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Naturaleza y maravilla: un reconocimiento del cielo

Debe de ser difícil para el hombre verdaderamente piadoso transitar por la senda que media entre la sima de la impiedad y el pantano de la superstición.

PLUTARCO

Sin duda hay que evitar ambos extremos, pero ¿qué son? ¿Qué es la impiedad? ¿La preocupación por evitar la «sima de la impiedad» no es precisamente el tema del que vamos a hablar? ¿Y qué es en concreto la superstición? ¿Es sólo, como han dicho algunos, la religión de los otros? ¿O hay algún baremo a partir del cual podamos definir lo que constituye superstición?

Yo diría que la superstición no se caracteriza por su pretensión de ser un corpus de conocimiento sino por su método de búsqueda de la verdad. Y la superstición consiste en algo muy simple: se trata de creer sin pruebas. Intentaré abordar la cuestión de qué constituye una prueba en esta interesante materia, y volveré más adelante a la cuestión de la naturaleza de la prueba y de la necesidad del pensamiento escéptico en las investigaciones teológicas.

La palabra «religión» proviene del latín religatio, reunir, juntar lo que ha sido separado. Es un concepto muy interesante y, en lo que respecta a buscar el vínculo más profundo entre cosas que superficialmente parecen estar separadas, creo que los objetivos de la religión y la ciencia son idénticos o casi. Pero la cuestión tiene que ver con la fiabilidad de las verdades proclamadas por ambos campos y los respectivos métodos de aproximación a las mismas.

Una de las mejores formas que conozco de experimentar el sentimiento religioso, la sensación de sobrecogimiento, es, con mucho, mirar hacia arriba en una noche clara. Creo que es muy difícil saber quiénes somos hasta que entendemos dónde estamos y cuándo. Creo que todo el mundo, en cualquier cultura, ha sentido sobrecogimiento y estupor al mirar al cielo, y eso se refleja tanto en la ciencia como en la religión. Thomas Carlyle dijo que maravillarse es la base de la adoración. Y Albert Einstein aseveró: «Creo que el sentimiento religioso cósmico es el estímulo más fuerte y más noble para la investigación científica.» Así pues, si Carlyle y Einstein pudieron estar de acuerdo en algo, hay una modesta posibilidad de que pueda ser cierto.

Aquí tenemos dos imágenes del universo. Por razones obvias, no representan espacios en los que no hay nada sino unos en los que hay algo. Sería muy aburrido que me limitase a mostrarles una imagen tras otra de oscuridad, pero sí quiero dejar constancia de que el universo está hecho principalmente de nada, que algo es la excepción. La norma es nada. La oscuridad es lo habitual; es la luz lo que es una rareza. Entre la oscuridad y la luz, me sitúo sin ninguna duda en el bando de la luz (sobre todo en un libro ilustrado). Pero debemos recordar que el universo es una oscuridad casi completa e impenetrable, y las escasas fuentes de luz, las estrellas, están muy alejadas de nuestras posibilidades actuales de creación o de control. Vale la pena concienciarse de esta preponderancia de la oscuridad, tanto factual como metafóricamente, antes de emprender una exploración como la que nos ocupa.

Figura 1. Nebulosa del Águila

Un vivero de estrellas localizado a unos 6.500 años luz de nosotros. A través de una ventana en un envolvente cascarón negro de polvo interestelar, vemos un cúmulo de estrellas brillantes recién nacidas. Su luz azul intenso ha formado filamentos y muros de gas y polvo, aclarando e iluminando una cavidad en una nebulosa de unos 20 años luz de diámetro.

Figura 2. Nebulosa del Cangrejo

Se trata de restos de la misma estrella que explotó, o supernova, que observaron los astrónomos chinos y los anasazis nativos norteamericanos en la constelación de Taurus en 1054 d. J. C. Dejaron constancia de la súbita aparición de una nueva estrella brillante que después fue desapareciendo lentamente de la vista. Los filamentos son los restos deshilachados de la estrella, enriquecidos con elementos pesados producidos por la explosión.

Figura 3. Sol y planetas

Aquí, en su orden y medidas relativas, están el Sol (a la izquierda), los cuatro planetas terrestres (Mercurio, Venus, Tierra, Marte), los cuatro planetas gigantes de gas (Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno) y Plutón (extremo derecho).

Esta imagen es para orientarse. Se trata de una impresión artística del Sistema Solar en la que las dimensiones de los objetos están a escala, pero no sus distancias relativas. Puede verse que, además del Sol, hay cuatro cuerpos grandes y el resto son detritos. Nosotros vivimos en el tercer detrito a partir del Sol; un pequeño mundo de roca y metal con una fina pátina —una capa— de materia orgánica en la superficie, de la que somos una pequeña parte.

Esta imagen fue dibujada por Thomas Wright, de Durham, que publicó un libro extraordinario en 1750, adecuadamente titulado An Original Theory or New Hypothesis of the Universe [Una teoría original o Nueva hipótesis del Universo]. Entre otras cosas, Wright era arquitecto y dibujante. Esta imagen produce la notable sensación, de, por primera vez, mirar el Sistema Solar y más allá, a escala. Lo que aquí se ve es el Sol y, a escala con su tamaño, la distancia hasta la órbita de Mercurio. Después, los planetas Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno —los otros planetas no se conocían en su época—. Así pues, en un maravilloso esbozo, aquí tenemos el Sistema Solar, los planetas mencionados, ocupando su parte central, y un rosetón representando las órbitas cometarias conocidas en su tiempo. No se alejó mucho para representar la órbita de Plutón. Y después, a gran distancia, imaginó la estrella más cercana conocida entonces, Sirius, alrededor de la cual no se atrevió a dibujar otro rosetón de órbitas cometarias. Pero la sensación de que nuestro sistema y los sistemas de otras estrellas eran similares quedaba clara.

Figura 4. Sistema Solar de Wright y Sirius

La imagen superior muestra, a escala, el Sol (izquierda) y la órbita de Mercurio (derecha). La del medio recoge todo el Sistema Solar con la órbita de Saturno (S) y varias órbitas de cometas elípticas (izquierda) así como el sistema de la estrella brillante Sirius (derecha). En la imagen inferior, de izquierda a derecha, pueden verse las órbitas de Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio y el Sol.

Aquí, en la parte superior izquierda, vemos la primera de las cuatro ilustraciones modernas que intentan mostrar lo mismo; en ella vemos la Tierra en su órbita y los otros planetas interiores. El punteado pretende representar una fracción de la plétora de pequeños mundos llamados asteroides. Más allá de los mismos está la órbita de Júpiter. La distancia de la Tierra al Sol representada por la barra de escala de la parte superior se llama unidad astronómica. Éste es el primer ejemplo —hablaré de muchos más— de una especie de arrogancia geocéntrica o antropocéntrica de la que parecen infectados todos los intentos humanos de estudiar el cosmos. La idea de que una unidad astronómica para medir el universo tenga como base la distancia de la Tierra al Sol es sin lugar a dudas una pretensión humana. Pero, como está profundamente arraigada en la astronomía, seguiré empleándola.

En el recuadro superior derecho, vemos la imagen anterior contenida dentro de un pequeño cuadrado en el centro. Aquí la escala es de diez unidades astronómicas. A esta distancia no se pueden distinguir las órbitas de los planetas interiores, incluida la Tierra, pero sí podemos ver las de los planetas gigantes Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, así como la del pequeño Plutón.

En la parte inferior derecha, la imagen anterior aparece dentro de un pequeño cuadrado, a una escala de cien unidades astronómicas. Y vemos también un cometa —hay muchos— de peculiar órbita.

Otro incremento de escala de factor diez y detenemos la imagen de la parte inferior izquierda. La sombra gris pretende representar los límites interiores de la Nube de Oort, de aproximadamente un trillón de cometas —núcleos cometarios— que rodean el Sol y se extienden hacia los límites del espacio interestelar.

Figura 5. Escalas del Sistema Solar

Izquierda superior: Las órbitas de los planetas interiores Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, el Cinturón de Asteroides y la órbita de Júpiter.

Derecha superior: La escala se aumenta diez veces para abarcar las órbitas más grandes de todos los planetas gigantes de gas Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, y la órbita elíptica de Plutón.

Derecha inferior: Un cambio más de escala comprime las órbitas de todos los planetas dentro del cuadro, en el extremo de la órbita marcadamente elíptica de un cometa.

Izquierda inferior: La escala vuelve a aumentar de modo que la órbita cometaria queda ahora en el cuadrado pequeño del centro y vemos la porción interior de la Nube de Oort de cometas.

Figura 6. Nube de Oort

Esta visión esquemática muestra la inmensa nube esférica de quizá un trillón de cometas, débilmente unidos por la gravedad del Sol (centro). El nombre procede del astrónomo holandés Jan Oort, quien correctamente dedujo su existencia en 1950.

Esta imagen es una representación artística de toda la Nube de Oort. Aquí la dimensión es de cien mil unidades astronómicas, y puede apreciarse el límite externo de la Nube de Oort. Todos los planetas y cometas que conocemos están perdidos en el resplandor de la luz del Sol. Y aquí, por primera vez, disponemos de escala suficiente para ver algunas de las estrellas vecinas. Así pues, el mundo en que vivimos es una parte pequeña e insignificante de una vasta colección de mundos, muchos de los cuales son notablemente más pequeños y algunos más grandes. El número total de estos mundos, como ya he dicho, es del orden de un trillón, o 1012, un uno seguido de doce ceros, de los que la Tierra representa sólo uno, todos dentro del Sistema Solar. Y nuestra estrella es sólo una entre una inmensa multitud.

Aquí Thomas Wright ha dado un par de saltos y vemos varios sistemas con sus respectivos rosetones cometarios. Es evidente que intuía que el cielo estaba lleno de sistemas más o menos como el nuestro y fue tan explícito de palabra como lo es aquí mediante una imagen de su libro de 1750, que, por cierto, es también donde se dice por primera vez explícitamente que las estrellas que vemos en el cielo nocturno forman parte de una concentración de estrellas, lo que actualmente denominamos la galaxia de la Vía Láctea, con una forma específica y un centro específico.

Hay un inmenso número de estrellas dentro de nuestra galaxia. No tantas como núcleos cometarios alrededor del Sol, pero tampoco puede decirse que sean pocas. Contiene unos 400.000 millones de estrellas, de las que una es el Sol.

Figura 7. Wright: otros sistemas

Wright dijo que nuestro Sistema Solar era sólo uno de un número de incontables sistemas similares en la Vía Láctea, conteniendo cada uno de ellos quizá una estrella rodeada de su propio séquito de planetas y cometas.

Figura 8. Cúmulo de estrellas de Las Pléyades

Las brillantes estrellas de este cúmulo iluminan los restos apenas visibles de la nube interestelar de la que surgieron. Este cúmulo de estrellas, detectable a simple vista en la constelación de Taurus, está a unos 13 años luz.

Aquí tenemos las Pléyades, una serie de estrellas jóvenes recién nacidas y que todavía aparecen envueltas en sus capullos de gas y polvo estelar.

Ésta es una de las muchas nebulosas, grandes nubes de gas y polvo interestelar. Lo que vemos aquí es una salpicadura de estrellas en primer plano, y detrás de ellas, una nube resplandeciente de hidrógeno interestelar: se trata de la materia roja. Los trazos oscuros no indican ausencia de estrellas, sino una región en la que la materia oscura nos impide ver las estrellas que hay detrás. Es en densas concentraciones de esta materia oscura interestelar donde se encuentran en proceso de gestación nuevas estrellas y, como empezamos a saber ahora, también nuevos sistemas planetarios.

Figura 9. Nebulosa de Orion

Una nube inmensa de gas interestelar reluciente y polvo opaco, de la que nacen docenas de nuevas estrellas. La nebulosa tiene unos 40 años luz de diámetro y está a 1.500 años luz. Si miramos hacia la constelación de Orion una noche de invierno, este vivero estelar aparece como la «estrella» central neblinosa de la espada.

Figura 10. Nebulosa del Esquimal

Hace 10.000 años, esta aureola de gas y polvo formaba parte de la estrella central. La estrella moribunda expulsó entonces sus capas exteriores hacia el espacio en estallidos sucesivos, formando lo que los astrónomos llaman una nebulosa planetaria. Todas las estrellas ordinarias, como el Sol, tendrán finalmente un destino similar.

Esta fotografía es de una estrella agonizante. En el curso de su evolución, ha expulsado sus capas externas en una especie de burbuja de gas expansivo, sobre todo hidrógeno. Las estrellas hacen eso episódicamente, es posible que periódicamente y, cuando lo hacen, plantean graves problemas a los planetas que tienen alrededor. No se trata de algo inusual en estrellas un poco más grandes que el Sol.

Aquí tenemos algo aún más explosivo y peligroso. Es la Nebulosa del Velo. Se trata de los restos de una supernova, una estrella que ha estallado violentamente, y con ella, sin duda, toda la vida existente en cualquier planeta alrededor de esa estrella ha quedado destruida en esa explosión. Incluso estrellas ordinarias como el Sol tienen una secuencia de acontecimientos en la fase más avanzada de su historia que puede causar grandes problemas a los habitantes de sus planetas.

Dentro de unos 5, 6 o 7 mil millones de años, el Sol se convertirá en una estrella gigante roja y engullirá las órbitas de Mercurio y Venus y, probablemente, la Tierra. Ésta, entonces, estaría dentro del Sol y, en comparación, algunos de los problemas que tenemos en estos momentos parecerán modestos. Por otro lado, como está a 5.000 o más millones de años de distancia, no es nuestro problema más apremiante. Pero es algo a tener en cuenta. Tiene implicaciones teológicas.

Figura 11. Nebulosa del Velo

Estos filamentos resplandecientes son una porción de los restos en expansión de una supernova, una estrella que explotó hace unos 5.000 años en la constelación de Cygnus, el Cisne.

Figura 12. Nube de estrellas de Sagittarius

Una región relativamente llena de viejas estrellas hacia el centro de la galaxia de la Vía Láctea.

Hay un número ingente de estrellas. Especialmente en el centro de la galaxia, en dirección a la constelación de Sagitario, el cielo está repleto de soles, en total doscientos mil millones de soles, que forman la galaxia de la Vía Láctea. Hasta donde sabemos, la estrella media no es significativamente diferente del Sol. O, dicho de otro modo, el Sol es una estrella bastante característica de la galaxia de la Vía Láctea, sin nada en ella que llame especialmente la atención. Si retrocediéramos un poco e incluyéramos al Sol en esta imagen no seríamos capaces de decir si es el de la derecha o quizá aquel otro que está en la esquina superior derecha.

Sería fantástico disponer de una fotografía de la Vía Láctea hecha desde una distancia apropiada, pero todavía no hemos enviado cámaras tan lejos, por lo que, de momento, lo único que podemos hacer es mostrar una fotografía de una galaxia en espiral como la nuestra, M31, en la constelación de Andrómeda. Y, en primer plano, observamos estrellas de la Vía Láctea, a través de la cual vemos M31 y dos de sus galaxias satélites.

Ahora imaginemos que ésta es nuestra galaxia. Hay una gran concentración de estrellas en el centro, tan cerca unas de otras que no podemos distinguirlas individualmente. Vemos esas espirales de gas oscuro y polvo en las que principalmente se forman nuevas estrellas. Si esto fuera la galaxia de la Vía Láctea, ¿dónde estaría el Sol? ¿Estaría en el centro de la galaxia, donde está claro que las cosas son importantes, o al menos bien iluminadas? La respuesta es no. Estaríamos en alguna parte alejada de éste, en la extrema periferia, donde no se produce la acción. Ocupamos un lugar muy poco notable y atractivo en esta gran galaxia de la Vía Láctea, pero, desde luego, no es la única galaxia. Hay muchas otras, un gran número de ellas.

Figura 13. Galaxia de Andromeda, M31

Esta gran galaxia en espiral está a sólo unos 2 millones de años luz, lo que la convierte en la más próxima a la Vía Láctea. El disco rotante de estrellas y nubes de gas y polvo tiene 200.000 años luz de diámetro y contiene varios centenares de miles de millones de sistemas solares.

Figura 14. Cúmulo de Hercules

La mayor parte de los objetos de esta imagen son galaxias enteras, como nuestra Vía Láctea, cada una de las cuales contiene muchos miles de millones de estrellas. Muchas de las galaxias del Cúmulo de Hercules se relacionan, y algunas de ellas llegan a colisionar y fusionarse. Este rico cúmulo está a unos 650 millones de años luz.

Esta imagen sólo quiere transmitir la sensación de cantidad. Estamos mirando fuera del plano de la Vía Láctea en dirección al Cúmulo de Hercules. Lo que vemos aquí son otras galaxias más allá de la Vía Láctea. (De hecho, hay más galaxias en el universo que estrellas dentro de la Vía Láctea.) Es decir, hay algunas estrellas en primer término, como en las imágenes previas, pero la mayoría de los objetos que vemos son galaxias: espirales vistas de lado, galaxias elípticas y de formas diversas. El número de galaxias externas más allá de la Vía Láctea es al menos de miles de millones y quizá de cientos de miles de millones, cada una de ellas formada por un número de estrellas más o menos comparable a nuestra propia galaxia. Así, si multiplicamos para saber cuántas estrellas significa esto, el número es... veamos, diez a la... sería algo así como uno seguido de veintitrés ceros, de las que nuestro Sol es sólo una. Resulta de utilidad para calibrar cuál es nuestro lugar en el universo. Y este inmenso número de mundos, la enorme escala del universo, desde mi punto de vista prácticamente no se ha tomado en consideración, ni siquiera de manera superficial, en ninguna religión, sobre todo en las religiones occidentales.

No he mostrado imágenes de nuestro pequeño mundo, como tampoco lo hizo Thomas Wright, que escribió: «En cuanto a lo que decís acerca de que he dejado mi propia morada fuera de mi esquema del universo, después de viajar tan lejos hacia el infinito como para perder la visión de la Tierra, creo que debo contestar como hizo Aristóteles cuando Alejandro, mirando el mapa del mundo, le preguntó por la ciudad de Macedonia. Se cuenta que el filósofo le dijo al príncipe que el sitio que buscaba era demasiado pequeño para prestarle atención y que había sido omitido con motivo. El Sistema Solar —prosigue Wright—, comparado con una diminuta parte de la creación visible es sólo una pequeña porción del universo conocido, por lo que en una panorámica tan limitada de la inmensidad del espacio, el lugar que ocupa la Tierra creo que es de muy escasa consecuencia.»

Esta perspectiva nos da idea de dónde estamos. No creo que debamos considerarlo demasiado descorazonador. Es la realidad del universo en que vivimos.

Muchas religiones han intentado hacer grandes estatuas de sus dioses, con la idea, supongo, de hacernos sentir pequeños a nosotros. Pero, si ése era su objetivo, ya pueden quedarse sus míseros iconos. Para sentirnos pequeños basta con que levantemos la mirada. Después de un ejercicio como éste, mucha gente llega a la conclusión de que el sentimiento religioso es inevitable. Edward Young, en el siglo XVIII, dijo: «Un astrónomo que no sea devoto está loco», por lo que supongo que es esencial que todos nosotros declaremos nuestra devoción si no queremos correr el riesgo de ser declarados locos. Pero ¿devoción a qué?

Todo lo que hemos visto forma parte de un universo inmenso, complicado y maravilloso. De un ejercicio como el que acabamos de hacer no se deriva ninguna conclusión teológica concreta. Más aún, cuando entendemos algo de la dinámica astronómica, de la evolución de los mundos, nos damos cuenta de que los mundos nacen y mueren, que tienen un ciclo vital como los humanos y que, por tanto, si bien en el cosmos hay mucha vida, también hay mucho sufrimiento y muerte. Por ejemplo, hemos hablado de estrellas en los últimos estadios de su evolución. Hemos hablado de estallidos de supernovas. Hay explosiones aún mucho mayores. En los centros de las galaxias de lo que denominamos quásares, y otras explosiones, quizá de quásares pequeños. De hecho, la propia galaxia de la Vía Láctea ha sufrido una serie de explosiones a partir de su centro, a unos treinta mil años luz de distancia. Y si, como especularé más adelante, la vida, y quizá incluso la inteligencia, se da en todo el cosmos, se deduce que, con frecuencia, se produce una destrucción masiva y la devastación de planetas enteros en todo el universo.

Se trata de un punto de vista diferente del tradicional sentimiento de Occidente de una deidad amorosamente preocupada por el bienestar de las criaturas inteligentes. La astronomía moderna sugiere conclusiones muy diferentes. Me viene a la mente un pasaje de Tennyson: «Lo encontré en el resplandor de las estrellas, / lo distinguí en el florecimiento de sus campos.» Hasta aquí, bastante normal. «Pero —sigue Tennyson—, en su relación con los hombres no lo encuentro... ¿Por qué en todo lo que nos rodea / es como si un dios menor hubiera creado el mundo, / y no tuviera fuerzas para darle la forma que debería...?»

Para mí, personalmente, el primer verso: «Lo encontré en el resplandor de las estrellas», no es del todo evidente. Depende de quién sea Él. Pero sin duda hay un mensaje en los cielos, con la finitud no sólo de la vida sino también de mundos enteros, en realidad de galaxias enteras, aunque contradiga en parte los puntos de vista teológicos convencionales en Occidente, si bien no en Oriente. Y ese mensaje es la idea de un Creador inmortal. Como ha señalado Ann Druyan, un Creador inmortal es por definición un dios cruel, porque Él, que nunca tiene que enfrentarse al temor de la muerte, crea en cambio innumerables criaturas que sí tienen que hacerlo. ¿Por qué hace algo así? Si Él es omnisciente, podría ser más amable y crear seres inmortales, protegidos del peligro de muerte. Sin embargo, crea un universo en el que muchas de sus partes, y quizá la totalidad del mismo, mueren. En muchos mitos, la posibilidad que más preocupa a los dioses es que los humanos descubran algún secreto de inmortalidad o incluso, como en el mito de la Torre de Babel, por ejemplo, que intenten el asalto a los cielos. Hay un imperativo claro en la religión occidental, y es que los humanos deben seguir siendo criaturas pequeñas y mortales. ¿Por qué? Es un poco como si los ricos que imponen la pobreza a los pobres pretendieran ser amados por ello. E, incluso con una simple mirada superficial al tipo de cosmos que he presentado, se plantean otros desafíos a las religiones convencionales.

Permítanme leer un pasaje de Thomas Paine, de The Age of Reason [La edad de la razón]. Paine era un inglés que desempeñó un papel importante tanto en la Revolución americana como en la francesa. «¿De dónde —pregunta Paine—, de dónde pudo surgir la soberbia y extraña presunción de que el Todopoderoso, que tenía millones de mundos dependientes por igual de su protección, pudiera desentenderse de todos los demás y venir a morir al nuestro porque, dicen, un hombre y una mujer comieron una manzana? Y, por otro lado, ¿debemos suponer que todos los mundos de la ilimitada creación tuvieron una Eva, una manzana, una serpiente y un redentor?»

Lo que Paine está diciendo es que nuestra teología está centrada en la Tierra y atañe sólo a un pequeño trozo de espacio; y que, cuando damos un paso atrás y alcanzamos una perspectiva cósmica más amplia, nuestro mundo en realidad es insignificante. Y, desde mi punto de vista, hay además un problema general que afecta a gran parte de la teología occidental, y es que el Dios retratado es demasiado pequeño. Se trata del dios de un mundo diminuto y no del dios de una galaxia, menos aún de un universo.

Podemos decir: «Bueno, eso es sólo porque no se encontraron las palabras adecuadas cuando se escribieron los primeros libros sagrados judíos, cristianos o islámicos.» Pero ése no es el problema; está claro que con las bellas metáforas de estos libros habría sido posible describir algo como la galaxia y el universo, y sin embargo no lo hacen. Su Dios es el dios de un mundo pequeño, un problema que yo creo que los teólogos no han abordado adecuadamente.

No digo que sea una virtud regodearse en las propias limitaciones, pero es importante asumir que es mucho lo que ignoramos. Hay una cantidad enorme de cosas que no sabemos, y unas pocas que sí. Y eso que entendemos nos sitúa frente a un cosmos imponente que, simplemente, es diferente del cosmos de nuestros piadosos antepasados.

¿Intentar entender el universo delata una falta de humildad? Creo que es verdad que la humildad es la única actitud adecuada para encararse con el universo, pero no una humildad que nos impida buscar la naturaleza de ese universo que admiramos. Si buscamos esa naturaleza, el amor puede ser informado por la verdad en lugar de estar basado en la ignorancia o el autoengaño. Si existe un Dios Creador, ¿preferirá Él, Ella o Ello (cualquiera que sea el pronombre apropiado) un tipo de bruto atontado que lo adore sin entender nada? ¿O más bien que sus devotos admiren el universo real en toda su complejidad? Yo diría que la ciencia, al menos en parte, es adoración informada. Y mi creencia más profunda es que, si existe algo parecido a un dios del tipo tradicional, nuestra curiosidad e inteligencia proceden de Él. Sería no valorar esos dones si sofocásemos nuestra pasión por explorar el universo y a nosotros mismos. Por otro lado, si tal dios tradicional no existe, entonces la curiosidad y la inteligencia son herramientas esenciales para gestionar nuestra supervivencia en una época extremadamente peligrosa. En cualquier caso, la empresa del conocimiento está sin duda en concordancia con la ciencia; debería estarlo también con la religión, y es esencial para el bienestar de la especie humana.