PRÓLOGO

¿Qué se me habrá perdido en estos tumbos sentimentales por España? Dar tumbos es lo mío, casi no hago otra cosa. Ir de una esquina a otra del país por las razones más peregrinas, a veces utilitarias. No soy muy distinto del viajante de comercio que va de pueblo en pueblo con sus muestras. Despliego mi literatura portátil en la plaza —quien dice plaza, dice biblioteca, museo, tenderete de feria o salón de conferencias de una caja de ahorros que ya no existe— y hago una demostración de cómo funciona con un poquito de labia de charlatán. Al final, algunos me compran el género, guardo las monedas del platillo, cierro la maletica y sigo mi viaje. Muchos escritores nos pasamos la vida in itinere, y los lectores que nos ven pasar se preguntan cuándo demonios escribimos. Cuando se puede, respondemos. Cuando se puede, caballero o señora, como le pasa a usted con las cosas que le importan de verdad, que siempre las deja para después de atender lo urgente.

También doy tumbos por gusto, por la curiosidad de ver un pueblo del que escribieron Azorín o Cunqueiro o quien sea, por la vanidad pequeña de pisar los adoquines que han pisado otros mucho mejores que yo, más incisivos, menos miopes, más poetas. Creo en los fantasmas y estoy convencido de que las personas poderosas (no las que mandan, sino las que tienen poderes mágicos de verdad, las que dominan el arte de las palabras) impregnan los lugares que visitan y de los que escriben. Algo se me pegará si piso donde ellos pisaron antes, digo yo. Recorrer España es para mí recorrer los textos de quienes la recorrieron. No viajo sobre asfalto ni sobre vías de tren ni sobre mis suelas, sino sobre cordilleras de literatura. En el mejor de los casos, mi mirada se asienta, como arena traída por el viento, sobre siglos de sedimentos palabreros que hacen del paisaje algo cantado, recitado y, a veces, susurrado.

Bruce Chatwin murió obsesionado por las canciones de los aborígenes australianos, que las utilizaban como mapas para recorrer sus países desérticos. Las palabras creaban el paisaje, como el verbo divino crea el mundo en la Biblia. De la misma manera —la literatura es una forma de religión manejable, descreída e informal—, el escritor crea el paisaje mientras lo canta. Nada existe hasta que no lo mira alguien y metaboliza su mirada en palabras. Por sí mismas, ni las montañas ni los pueblos ni los ríos son nada. Eso ya lo sabían los australianos antiguos mucho antes de que los lingüistas europeos se pusiesen pejigueros e impertinentes separando el signo de las cosas.

No tengo vocación divina, por más que el escritor sea un dios de sus cosillas, ni abogo por una modestia falsa cuando digo que mis palabras no alteran el paisaje. Algunos de mis libros han provocado cosas que no creí que la literatura pudiera causar (han transformado la realidad, que dirían los autores más serios y comprometidos), así que estoy vacunado contra el miedo a la irrelevancia que afecta a tantos colegas. Pero que sepa que los libros cambian cosas no quiere decir que yo aspire a cambiar nada cuando los escribo. Al contrario: persigo la invisibilidad que sólo se logra con la primera persona. Técnicamente, lo mío se llama narrador testigo, y de testimonios va esto, no de sermones ni teorías filosóficas ni epifanías. Quiero pasar inadvertido para contemplar a mis anchas todas esas pequeñeces que me importan y me fascinan. Para ello, tengo que subrayar mi posición esquinada en la escena: ese de ahí soy yo, le digo al lector, el señor despistado que toma notas y parece que no se entera de lo que pasa.

Este atlas es, como todos, un ejercicio de cartografía, pero a diferencia de otros no pretende ser total ni ofrecer a quien lo hojee una visión completa de España. Lo que sigue es un viaje muy parcial y subjetivo por una parte de España, la que llamé vacía en un libro que para algunos es sinécdoque de mí mismo, con parada en sitios relevantes y a la vez marginales que tienen en común tres cosas.

La primera es que son excéntricos, en el sentido geográfico del término. No ocupan el centro de la provincia ni son espacios de poder político o económico. Por las razones que sean, la historia se quedó un rato por allí y luego se marchó para no volver más. La dejadez y a veces el olvido son maldiciones sutiles con las que tienen que convivir, como se convive con un padre al que no se quiere mucho. Con este criterio sigo mi costumbre de fijarme en aquellos espacios y figuras que no parecen importar demasiado a nadie, pero que, bien mirados (si un miope como yo puede mirar bien), revelan y explican las cuestiones que de verdad importan y que nunca tienen que ver con las urgentes ni las que los fatuos escriben con mayúsculas.

La segunda cosa que tienen en común es su lejanía al mar. En un país definido por su peninsularidad, que ha hecho de la costa su esencia, y de las aventuras de ultramar su paraíso y su condena, todas las marcas de este atlas son parajes de interior. Algunos, casi vocacionales, ensimismados en su interioridad, como si se regocijasen en su condición de secano y trataran con desdén a los que se remojan en las orillas frívolas de cualquier playa. La España vacía lo está, fundamentalmente, de agua marina.

Por último, el tercer rasgo que comparten estos espacios es que están pegados de algún modo a mi biografía. O me sucedió algo en ellos o viví algún instante que se me quedó impregnado por alguna razón o me atraen por cuestiones a veces difíciles de explicar, pero fáciles de versificar. La cosa va de la anécdota más leve a la conexión más íntima. De todo hay en este viaje. En cada provincia aparece una historia, un personaje o una postal detenida en un instante preciso.

Treinta y dos lugares de treinta y dos provincias forman este atlas sentimental, que lo es por la última razón que he expuesto, y no porque se me haya metido alguna porquería en el lagrimal o me haya dado un ataque de senilidad prematura y me ponga ñoño. Quien me ha leído estos últimos años sabe de mi rechazo radical del sentimentalismo, por eso tal vez le extrañe la elección de ese adjetivo para el título de este libro, pero quien me haya leído con más atención sabrá ya a estas alturas que para mí el sentimentalismo es la perversión de lo sentimental. No son sinónimos, sino casi antónimos. Sin lo sentimental no habría literatura ni tendría sentido la mayoría de las cosas que hacemos a diario. Antes que seres racionales, lo somos sentimentales. Nos mueve la emoción hacia algo o hacia alguien. Si no nos conmueven las cosas y las personas de una forma intuitiva y salvaje, no hay manera de que trabajemos por ellas ni por conservarlas o mejorarlas.

Abogo, sin embargo, por una política sin sentimientos, cuyo debate esté gobernado por la argumentación racional y no por la exaltación de las emociones, que son por definición personales e indiscutibles, pero este libro no es político. O no lo es en el sentido en que he planteado la política en otras obras. Este libro es un viaje de placer y una confesión amorosa: en todas partes de este país me siento en casa. No he encontrado un solo sitio donde me asome la extranjería, ni siquiera una desubicación leve o una forastería transitoria. Todos los sitios que cartografío aquí son mi casa.

El trabajo de Ana Bustelo, sutil y también sentimental a su modo, convierte este libro en una obra que trasciende la literatura e incluso la geografía. Sus ilustraciones libérrimas contrapuntean mis textos de una forma tan delicada que transforman el atlas en álbum o en el cuaderno de campo de un andarín.

De más está advertir que el orden propuesto es una convención y que este atlas se puede abrir por cualquier parte. Cada viajero se monta la ruta a su gusto, con el mismo capricho y dislate que gasto yo cuando escojo escribir de un sitio o una persona y no de otras cosas. Que la pereza, el gusto y la falta de urgencia guíen tu lectura. Ojalá nos crucemos en cualquiera de estos rincones que también son tu casa. ¶