopsia de los partidos políticos [1961] [...] que el diario clerical La Sociedad acuñó en 1876 el mote “argolla” para designar al civilismo. “Argolla: pardismo; argolla: despótico exclusivismo”, decía La Sociedad. Según otra versión esta palabra fue divulgada inicialmente por el periódico El Cascabel».

16 A lo largo del siglo XIX, y a consecuencia de la primera Revolución Industrial en Europa y Norteamérica, se había fortalecido la posición de los Estados nación que desplazaron al Imperio español, notablemente la Gran Bretaña, los Estados Unidos y Francia. En ese contexto, la expansión capitalista liderada por estas potencias significó, para los países latinoamericanos, que sus economías nacionales se reorganizaran para adaptarse a los requerimientos del Capital bajo esquemas mercantiles distintos de los que regían bajo el régimen colonial español.

17 Hasta antes de ese momento, en todo el periodo posterior a la Independencia, la política había estado dominada por caudillos militares que capturaban el poder típicamente como resultado de conflictos bélicos y golpes de Estado, con algunas elecciones entre notables o controladas por ellos, donde los civiles solo habían ensayado tímidos intentos de organización en «clubes» electorales (véase Orrego, 1990).

18 Manuel Pardo y su padre, Felipe Pardo y Aliaga, eran descendientes directos del conquistador español Jerónimo de Aliaga (1508-1569), uno de los más cercanos colaboradores de Francisco Pizarro. Otros fundadores del Partido Civil fueron José de la Riva Agüero y Looz Corswarem, hijo de José de la Riva-Agüero y Sánchez-Boquete, heredero del título de Marqués de Montealegre de Aulestia, otorgado por el rey Felipe V; y José María Sancho-Dávila y Mendoza, III Marqués de Casa Dávila, hijo de José María Sancho-Dávila y Salazar, II Marqués de Casa-Dávila y Señor de Valero, ambos descendientes de Juan Pedro Sancho Dávila, corregidor de Trujillo en el siglo XVII.

19 Anotación del cónsul español en Lima, Ernesto Merlé, en su «Diario de los sucesos que han tenido lugar desde el día 12 de enero, víspera de la primera batalla frente a Chorrillos hasta el 18 y después de haber entrado en Lima el ejército chileno» (1881), citado por Mc Evoy (1997, p. 240).

20 Cordero era el apellido de un político progresista, candidato de su partido en ese momento.

21 En su Diccionario del español ecuatoriano, Miño-Garcés (2016) establece una equivalencia entre trinca y argolla.

22 Hasta el momento, la única conexión explícita que he hallado entre las argollas peruana y ecuatoriana se relaciona con una epidemia de dengue. Jorge Basadre (2014, t. 7), citando al médico Rómulo Eyzaguirre, menciona que la epidemia de dengue ocurrida en Lima en 1877 recibió el nombre de «la argolla» y también el de «emisión Meiggs», aludiendo al ingeniero Enrique Meiggs, encargado de la construcción de ferrocarriles impulsada por los civilistas. Años después, en 1890, el periódico ecuatoriano El Argos (Ambato) publicó una nota titulada «Tras el dengue, la Argolla» (12 de abril), que Medina (2018) señala como el primer registro del término argolla en la prensa ecuatoriana. En dicha nota, la asociación con el dengue le otorga al término argolla una connotación de calamidad social, cuando —coincidentemente— se menciona a un funcionario del gobierno progresista vinculado también con los ferrocarriles: «Ave María Purísima! ¿A qué rincón del mundo iremos á refugiarnos para evitar los rayos que contra nosotros van á lanzar esos soberanos pontífices de la “Argolla” de Guayaquil? Nuestra idea es la de fugar cuanto antes de estas tierras, para no caer en las manos del Sr. Dn. Federico [de la Rivera]; pero el dengue ó la “Argolla” ó el mismo demonio de epidemia, ha caído sobre nuestra humilde personalidad con toda la furia de un redentor ecuatoriano; y tan imposible emprender la fuga por ahora, como dejar nuestra burlona sonrisa aun en medio de esta fiebre, de esta postración de nuestra materia...». Más adelante, el autor de la nota apunta al poder gubernamental cuando menciona a un «cónclave argolino ó argolludo».