Un domingo por la mañana en la Iglesia Baptista de la Resurrección, la voz monótona del reverendo Claudis Amaker resonaba en el viejo y frágil techo de madera, imponiendo sobre nosotros la infalible palabra de Dios.
Mi abuela Gigi (pronunciado «Yi-Yi») siempre se vestía elegante para ir a la iglesia. Para ella, el atuendo dominical de uno era un acto de devoción al Señor. Se ponía uno de esos vestidos impecables con estampado floral, muy de señora devota, con los accesorios bien escogidos, las perlas para ir a la iglesia, el sombrero para ir a la iglesia y un broche de flor de satén gigante. Durante los sermones, se abanicaba con los ojos cerrados, asentía con la cabeza e intervenía («Sí, pastor, ¡dígalo otra vez!», o haciendo un ruidito afirmativo). De vez en cuando, me miraba para asegurarse de que estaba prestando atención.
Pero yo solo tenía nueve años. Los feligreses aplaudían, se bamboleaban y lloraban y rezaban, mientras mi cabecita de nueve años no podía evitar preguntarse si la misa iba a terminar algún día.
Y así siempre, excepto el tercer domingo de cada mes, cuando el reverendo invitado Ronald West subía al púlpito.
El reverendo Amaker era el pastor de la casa, y siempre hablaba sin cesar sobre el poder de Dios, pero lo que yo oía era la voz de los adultos en Charlie Brown: «Bla, bla, bla, bla». El reverendo West, sin embargo, te mostraba el poder de Dios. Llevaba puestas unas elegantes gafas CAZAL de color rojo y un traje de tres piezas, rematado con el típico pañuelo de bolsillo blanco inmaculado de la Iglesia Baptista. Un metro noventa y noventa y cinco kilos de gloria divina.
Era mejor no dejar que se acercara al piano, porque después de que el reverendo West lo tocara ya podías tirar esa cosa a la basura.
El reverendo West también dirigía el coro. Siempre empezaba sus intervenciones sentado, tocando el piano con la mano izquierda, y dirigiendo con la derecha, introduciendo con calma alguna balada del estilo de Mahalia Jackson para hacer entrar en calor a los de edad más avanzada.
Era la calma que precedía a la tormenta.
Lentamente, se iba transformando, permitiendo que la música lo llevara a un trance. Los ojos se le llenaban de lágrimas, el sudor se le acumulaba en la frente, mientras se hurgaba los bolsillos buscando el pañuelo para desempañarse las gafas. La batería, el bajo, las voces, todos se ponían de pie, como si imploraran al Espíritu Santo para que se mostrara allí mismo. Y entonces, sincronizados, se unían en un crescendo de éxtasis, y... ¡BUM! El Espíritu Santo llenaba la sala. El reverendo West estallaba en su asiento, le daba una patada al taburete y, con las manos como poseídas, golpeaba el piano en alabanza. Luego, con un rugido gutural, cruzaba el escenario hacia el órgano eléctrico de tres niveles, exigiéndole que hiciera lo que Dios le ordenaba: una grandiosa espiral de acordes de orquesta baptista. En una nube de sudor, la congregación rompía a cantar y bailar, y las ancianas lloraban y se desmayaban en los pasillos. El reverendo West seguía gesticulando, dirigiendo, sin perder nunca el control ni del coro ni de la banda... Hasta que su cuerpo se derrumbaba de entrega y de gratitud por la misericordiosa gracia del amor de Dios.
Cuando la música se ralentizaba, Gigi regresaba a su asiento, secándose las lágrimas de los ojos, y yo sentía que mi pequeño corazón se me salía del pecho. Ni siquiera estaba totalmente seguro de qué era esa dulce vibración que me recorría el cuerpo. Solo pensaba: Yo quiero hacer ESO. Quiero hacer que la gente se sienta ASÍ.
Ahora que me acuesto para dormir,
Ruego al Señor que mi alma guarde;
Si antes de despertar debo morir,
Que mi alma con Dios siempre ande.
Siempre me ha parecido gracioso el hecho de que la primera oración que me enseñó mi abuela fuera en realidad un rap.
Gigi era como un miembro de la banda de Jesús. He conocido a muchas personas que dicen ser religiosas, pero nunca he conocido a nadie que haya vivido el Evangelio de Jesús como lo hizo mi abuela. Predicaba con el ejemplo de Cristo y lo encarnaba. No se limitaba a los domingos. En su caso, eran veinticuatro horas al día, siete días a la semana, 365 días al año. Todo lo que decía, todo lo que hacía y todo lo que pensaba era para honrar a Dios.
Gigi hacía el turno de noche en el hospital, lo que les permitía a mis dos padres mantener trabajos a jornada completa. Nos cuidaba a mis hermanos y a mí durante el día y trabajaba por la noche. A la temprana edad de cuatro o cinco años, escuchar el término «turno de noche» me llenaba la cabeza de imágenes de demonios y espíritus malignos y de mi superabuela matando criaturas diabólicas solo para poder alimentarme, y yo, mientras tanto, tumbado en la cama, sano y salvo, acariciando los bordes sedosos de la suave colcha de color crema.
Solía rogarle: «¡Por favor, no te vayas, Gigi! ¡Quédate aquí conmigo, por favor!». Me sentía muy culpable. Mi mente impresionable interpretaba la situación con una sensación de fracaso y de debilidad personal. Pensaba: ¿Qué clase de niño se queda en la cama mientras su abuela tiene que luchar contra los monstruos del turno de noche?
Parecía que estuviera arriesgando su vida para protegerme. Y en cierto sentido, tal vez lo estuviera haciendo. No arriesgaba su vida, pero desde luego estaba sacrificando una gran parte de sí misma por mí, por mis hermanos y por mis padres.
—Algún día te voy a cuidar yo, Gigi —le decía.
—Ay, gracias, Don Juan. —Así me llamaba ella.
Un día estábamos sentados en el porche de Gigi. Ella estaba haciendo un jersey a ganchillo que en algún momento yo me vería obligado a ponerme, cuando pasó una mujer vagabunda. Iba vestida con ropa sucia, el rostro demacrado y oscurecido, una mezcla de roña y de quemaduras del sol. Le faltaban los incisivos, y, aunque estábamos al aire libre, percibía que emanaba un hedor intenso a orina. Nunca había visto a una persona sin hogar. A mí me parecía una bruja, y recé para que pasara de largo sin detenerse.
Pero Gigi la detuvo.
—Disculpe, señorita, ¿cómo se llama?
Horrorizado, pensé: ¿Qué haces? ¡Deja que se vaya!
La mujer claramente no estaba acostumbrada a que le preguntaran su nombre, o al menos no en los últimos tiempos. Casi parecía tener que recordarlo.
Después de una larga pausa, lo que tardó en fiarse de mi abuela, contestó:
—Clara.
—Will, esta es la señorita Clara —dijo Gigi, como si fueran viejas amigas. Entonces bajó del porche y le puso el brazo encima del hombro a Clara—. Yo soy Helen —se presentó, y la invitó a entrar en casa.
Mi cabeza se debatía acaloradamente entre el asco y el pavor. Y la cosa iba a ponerse mucho peor.
Primero fueron a la cocina. Gigi no le dio a la señorita Clara comida del frigorífico ya hecha, sino que se puso a cocinar, solo para ella. Mientras Clara comía, Gigi le dio un vestido para que se cambiara y lavó y dobló toda su ropa.
—¿Will? —me llamó.
¿Qué querrá de mí ahora?, pensé yo.
—¿Sí, Gigi?
—Prepárale un baño a la señorita Clara.
Pensándolo bien, tal vez ese fuera el momento en el que nació una de las frases más famosas de mis películas: ¡NI DE COÑA!
Le preparé el baño.
Entonces Gigi llevó a la señorita Clara al primer piso, la bañó con sus propias manos, le cepilló los dientes y le lavó el pelo.
Yo tenía ganas de gritarle: «¡Gigi, deja de tocar a esa mujer, que está sucia! ¡Que nos va a dejar la bañera hecha un asco!». Pero sabía que era mejor no decir eso.
Tenían más o menos la misma talla, por lo que Gigi llevó a Clara a su armario y comenzó a acercarle prendas al pecho frente al espejo para ver cuáles le quedaban bien.
La señorita Clara estaba tan agradecida que se le entrecortaba la voz. Entre lágrimas, no paraba de decir: «Esto es demasiado, Helen, demasiado. Por favor, para ya. No me lo merezco».
Pero Gigi no cedía. Le cogió de las manos a Clara y se las agitó suavemente para que la mirara a los ojos.
—Jesús te ama, y yo también —dijo Gigi. Y ahí se acabó la discusión.
Gigi no hacía distinción entre las cargas de los demás y las suyas. Realmente creía en el mensaje del Evangelio. No veía el amar y servir a los demás como una responsabilidad, sino como un honor. Nunca le oí quejarse de trabajar en el turno de noche. Nunca le oí decir ni una palabra negativa sobre mi padre, a pesar de que pegaba a su hija. Con la Biblia en la mano, recibía con los brazos abiertos no solo a nosotros, sino a todos. Aceptaba con alegría cuidar al prójimo.
Gigi se convirtió en la referencia moral por la que me he guiado toda mi vida. Ella era mi conexión con Dios. Si Gigi estaba contenta conmigo, eso significaba que Dios estaba contento conmigo. Si ella no estaba contenta, eso significaba que el universo estaba disgustado. Su aprobación significaba que el universo también aprobaba todo lo que yo estaba haciendo. En mi cabeza, ella estaba en contacto directo con Dios. Cuando ella hablaba, yo sentía que estaba recibiendo instrucciones explícitas de Dios. Así que su aprobación no era importante porque yo adorara a mi tierna y cariñosa abuela, su aprobación era mi forma de acceder y disfrutar del poder y del favor del Señor.
Gigi personificaba mi comprensión de lo sagrado y de lo divino. Hasta el día de hoy, cuando me pregunto «¿Qué hace que una persona sea buena?», mi mente evoca de inmediato imágenes de mi abuela. Cuando de pequeño me sentaba en esos incómodos bancos de madera de la Resurrección, no entendía el significado de los sermones ni las complejidades de las Escrituras. Pero tenía a Gigi. Ella vivía como había aprendido de Cristo que había que vivir. Predicaba con el ejemplo. Y, a través de ella, yo entendí el amor de Dios. Sentí el amor de Dios. Y ese amor me dio esperanza. Gigi era luz: alimentaba la posibilidad de que la vida fuera bella.
Cuando pienso en mi infancia, visualizo a mi padre, a mi madre y a Gigi, dispuestos como un triángulo filosófico.
Mi padre representaba un lado del triángulo: la disciplina. Él me enseñó a trabajar incansablemente, a ser implacable. Me inculcó la ética de que «es mejor morir que renunciar».
Mi madre, la educación. Ella creía que el conocimiento era la clave decisiva para una vida con éxito. Quería que estudiara, que aprendiera, que creciera, que cultivara una comprensión amplia y profunda de todo, para «saber de lo que estás hablando o callar».
Gigi, el amor (Dios). Yo intentaba complacer a mi madre y a mi padre para no meterme en líos, pero complacer a Gigi me permitiría sumergirme en ese éxtasis trascendental del amor divino.
Estas tres ideas (disciplina, educación y amor) se repartirían mi atención durante el resto de mi vida.
Gigi estaba obsesionada con una obra de Broadway de los sesenta titulada Purlie Victorious, que se adaptó a musical en 1970. Era una historia escrita por Ossie Davis sobre un predicador negro de nombre Purlie que se trasladó a Georgia, abrió una iglesia y empezó a salvar a personas esclavizadas del malvado dueño de una plantación. Un año, Gigi decidió que todos los niños de la iglesia tenían que interpretar Purlie. Tuvimos que memorizar cada línea y cada canción, de principio a fin. Ella nos hacía ensayar a mis hermanos y a mí en el salón, con el equipo de música a todo volumen, mientras cantábamos y bailamos.
Cuarenta años después, todavía me sé todas las canciones de Purlie.
Gigi siempre me animaba a actuar. Se autoproclamó directora de eventos especiales en la Resurrección y organizó todos los recitales de Pascua, las representaciones del belén, las comidas para los necesitados en Acción de Gracias, los concursos de talentos de las fiestas, las cenas colectivas después de los bautizos... Organizaba cualquier cosa que se le pusiera por delante. En cuanto mi hermano, mis hermanas y yo pudimos hablar, Gigi nos puso a interpretar no sé qué historia bíblica frente a toda la congregación, para que todos la vieran y «disfrutaran».
Mis padres también fomentaban la música en casa. Todos recibimos clases de piano cuando éramos pequeños porque mamá lo tocaba. Mi hermano Harry maltrató un saxofón durante un tiempo, y yo fui a algunas clases de batería en la escuela secundaria, y llegué incluso a aporrear la caja en la banda de música de Nuestra Señora de Lourdes, detalle del que por suerte poca gente se acuerda. Pero el piano era el único instrumento que realmente me soportaba.
Uno de los momentos más emblemáticos de El príncipe de Bel-Air fue la escena final del episodio piloto, donde después de discutir con el tío Phil, este sale de la habitación y yo me siento en la banqueta del piano. Inicialmente, los productores habían planeado que me sentara de espaldas al piano para poder cerrar el plano con mi cara mientras yo reflexionaba sobre la profundidad de las últimas frases del tío Phil. Pero cuando me senté, me puse frente al piano y comencé a tocar el tema favorito de mi madre, «Para Elisa», de Beethoven. James Avery, estupefacto, me observó desde la esquina. El plató se quedó en silencio; todos se dieron cuenta en ese instante de que la serie iba a convertirse en algo especial. La moraleja de la escena era precisamente no juzgar a nadie por sus apariencias. A los productores les inspiró tanto ese momento de improvisación que lo mantuvieron, y se convirtió en la premisa temática de toda la serie.
Pero mi mejor interpretación de piano tuvo lugar una década antes.
Tenía once años y Gigi había organizado un concurso de talentos para niños, seguido de una búsqueda de huevos de Pascua en el salón de actos de la Resurrección. Había estado practicando «Feelings», de Morris Albert, durante mis clases de piano. Gigi me había pedido que la tocara para ella cada noche, los últimos cuatro meses. Y entonces me lo soltó.
—Don Juan, quiero que toques esta canción en la iglesia en Pascua.
En aquel entonces era la única canción que sabía tocar, y nunca había tocado el piano para nadie que no fuera mi familia.
—Espera, Gigi, no, no puedo, no estoy listo —contesté—. Me voy a hacer un lío con las notas.
Ella sonrió.
—Ay, cariño —dijo, acariciándome suavemente la mejilla—. A Dios no le importa si te equivocas con las notas.
Gigi tenía un poder mágico e invisible. Nunca forzaba las cosas, pero nadie se resistía a su abrumadora energía.
Y fue así que dos semanas después, en Pascua, me vi vestido con un traje a rayas de tres piezas color crema, y sentado al piano en el salón de actos de la Resurrección. Gigi sonreía entre bambalinas. Las manos me temblaban, y doscientas caras miraban hacia mí. Silencio. Gran expectación. El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho, sentía como si quisiera marcharse, con o sin mi permiso. Y entonces Gigi asintió.
Respiré hondo y, de algún modo, encontré un fa, y empecé a tocar.
Por la forma en que el piano estaba situado en el escenario, tuve contacto visual con Gigi todo el tiempo. «Feelings», de Morris Albert sonaba en el salón de actos de la Resurrección para una audiencia de doscientas personas, pero yo solo estaba tocando para una. Y esa expresión en su rostro... Todavía me cuesta describirla. Las palabras orgullo o aprobación se quedan cortas o simplemente son poco adecuadas. Solo puedo decir que he estado persiguiendo esa mirada en los ojos de todas las mujeres a las que he querido desde entonces. Nunca me he sentido más seguro de la adoración de alguien. Durante toda mi carrera, mis actuaciones, mis álbumes... todo ha sido una búsqueda incesante e implacable para revivir la deliciosa pureza que sentí cuando interpreté «Feelings» en el salón de actos de la Resurrección para mi Gigi.
No tenía que hacer nada diferente, no tenía que ser nada diferente. En ese momento, yo bastaba tal y como era, incluso con las notas que se me iban.
Empecé a actuar muy a menudo.
Ya fuera inventándome sketches para mis padres, o recreando una película para mis amigos, o cantando canciones en la iglesia para Gigi, actuar se convirtió en mi pequeño oasis secreto de amor. Conseguía la calidez del cariño, pero con la protección de una máscara. Era perfecto: podía esconderme y sentirme amado a la vez, disminuyendo el riesgo de vulnerabilidad y ganándolo todo.
Me enganché.
Sin embargó, me llevaría otros cuarenta años entender que había malinterpretado la lección más profunda de mi abuela. Si hubiera entendido lo que realmente estaba tratando de enseñarme, este libro terminaría aquí. Pero, como puedes ver, hay diecinueve capítulos más.
Un año, durante la misa de Nochebuena, con el salón de actos de la Resurrección decorado desde la entrada hasta el altar con una profusión que incluso a Jesús le habría parecido demasiado cursi, Gigi estaba balanceando la cabeza con calma al son de la relajante interpretación del coro de la iglesia de «Blessed Assurance». La observé mecerse y tararear, y me quedé hipnotizado por su tranquilidad. No estaba sonriendo del todo, pero la suave elevación de las comisuras de su boca delataba una serenidad implacable. Más adelante llegué a reconocer esa expresión en la que muestran las personas cuando saben cosas que los demás no sabemos.
Ella se dio cuenta de que la miraba.
—¿Sí, Don Juan?
—Gigi, ¿por qué estás siempre tan contenta? —le susurré.
Ahora ya estaba sonriendo de oreja a oreja. Hizo una pausa, como un jardinero que se prepara para sembrar semillas esenciales. Se inclinó y me susurró al oído:
—Confío en Dios, y estoy muy agradecida por su gracia en mi vida. Sé que cada respiración mía es un regalo, y es imposible no estar contenta cuando estás agradecida. Él creó el Sol, el cielo y la Luna. Él te envió a mí, me trajo a toda nuestra familia. Y, a cambio de todo eso, solo me dio un trabajo.
—¿Cuál es tu trabajo, Gigi?
—Amar y cuidar a todos sus hijos —dijo—. Dondequiera que voy, trato de mejorar todo lo que toco—. Luego se agachó y me tocó la punta de la nariz—. Bup. ¿Lo ves?
Me han llamado «negrata» a la cara unas cinco o seis veces en toda mi vida: en dos ocasiones fueron unos agentes de la policía, un par de veces fueron unos desconocidos, y una vez lo hizo un «amigo» blanco, pero nunca me lo llamó alguien que yo considerara inteligente o fuerte. Una vez oí cómo unos niños blancos del colegio «bromeaban» sobre el día de «la caza y muerte de negratas», aparentemente un «festivo» bastante conocido entre los vecinos. A principios del siglo XX, los vecinos de las comunidades blancas escogieron un día específico para agredir a cualquier persona negra que estuviera caminando por su barrio. Setenta años después, algunos de mis compañeros del colegio católico seguían pensando que bromear al respecto era divertido. Pero, en cada encuentro que he tenido con el racismo manifiesto, se trataba de gente que yo consideraría enemigos débiles, como mucho. Siempre me han parecido personas poco inteligentes, enfadadas y, a mi parecer, gente a la que yo podría derrotar o eludir fácilmente. Por este motivo, el racismo manifiesto, aunque peligroso y omnipresente como una amenaza externa, nunca me ha hecho sentirme inferior.
A mí me criaron haciéndome creer que estoy equipado de fábrica para gestionar cualquier problema que pueda surgir en mi vida, incluido el racismo. Una fórmula compuesta por trabajo duro, formación y la mediación de Dios derribaría todos y cada uno de los obstáculos y enemigos con los que me cruzara. La única variable era el nivel de entrega en cada lucha.
Pero a medida que crecía, comencé a ser más consciente de ese prejuicio silencioso, no verbalizado y más insidioso que acechaba a mi alrededor. Me castigaban más por hacer las mismas cosas que hacían mis compañeros blancos. Me preguntaban en clase con menos frecuencia y sentía que los profesores me tomaban menos en serio.
Pasé la mayor parte de mi infancia a caballo y haciéndome camino entre dos culturas: mi mundo negro en casa y en el barrio, en la Iglesia baptista de la Resurrección y en el taller de mi padre; y el mundo blanco del colegio, de la Iglesia católica y de la cultura predominante de Estados Unidos. Yo iba a una iglesia completamente negra, vivía en una calle completamente negra y crecí jugando sobre todo con otros niños negros. Pero, al mismo tiempo, era uno de los tres únicos niños negros que estudiaban en Nuestra Señora de Lourdes, el colegio de primaria católico del barrio.
En el colegio, era imposible no sentirse marginado. Yo no vestía como los niños blancos. No escuchaba a Led Zeppelin ni a AC/DC, y nunca entendí el lacrosse. Sencillamente no encajaba. Pero en mi barrio tampoco terminaba de encajar. No hablaba como los otros niños ni usaba la misma jerga que ellos. Mi madre no me lo habría permitido. Ella trabajaba para la junta escolar de Filadelfia, y era muy estricta con la expresión oral. Un día, me escuchó gritarles a mis amigos: «Eh, ¿‘ónde vais a estar?».
Giró bruscamente la cabeza hacia mí con incredulidad, como la niña de El exorcista. «Espero que donde vayáis a estar encontréis la letra “d” de dónde.»
En el colegio católico, no importaba lo bien hablado o lo inteligente que fuera, seguía siendo el niño negro. Y en Wynnefield, daba igual lo enterado que estuviera de lo último en música o en ropa, nunca era lo «suficientemente negro». Me convertí en uno de los primeros artistas de hip-hop considerado lo bastante «inofensivo» para un público blanco. Las audiencias negras me pusieron la etiqueta de «blandito», porque no rapeaba sobre mierdas radicales y de macarras. Esta dinámica racial me ha afectado de diferentes formas a lo largo de toda mi vida.
Pero, al igual que en casa, actuar y el humor se convirtieron en mis mejores armas. Yo era el típico payaso de clase, contaba chistes, hacía ruidos raros y montaba un espectáculo por todas partes. Mientras fuera «el gracioso», ya no sería únicamente «el negro».
Lo divertido no entiende de colores. La comedia diluye toda negatividad. Es imposible seguir enfadado, promover el odio o ser violento cuando te estás partiendo de risa.
Pero comencé a notar que una broma que sería la bomba en Nuestra Señora de Lourdes solo obtenía miradas impasibles en Wynnefield, y viceversa. Me di cuenta de que los blancos y los negros respondían de manera diferente a mi sentido del humor.
Mis amigos blancos tendían a conectar con momentos más groseros, más exagerados: cuando hacía el payaso, soltaba bromas tontas y usaba un lenguaje corporal caricaturesco. Uno de los niños blancos de Lourdes intentó una vez encender un pedo con un mechero en el baño. A mí me pareció llegar demasiado lejos por unas risas, pero le funcionó. También les gustaban los juegos de palabras y el sarcasmo ingenioso, y exigían siempre un final feliz; todo tenía que salir bien.
Mis amigos negros preferían las bromas más realistas y crudas y exigían una dosis de verdad como parte central de la comedia. Veían mis bufonadas como una señal de debilidad; si hubiera tratado de encenderme un pedo en Wynnefield, me habrían pateado el culo. Respondían mejor cuando el humor nacía de la fortaleza, de una mentalidad más de batalla: humillaciones, insultos, desprecios y, lo más grande, callarle la boca a alguien que estaba diciendo gilipolleces. Les encantaba cuando alguien recibía lo que se merecía —la justicia del karma—, incluso si le tocaba a alguno de ellos. A los negros nos encanta reírnos de nosotros mismos. Cuando podemos bromear sobre algo, ya sean nuestras penas, nuestros problemas o nuestras tragedias, se hace más llevadero.
Aprendí a moverme entre estos dos mundos. Si hacía reír a los niños de la esquina, no me pateaban el trasero. Si hacía reír a los niños blancos del colegio, no era un negrata. Si hacía reír a mi padre, eso significaba que mi familia estaba a salvo. Hacer reír a los demás se convirtió en un sistema de defensa.
El pequeño investigador que había en mi cabeza comenzó a buscar lo que llamaba «la mejor respuesta del mundo». La mejor respuesta del mundo es el legendario chiste perfecto, que arrasaría ante cualquiera que lo escuchara, sin importar raza, credo, color, edad, origen u orientación sexual; nadie estaría a salvo del poder de ese chiste. A lo largo de mi carrera y, sinceramente, de toda mi vida ha sido una obsesión para mí. Siempre busco el guion perfecto, el tono de voz perfecto, la producción perfecta, el lenguaje corporal perfecto, el pavoneo perfecto: todo ello se fusionaría en un momento en el que alcanzaría el nirvana de la comedia y de la conexión humana pura.
A pesar de mis grandes aspiraciones, mi vida en Nuestra Señora de Lourdes se hizo cada vez más difícil. Siempre fui reacio a asociar con el racismo los crecientes problemas entre el colegio y yo. Las sutiles faltas de respeto, las múltiples expulsiones en séptimo y octavo, las exclusiones de fiestas y eventos escolares... A menudo me he preguntado si se trataba más de ser baptista en un colegio católico que de ser negro en un mundo blanco. El colegio quería que mis padres me bautizaran como católico, pero ellos se negaron, a pesar de que hacerlo habría significado una reducción del 20 % en la matrícula anual. Sabían que el Lourdes tenía un nivel académico muy superior al de las escuelas públicas del distrito, así que insistieron en que aguantara.
El punto de inflexión llegó a la mitad de octavo. Yo jugaba en el equipo de fútbol americano de mi instituto, y había demostrado ser el mejor defensa de la temporada: diecisiete intercepciones en diez partidos.
Cada año, el equipo de fútbol daba un banquete, una cena que ofrecían todos los jugadores, los padres y el entrenador para homenajear al equipo al final de la temporada. Se suponía que los niños que ganaban premios debían sentarse al frente y luego subir al escenario para ser aplaudidos. Como fui yo quien consiguió el mayor número de intercepciones del equipo, ya estaba listo para recibir mi premio: Mejor Defensa del Año. Pero, una semana antes del banquete, sor Agnes me informó de que al haber sido expulsado (antes de que la temporada de fútbol hubiera comenzado siquiera) no se me permitiría sentarme al frente ni se me iba a entregar un premio en el escenario. Me sentí decepcionado, pero pensé que era justo. Eran las reglas, e igualmente todos sabían que yo había ganado.
Sin embargo, la noche del banquete, vi cómo mi amigo blanco, Ross Dempsey, se sentaba al frente y se preparaba para recibir su premio, a pesar de que nos habían expulsado a los dos a la vez.
Esta injusticia me enervó. Incliné la cabeza hacia mis padres y les conté lo que estaba pasando. Sin decir una palabra se miraron, y en un momento de consenso tan inusual como poderoso se pusieron de pie y nos marchamos.
Esa noche condujimos a casa en silencio. Unos días después, durante la cena, sin levantar la vista de la comida, mi padre dijo: «Vamos a dejar ese colegio».
Y ahí se acabó.
Ese verano hizo mucho calor.
El negocio estaba en auge y llovía el dinero, por lo que mi padre se regaló a sí mismo una cámara de vídeo Kodak Super 8 y un proyector. Era una pasada. Tenía una de esas grandes piezas de goma para el visor y una correa de cuero que se ajustaba a la muñeca para que no se cayera, algo que te podría costar unos cuantos meses de ahorros.
Si mi padre hubiera crecido en una época o un lugar diferentes, muy seguramente habría sido artista. Cuando era adolescente, uno de sus profesores del colegio le prestó una cámara y él se enamoró de la fotografía. Se recorrió todo el Norte de Filadelfia sacando fotos, y luego aprendió a revelar las películas en un cuarto oscuro.
Pero cuando la fotografía empezó a consumir todo su tiempo y su atención, sus padres y los profesores le recordaron que tenía que trabajar y ganar dinero. La fotografía era un pasatiempo caro. Cuando lo mandaron al internado, le obligaron a devolver la cámara. Eso le rompió el corazón, pero nunca perdió su amor por este arte.
Su nueva cámara Super 8 lo convirtió en uno de esos padres tan geniales en las fiestas de cumpleaños y las barbacoas, que persiguen a todos los niños para grabar todo lo que hacen, diciéndoles que sonrían y que hagan trucos o tonterías. Como la cámara no tenía sonido, mi padre nos animaba a exagerar en exceso los movimientos, al estilo de Charlie Chaplin, para contar la trama sin palabras.
Mi padre se soltaba detrás de la cámara. Cuando había trabajo por hacer, todo era orden y disciplina. Pero cuando la cámara empezaba a rodar, quería verme saltando y haciendo el payaso. Yo disfrutaba de esa atención, no había quién me sacara del plano, incluso cuando no me estaba grabando a mí. (Se me daba de vicio colarme en las fotos.)
Después de rodar, mi padre corría al sótano, colgaba una sábana en la pared e introducía cuidadosamente los delicados carretes en el proyector. Tras unos minutos de frustración y algunos intentos fallidos de encendido, la sábana se convertía en pantalla... ¡y ahí estábamos! Un viaje por carretera, una fiesta de cumpleaños... Eran nuestros momentos más familiares.
A veces, mi padre también tocaba la guitarra. Con una copa de Chivas Regal en la mesita, un cigarrillo Tareyton 100 pendiendo del labio inferior y los ojos entrecerrados por el humo danzante, tocaba los acordes de «The Shadow of Your Smile», de Andy Williams, o intentaba algún intrincado arreglo de jazz que sus maltrechas manos de obrero nunca llegaban a perfeccionar. Punteaba, rasgueaba e incluso cantaba. Siempre fue un tipo algo romántico, las canciones de amor parecían ponerlo de buen humor. Y a mi madre también.
La música y los vídeos caseros traían paz a nuestra casa. Creo que nuestros vídeos caseros mostraban el sueño que mi padre tenía de una familia feliz y perfecta. Y mediante una alquimia extraña, lo que era cierto en la pantalla se hacía realidad mientras mirábamos la pantalla juntos en el sótano. Aparecíamos sonrientes y divertidos en todas las imágenes, nos divertíamos. No había miedo, ni tensión ni violencia. Durante esos breves momentos en los que todos sonreíamos, nos reíamos y cantábamos, la vida de mi padre era un reflejo de su propio arte.
Los psicólogos han escrito mucho sobre cómo la relación con nuestros padres en la infancia y la adolescencia temprana crea el mapa que nos permite comprender el amor en la edad adulta. Cuando de pequeños interactuamos con nuestros padres, algunos comportamientos y actitudes nos garantizan atención y afecto y otros comportamientos y actitudes hacen que nos sintamos abandonados, inseguros y poco queridos. Los comportamientos y las actitudes que nos facilitan ese afecto suelen llegar a definir lo que nosotros entendemos por amor.
Cuando trabajaba duro y cumplía sus órdenes con ganas y rigor, papá me lo reconocía. Me aplaudía cuando mostraba disciplina colocando los ladrillos perfectos, construyendo un muro perfecto. A mamá le encantaba que usara el cerebro; aplaudía al pensador que llevaba dentro, cuando desplegaba mi ingenio y mi intelecto en todo su potencial. Mi madre es mi prototipo: paciente, brillante, formidable y cariñosa. Preferiría hacer las cosas juntos, pero le iba bien ya fuera contigo o sin ti. Mi madre es capaz de ocuparse de todo durante un tiempo si necesitas tomarte un descanso.
Gigi tenía una forma de quererme majestuosa y empoderadora. Cada vez que actuaba para ella, sentía que estaba conectado con «la Fuerza», que no podía fallar. Ella era como el sol para mí. Si pudiera hacer que el mundo me viera como me veía Gigi cuando tocaba «Feelings», entonces ya lo habría logrado todo. Esa era la cima de mi montaña.
Los conceptos de amor y de interpretación se fusionaron en mi mente. El amor se convirtió en algo que se ganaba al decir y hacer lo correcto. En mi mente, las grandes interpretaciones te conseguían amor, y las malas te hacían sentir abandonado, solo. Una interpretación exquisita te garantizaba afecto. Pero si la cagabas, acababas jodidamente solo.
Yo representaba mi papel con mi padre, para aplacar su mal humor. Actuaba para distraer a mi familia de la creciente tensión y del resentimiento que estaba destruyendo nuestro hogar. Actuaba para caerles bien a los chicos de mi barrio. Y así fue como empecé a ver mi felicidad y la de mis seres queridos en función de mi capacidad para interpretar. Si actuaba bien, todos estaríamos a salvo y felices. Si mi interpretación era floja, la cosa se ponía fea para nosotros.
Mi padre era más cariñoso detrás de una cámara o de un proyector. Por eso yo siempre quería estar delante de su cámara y él siempre me quería allí también. Fueron de las pocas ocasiones de mi infancia en las que estuvimos perfectamente alineados él y yo. A mí me encantaba aparecer en los vídeos caseros de papá. Me acercaban a él. Y ese profundo anhelo de su amor y aprobación, sin duda, fue un factor decisivo en mi deseo de actuar en películas más tarde.
Toda mi vida me ha perseguido la angustiosa sensación de que estoy fallándoles a las mujeres a las que quiero. A lo largo de los años, en mis relaciones de pareja, siempre hacía demasiado. Las mimaba, las sobreprotegía, trataba desesperadamente de complacerlas, incluso cuando estaban bien, sin ningún problema. Ese deseo insaciable de agradar se manifestaba como una dependencia agotadora.
Para mí, el amor era una performance, así que, si no me aplaudías, era porque yo lo estaba haciendo mal. Para triunfar en el amor, las personas a las que quería tenían que aplaudir constantemente. Spoiler: esta no es la forma correcta de tener relaciones sanas.
Cuando tenía trece años, mi padre pegó a mi madre por última vez. Ella se hartó. A la mañana siguiente, se fue a trabajar y no volvió a casa. No se fue muy lejos, solo a unas pocas manzanas, a casa de Gigi, pero el mensaje estaba claro: se había cansado. Esa fue la primera de las dos únicas veces en mi vida en que tuve pensamientos suicidas. Pensé en tomarme pastillas, conocía también un lugar de las vías del tren donde un niño había perdido las piernas y había visto a personas cortarse las venas de las muñecas en una bañera en la televisión. Pero no me quitaba de la cabeza un vago recuerdo de Gigi diciendo que suicidarse era un pecado.
Mi padre recurrió a los protocolos militares estrictos. Ahora él ostentaba el mando único, e iba a encargarse de todo. Se despertó a las cuatro de la mañana al día siguiente para preparar el desayuno. Era el momento de demostrar que no necesitaba a mi madre.
A las cinco y media, los platos estaban colocados en la mesa: media manzana, huevos fritos y una rodaja de pudin de cerdo, una jarra de zumo de naranja y otra de leche. Mi madre nunca usaba jarras.
A las seis, Ellen y yo estábamos sentados a la mesa. Harry sabía que debía bajar a las seis en punto. Supongo que bajar a las seis y cuatro minutos fue la forma silenciosa de protesta que eligió mi hermano. Mi padre lo dejó pasar (normalmente nunca lo habría hecho; normalmente, un retraso de cuatro minutos significaba que no había desayuno para Harry). La comida llevaba sobre la mesa unos treinta minutos, por lo que los huevos estaban fríos y la media manzana se estaba tornando marrón. Ellen y yo comimos en silencio.
—Los huevos están duros —dijo Harry.
Mi padre parecía no oírlo, estaba lavando los platos. Una de las máximas de mi padre era: «Si amaneces limpiando, te mantienes limpio». La usaba para cocinar y para trabajar. Uno limpia sobre la marcha, sin acumular un caos para el último momento.
Harry se acercó la comida a la nariz.
—La manzana está toda marrón —se quejó.
Por favor, Harry, déjalo en paz...
—¿Y este desastre? —insistió Harry, tocando el trozo de pudin de cerdo con el dedo.
Sin mediar palabra, mi padre levantó a Harry de la silla y lo llevó en volandas hasta la puerta principal, la abrió y lo dejó fuera. Le entregó su mochila y cerró de un portazo.
Harry no volvió a casa ese día después del colegio. Fue a casa de Gigi y se mudó con mi madre.
Ver a Harry irse me resultó tan doloroso como cuando mi madre se marchó. Yo también quería estar con ella, pero estaba demasiado asustado para irme. Se me acentuaban las inseguridades más profundas. Ya no podía negar la verdad: era un cobarde.
Mi madre vivió con Gigi tres años. La veíamos todos los días. Nos traía el almuerzo y pasábamos por casa de Gigi, e incluso nos quedábamos a dormir a veces. Las casas estaban lo bastante cerca como para mantener una proximidad de cara a la galería, pero, en el fondo, nuestra familia se había roto.
Fue durante esa época cuando comencé a usar la televisión como vía de escape. Encontraba disfrute y alegría en las tramas familiares perfectamente elaboradas de mis sitcoms favoritas: Días felices, Good Times, La tribu de los Brady, Laverne y Shirley, Mork y Mindy (y Jack Tripper en Apartamento para tres me parecía lo más). Idealicé a las familias que veía en televisión. Hacían justo lo que yo intentaba: surgía un problema, el señor Cunningham se cabreaba, Richie se asustaba, la cosa se tensaba durante unos minutos y luego los Fonz decían algo gracioso, sonaba la música, todos se reían y vivían felices y comían perdices.
Sí, justo eso. ¡Es que no es tan difícil, coño!
Yo quería ser un adolescente despreocupado que se hubiera llevado siempre bien con sus padres. Quería tener una madre y un padre que se quisieran. Quería vivir con dos chicas guapas en contra de las reglas del señor Roper. Sentía que, como mínimo, me merecía un alienígena empollón que viniera de Ork y resolviera todos mis problemas.
Y, sin embargo, estaba en medio del caos.
Pero mi mayor obsesión cuando era pequeño era la serie de televisión Dallas. Los Ewing eran una familia del petróleo grande y rica de Texas, liderada por J. R., el patriarca con mano de hierro. Él gobernaba el clan de los Ewing de la misma forma que mi padre gobernaba a los Smith. Con la diferencia de que J. R. Ewing era muy rico. La gente te da mucho más margen cuando la residencia familiar tiene nombre. Eso me dejó flipado. ¡Su casa tenía nombre! Southfork era un rancho de ciento veinte hectáreas en el norte de Texas. Toda la familia Ewing (hermanos, padres, abuelos, suegros, tíos, sobrinos...) vivía en Southfork. Yo deseaba que toda mi familia viviera junta también.
Nunca olvidaré la escena que cambió mi vida. Ahora que lo pienso, se trata de algo muy sutil. Un día soleado cualquiera en el norte de Texas, los Ewing se estaban incorporando al desayuno familiar obligatorio. El siguiente plano es una toma exterior de la mansión palaciega, y Sue Ellen, la esposa de J. R., llega al desayuno a caballo. Ese momento me cambió la vida. ¿Esta mujer tenía su propia casa dentro del complejo y llegaba a la casa familiar del mismo complejo en un puto caballo? Para mí, Southfork era el paraíso: una propiedad donde todos vivimos juntos y mi esposa podía venir a desayunar en un maldito caballo.
Mientras tanto, en la vida real, yo enterraba mis defectos bajo capas y capas de interpretación. Adopté una personalidad que era incansablemente alegre, optimista y positiva. Respondía a la disonancia que reinaba mi mundo manteniendo una constancia férrea: siempre estaba sonriendo. Siempre me mostraba divertido y con ganas de unas risas. No había mal alguno en mi mundo.
Algún día yo estaría al mando y todo sería perfecto. Tendremos una mansión enorme en un complejo enorme, viviremos todos juntos y yo cuidaré de todos.
Yo sería el hijo de oro. El salvador de mi madre. El usurpador del trono de mi padre. Iba a ser la interpretación de mi vida. Y durante los siguientes cuarenta años, nunca me salí del personaje. Ni una sola vez.