La peripecia poética de Jean-Arthur Rimbaud sigue dejando impresionados a críticos y lectores de su obra: la fulgurante carrera del provinciano que aún no ha cumplido diecisiete años cuando baja a París desde su pueblo natal, Charleville, en el extremo norte de Francia, termina antes de cumplir los veinte: desaparece brutalmente del país y de la poesía para sumirse en el silencio más extraño de cuantos refiere la historia literaria; esa trayectoria dejó y sigue dejando estupefacto al mundo de la poesía: por la virulencia con que, en la capital, pone fin, de un papirotazo, a la poesía parnasiana, la vanguardia que reina en ese momento entre los jóvenes poetas; por la negación y burla de los poderes que sustentan la vida política y religiosa francesa, desde la escuela hasta la Iglesia, desde la familia hasta el trabajo, sin olvidar la sátira contra el régimen político de Napoleón III, que precisamente en ese momento se ve obligado a exiliarse; por las libertades que se toma en su vida privada y pública, con ostentación de un desacato a las mínimas normas de educación y un comportamiento que se burla de las «buenas costumbres»: tan poco ejemplar —roba a quienes le ofrecen su casa para que no duerma en la calle— que acaba excluido del grupo, entre otras cosas por el ejercicio de una homosexualidad notoria que arrastra a la cabeza visible del parnasianismo, Paul Verlaine; por convertirse en piedra de escándalo, incluso entre los poetas bohemios, poco dados a secundar las normas sociales y los valores que la burguesía del momento proclama como portadores de avances sociales; esa bohemia tenía unos límites que estaban dentro de un orden, y el recién llegado de Charleville los rompe sin demasiadas contemplaciones.
Es prácticamente año y medio el tiempo que Rimbaud ejerce como poeta: desde septiembre de 1871, fecha en la que llega a París, hasta mayo de 1873, cuando se instala con Verlaine en Londres, para inmediatamente provocar una ruptura entre ambos que los llevará a Bruselas: aquí, en medio de episodios patéticos, se producen los dos disparos que el autor de La Bonne chanson (1870) descarga contra su amigo. La ruptura será definitiva en la práctica, pero el incidente y la relación amorosa entre ambos dejará dos libros: Una temporada en el infierno (1873), en el que Rimbaud arranca con la introspección de ese episodio, y Romances sans paroles (1874), escrito por Verlaine durante el periplo londinense con su amigo, rematado en la cárcel a la que lo han llevado sus dos disparos de Bruselas, y que supone el abandono del parnasianismo por parte de Verlaine, influido por la estética poética de Rimbaud. Ambos libros no ejercieron la menor influencia entre los poetas contemporáneos: el primero, porque solo tuvo difusión entre poco más que media docena de amigos; el segundo, porque, pese a la campaña de propaganda que orquestó Verlaine entre periodistas, prácticamente no tuvo eco.
Jean-Arthur Rimbaud apenas es otra cosa entonces que un escolar de primeros cursos que busca la aprobación de su profesor de literatura solo dos años mayor que él, Ernest Delahaye, y que no tarda en rechazar los bancos de la escuela para unirse a los parnasianos declarándose uno de ellos. Desde la muerte de Baudelaire en 1867, la poesía francesa trataba de «reconstruirse» y caminar hacia el simbolismo ya anunciado por el autor de Las flores del mal (1857), y secundado incluso en prosa por una novela como Salammbô (1862), de Gustave Flaubert, algunas de cuyas páginas parece imitar Oscar Wilde en Salomé, escrita treinta años más tarde. Antes de que llegue el nuevo siglo, Stéphane Mallarmé culminará el movimiento simbolista, superándolo. Rimbaud admira a Baudelaire, aunque le encuentra algunos defectos, como la influencia del romanticismo que todavía arrastra, las efusiones personales, un lirismo blando y sentimental muy alejado de la «poesía objetiva» que busca, según escribe a Delahaye. Si a Baudelaire le reprocha algunos defectos, con Victor Hugo, padre de todo el movimiento romántico, no tiene piedad, parodiando, ya desde los bancos de la escuela, su retórica.
No tarda mucho en abrir un camino nuevo en busca de esa «poesía objetiva»: «Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores formada por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil alzaba espantos ante mí»,2 explica en «Alquimia del verbo».
Este camino lo aleja de sus compañeros parnasianos, si es que alguna vez llegó a serlo, que ya lo habían repudiado: para ellos era simplemente un muchacho mal educado que publicaba versos en revistas de poetas —es decir, sin circulación alguna salvo entre los corrillos líricos— y que los había deslumbrado cuando, nada más llegar a París, les recitó su «Barco ebrio», inicio de su fulgurante carrera. Pero tras el deslumbramiento inicial y el giro copernicano que proponía para la poesía, cada parnasiano, visto su comportamiento, volvió a sus cosas, a sus ripios, a su poesía vieja aunque algunos tuvieran en 1871 el sueño libertario de la Comuna que se resolvió en agua de borrajas. De hecho, solo media docena de amigos estuvo al tanto de la obra de Rimbaud: los ejemplares del único libro publicado, Una temporada en el infierno, acumulaban polvo en los sótanos de la imprenta belga a la que se lo había encargado. Y de repente, desapareció para siempre salvo de la memoria de media docena. ¿Esa huida y ese silencio estaban ya inscritos en «Después del diluvio», poema que, para Angelika Felsch,3 es un ejemplo de la «lógica imprevista» siempre presente en la obra de Rimbaud?
En su rauda carrera hacia el silencio son muchas, aunque repetitivas en buena medida, las peripecias que ofrece la biografía de Jean-Arthur Rimbaud, nacido el 20 de octubre de 1854 en Charleville y muerto el 10 de noviembre de 1891 por causa de un cáncer generalizado en la casa familiar del caserío de Roche,4 al lado de Charleville, tras regresar del Harar (Etiopía). En esos treinta y siete años de vida las etapas se suceden a velocidad de vértigo durante su dedicación a la poesía para luego estancarse literariamente a partir de 1878, cuando, en el puerto chipriota de Larnaca, da el primer paso hacia su otro mundo: una región del África oriental llamada el Cuerno de África, que en el siglo XXI ocupan países como Yemen, Somalia y Etiopía. Había nacido en una familia desestructurada, con un padre capitán del ejército que huye del hogar familiar gracias a sus destinos en distintas guarniciones; y una estricta y puritana madre, Vitalie Cuif, que educa a sus hijos en el rigor de la religión y la dureza. La escuela supondrá para él una liberación porque sigue la enseñanza reglada que el Segundo Imperio imponía en Francia: clásicos grecolatinos y franceses, cuyo lenguaje opulento no tarda en rechazar a través de la parodia, como ocurre en otro poeta «maldito» que en ese mismo instante se burla de los grandes nombres, Isidore Ducasse, conde de Lautréamont.5 Que fue un alumno excelente lo demuestran sus cuadernos de composición latina que le merecieron premios provinciales.
Hay en ese momento un hombre clave, su profesor Georges Izambard, que termina convirtiéndose en mentor poético y en amigo, y al que en 1870 confiará sus primeros poemas además de una breve «novela», Un corazón bajo una sotana. Intimidades de un seminarista,6 denuncia de una realidad brutal contra la hipocresía y la pederastia en el seno de la Iglesia. Es Izambard quien le presta libros «modernos», es decir, los principales románticos del momento (Lamartine, Musset, Victor Hugo) que le permiten resistir en el «triste agujero» en que le tiene metido una «Mother» que le exige la lectura «del libro del deber». Cronológicamente, su segundo poema conocido, «Sensación», ya expresa la imperiosa necesidad de huir «muy lejos» del agujero. A los quince años, la urgencia por publicar lo espolea, hasta el punto de entablar correspondencia con Théodore de Banville (1823-1891), poeta parnasiano que prepara en ese momento una segunda entrega de Le Parnasse contemporain. Se declara entonces parnasiano y enamorado de la Belleza ideal —a la que abofeteará en Una temporada en el infierno— y ya se siente capacitado para escribir una especie de arte poética en el poema «Lo que dice el poeta a propósito de las flores», dirigido a Izambard. Pese a esa adhesión declarada al movimiento, subraya los defectos parnasianos, su canto de temas vacuos y caducados; ni siquiera se salva Baudelaire, cuya influencia aparece en sus primeros poemas, y pese a declararlo «primer vidente, rey de los poetas, un verdadero Dios. Aunque vivió en un medio demasiado artístico; y la forma, tan alabada en él, es mezquina: las invenciones de desconocido exigen formas nuevas».7 Lanza toda su pasión contra las «cosas muertas», de las que exime al «poeta impecable», Théophile Gautier (1811-1872), autor de un libro capital, Émaux et camées (1852), una obra que da un paso de gigante para conseguir que la poesía francesa pase del romanticismo al formalismo, y cuyos poemas Rimbaud habría declamado a voz en grito por los bosques de las Ardenas. Pese a esas reticencias, tampoco renunciará al ascendiente de un Gautier que ya se había convertido en blanco de todas las críticas por su afinidad con el régimen imperial y el bonapartismo.
Rimbaud no tarda en sacudirse no solo esas influencias, sino el prestigio que a la Belleza pagana habían otorgado parnasianos como Banville o Leconte de Lisle, marcados por la cultura clásica de griegos y romanos. Y parte hacia la búsqueda y construcción de otro tipo de belleza, negativo, tanto en la descripción del símbolo griego de la belleza (Venus Anadiomena) como en los primeros contactos con la realidad cuando, en el verano de 1870, Napoleón III declara la guerra a Prusia. En ese momento, el 29 de agosto de 1870, Rimbaud escapa de la casa materna para terminar dos días más tarde en la cárcel parisina de Mazas, detenido por haber viajado sin billete de tren y sin dinero. No ha cumplido los dieciséis años, e Izambard tiene que rescatarlo seis días después mientras en Sedán se produce la hecatombe francesa ante el ejército prusiano: el desprestigiado Napoleón III ha de irse al exilio mientras se proclama la III República (4 de septiembre).
Durante dos semanas en casa de la familia Gindre, adonde lo ha llevado Izambard para evitar el choque con la madre después de su fuga, copia veintidós poemas, el llamado «Cahier de Douai», o «Recueil Demeny», escritos ese año, y los envía a Paul Demeny, en quien Rimbaud ve no un referente lírico sino una posibilidad de edición, pues, once años mayor, Demeny ya conoce las mieles de la imprenta. No será el único envío: su condiscípulo Ernest Delahaye copiará para Verlaine nueve poemas más, treinta poemas en total en esas dos cartas. Una nueva fuga, el 7 de octubre, a pie y en dirección a Bruselas, terminará como la primera: vuelve a Charleville escoltado por gendarmes a petición de la madre, poco antes de que Charleville sea ocupada por las tropas prusianas el 1 de enero de 1871.
La Historia se precipita sobre Francia, y también sobre Rimbaud, que escapa a París; la capital, bombardeada, ha capitulado y ha podido ver al ejército prusiano desfilando por los Campos Elíseos. La tentación era demasiado fuerte y Rimbaud escapa a la gran ciudad para vivir en la miseria durante dos semanas y regresar de nuevo a pie a Charleville el 10 de marzo. Ya no retornaría al colegio, que ha reabierto sus puertas; en París se proclama la Comuna, que suscita en el adolescente varios poemas de adhesión («Canto de guerra parisino», «Las manos de Jeanne-Marie», «París se repuebla»). Se pierde entonces su rastro, aunque notas sueltas y afirmaciones de amigos lo sitúen en la capital revolucionaria; una ficha policial, aunque tardía, de 1873, lo califica de francotirador communard. Pero no hay datos fehacientes de su participación en ese periodo del París revolucionario.
Dos cartas, del 13 y el 15 de mayo de 1871, a Izambard y a Demeny, proponen una nueva poética, hecha de jactancia y de bravatas; entonces fueron conocidas exclusivamente por sus destinatarios y solo se hicieron públicas en el siglo XX, no por los parnasianos, que se vieron apasionadamente sorprendidos por la escasa edad del muchacho que aportaba inspiraciones, sugerencias y audacias extrañas al parnasianismo; toda la delicadeza de ese movimiento quedaba eliminada, pero el juego de términos polisémicos de intención sexual («El corazón supliciado»), la burla de la burguesía bien pensante, de la religión y de las figuras de autoridad podían pasarse por alto ante el entusiasta arrebato que les causó oírle recitar «El barco ebrio».
Esas dos cartas proponen un esfuerzo por alcanzar una meta, «por volverme vidente. […] Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos», le escribe a Izambard. Lo repite dos días más tarde en la carta a Demeny: «Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El Poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos».8 En la primera de las misivas, su arrogancia lo lleva a enviar, de forma brutal, a los románticos (Lamartine, Hugo, Musset) al estercolero, a insultar a sus antiguos profesores, incluido el destinatario, cuya poesía califica de «académica, subjetiva, universitaria», porque Rimbaud ha roto ya todas las normas y aspira a ese desorden de los sentidos: «Ahora me encrapulo todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta, y trabajo por volverme vidente: usted no comprenderá nada en absoluto, y yo apenas sabría explicárselo». Por el momento, ese neologismo que emplea, encrapularse, se reduce a llegar a la ebriedad a través del alcohol; más tarde, con Verlaine por compañero, el paso será mayor hasta alcanzar el repudio social.
Los poemas que acompañan a las cartas no parecen concordar con esa teoría poética, pero sí asumen los convulsos sucesos por los que pasa Francia, sobre todo, desde la Semana Sangrienta, del 21 al 28 de mayo, que supuso el final de la Comuna, seguido por la feroz represión llevada a cabo por Thiers, con ejecuciones masivas de communards: miles de muertos sumados a miles de condenados a trabajos forzados y a deportación en Nueva Caledonia. «Canto de guerra parisino», «El corazón supliciado», «Las manos de Jeanne-Marie», «La orgía parisina», «El herrero», etcétera, que califica de «salmos de actualidad», ya están en la raíz de su nueva poética. Carga en ellos contra todo: la guerra, la religión, la familia; contra ese mundo burgués y vulgar al que pertenecen los «Sentados», los burócratas de dedos amorcillados, los «Aduaneros» convertidos en perros guardianes del orden, a los que se oponen las manos fuertes de Jeanne-Marie, la petrolera; la sensación de espanto lo abarca todo y hace que predomine el sarcasmo. Ni los versalleses que han reprimido la Comuna, ni el pueblo, observado como masa, se salvan de las sombras en medio de tantas tinieblas («El herrero»). Sobrevuelan en ellos, sin conciencia partidaria, ideas generales de emancipación social presididas por un intento de revuelta absoluta; no tardará mucho en dejar de lado «el clamor de los malditos» en sus poemas, para volverse hacia un arte nuevo que debería ir acompañado de una vida nueva, de un tiempo nuevo. El espíritu de subversión que ha podido impregnarlo durante su estancia en París en la primavera de 1871 solo le permite ver la posibilidad de un futuro abierto a todos los cambios.
Nueva poética; por eso pide a Demeny que queme «todos los versos que fui lo bastante idiota para darle durante mi estancia en Douai». Esa decisión marca una divisoria por ahora definitiva: pretende practicar el desarreglo «razonado» de los sentidos, «barrer esos millones de esqueletos que, desde tiempo inmemorial, han acumulado los productos de su miserable inteligencia, proclamándose sus autores», porque los «viejos imbéciles» solo han encontrado «del Yo la significación falsa».9 Rimbaud quiere convertir vida y poesía en una sola cosa: la revolución poética iría a la par con la revolución que ha supuesto la Comuna.
En septiembre de 1871, el «vidente» consigue viajar a París, ayudado por los poetas con los que ha trabado relación postal, y, sobre todo por Verlaine, que en ese momento no conoce un solo verso del muchacho que desde una provincia ha pedido ayuda: «Venga usted, querida gran alma, lo llamamos, lo esperamos». Verlaine, de veintisiete años en ese momento, acaba de casarse; lo invita a hospedarse en su casa (mejor dicho, la casa de sus suegros, la familia Mauté, de pretensiones aristocráticas, culta y pudiente que vive de rentas), y desde el día siguiente lo acompaña en el recorrido de los círculos de la bohemia lírica; nada más llegar, su lectura de «El barco ebrio» provoca un entusiasmo indescriptible; los jóvenes parnasianos quedan pasmados ante el adolescente que aún no ha cumplido diecisiete años y aporta un lenguaje extraño, imágenes vívidas («He soñado la verde noche de nieves deslumbradas»), cierto sentido narrativo y un desarreglo controlado. No hay nada parnasiano en él, las escenas marinas responden a lecturas de un Rimbaud que nunca ha visto el mar. Entre las impresiones que dejó esa lectura, hay una carta del poeta Léon Valade, que la describe a un colega: «Se ha perdido usted asistir a la última cena de los horribles Bonshommes… En ella fue exhibido, bajo los auspicios de Verlaine, un tremendo poeta de menos de dieciocho años, que tiene por nombre Arthur Rimbaud. Grandes manos, grandes pies, rostro absolutamente infantil y que podría convenir a un niño de trece años, ojos azules profundos, carácter más salvaje que tímido, así es este chiquillo cuya imaginación, llena de potencias y de corrupciones inauditas, ha fascinado o aterrorizado a todos nuestros amigos. “Qué hermoso tema para un predicador”, ha exclamado Soury. Y D’Hervilly ha dicho: “Jesús en medio de los doctores”. “¡Es el diablo!”, me ha sugerido Maître, lo cual me ha llevado a esta fórmula nueva y mejor: ¡el Diablo en medio de los doctores!».10
Ese carácter hosco y salvaje produjo secuelas: a las tres semanas, los Mauté le piden que se busque otro alojamiento, y Verlaine inventa una especie de «hospitalidad circular», en la que cada uno de sus amigos artistas acogería durante medio mes a Rimbaud; esa rotación tampoco dura mucho, dado el carácter violento —incluso hacia la familia y esposa de su patrocinador— y la agresividad de una falta de educación agravada por el consumo excesivo de alcohol.11 Fue Verlaine quien en enero de 1872 alquiló una buhardilla para el joven expulsado del grupo; duró poco: tras un violento incidente en el domicilio conyugal, la esposa de Verlaine exigió a este la ruptura total de relaciones del autor de La bonne chanson con Rimbaud, que hubo de regresar al agujero familiar de Charleville, no sin dejar de mantener correspondencia con su amigo; también duró poco ese exilio: a primeros de mayo está de vuelta en París, de donde los dos poetas huirán a Bruselas perseguidos por Mathilde y su madre.
Se produce entonces una escena de ópera bufa: la Mauté y su madre, que se han presentado en Bruselas, convencen al poeta, que se rinde a las presiones, para que regrese con ellas a París; sin dejarse ver, Rimbaud toma el mismo tren; en la frontera, donde los viajeros han de apearse para cumplir los trámites aduaneros, Rimbaud busca a Verlaine y, a escondidas de las mujeres, le convence para tomar el tren de regreso a Bruselas, mientras las Mauté, con la desesperación en el alma, siguen su viaje a París. Mathilde pidió acto seguido el divorcio y se unió a la terrible «Mother» en la persecución de los dos poetas. A finales de septiembre de ese 1872 los dos amigos huyen a Londres, donde malviven durante el invierno de 1872-1873; mientras Vitalie Cuif conmina a su hijo a regresar a Roche, una pelea los separa: Verlaine, asustado por el proceso que le ha planteado su esposa, pone rumbo a la capital francesa en abril de 1873, mientras Rimbaud, rota la pareja, se instala en Roche; no aguantará ni un mes, porque de nuevo los dos amigos regresan a Inglaterra y se instalan en el número 8 de Great College Street, en Camden Town,12 frecuentando los ambientes más sórdidos de la ciudad, intentando dar clases de francés, estudiando inglés y buscando algún posible trabajo; pero, sobre todo, callejean, se emborrachan, acuden a los teatros para ver, especialmente, operetas y óperas bufas de compañías francesas, y maravillarse ante la arquitectura nueva de una ciudad que a Verlaine le parece bíblica por su semejanza con Sodoma y Gomorra. Constantes peleas y discusiones no tardan en condenarlos a una nueva separación; este baile de idas y venidas concluye con el regreso de ambos al continente.
El clima de violencia en la relación propicia varios episodios dignos del peor de los folletines; tras una pelea que se produce el 3 de julio de 1873, Verlaine embarca rumbo a Bélgica y, desde el barco, escribe a Rimbaud, a su madre, a su esposa y a otros amigos, con la amenaza de suicidarse si no recupera a su mujer, temeroso de las consecuencias judiciales que para él podían suponer los procesos con que Mathilde lo acosa; el 7, Verlaine pide a Rimbaud por carta que se reúna con él y le propone viajar a España para enrolarse en las tropas carlistas; el 8, Rimbaud llega a Bruselas; ambos se encanallan a conciencia alojados en dos habitaciones comunicadas (para la madre de Verlaine y este, una; otra para Rimbaud) de un hotelucho de la calle Brasseurs; se limitan a emborracharse por las mañanas, a dormir durante el día, y a buscar hasta «la hora indecible de la madrugada» el camino del vidente.
Desde la primavera y el verano de 1872 hasta el último capítulo de Bruselas, pasando por su estancia en Londres, la complicidad entre ambos no es solo carnal: entre la serie que se conoce como Versos nuevos que Rimbaud está escribiendo —muchos datados en ese periodo y algunos incorporados a Una temporada en el infierno—, y Romances sans paroles (publicado en 1874) de Verlaine, se entabla una especie de diálogo en el que inquietudes y búsquedas se contradicen o se contestan: hay términos en la poesía de este que se convierten en ecos de la de aquel. No es que el joven haya logrado enrolar al maduro parnasiano en su barco de ebriedad alucinatoria y vidente; puede pensarse incluso que esos ecos verlainianos son la burla compasiva y cruel, además de cariñosa, de quien, dispuesto a dejarse arrastrar por la corriente hasta el naufragio, ve la duda en los ojos de un Verlaine que, atado a sus viejos valores sociales y profeta de un destino trágico, no comprende demasiado bien esa liberación formal que el poeta de Charleville propone cuando se entusiasma hasta la exaltación con la alegría y la felicidad. En la serie que va de «Lágrima» y los poemas intercalados en «Delirios II» hasta «¿Es almea…» y «¡Oh estaciones, oh castillos!», poemas como «Oye cómo brama», «Vergüenza», «¿Qué son para nosotros corazón…», «Memoria» y «Michel y Christine», Verlaine ve, sobre todo, una menor audacia formal que los relaciona con el tono de «Alquimia del verbo»; le parecerán incluso «demasiado infantiles casi», y que se apartan demasiado de la versificación romántica o parnasiana; para él fueron los últimos versos de «un poeta muerto joven, a los dieciocho años, dado que, nacido en Charleville el 20 de octubre de 1854, no tenemos versos suyos posteriores a 1872». Los recuerdos de Verlaine son en muchas ocasiones inexactos, por ejemplo en esta frase, que, sin embargo, aporta una interesante opinión verlainiana: en esa etapa, Rimbaud crea «asonancias, ritmos que él llamaba nadas [néants] e incluso tenía la idea de un volumen: Études néantes, que no escribió que yo sepa». En sus nuevos poemas y en las prosas que formarán Iluminaciones y que Verlaine conoce parcialmente, Rimbaud se ha alejado mucho de su propia concepción poética anterior; y el autor de Los poetas malditos no solo no la comprende, sino que calificará de obras maestras, por su versificación impecable, únicamente los poemas anteriores («Los pasmados», «Los sentados», «El corazón robado», «Vocales», «El barco ebrio», etcétera); los de 1872 no le parecen demasiado «correctos», porque Rimbaud ha abandonado las normas y ahora escribe «versos muy libres» con una estructura métrica irregular.
En Bruselas, los hechos se precipitan: el 9 de julio de 1873, al día siguiente de su llegada procedente de Inglaterra, Rimbaud anuncia a Verlaine que quiere volver solo a París; el 10, Verlaine compra un revólver y vuelve borracho al hotel a mediodía; hacia las dos, dispara dos tiros contra Rimbaud, que resulta herido en el antebrazo izquierdo, junto a la articulación de la muñeca. Tras una leve cura inicial, se dirige a la estación acompañado por Verlaine y su madre; desconfiando de la actitud amenazadora de Verlaine y temiendo otro ataque, Rimbaud se lanza hacia un policía y denuncia a Verlaine, que es detenido y encarcelado. Después de retirar la denuncia, ingresa en el hospital Saint-Jean para que le extraigan la bala alojada en el antebrazo.13 En agosto, Verlaine será juzgado y condenado a dos años de cárcel; en ese momento, Rimbaud ya está en la granja familiar de Roche, terminando de escribir Una temporada en el infierno para entregar el manuscrito en septiembre a un editor de Bruselas.
De este episodio concreto de Bruselas saldrán dos importantes poemas: Una temporada en el infierno por parte de Rimbaud, y «Crimen amoris», por parte de Verlaine, que lo escribe en la cárcel. Dividido entre Mathilde y Rimbaud, dedicará a su esposa apasionados versos a la par que se arrepiente de su pasión por Rimbaud. La suerte estaba echada para ambos; el infierno que Rimbaud ha sufrido al lado de Verlaine lo impulsa a cambiar de vida, mientras el parnasiano se limita a arrepentirse y a convertirse a la religión católica: desde entonces sus poemas respiran por todas partes una devoción que suscitará la burla de su antiguo amigo, que lo describe en 1875 con «un rosario en las garras» cuando, tras salir de la cárcel, Verlaine se empeñe en visitarlo en Stuttgart. Encuentro también violento, que culmina, después de tres horas de paseo por las orillas del Neckar, con un puñetazo de Rimbaud que deja a Verlaine sin conocimiento. Será la última vez que se vean, y en ella se produce una secuela afortunada: antes de la pelea, Rimbaud ha confiado a su amigo, para que los entregue a otro poeta, Germain Nouveau, miembro del círculo de los poetas «Vivants» al que ha conocido en noviembre de 1873, los poemas en prosa que ha ido escribiendo durante su etapa de Londres y Roche: son las Iluminaciones, parcialmente publicadas en 1886 y nueve años más tarde en su totalidad. No tenemos noticia de que alguna de estas ediciones haya llegado a manos de Rimbaud, que para esas fechas había roto definitivamente todas las amarras.
En ese retorno a Roche, en el granero de la casa familiar, Rimbaud escribe y ordena Una temporada en el infierno cuya impresión, financiada por la Mother, encarga en septiembre al impresor belga Jacques Poot; en ese mismo mes de 1873, el día 22 viaja a Bruselas para recoger algunos ejemplares (acabados de imprimir en octubre) que regalará a algunos amigos a su vuelta a París, sin olvidarse de enviar uno a la cárcel de los Petits-Carmes donde está encerrado Verlaine. Como la vida sigue, Rimbaud ha encontrado en el poeta zutista al principio y luego simbolista Germaine Nouveau (1851-1920) un nuevo compañero con quien, a finales de marzo de 1874, se instala en Londres, para malvivir de nuevo ofreciéndose en anuncios periodísticos como profesor de francés. Ayudado por Nouveau pasa a limpio parte de los poemas que formarán Iluminaciones. La ayuda de la familia que ha pedido no tarda en producirse: conocemos por el diario de su hermana Vitalie el viaje que su madre y ella hacen hasta Londres; en sus cartas a Isabelle, la otra hermana, quedan descritos los paseos que los tres hacen por la ciudad. Pero el 31 de julio Rimbaud desaparece con destino desconocido.
Desde este momento, Rimbaud rompe con la poesía: no conocemos ningún texto posterior a 1875, si es que escribió alguno, salvo abundantes cartas comerciales y familiares14 después de esa fecha, además de un informe puramente técnico sobre la región de Ogadén. En ellas no hay la menor referencia a la poesía o a su anterior etapa de poeta —su hermana Isabelle nunca supo hasta después de su muerte que Jean-Arthur lo era—, y los únicos libros que pide desde el Harar son manuales técnicos de cristalería, de fundición de metales, de cerrajería, etc. El hombre «de las suelas al viento» viaja en busca de la supervivencia, y toda su vida a partir de entonces, y lo que de ella sabemos se resume en sus cartas; irá de un lado para otro siempre acompañado por la enfermedad, de Londres a Charleville y Stuttgart (febrero de 1875), donde trabaja como preceptor y donde recibe ese mismo mes de febrero la visita de Verlaine, que concluye con el trágico desenlace ya referido. Ese año es un viaje constante: en Milán (principios de mayo), sin recursos y medio enfermo, es recogido por una «dama caritativa»; en junio, enfermo de insolación, debe ser repatriado a Marsella por el cónsul francés de Siena y vuelve a Charleville después de pasar por París, para presenciar la muerte de su hermana Vitalie, de diecisiete años, de una «sinovitis tuberculosa» de rodilla. En abril de 1876 se encuentra en Viena, donde un cochero le roba el dinero que llevaba; en mayo-junio, Bruselas de nuevo; pero en Róterdam encuentra un acomodo que satisface sus anhelos de viajar a Extremo Oriente; en sus días de Charleville ha ido estudiando distintos idiomas, además de piano: ruso, árabe, indostaní. Ahí, en Róterdam, se enrola en el ejército colonial holandés que lo llevará a Java, Batavia y Semarang; no tarda en desertar en agosto. El 30 de ese mes embarca con destino a Inglaterra, para terminar pasando el invierno en Charleville, que un año más tarde volverá a ser su refugio, tras haber pasado por más experiencias viajeras: en Colonia (abril-mayo de 1877) se encarga de reclutar voluntarios para un agente holandés; pretende incorporarse a la Navy inglesa, trabaja (junio-agosto) como empleado de circo en Estocolmo y Copenhague; pretende viajar a Alejandría, pero, una vez embarcado, una fiebre gástrica lo devuelve a tierra en Civitavecchia.
En Charleville y Roche pasa el invierno y buena parte de 1878; en octubre cruza a pie las fronteras suiza e italiana, llega a Génova (19 de noviembre) para repetir, esta vez con éxito, su intento de viajar a Alejandría, contratado por el dueño de la explotación de una cantera de Larnaca, donde empieza a trabajar con una veintena de obreros a sus órdenes. Unas fiebres tifoideas lo obligan, por dos veces, a regresar a Roche (1879), donde participa durante el verano en las tareas de recolección de la granja y pasa el invierno. Pero la obsesión de Alejandría lo devuelve en marzo de 1880 a Chipre, donde se le contrata como jefe de equipo de explotación para construir el palacio del gobernador inglés en Troodos, y en una empresa de piedras de grandes dimensiones. Por fin, el 7 de agosto firma un contrato con la empresa Mazeran, Viannay, Bardey y Cía., especializada en el comercio de exportación-importación. Destinado a Harar, ciudad del centro de Abisinia (Etiopía) a la que llega a principios de diciembre, llevará a cabo distintas expediciones para conseguir marfil, pieles, etc., mientras se apasiona por la fotografía y escribe sobre la zona: su «Informe sobre el Ogadén» —región del extremo oriental del desierto de Somalia, que ha recorrido al frente de tres expediciones—, aparecerá en la revista de la Société de Géographie en 1884. Hay noticia de que, en 1882, convivía con una mujer abisinia, llamada Mariam, de la que no se sabe más, aunque existe una fotografía de ella en una serie de retratos de tipos indígenas de la región.
Vinculado a la empresa de Alfred Bardey, aunque con altibajos provocados por la situación política de la zona, se instalará en Harar y en Adén, hasta que en octubre de 1885 decida intentar hacer fortuna con el tráfico de armas; con dos socios, organiza una caravana formada por cien camellos y treinta y cuatro camelleros con un cargamento de 1.040 fusiles y 75.000 cartuchos destinados al negus de Soa, Menelik II, que se dispone a arrebatar Abisinia al emperador Johannes IV, conquista que le permitirá convertirse en emperador de Etiopía en 1889.
Tendrá problemas no solo a la hora de cobrar sus mercancías, sino también por una orden del gobierno francés que deniega el permiso para transportar y vender armas en un territorio donde las tribus están en guerra permanente. Ha de abandonar el comercio de las armas, que no ha resultado demasiado fructífero, y vuelve a Harar en 1888, esta vez a cuenta del comerciante César Tian por poco tiempo, porque en 1889 ya explota una factoría comercial propia. Entabla amistad en ese momento con un ingeniero suizo, Alfred Ilg (1854-1916), consejero del emperador Menelik, con quien mantiene una abundante correspondencia en la que solo se abordan problemas políticos y comerciales de la zona.15
El final se acerca; en marzo de 1891 se intensifican los fuertes dolores de rodilla que padece y que le impiden caminar; en unas parihuelas que él mismo diseña, se hace trasportar a lo largo de trescientos kilómetros de desierto hasta el puerto de Zeilah, donde el 19 de abril embarca rumbo a Adén; una vez hospitalizado, se le diagnostica cáncer de rodilla: «una sinovitis que ha llegado a un punto muy peligroso»; la misma sinovitis que llevó a la tumba a su hermana Vitalie. Embarca el 9 de mayo hacia Marsella, donde al día siguiente de su llegada es ingresado en el hospital de la Concepción y operado el 27 de mayo: la amputación de la pierna derecha, que se gangrena, era, según los cirujanos, imprescindible. Pasará un mes en Roche (del 23 de julio al 23 de agosto), pero su obsesión lo domina. Acompañado por su hermana Isabelle, se dirige a Marsella para cumplir su último deseo y embarcar de nuevo rumbo a Adén. No lo conseguirá: ha de ser hospitalizado inmediatamente por un cáncer generalizado que le paraliza todo el cuerpo. Pese a ello, ruega a su hermana que le escriba una carta al director de las Messageries Maritimes, pidiendo ser llevado a bordo del próximo barco que salga con destino a Adén; Isabelle lo hace el 9 de noviembre; al día siguiente Rimbaud muere, veinte días después de cumplir los treinta y siete años.
Que se desentendiera por completo de su obra no quiere decir que no le interesase hasta el momento de su ruptura definitiva con todo: en Stuttgart, como hemos visto, entrega a Verlaine los manuscritos de las Iluminaciones para que lo remita a Germain Nouveau con vistas a su publicación. Es el último dato que tenemos de su relación con su propia obra, que vivirá sola, sin la ayuda ni conocimiento, probablemente, del poeta instalado en el Cuerno de África. Verlaine preparará parte de Las Iluminaciones en 1886 y las editará completas, junto con Una temporada en el infierno, en 1892, un año después de que el poeta haya muerto. Y antes del fin de siglo, en 1895, se recogerá la mayor parte de su poesía, tras rebuscar en revistas, en un tomo de Poésies complètes prologadas por Verlaine, que tres años más tarde aumentará el poeta, pintor y escultor Paterne Berrichon (1855-1922), casado con Isabelle, la hermana que acompañó sus últimos días en el lecho de Marsella: Œuvres: Poésies, Illuminations. Autres Illuminations, Une saison en enfer, con una presentación que trata de «moralizar» las costumbres e ideas del autor, en un intento por «cristianizar» tanto su vida como su obra, intento al que se sumó Paul Claudel (1868-1955), diplomático e influyente escritor muy respetado ya en esa época, que lo considera su «hermano espiritual» y que terminará calificándolo de «místico en estado salvaje». La operación, sin embargo, no tardó en ser desmontada por los propios textos. Esa fue la primera de las tentativas que durante el siglo XX se hicieron para llevar el agua al molino de movimientos literarios y políticos, desde los surrealistas, para quienes Rimbaud supone la ruptura con los cánones tradicionales y el acceso de la poesía a la modernidad, hasta quienes, basándose en su estancia en París durante la revolución de la Comuna (marzo de 1871), pretenden hacer de él un communard convencido.
Une saison en enfer será, como se ha dicho, el único libro publicado por Rimbaud; sus cincuenta y tres páginas —muchas en blanco— salieron de la imprenta Jacques Pot et Cie de Bruselas el 20 de octubre de 1873, con la fecha de escritura de los poemas al final del manuscrito: «abril-agosto, 1873»; en medio han ocurrido en julio los disparos de Verlaine y el rápido regreso a Roche donde según su hermana Isabelle habría terminado el libro en medio de un febril paroxismo de rabia tras la ruptura. Está atestiguada la presencia de Rimbaud en Bruselas el 24 de octubre para recoger media docena de ejemplares de los quinientos que se habían impreso; la ayuda materna había adelantado un pago para la impresión; al no haberse producido el desembolso total, el impresor se limitó a permitirle llevarse ese escaso número de libros que repartió enseguida: para Verlaine encarcelado, para amigos de Charleville como Delahaye y para algún poeta parnasiano de su bohemia parisina, como Jean Richepin o Raoul Gineste. Pese a que Isabelle asegurase que el resto de la edición había sido quemado en Roche, «en mi presencia», lo cierto es que quedaron arrinconados en la imprenta hasta 1901, cuando fueron descubiertos por un bibliófilo y abogado belga, Léon Losseau. Pero Verlaine ya había difundido el libro en tres entregas en la revista La Vogue, en septiembre de 1886. Rimbaud, ya perdido en Etiopía, nunca supo nada sobre la estupefacción que causó entre los grupos poéticos franceses.
Según una carta a Delahaye de mayo de 1873, Rimbaud, encerrado en Roche, pensaba conformar un volumen de pequeñas historias en prosa que llevaría por título Libro pagano, o Libro negro, «del que todavía me queda por inventar media docena de historias atroces»; en ese momento afirma que tres están escritas («Mala sangre», «Noche del infierno» y «Alquimia del verbo», según se desprende de los borradores). Pero ese mismo mes de mayo escapa con Verlaine a Londres para interpretar el melodrama que concluye en el hospital bruselense y el regreso a Roche; a finales de agosto o primeros de septiembre el manuscrito ya está en poder del editor. De mayo a septiembre, por tanto, Rimbaud ha revisado esas tres historias atroces y completado el libro en medio de su agitada vida de pareja; resulta evidente, sobre todo por el primer poema («a punto se soltar el último ¡cuac!»), que esos sucesos fueron determinantes en la concepción del libro y de buena parte de los poemas, que parecen fruto de una confesión autobiográfica no solo del saldo resultante de su relación amorosa con el poeta parnasiano, sino también de la imposición en la infancia de la enseñanza religiosa y los valores del catecismo como norma de vida: «Me creo en el infierno, luego estoy en él. Es el cumplimiento del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho mi desgracia y habéis hecho la vuestra» («Noche del infierno»). Confesión y diálogo trágico con otro yo, con el otro, que en ocasiones, pero no siempre, puede proyectar la sombra y la apariencia de Verlaine, en medio de la desesperación y los gritos del condenado, que algunas veces cree haberse librado del infierno. Tras el poema «prólogo», «Antaño, si recuerdo bien», se ve zarandeado por el eco de hechos inmediatos que lo han sacado del festín de la inocencia, hasta el punto de poder presentar un «cuaderno de condenado»; «Mala sangre» narra y razona el origen de esa condenación: la historia de los antepasados, que vivieron en la pureza natural de los primeros tiempos, ha concluido en sometimientos y sumisiones ante la civilización y el cristianismo y lo han castigado a la noche del infierno. El cronista hace un inciso en esa temporada de tinieblas con los dos poemas de «Delirios»: el primero, «Virgen necia» y «El Esposo infernal», es la confesión del fracasado intento de salvación a través de una pareja en la que el Esposo sería el doble de un narrador enérgico, dueño del poder de la fantasmagoría, mientras la Esposa, raíz de los agravios, se convierte en blanco de sarcasmos brutales; pero ambos, ambiguos en su debilidad y en su dureza, en su delicadeza y en su rabia, solo tienen la desesperación por horizonte. El segundo «delirio» («Alquimia del Verbo») supone el balance de una carrera poética; en él, los fragmentos en prosa y los poemas parecen entablar un monólogo que se desdobla en diálogo al interpelarse el narrador a sí mismo; monólogo y diálogo teatrales que añoran la armonía de los inicios donde reinaban los sofismas mágicos y las alucinaciones. Esa «alquimia del verbo» busca la imagen, el sonido, la creación de una realidad diferente de la que existe, la permanente revolución imaginaria, la aparición de una segunda historia en la continuidad histórica.
El libro termina con una vuelta al mundo de «Noche del infierno»: junto con «Lo imposible», «El relámpago», «Mañana», «Adiós», estos cinco de los nueve relatos del poemario pertenecen a la voz que sale de las llamas en una lucha permanente y sin desenlace por despertar, por librarse de la tensión destructora («¡Desgarrador infortunio!») y ascender a la nueva vida a fin de «poseer la verdad en un alma y un cuerpo» («Adiós»); pasos adelante y saltos hacia atrás, la ambigüedad del condenado no permite asegurar que haya traspasado el umbral del infierno; todavía se anima a sí mismo («mantener el paso ganado») para luchar en el combate espiritual que ha entablado.
Los elementos autobiográficos son innegables, y acierta Verlaine al calificar el libro de «especie de prodigiosa autobiografía psicológica». Pero no pueden extenderse a la totalidad de Una temporada en el infierno: si por un lado la búsqueda de sus orígenes «negros» lo remonta a sus antepasados de la Galia, por otro se siente condenado a un «infierno» en el que ha vivido desde el principio de los tiempos. El locutor ha estado en él, como condenado, durante una temporada, durante una estación que no se circunscribe a un espacio temporal concreto, ni limita su inicio al bautismo, sino que, por estar marcado con «mala sangre», procede del origen más remoto; desde ahí revive, increpándose a sí mismo, la caída, el castigo y, por último, la aspiración a una vida distinta, a la que asciende con la esperanza de una aurora nueva («El relámpago», «Mañana»). Una despedida absoluta del infierno, de las faltas cometidas, será la culminación: se ha liberado sin la ayuda de nadie hasta alcanzar la condición de hijo del hombre. Pero la voz que habla se jalea a sí misma para creer en ese desenlace; no está segura de no haber perdido, como los que entran en el Infierno de Dante, toda esperanza.
Si la gestación de Una temporada en el infierno está datada con mucha fiabilidad, la de Iluminaciones resulta más problemática; los análisis grafológicos parecen demostrar que, en su mayor parte, estas prosas poemáticas fueron escritas con posterioridad a Una temporada en el infierno; y en parte copiadas por mano de Nouveau, a quien, como hemos visto, Rimbaud quiso que Verlaine se las enviara para su publicación en la «despedida» de Stuttgart. El poeta parnasiano se las remitió al mes siguiente, y no vuelve a tenerse noticias de ellas hasta 1878. Después de pasar por tres manos, llegaron a la revista simbolista La Vogue, que publica la mayor parte de estas prosas entre el 13 de mayo y el 21 de junio, y una segunda serie en octubre de ese año, al cuidado de Félix Fénéon, con una presentación de Verlaine; Fénéon se encargó, según sus palabras, de distribuir los «papeles volantes» en un orden lógico». Más tarde hablaría de «hojas volantes y sin paginación», como cartas de una baraja, que se había permitido «clasificar en una especie de orden». Ese orden, a pesar de haber sido seguido por la mayoría de los editores, empezando por Bouillane de Lacoste en 1941, no ha conseguido la unanimidad de la crítica. Entre las ediciones de las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, la de André Guyaux altera la ordenación de Fénéon «haciendo parecer series, voluntad de coherencia luego cuestionada por Rimbaud, en nombre de una intención estética (el fragmento) y de una práctica del inacabamiento (de lo abierto)».16 Es la ordenación de André Guyaux, que conduce al silencio de Rimbaud, la que hemos adoptado en esta edición.17
Durante la estancia de Rimbaud y Nouveau en Londres en marzo de 1874 —se han conocido hace cinco meses—, la pareja pasa a limpio los manuscritos de estos «fragamentos en prosa» de los que habla en la citada carta a Delahaye.18 Según Verlaine, habrían sido escritos entre 1873 y 1875, afirmación que no puede autentificarse grafológicamente dada la intervención en las copias de Nouveau. No son los manuscritos originales lo que poseemos, sino transcripciones de originales anteriores pasados por el autor con ayuda circunstancial de Nouveau. En ese momento, además de pasar a limpio los poemas, Rimbaud organiza o reorganiza el libro, sin que sepamos cuál fue el alcance de esa reorganización ni si existía un proyecto definido. Poemas de épocas distintas se han agrupado bajo el mismo título, como «Ciudades», «Infancia», etc., que demuestran alguna intención en el poeta.
La cuestión de las fechas no es un simple problema erudito: de ser cierta la afirmación de Verlaine, y parece más que probable que lo sea, Una temporada en el infierno se ve privado no solo del calificativo de «testamento» del poeta que, con su contenido, pondría fin a todo antes de sumirse en el silencio; son la significación y el sentido de este último libro lo que está en juego. En la actualidad se piensa que este inicio de un lenguaje renovado por parte de Rimbaud habría comenzado en 1871; en cualquier caso, es seguro que alguno de esos intentos se remonta a 1872. Iluminaciones, a diferencia de Una temporada en el infierno, no es fruto de una crisis biográfica con la que el poeta responda a una situación perentoria que lo obliga a cuestionarse el sentido de la vida, de la moral y de la propia poética; Iluminaciones supone un proceso más dilatado en el tiempo, donde la madurez deja atrás y rechaza la etapa de videncia, aunque todavía el propio Rimbaud califique algunos de esos textos de «pequeñas bajezas por llegar» («Antaño, si recuerdo bien»), si aceptamos que la expresión se refiere a ellos.
Es factible recusar ese orden de Iluminaciones, y también lo es la interpretación de Verlaine del título, que no figura en los manuscritos y cuya autenticidad se basa únicamente en la palabra del parnasiano. Según este, para Rimbaud, Illuminations sería un término inglés, que el poeta saturniano explica en una ocasión como «painted plates» o en otra como «coloured plates», es decir, grabados coloreados: «Es este incluso el subtítulo que el señor Rimbaud había dado a su manuscrito», dice Verlaine en la noticia que escribe para La Vogue; pero, en primer lugar, tal traducción rebaja la visión del demiurgo que aspira a que se haga la luz, a la reinvención de un mundo de «espléndidas ciudades»; en segundo lugar, como Illuminations se escribe exactamente igual en inglés que en francés, además de «grabados coloreados», Illuminations podría indicar «representaciones»; o, también, como deduce Louis Forestier, la iluminación sería «la mirada nueva lanzada sobre la cosa demasiado conocida. También es el breve instante de luz que revela un mundo conocido».19 Por otro lado, es posible ver el concepto polisémico de Illumination como visión intensamente iluminada de la que se sabe que ha de ser momentánea, fugitiva, «sueño intenso y rápido» («Vigilias II»), idea genial, inspiración, o, como anglicismo, «pinturas en un libro».20
Mientras para Verlaine el manuscrito de Iluminaciones está formado por «composiciones breves, prosa exquisita o versos falsos adrede. Una idea principal no tiene, o al menos no se la hemos encontrado», cien años más tarde se han elaborado tantas interpretaciones y sentidos al dispar conjunto de estas prosas que apenas si puede aceptarse uno que no tenga su contrario.21 Que el resultado sea desconcertante, insólito y difuso, indica para muchos el rumbo que Rimbaud tomaría hacia el silencio absoluto que a partir de 1875 mantuvo, salvo esa abundante correspondencia comercial o familiar.
Ese silencio de Rimbaud, que tanto ha impresionado, sorprendido y extrañado a poetas, escritores y estudiosos, no niega sentido alguno a Iluminaciones: fue la condena a que se castigó el ángel caído, el compañero de Satán que pretendía «crear un Dios», y que caminaba alegre en busca de una aurora de libertad, como dejan claro muchas de estas escenas últimas, de estas «representaciones».
M. ARMIÑO