Repito: reconozco que no tengo fe y que me he refugiado en la ciencia para responder a muchas preguntas difíciles. Llevo años investigando, leyendo y estudiando materias fascinantes con las que he suplido mi falta de estudios universitarios. Todo lo que he aprendido lo he volcado en mi casa, en la que en el año 2003 invertí un dineral para evitar que emitiera huella de carbono. Se trata de una casa cien por cien eficiente y respetuosa con la naturaleza, y autosuficiente. Mis compañeros de grupo se compadecen de mi mujer cuando vamos en la furgo de gira y ella me llama para preguntarme cómo se enciende el agua caliente o dónde está la llave que abre o cierra lo que sea.
Mi curiosidad por las ciencias es uno de los legados que me dejó mi padre. Javier Urquijo nació en Bilbao, aunque los orígenes de la familia son cántabros. Recuerdo que una vez un primo mío me envió un árbol genealógico de los Urquijo, y confirmé que éramos la tira. Mis abuelos vivían en el centro de Bilbao, en un piso muy pequeñito que todavía sigue en pie. Mi padre era una persona muy culta; lo sabía todo del mundo de la ingeniería de minas y se dedicaba a lo que hoy se llama ingeniería civil. Era el cuarto de ocho hijos, dos de los cuales, como ya he dicho, eran religiosos, lo que disgustó mucho a mi abuelo.
Mi padre había iniciado una formación profesional educativa que le llevaría al mundo de la Ingeniería Técnica de Minas. Acabó entrando en Iberduero —la actual Iberdrola— y eso le gustó lo suficiente como para pedir el traslado a Madrid. Mientras trabajaba de lo que fuera en la empresa, se lo curró bastante para formarse en todo lo necesario para ser un gran ingeniero técnico de minas y, aunque no se doctoró, resultó ser un sabio como pocos. Se le ocurrieron muy buenas soluciones para las obras de ingeniería en las que estaba metido, como utilizar remontes de esquí para subir materiales a lo alto de las montañas o fabricar piezas-puente para trenes junto a los ríos y trasladarlos en unas barcazas creadas ad hoc, de una orilla a otra, para ensamblar los puentes. Él veía el problema, lo analizaba y encontraba la solución. Después la empresa se beneficiaba de sus inventos. De Iberduero pasó luego a Entrecanales, que lo fichó, y allí estuvo trabajando toda la vida.
Como ya he dicho, mi padre era un tipo sabio, muy culto, aunque yo creo que la sabiduría y la cultura se las contagió mi abuelo, que era aparejador, o como se le llamara entonces a esa profesión. En mi casa no se hablaba mucho de lo que pasaba en la familia, supongo que eso debía de ser común en casas como la nuestra. No teníamos muy claro cómo había sido la carrera profesional de mi abuelo o de mi bisabuelo y lo que habían hecho para sacar a la familia adelante. Tan solo que mi abuelo hizo todo lo posible para dar salida a los ocho hijos que tenía y que no se acababa de llevar bien con mi padre. Mi abuelo Manuel, además, era un acuarelista excelente y un gran miniaturista. Incluso se fue a vivir a Argentina para intentar triunfar como artista, pero no tuvo éxito. Hacía maquetas de barcos antiguos a mano, fabricando cada pieza. Es más, los minicañones de los barcos disparaban un perdigón con un poco de pólvora. Cuando mi padre murió, nosotros nos quedamos con unos cuantos de esos barcos fabricados por mi abuelo. Son preciosos.
La vena artística de la familia viene del lado de mi padre, que no sabía tocar ningún instrumento, pero se daba el lujo de tener los mejores discos, el mejor tocadiscos, el mejor plato, la mejor aguja… Sin ir más lejos, el primer walkman que entró en casa lo compró él. No era un walkman de Sony, sino de Grundig, un cacharraco portátil que devoraba cuatro pilas en dos días. Te arruinabas comprándolas, pero era tecnología punta total.
Cuando mi padre tenía ochenta y dos años, su afición por la ciencia y la tecnología seguía estando viva. A menudo yo me sentaba junto a él frente a la Smart tv que le compré y veíamos en YouTube el proceso de construcción de las grandes obras de ingeniería. Me explicaba todos los detalles para que aprendiera. Yo con cincuenta palos y él enseñándome cómo se había construido el canal de Panamá… Incluso en esos momentos aprovechaba la ocasión para decirme:
—Oye, Álvaro, ¿por qué no dejas esto de la música y estudias como tu abuelo y te sacas la carrera?
—A ver, papá, ya es un poco tarde —respondía yo—. Tengo cincuenta y cuatro años. Ya es tarde. Además, mi trabajo no está mal.
Se llevó un enorme disgusto cuando dejamos los estudios. Creo que ese es el primero de los secretos. Mi padre luchó para que siguiéramos siendo estudiantes, para que nos matriculáramos en la universidad y termináramos nuestras carreras. Como chavales normales.
Yo nací en 1962, cuando los Beatles publicaron «Love me do» y el mundo cambió para siempre. Mi hermano Enrique nació en 1960, y el mayor, Javier, en 1958. Tres hermanos seguidos, tres mosqueteros que resultaron ser tres enamorados de la música. Casi once años después de que yo naciera llegó mi hermana pequeña, Lydia. En 1975, cuando murió Franco y se inició la Transición, España seguía siendo un país en blanco y negro. Al menos, así es como yo lo recuerdo. Seguía habiendo mucha represión y una gran desinformación, a las que se añadía la inseguridad y el miedo por los atentados de ETA. No era una España ni tranquila ni feliz. En realidad, nuestro universo de color comenzaba cuando escuchábamos música o tocábamos en el local de ensayo.
Mis hermanos y yo estudiamos en el colegio FEM de Madrid, un centro privado, mixto, bilingüe y con muy pocos alumnos por clase, unos veinticinco por aula. Era un colegio muy de familias: ahí estábamos los Urquijo, los Urrea, los Alonso… En el cole, la música desempeñaba un papel fundamental y estaba siempre presente. Además, tuvimos la suerte de que formaba parte del método de aprendizaje que usaban algunos de nuestros profesores. Por ejemplo, en clase de inglés cada alumno elegía una canción de un disco, se escribía la letra en la pizarra y la poníamos en el tocadiscos. De ese modo aprendíamos la lengua y, al mismo tiempo, se nos despertaba la pasión por la música. El colegio no tenía grandes espacios para hacer deporte, así que nos pasábamos los recreos aprendiendo a tocar la guitarra.
Mi padre nos metió el veneno de la música en el cuerpo. Era un tío muy formado en este aspecto, un verdadero melómano. En su fondo musical cabían desde Crosby, Stills, Nash & Young hasta Von Karajan y Montserrat Caballé. Tengo que reconocer que no soporto a la Caballé porque me recuerda a mi infancia: cuando la escucho, me vienen a la memoria todos los domingos en mi casa cuando mi padre ponía a todo trapo un programa de música de Televisión Española con Von Karajan o la Caballé como habituales estrellas invitadas. Por supuesto, siempre la he respetado mucho y creo que este país la ha tratado fatal. Era una diosa, una verdadera diva y una figura de la música irrepetible, pero, en mi caso, estaba asociada a un momento de mi vida muy pesado y eso la «marcó» para siempre. Es absurdo, pero es así.
Además de ser un amante de la música, mi padre quería que en casa se escuchara en condiciones, con un buen equipo que nos permitiera apreciar los detalles. Teníamos el mejor equipo de sonido que había en el mercado. No el más caro, pero sí el que sonaba mejor. Nuestros amigos alucinaban. Éramos una familia de clase media, pero teníamos la suerte de que a nuestro padre no le importaba gastarse el dinero que fuera en tecnología. Era lo que más le molaba. Teníamos un grabador, una pletina, un ocho pistas de cartucho, y nosotros jugueteábamos con todo ello. Eran verdaderas virguerías relacionadas con el sonido y, con un poco de curiosidad y mucha música en vena, podías sacarles bastante partido, y no solo para escuchar, reproducir o grabar. El ocho pistas de cartucho era muy práctico: tenías veinte minutos —o quince— por cada pista, y en cada cartucho había cuatro pistas. Así que disponíamos de una hora y media de grabación de muy buena calidad. En casa comenzamos a trastear con ese aparato y gracias a él grabé la primera maqueta de mi vida, con la guitarra enchufada a él. Era una verdadera suerte tener tan cerca la posibilidad de hacer esas cosas.
Además, aunque mi padre no tocaba ningún instrumento, siempre quiso que quien tuviera alguna destreza pudiera desarrollarla. De hecho, nos compró la primera guitarra porque él estaba encantado de que nos gustara la música. Para él, la música iba asociada al conocimiento. Tenía la certeza de que cuanto más sabes, más posibilidades hay de que aprecies todas las artes. Si eres un tío con cierta capacidad, es imposible que no te guste leer o que desprecies el cine bueno o la buena música. Hay cosas que son inherentes y los patrones que tenemos en la cabeza encajan perfectamente. En esencia, en eso consiste el fenómeno single: si una canción gusta a millones de personas no es tanto porque la canción sea especial, sino porque todos somos muy parecidos.
Tenía un compañero de trabajo, algo más joven que él, que le abrió las puertas de la música moderna. Estábamos en los años setenta y, gracias a él, mi padre descubrió a Joan Manuel Serrat, a Mike Olfield o el mundo del góspel, entre otros muchos estilos de jazz. En cierta ocasión fue al concierto que dio Ray Charles en Madrid. El tipo apenas utilizaba equipo —el que usó pertenecía al grupo Nuestro Pequeño Mundo— y en su show hubo mucho silencio. En la parte final, Ray Charles hizo aparecer a un grupo de góspel de diez o doce personas que se había traído de Estados Unidos. A mi padre le impresionó el sonido de las voces y desde entonces el góspel empezó a sonar en casa, sobre todo cuando el amigo de marras le dejó un disco de Stephen Stills en el que cantaba «Love the one you’re with», temazo que cuenta con un coro góspel. «Mira, Javier, esto te va a gustar», le dijo. El caso es que aquel disco nos gustó tanto a los tres hermanos que comenzamos a tirar del hilo.
Crosby, Stills, Nash & Young; Bob Dylan, Gram Parsons, los Byrds… Nos entró en vena el folk americano, toda esa mezcla de cultura del norte de América, de los irlandeses y los escoceses con sus melodías celtas, todo mezclado con el soul americano de los descendientes de los esclavos procedentes de África. Esa mezcla nos atrapó desde el principio. Para nosotros, la fusión del rock and roll de la música negra y el folk de los irlandeses lo tenía todo. Y queríamos hacer algo parecido. Cuando escuchaba alguna canción, pensaba: «Yo tengo que llegar a esto», y me ponía a soñar con ser un héroe de la música, con esa forma tan especial de sentirse realizado. Había encontrado algo que realmente me gustaba.
Aunque no era buen estudiante, sé que podría haber sido un buen ingeniero. Con esfuerzo, con trabajo y gracias a mi pasión por la tecnología, creo que lo habría conseguido. Pero desde los quince años tuve la guitarra en la mano… y un sueño que hacer realidad. Mi padre estaba siempre de viaje y mi madre nos repetía una y otra vez la misma frase: «Cuando venga vuestro padre, os regañará por haber sacado malas notas».
La realidad era esa: nuestro padre estaba permanentemente fuera de casa. Cuando regresaba, guardábamos las apariencias con los estudios. Que luego nos llamáramos Los Secretos fue pura casualidad o quizá un juego del subconsciente. Éramos unos chavales que empezábamos en la música a escondidas de nuestro padre y, ahora lo sé, para recorrer ese camino, esa situación no era la más recomendable, sobre todo porque implicaba carecer de referentes y apoyos familiares. Ahora son los padres los que llevan a sus hijos a los castings y son ellos los que financian las primeras maquetas. Sin ir más lejos, nuestro batería, Santi Fernández, se dedicaba —entre muchas otras cosas— a hacer maquetas a grupetes jóvenes, que pagan con el dinero de sus padres.
Ojalá mi padre hubiera tenido esa sensibilidad y me hubiera matriculado en una academia para aprender algo de solfeo y armonía. Se lo habría agradecido toda la vida. Pero en aquella época dedicarte a la música era echar tu futuro a perder… Quizá esa falta de apoyo, junto con el hecho de tener que abrirnos camino sin ayuda, fue la causa de muchos de nuestros errores. Estoy convencido de que si hubiéramos tenido un mánager o un «padre-mánager» que nos hubiese dado una hostia cuando nos metimos la primera loncha de cocaína, otro gallo habría cantado. Alguien que también nos hubiera aconsejado cuándo firmar un contrato y con qué productor. Fuimos a pelo y nos lanzamos al vacío varias veces.
Con esto no estoy echando balones fuera para descargar nuestra culpa. No. Los culpables de nuestros errores fuimos nosotros, pero nos habría venido muy bien tener una especie de severa voz de la conciencia y un buen asesoramiento. Ahora mismo, en Internet, puedes conseguir infinitos tutoriales de guitarra y preguntar en foros sobre técnicas y métodos de marketing musical. También hay compañías virtuales que te editan un disco con solo mandar el master y que te pueden convertir en una estrella de la música sin salir de casa. Cuando nosotros empezábamos, esas facilidades no existían. Todo era mucho más duro, más trabajado, más difícil de conseguir.
Así que teníamos a nuestro favor la tecnología, un padre que nos había educado musicalmente y un concepto musical muy claro. Todas esas horas escuchando música en el equipo de nuestro padre fueron un enorme curso de formación, una academia de educación del oído, tan completa que nos dio pie para encontrar nuestro hueco en el mundo de la música. Era como si los tres tuviéramos en la mente una especie de almacén plagado de información que nos permitía escuchar de todo y a todas horas; en casa, cuando nos tragábamos las piezas de música clásica y, sobre todo, en los viajes en coche. Mi padre tenía un equipo con el que muchos soñarían incluso hoy, un casete joystick con cuatro bafles que se colocaban donde querías. Era una pijada —otra más— que combinaba la formación musical con la tecnología. Gracias a ello desarrollamos un planteamiento musical completamente diferente.
A veces me pregunto si conservo algo de mi padre. Y me contesto: «Pues mira, todo», porque me doy cuenta de que, según pasan los años, más me parezco a él. Tener una casa tan tecnológica no es casualidad, y mi afición tardía por la ciencia tampoco lo es. Siempre tan ocupado con la música y los conciertos y no había reparado en que me gustaba tanto la ciencia… Ahora que veo todo con una cabeza más científica, entiendo más a mi padre e identifico muchas cosas de él en mí, muchas más que antes. A él le encantaba que mi casa fuera tan eficiente y me decía que había elegido lo mejor, porque le apasionaba todo lo relacionado con la energía solar. No le pilló la onda energética fotovoltaica en sus años como trabajador, pero sé que habría sido un líder en esos temas si la hubiera conocido. Entre otras cosas, él se dedicó a construir presas para las centrales hidroeléctricas, que, en esencia, fueron de las primeras energías verdes que se pusieron en marcha gracias al trabajo que hizo Tesla —entre otros muchos— en las cataratas del Niágara. Mi padre era un fan de todas esas cosas y se convirtió en un experto en la construcción de presas, de centrales nucleares y térmicas, de chimeneas, de encofrados, de puentes, etc. Cuando yo empezaba a sensibilizarme con la naturaleza, un día se me ocurrió ir a casa con una chapita en la que se leía «Nucleares no, gracias» y, nada más verme, me metió un guantazo que aún me duele. «Coño, Alvarito, que yo me dedico a construirlas», me dijo. Pero era un proceso imparable. Cuando algunos músicos decidían unirse para grabar algo relacionado con el planeta o a favor de los movimientos «verdes», era inevitable sumarse al carro.
Madrid era una ciudad muy capitalina y todo lo que pasaba en Nueva York o en Londres terminaba llegando. Y casi siempre estábamos allí para vivirlo. Teníamos amigos que viajaban a Londres y traían discos, tendencias, moda... Cuando en 1979 salió el No nukes contra las nucleares, con canciones de James Taylor, Bruce, Crosby, Stills, Nash & Young; Jackson Browne o Tom Petty, un amigo llamado Alfredo Rambla, al que llamábamos Vélez, lo compró en Londres y nos lo dejó. Lo que se hacía allí era lo que teníamos que hacer también aquí.
Todo esto unido —la información que nos dio mi padre en lo musical, la tecnología y las influencias extranjeras— empezó a hacer mella en nosotros. Además, estaban la tele y la radio. La televisión española solo tenía dos cadenas y, en la segunda, la llamada UHF, había espacios musicales como Popgrama, Musical Express, conciertos por las mañanas y mucho cine, aunque fuera con censura o tijeretazo. En 1979, había más cultura en la televisión que en 2021. Pero, como consecuencia de la dictadura, era habitual que se fomentara más la música del exterior que la nacional, lo que no sucedía en otros países. Por ejemplo, me contaba Ramón Arroyo que, en 1976, en Francia, existía una ley proteccionista que obligaba a quien creara una emisora de radio a poner música en francés y, si abrías un cine, recibías la licencia y una subvención siempre que se proyectara cine francés. En España eso no ha ocurrido nunca, a no ser que fueras flamenco, y entonces te llevaban a Japón. La cultura española tenía más seguidores fuera que dentro.
Nosotros éramos una familia como las demás, pero con mucha música alrededor. Jugábamos al Scalextric y tuneábamos y lijábamos las pistas, y trucábamos los mandos para que los coches fueran más potentes. Mi padre, además, nos traía coches de fuera —que no eran de la marca Scalextric—, réplicas exactas de los coches de Fórmula 1. Alguno incluso tenía efectos de ventilación reales.
Se nos daban bien los deportes: fútbol, judo y natación. En cuanto a la vida en casa, era muy divertida: montábamos en bici en el pasillo, nos repartíamos las tareas de poner y quitar la mesa, e intentábamos escaquearnos cuando había que recoger la habitación. Nos pasábamos la ropa de un hermano a otro; de hecho, en varias de las primeras fotos de Los Secretos llevo ropa prestada. De las fotos que tengo de cuando éramos pequeños, me da rabia ver que nos cortaban el pelo a tazón y nos vestían a los tres hermanos iguales. Éramos una familia normal y vivíamos en una casa normal, muy de Cuéntame. Era un poco caótica en cuanto a distribución. El cuarto de la tele, por ejemplo, era una chapuza que hizo mi padre para sus montajes de vídeo y fotografía. Luego, cuando ya las computadoras personales empezaron a llegar, pasó a ser el cuarto del ordenador. La casa contaba con un sótano que durante años se convirtió en nuestro estudio de trabajo con el grupo. Allí pasamos cientos de horas y grabamos muchísimas maquetas. En casa, mi madre se manejaba con la ayuda de mi abuela y de Lucy o Nievitas, que, junto a otras, fueron dos de las chicas que en algún momento trabajaron en casa. A mí me gustaba acompañar a mi madre en la cocina. De hecho, hoy en día soy yo quien hace la comida en mi casa. Aunque yo era el pequeño de los chicos, era el más espabilado. Recuerdo que me encargaba de llevar los cascos —las botellas de vidrio vacías— al mercado y el dinero que me daban me lo guardaba para mis cosas. Cuando me mandaban a Bodegas Campanero a comprar una botella de vino con un billete de cien pesetas, solo gastaba cincuenta y me quedaba con las vueltas. Mi madre lo sabía, y de ese modo yo iba llenando la hucha.
Le dábamos bastante importancia a lo que pasaba en España por entonces. Se hablaba de elecciones y de cambio de régimen. Javier, el mayor, nos explicaba —sobre todo a mí— lo que significaban las cosas que pasaban en nuestro país, especialmente en lo relativo a los cambios sociales. Los jóvenes empezaban a expresar sus inquietudes y ya existía la opción de que la poli no te zurrara por la calle. Estaba claro que los tiempos estaban cambiando. Nos pasábamos las tardes enteras tirados en la habitación o en los sofás de casa escuchando discos, poniendo la radio o la televisión y esperando a que saliera lo nuevo de Gerry Rafferty, mientras recibíamos el primer disco de U2 con The Boy. Ya teníamos el primero de The Pretenders y, de pronto, Jackson Browne sacó Running on empty, que estaba por todas partes. Teníamos los discos de Pink Floyd, de Bob Dylan y de los Byrds, y, al lado, el London calling de The Clash o lo último de The Police… Era acojonante. Con todo aquello hicimos nuestro propio mercadillo musical. Otros músicos que empezaban en esa misma época no tenían tanta información, y se sumergían en un crisol tremendo de influencias del momento, pero sin bagaje previo. ¿Tenían formación? Sí. ¿Tanta? No. Y esto se podía comprobar porque, según iban descubriendo a los músicos legendarios, sus discos se veían claramente influenciados por ellos. De pronto, tal cantante hace un disco «muy Elvis» porque ha descubierto el rockabilly; después hace uno «muy Paul Simon» porque se ha topado con Simon & Garfunkel. Y así ocurría siempre.
Hacia 1978 las calles españolas empezaron a llenarse de tendencias y modas provenientes de fuera, especialmente de Londres. Era la época del punk, de las chapas en las cazadoras, de las crestas, de una expresión colorista que contrastaba con la estética gris, aburrida y correcta de los últimos cuarenta años. Señores aburridos con vidas aburridas frente a jóvenes liberados en busca de la máxima diversión. Pero nosotros, sin embargo, mantuvimos nuestra pasión por la música americana de estilo country o folk. Nos gustaba lo nuevo, pero sabíamos que lo nuestro era otra cosa. Queríamos country rock, folk típico y buen sonido de guitarras.
Javier, en la época del instituto, estaba obsesionado con tocar la guitarra. Aunque no era el único, ya que del FEM salieron cuatro o cinco grupos tiempo después: Tos, Choques, Mario Tenia y Los Solitarios… La locura por la música empezó en la escuela. Los tres hermanos conocimos en el colegio a un tío genial que se llamaba José Enrique Cano, al que llamaban Canito. Tenía talento para la música y su padre creía tanto en él, en su talento y en su gusto musical, que le había regalado una batería de segunda mano. Yo alucinaba porque mi padre no era así. Es cierto que nos había inculcado el amor por la música, pero nunca confiaría en que llegaríamos a hacer carrera en ella. El padre de Canito incluso nos avaló la compra de unos amplis que tenían en Leturiaga, la tienda de música a la que todos aspirábamos a ir.
Como Canito y Javier pasaban mucho tiempo tocando, hablando, fantaseando, siempre obsesionados con la música, Javi le propuso montar un grupo. Ellos serían el alma, y quizá Enrique y yo podríamos encargarnos de la guitarra y el bajo. Éramos más pequeños, así que veíamos cómo tocaban los mayores. A mí se me daba mejor hacer dibujos con la guitarra, investigar sonidos… y a Enrique, escribir. Aunque cada acorde nuevo que aprendíamos, Enrique lo convertía en una canción. De primeras, él era supertímido y muy introvertido, aunque cuando cogía confianza te partías de risa. Como hermanos, la idea de tocar juntos y de poder expresar lo que llevábamos dentro nos atraía mucho. Tampoco estaba muy claro el reparto de roles; fue un poco por descarte.
Gracias a la batería de Canito y a los dos amplis —uno tenía ruedas y sonaba fatal, pero sonaba, y el otro era para el bajo— empezamos a tomarnos más en serio nuestra afición. Enchufábamos dos guitarras y un micro a uno de los amplis, y en el otro, un bajo y otro micro. O sea, un poco chapucero, pero al menos sonaba. Pronto empezó a sobrevolar la idea de que necesitábamos encontrar un local para ensayar.
Pusimos en marcha los primeros conciertos —por llamarlos de alguna manera— en colegios mayores. Creo que la primera actuación fue en una fiesta de final de curso, y la primera canción fue una versión que hacía Dylan de un tema de Gordon Lightfood llamado «Early morning rain». En casa no sabían que estábamos montando un grupo y que tocábamos por ahí, así que la logística para poder ensayar o actuar a escondidas tenía su historia. Yo me inventaba un pegote desde una semana antes, en plan «buff, el martes próximo tengo un examen de matemáticas. Iré la tarde del día anterior a casa de un amigo que tiene un profe particular y que nos va a enseñar a hacer integrales». La excusa debía ser creíble y sobre algo que fuera un coñazo para mi padre; si no, él me decía: «No te vayas, quédate aquí, que yo te enseño». Tenía que planearlo todo. Bajaba por el ascensor hasta el montacargas, que era por donde vivía el portero, dejaba la bolsa de deporte que me había preparado a escondidas y volvía a subir a casa. Cuando era la hora y llegaba mi padre, yo contaba eso de que me iba a estudiar a casa de fulanito, recogía la bolsa escondida y me iba corriendo a tocar. En la bolsa llevaba la chaqueta de cuero que acababa de comprarme, los zapatos bonitos y me vestía de concierto. Recuerdo un día que mi padre llegó antes a casa porque se encontraba mal y me pilló saliendo con la bolsa. «Pero tú… ¿Dónde vas?», me dijo. Claro, un jueves a las ocho de la tarde un chavalín como yo no iba a ninguna parte. «Anda, tira para casa…», me ordenó. Aquel día me quedé sin tocar. Mi padre no tenía ni idea de que existía el grupo y nunca vio una guitarra eléctrica en nuestras manos. Sí nos veía darle a la guitarra española, porque la había comprado él, pero de lo demás no tenía ni idea.
Los padres de Canito eran muy mayores y él había sido un hijo tardío. Sus hermanos eran también mayores —debían de haber terminado la carrera— y ya se habían ido de casa. Así que el tío estaba solo en su casa y se lo pasaba pipa, y, por tanto, teníamos a nuestra disposición su piso en Becerril de la Sierra, la batería y los amplis. El padre de Canito, además, nos avaló unas letras de esas antiguas para comprar una guitarra eléctrica. Javier se compró una acústica y como micro usábamos uno de mi padre con el que ponía voz a sus vídeos grabados con un tomavistas Súper 8. Los vídeos eran sobre la familia, sobre nosotros de pequeños, unas joyas que espero poder rescatar algún día. En ellos, él ponía una emulsión para la banda de audio, así que, además del micro, teníamos un reproductor para grabar el sonido. Con la paga que nos daba mi abuela fuimos ahorrando y en Leturiaga nos compramos un bajo malísimo que yo me encargaba de afinar.
Perfectamente equipados —a nuestro entender—, ya solo nos faltaba un local de ensayo. Y, de nuevo, el padre de Canito entró en escena. Era abogado y tenía dos amigos-clientes que eran propietarios de una empresa de empaquetado de bombones y fabricación de caramelos. Él les convenció para que nos dejaran la zona de la nave que había tras un muro hecho con estructuras metálicas. Era un espacio inutilizado, de unos tres metros por cinco, que nos sirvió para guardar nuestros aparatos. Una parte quedaba a la intemperie, pero nos bastaba. Bueno, en invierno, a veces, cuando llegabas, te encontrabas con la guitarra helada, aunque nunca supuso un problema. Ese fue nuestro primer local de ensayo.
Inevitablemente, en casa empezaron a sospechar. Mi madre, que a veces se cansaba de cubrirnos, sabía que tarde o temprano mi padre nos pillaría. Él ya intuía que algo tramábamos, aunque no sabía ni qué ni cómo. Veía que echábamos muchas horas con las guitarras, la española y la acústica que se había comprado Javi. Como he dicho, la primera guitarra eléctrica nunca pasó por nuestra casa, ya que fue directamente a la de Canito y, después, al local de ensayo. Mi padre se daba cuenta de que estábamos distraídos porque escuchábamos mucha música y trasteábamos con sus aparatos de sonido. Llegó a cortar o a esconder los cables de los equipos de música e incluso en alguna ocasión nos escondió la guitarra.
No contaba con que yo era un tío muy curioso y manitas. Justo antes de uno de sus múltiples viajes, cortó con un cúter, a ras, el cable de corriente del aparato de sonido, de forma que no se podían hacer empalmes. Él no cayó en la cuenta de que yo podía abrir el aparato, buscar los cables, coger otros del Scalextric, unirlos con las pinzas de un Meccano viejo de cuando éramos niños y enchufarlo todo a la corriente. Así, de nuevo tuvimos los equipos de sonido listos para tocar en casa. Me llevé más de un calambre haciendo esos montajes, pero nunca pensé que pudieran ser peligrosos.
Éramos imparables. En cuanto mi padre salía por la puerta para irse de viaje y, tras asegurarnos de que se alejaba con el coche, ya estaba la música sonando otra vez y la guitarra danzando entre nosotros. Mi madre, que era un cielo, miraba a las alturas como diciendo: «Como se entere vuestro padre…».
Mi padre empezó a darse cuenta de que la música estaba afectando seriamente a nuestros estudios. De hecho, él no sabía que le dedicábamos mucho más tiempo a tocar que a estudiar. Todas nuestras salidas a casas de amigos para preparar un examen o lo que fuera eran mentiras. Siempre estábamos ensayando, dando algún concierto o mirando instrumentos. Mi madre pensaba que en cualquier momento se armaría la gorda.
Ella y mi abuela no solo nos cubrían las espaldas, sino que, además, nos financiaban. No es que estuvieran de acuerdo con esas «distracciones», pero empezaron a darnos alas. Yo me compré una guitarra por siete mil pesetas en Leturiaga pagada por ellas.
Mari Luz Prieto, mi madre, era una mujer muy divertida. Era de Salamanca. Conoció a mi padre en una de esas salidas que él hacía los fines de semana, cuando estaba levantando una obra de ingeniería en el río Duero, y se enamoraron perdidamente.
Era muy buena persona, muy generosa, siempre estaba de buen humor. No era muy alta y tenía una cara muy bonita, siempre sonriente. Nunca la vi enfadarse de verdad, ni decir una mala palabra. No bebía ni fumaba. Era toda una joya. Tenía un gran sentido del humor y en casa siempre hubo cachondeo gracias a ella. Era muy graciosa, muy joven de espíritu. Es verdad que sufrió mucho con nosotros y nuestros excesos. Enrique era el niño de sus ojos porque sabía que era el más débil, el más sensible, y siempre quiso apoyarle. En teoría, Enrique nunca se fue de casa «oficialmente», por lo que todo lo que ocurrió en nuestra carrera musical sucedió en el entorno del hogar familiar.
Mi madre tenía un hermano, el tío Manolo, que de vez en cuando venía por casa, pero solo cuando mi padre estaba fuera, porque no se llevaban muy bien. Mi tío era muy cachondo, un juergas, superdivertido, como toda la familia de Salamanca. Me llevaba al fútbol y era muy cariñoso, muy buena persona. En casa creaba buen ambiente y nos sentíamos muy unidos a él. Murió en 1987 y a todos nos dio muchísima pena.
Mis padres fueron novios durante cuatro años y, cuando se casaron, se fueron a vivir a Saucelle (Salamanca), donde mi padre estaba haciendo una presa. Sin embargo, mi hermano Javier nació en Madrid, el 5 de noviembre de 1958, y poco después a mi padre le destinaron a otro lugar más hostil y decidió cambiar de empresa. Fue entonces cuando fichó por Entrecanales y pudieron volver a Madrid, aunque eso no evitó que viajara con mucha frecuencia. El 13 de febrero de 1960 nació Enrique.
La casa en la que se instalaron en Madrid era de mis abuelos maternos y acabó siendo la nuestra, en la calle Rodríguez San Pedro 5, en el barrio de Argüelles. Allí vivíamos con mi abuela. Nos parecía normal que mi abuelo estuviera siempre fuera, pero la verdad es que estaban separados. Cuando ella salía, aparecía él; nunca coincidían. A nosotros no nos parecía raro. Bendita ingenuidad. Se habían casado como se casaban en la época, por influencia y recomendación de las familias. La de ella era una familia de terratenientes y la de él propietaria de varias tiendas de ultramarinos especializadas en bacalao de gran calidad. Él tenía una amante que se llamaba Estrella, a la que mantuvo toda la vida. Nunca la conocimos, claro, pero sí sabemos que para ella fue la mitad de la herencia de mi abuelo cuando falleció. Él vivió siempre muy bien gracias a la importación de bacalao gourmet. Era como un rico provinciano, y siempre procuró que a mi abuela no le faltara de nada. Nunca nos preguntamos por qué la abuela vivía en casa y el abuelo en la Gran Vía. Cuando él murió, ella comenzó a recibir una pensión de viudedad que, junto a las ciento veinticinco mil pesetas que le rentaba la finca que tenía alquilada para explotación en Salamanca, sin ser rica, podía financiar nuestras aficiones. Cada mes nos daba cinco mil pesetas a cada uno, con las que comprábamos discos y ahorrábamos.
Al parecer, la vida paralela que llevábamos los tres hermanos al margen de mi padre venía de familia. Nuestra pasión por la música se sostenía gracias a la combinación de esos tres elementos que acabo de mencionar: mi padre no sabía nada, contábamos con el apoyo de mi madre, que era quien daba la cara, y teníamos a mi abuela para financiar una gran parte de nuestros gastos.
Mi padre se enfadaba cuando veía que sacábamos notas muy raspadas. De vez en cuando, algún suspenso, aunque nunca repetimos curso. Pero lo que se volvió insoportable era el hecho de que, si él estaba en casa, la música dejaba de existir. Cuando se marchaba, volvíamos a montarlo todo y entonces mi madre se sentía feliz porque nosotros éramos felices. Los tres hermanos siempre hemos presumido de madre porque nunca hizo otra cosa que no fuera desvivirse por nosotros y por el bienestar de su entorno. Supongo que como todas las madres.
Murió en 2008, paradójicamente antes que mi padre, que era diez años mayor que ella, fumaba tres paquetes de cigarrillos al día y comía sin límite a pesar de sus dos úlceras sangrantes. Pero la vida es así. Un día vino a ver a mi hija y la notamos un poco apagada. Mi padre, mis hermanos y yo la acompañamos al médico, que le hizo unas pruebas de inmediato y, ese mismo día, le dieron un par de semanas de vida. Tenía cáncer metastásico de páncreas e hígado. Aceptó con buen talante el diagnóstico porque, como siempre, su objetivo era no molestar. Quiso que la atendieran en casa con cuidados paliativos, aunque nunca aceptó que le dieran morfina para el dolor. Morfina no, porque le recordaba a lo que nosotros habíamos vivido con las drogas.
Se fue como vivió: serena, sin molestar y cuidando a los demás.
Quizá porque ya rozo los sesenta tacos, todos mis recuerdos de aquellos años de infancia y primera juventud son muy bonitos. Es evidente que he vivido una juventud muy arriesgada. Con todo mi cariño y mi amor, no puedo evitar decir que mi padre fue un poco cabroncete, porque, viendo que nuestra afición por la música iba in crescendo, hizo lo imposible para que la abandonáramos y siguiéramos estudiando. Sé que él solo quería lo mejor para nosotros y que la única opción que contemplaba era que sus hijos hicieran una carrera universitaria.
La relación de los tres hermanos con los estudios es una historia de trampas. No éramos malos estudiantes ni unos mantas. Pero la música ocupaba toda nuestra mente y era nuestro único objetivo. Yo hice la selectividad en septiembre de 1980 porque mi padre, según me reconoció él mismo, habló con el colegio para que me suspendieran todas y obligarme a repetir COU. Los tejemanejes que hicimos para estudiar una carrera que nos permitiera, sobre todo, librarnos de la mili (con mayor o menor fortuna) fueron constantes en los siguientes años.
Porque esta infancia feliz comenzó a empañarse pronto, cuando, ya cegados por la música y los primeros conciertos, empezamos a tomarnos en serio el futuro. Así estábamos cuando mi hermano Enrique nos enseñó una canción que acababa de escribir y que se llamaba «Déjame».
La vida en casa seguía vestida de normalidad. La guitarra española, una bandurria y la guitarra acústica funcionaban a la vista de mi padre. Tocábamos y tocábamos hasta que decía: «Anda, Alvarito, déjalo ya y ponte a estudiar». Nuestro piso era grande, de unos ciento setenta metros cuadrados, pero los tres hermanos compartíamos habitación. A mi madre le encantaba que nuestros amigos vinieran a casa y alimentaba esa doble vida que ya he comentado que llevábamos. Pero con mi padre nos limitábamos a obedecer y a esperar a que se fuera de nuevo de viaje para hacer lo que queríamos.
De los tres hermanos, Enrique era el más problemático, quizá porque era el más débil y el más caprichoso. Yo tendría que haber sido el más mimado, por eso de ser el pequeño, pero la personalidad de Enrique era más emocional y vulnerable. Mi madre y mi abuela sentían debilidad por él. En el colegio también destacaba, porque era el que más trastadas hacía y el que se metía en más líos a pesar de su timidez. Tenía un grupo de amiguetes —Urrea, Vélez, Forteza y algún otro— y juntos manejaban el cotarro en el instituto. De cara a los profes, era muy introvertido y, cuando llegaban las notas, las de Enrique, aunque tampoco eran nada del otro mundo, siempre eran mejores que las mías. Muchas veces me pregunté cómo era posible que, siendo el más trasto, consiguiera tan buenos resultados.
Durante nuestros ensayos clandestinos era habitual que se apuntara algún acompañante, normalmente amigo de Canito, como Francis, que tocaba la guitarra eléctrica. Canito tenía una personalidad y un carisma muy atrayentes y contagiaba su entusiasmo a todo el mundo.
Antes de ensayar en la fábrica de caramelos de Torrejón, la casa de Canito se convirtió en nuestro cuartel general. A veces también ensayábamos en el sótano de nuestra casa, a escondidas, como si formáramos parte de un club privado y oculto para los demás. Nos mirábamos como diciendo: «Hey, esto no lo sabe nadie». Ese secreto era como una droga, como una corriente eléctrica que afloraba cuando nos reuníamos. Actuábamos en la clandestinidad, pero nuestro hobby iba adquiriendo una fuerza brutal. No sacábamos ni un duro, pero estábamos poseídos por una pasión.
En 1976, Javi y Canito pasaron la selectividad y Javi se matriculó en Medicina. Había superado el COU muy justo, pero no tuvo suerte en la universidad y suspendió todas. Mi padre lo envió a Inglaterra a estudiar inglés y a trabajar, un poco para ver si se centraba. Tenía dieciocho años y aquella estancia le marcó de una manera muy especial. Nadie le controlaba, tenía dinero y podía hacer lo que quisiera. Flipó con la explosión del punk y de la new wave musical, con Elvis Costello, Squeeze y compañía.
Canito se fue a Inglaterra con María José Sanz, su novia, y con un amigo suyo, Óscar Ruiz —que luego fue crucial en nuestra historia— a ver a Javier y a vivir todo aquello en directo. Se había matriculado en Derecho, pero un par de años después lo dejó. Le confesó a su padre que estudiaba a regañadientes, para no defraudarlo, pero que a él lo que le motivaba era la música.
Javi regresó con nuevos estímulos musicales y estilísticos… y con su primera guitarra eléctrica. Tenía la virtud de saber tirarse el rollo aun cuando no fuera un superdotado para la música. No era el mejor guitarrista, ni el mejor cantante, ni el mejor compositor, pero le gustaba tanto la música como todos los «ligoteos» que esta pudiera proporcionarle. Fueron él y Canito quienes iniciaron el grupo. Es cierto que Canito tenía talento para componer y, además, no le faltaba el apoyo de su padre, pero la génesis del grupo se debió a la iniciativa de Javi.
Cuando yo tenía catorce o quince años, Javi estaba en primero de carrera y le gustaba presumir de grupo ante sus amigos. Era —y es— un fardón, un relaciones públicas nato. A mí entonces ni se me pasaba por la cabeza que tocar en un grupo podía servir para ligar y conocer gente. En realidad, yo tocaba porque me volvía loco la música.
Javi y Enrique estaban mucho más conectados —dieciocho y dieciséis años, respectivamente—, lo que suponía que a mí, que tenía catorce, me arrinconaran un poco, sobre todo porque los «ligoteos» empezaban a adquirir bastante protagonismo. Obviamente, yo no me comía un colín, pero tampoco me interesaba. A ellos les daba rabia que fuera el «monín» de los tres y que las tías siempre se fijaran en mí. El hecho es que, muy al principio de nuestra aventura musical, mis hermanos no me tenían demasiado en cuenta a la hora de ensayar. A veces me parecía que solo me llevaban con ellos para que les afinara las guitarras y les ayudara a cargar.
A través de unos amigos, a Javi le ofrecieron actuar como banda de apoyo en una representación del musical Hair que se iba a montar en una residencia universitaria en Aluche. Javi, que era un echao palante, dijo que sí, que actuarían como banda de acompañamiento en directo, pero aquello fue un desastre. Por aquel entonces Canito no tocaba demasiado bien la batería; Javi era muy limitado con la guitarra y Francis desafinaba y tocaba con la guitarra muy holgada, casi a la altura de las rodillas. Un día le dije: «Tío, trae aquí la guitarra», y se la afiné. Y también afiné el bajo. Había aprendido a hacerlo gracias a escuchar a los Beatles y seguirles con un libro que me había comprado con todas sus canciones. Empezaba a intuir conceptos como los armónicos y a comprender la guitarra.
Un año después, Enrique terminó COU con notas muy justitas y pasó la selectividad. Se matriculó —no se sabe muy bien por qué— en Económicas, e inmediatamente solicitó una prórroga para no hacer la mili. Si estabas matriculado en la universidad podías librarte del servicio militar, lo que nos daba la oportunidad de dedicarnos por entero a tocar. Poco antes de terminar 1977, Francis dejó los ensayos y en el grupo nos quedamos los tres hermanos Urquijo y Canito.
Para entonces llevaba tiempo asomado al escaparate de Leturiaga porque estaba enamorado de una guitarra Höfner de doce cuerdas. La gente pensaba que los sonidos característicos de los Byrds o de George Harrison eran el resultado de ecualizaciones o de efectos sonoros, pero yo estaba seguro de que se debía a las guitarras de doce cuerdas. Con la ayuda de Javier y de Enrique pude comprar la Höfner, que era durísima y estaba medio oxidada. En realidad, era una guitarra muy mala, pero a base de trabajarla y de repararla más de una vez le cogí el tranquillo y le saqué un sonido característico, el propio de Los Secretos, tan original y reconocible.
Eso es lo que principalmente buscábamos durante los ensayos en Torrejón de Ardoz. El único día que podíamos ir a la fábrica de caramelos era el domingo, cuando no había nadie trabajando. Javier, Enrique y yo comíamos en casa con nuestros padres y después salíamos por separado. Cogíamos el autobús hasta Torrejón y a eso de las nueve de la noche volvíamos a Madrid. Llegábamos a casa también por separado, como si hubiéramos estado haciendo nuestras cosas, cada cual las suyas.
Los ensayos eran geniales, muy inocentes. Versionábamos todo tipo de canciones: de la Credence, de Steve Miller, de los Beatles —estábamos convencidos de que eran más complejos de lo que se decía— o de los Byrds. Era apasionante, como jugar a los astronautas… Los tres hermanos y su amigo jugando en serio a ser músicos. De aquella época guardo los primeros recuerdos de Canito y de Enrique rasgueando los primeros acordes de «Otra tarde».
En la fábrica había unas máquinas que permanecían siempre encendidas porque mantenían los ingredientes calientes para que no se apelmazaran. En uno de los ensayos, yo, que era bastante pardillo, me senté sobre una de ellas y coloqué la riñonada en el metal. Cuando cogí la Höfner y toqué un par de acordes, me dio tal descarga eléctrica que la guitarra y yo salimos volando y caímos al suelo. Me salía espuma por la boca. Sufrí una especie de shock brutal; vete tú a saber el voltaje que tenían esas máquinas. La guitarra cayó con las clavijas contra el suelo y se partieron. Imposible arreglarlas. Poco había durado la Höfner.
Fui a Leturiaga cabizbajo y conté lo que me había pasado. Ellos no podían hacer nada, pero me dijeron que Cerrada sí podría arreglarla. Cerrada era un señor de ochenta años, artesano retirado, que había fabricado guitarras en los años cincuenta y sesenta para las marcas Telecustom y Höfner. Pedía las piezas por separado y las ensamblaba, consiguiendo guitarras únicas. Es probable que mi Höfner maltrecha la hubiera fabricado él con sus propias manos.
Le llamé por teléfono y me dijo que fuera a verle. En los años sesenta, en una España deprimida económicamente, él mismo había fabricado bafles para orquestas y grupos que no tenían equipos de sonido, como Los Pasos y Los Brincos. Así que allí estaba yo, en la casa de un señor mayorcísimo y su mujer, preguntándome qué demonios podía hacer por mí. Cuando vio la Höfner se alegró muchísimo y, tras ver el destrozo, me dijo: «Tienes que comprar clavijeros. Por lo menos dos, porque esta guitarra es de doce cuerdas. Cuando los tengas, me los traes y a ver qué puedo hacer». Los clavijeros me costaron tres mil quinientas pesetas, la mitad de lo que me había costado la guitarra. Mi cabreo era monumental.
Pero Cerrada me la arregló entera. Hizo un gran trabajo de artesanía, una auténtica virguería. Cuando fui a recogerla, mirando a su mujer, dijo:
—¿Y qué le cobro yo a este chico?
La señora le miró y respondió:
—Ni se te ocurra cobrarle.
Me deshice en agradecimientos. Me llevé la guitarra y hasta ahora. La he cuidado mucho, no la saco de casa salvo cuando vamos a un estudio para grabar. Cierto que la Rickenbacker es muy pintona y la saco en las portadas, pero siempre grabo con la Höfner.
La accidentada estancia en la fábrica de caramelos provocó dos situaciones que complicaron la continuidad en nuestro flamante local de ensayo. La primera tuvo que ver con el hecho de que la zona en la que ensayábamos estaba detrás de las máquinas donde se elaboraban los caramelos. Yo me sentaba a tocar sobre una de ellas porque así podía apoyar la espalda. Frente a mí estaba el garaje, que era la zona de ensayo propiamente dicha, y que tenía salida a la calle. Pero nunca entrábamos a la fábrica. Había unas cortinas con lamas de plástico para aislar ruidos y que nos separaban del lugar de trabajo de los operarios. Un día decidimos traspasar las cortinas y entramos a curiosear. Vimos varias máquinas y unas ollas y, al levantar la tapa de una de ellas, descubrimos que estaba llena de chocolate. Metimos el dedo y, pese a la inevitable quemadura, durante unos segundos nos sentimos como si estuviéramos en una escena de Charlie y la fábrica de chocolate. Éramosunos chavales muy inocentes. Justo ese día aparecieron por allí el amigo del padre de Canito y su socio. Nos pillaron con las manos en la masa. Fue un marrón. Yo creo que nos invitaron a irnos.
El otro suceso que decidió la marcha de la fábrica fue que, en el polígono donde estaba, varias naves habían sufrido robos. Los ladrones entraban, revisaban si había dinero en la caja y robaban materiales y lo que encontraban. En una ocasión entraron en la fábrica de caramelos y dejaron el local hecho una guarrada —defecaron en la mesa del despacho, por ejemplo—. Los dueños creían que íbamos con más gente a los ensayos, con gamberros que iban a beber, a fumar y a trastear. Como nos habían pillado metiendo la mano en la olla de chocolate, empezaron a desconfiar de nosotros.
Las empresas de la zona habían contratado su particular servicio de seguridad, una especie de patrulla ciudadana formada por matones y guardias civiles. El caso es que, dos semanas después de la pillada, un domingo por la noche, cuando al padre de Canito ya le habían dicho aquello de «a ver qué hacen tu hijo y sus amigos», al salir del ensayo se montó la gorda.
Primero salió Canito con su novia y se metieron en el coche, en el Seiscientos que mis padres le habían regalado a Javier cuando cumplió los dieciocho. Yo salí a continuación, mientras Javier cerraba la puerta. De pronto, por la esquina, apareció un coche a toda velocidad del que se bajaron unos tipos con pistolas. Recibí una violenta patada en la espalda y caí al suelo. Era la patrulla de seguridad, convencida de que nosotros éramos la banda de ladrones y que, al fin, los habían atrapado.
Durante un rato tuve un pie en mi cuello para que no me moviera (debe de ser algo que les enseñan a los policías de todo el mundo) y me pusieron una pistola en la espalda. La mano que la sujetaba estaba tan temblorosa que di por sentado que el tío acabaría disparándome. Me vi muerto. Mi hermano Javier estaba también en el suelo, boca abajo, con la cara contra el suelo, pero pudo gritar: «¡Mire! ¡Que tengo las llaves! ¡Que estoy cerrando!».
El hombre que parecía ser el mayor de los miembros de la patrulla, de unos sesenta años, guardia civil jubilado, nos miró fijamente y ordenó la retirada. Toda la cuadrilla, que había salido a dar vueltas por el polígono para proteger la zona, se montó en un Seat 1.500 familiar y se fueron levantando una polvareda.
Aquella noche no dormí del miedo que pasé. Pánico de verdad.
Javi tenía un conocido, Javier Teixidor, que tocaba en un grupo llamado Mermelada. Habían coincidido de bares y con él hablábamos mucho de música. Canito conocía también a Carlos Berlanga de la Facultad de Derecho, que tocaba en Kaka de Luxe. Uno y otro nos dijeron que tenían un local de ensayo en el Ateneo Politécnico de Prosperidad y que quizá podríamos compartirlo con ellos. La principal ventaja era que estaríamos rodeados de músicos con inquietudes parecidas a las nuestras.
En otoño de 1978 nos llevamos el equipo al local del Ateneo, en la calle Mantuano, muy cerca de Pradillo. Había una sala de conciertos y, al lado, un colegio abandonado que, en plan okupas, habían transformado en un centro cultural. El salón de actos —allí se filmó, por ejemplo, la escena de Imanol Arias cantando «Gran Ganga» en Laberinto de Pasiones, de Pedro Almodóvar— dependía de la Junta de Distrito de Prosperidad, pero eran bastante permisivos. Allí ensayábamos veinte grupos, cuatro por local. Nosotros estábamos con Mermelada, Kaka de Luxe y Los Zombies. Mermelada ya tenía un disco publicado y eran los que más en serio se tomaban lo de la música. Kaka de Luxe también tenía un disco en el mercado, y eso nos colocaba junto a grupos que podían contarnos de qué iba la historia. Compartíamos con ellos el local y el equipo de sonido, así que nos sentíamos parte de una historia musical.
Poco antes del traslado, cuando aún ensayábamos en la fábrica de caramelos y se hablaba de los ladrones que merodeaban por la zona, el hermano de María José, la novia de Canito, se empeñó en hacernos un seguro antirrobo. Él había empezado a trabajar en una mutua aseguradora y, aunque nuestros equipos eran un asco de guitarras y de amplis, contratamos un seguro por once mil pesetas que nos cubriría el material en caso de robo. Canito y María José se querían muchísimo, y casi eran como marido y mujer, así que el hermano de ella también era ya parte de la familia y Canito insistió en que le ayudáramos en su primer trabajo.
El grupo tenía un fondo común porque la mayoría de nuestros instrumentos y amplis eran de fabricación americana y el voltaje con el que se encendían era distinto del español. Por ello necesitábamos transformadores para cada aparato, que con el uso terminaban quemándose y debíamos comprar otros nuevos. Gracias al fondo común hacíamos frente a esos gastos, y de allí salió una gran parte de lo que costaba aquel seguro. El resto lo pusimos cada uno de nuestro bolsillo: yo pagué mil quinientas pesetas que me dolieron en el alma. Me parecía que aquello no tenía demasiado sentido.
En el verano de 1978 nos fuimos de vacaciones con mis padres a Benidorm. Ya ensayábamos en el local del Ateneo, donde dejamos nuestros instrumentos. Durante las vacaciones, unos ladrones entraron a robar y de una patada reventaron las puertas de los locales. Se llevaron cosas bastantes gordas, pero de nuestro local apenas cogieron nada. Rompieron la puerta, pero, no sé por qué, decidieron pirarse. Los demás músicos trasladaron nuestros instrumentos a sus locales para que no nos los robaran —la puerta estuvo rota todo el verano— y, cuando volvimos de las vacaciones, nos encontramos el nuestro totalmente vacío. El disgusto fue tremendo. Los demás músicos nos contaron lo sucedido y entonces nos dimos cuenta de que teníamos un seguro y que podíamos usarlo. Llamamos al hermano de María José, que vino con su jefe. Había un atestado policial y pruebas fehacientes de que se habían cometido robos.
La compañía valoró nuestras pérdidas en seiscientas mil pesetas porque consideraron que los equipos eran de primeras marcas, pero cuando el perito empezó a sacar fotos de todos los locales, descubrimos que la mayor parte de nuestros instrumentos estaban repartidos por allí, de manera que decidimos ser honestos y se lo dijimos al tipo del seguro. Sí que había volado alguna cosa —sobre todo partes de la batería—, pero la aseguradora decidió indemnizarnos con trescientas mil pesetas que nos cayeron del cielo. Aquel seguro fue una gran inversión.
Con las trescientas mil pesetas Canito se compró una batería nueva y mucho mejor; compramos un amplificador Fender; Enrique se compró el bajo Maya —una imitación de Fender—, y todos nos hicimos con un equipo de voces de la marca Acustic, que nos vino que te mueres. De hecho, sobrevivimos bastante tiempo alquilando ese equipo y sonorizamos a Kaka de Luxe o a Los Elegantes, es decir, a la movida madrileña. Además, nos proporcionó la profesionalidad suficiente para que, en 1979, con lo que nos sobró de la indemnización, grabáramos nuestra segunda maqueta. Durante todo ese año seguimos ensayando en aquel local.
Cada vez hacíamos más conciertos, aunque de proyección pequeña, claro. Tocábamos en pubs, en colegios mayores —que era relativamente fácil—, en algún teatro por alguna movida estudiantil. Los nombres que usábamos eran variados, pero siempre intentábamos sentirnos bien representados y demostrar nuestro estilo. Canito y Javi estaban muy en la onda de la new wave, mientras que a Enrique y a mí nos tiraba más el rollo country folk americano. A veces usábamos nombres como Zuma o Pickin’ to Beat the Devil, que era el nombre de una canción de un grupo americano que había sonado unos años antes. Nos iba ese rollo y, dependiendo del concierto, adoptábamos un nombre u otro. Empezábamos a dominar el escenario y la instrumentación, así como las voces. Sabíamos que nadie de nuestro entorno estaba haciendo nada parecido, y eso nos gustaba.
La sensación de estar cerca de otros grupos y de formar parte de algo empezaba a ser más que una sensación. Los grupos que había a nuestro alrededor generaban iniciativas culturales. La calle se movía. Se hacían películas, fanzines, publicaciones undreground, muy del estilo de lo que Javier había descubierto en Londres. Nos metimos en todo ese movimiento para buscar un nombre que encajara bien. Tos fue uno de los primeros. Estaban de moda los nombres escatológicos, como Kaka de Luxe o Mermelada de Lentejas, que fue su nombre original, así que pensamos que Tos nos representaba.
Enrique había empezado a componer canciones. Se sabía tres acordes y me preguntaba: «Álvaro, ¿este qué acorde es?». Cuando ni él ni yo lo conocíamos, el asunto se quedaba en el aire. Una vez Enrique me dijo: «He hecho una canción con aquel acorde raro, ¿te acuerdas?». Le pedí que me lo enseñara y entonces escuché por primera vez «Déjame». Pensé que sonaba muy bien y, además, nos permitía jugar a hacer riffs de guitarra y con las voces. En esa época yo escuchaba sin parar «I’ve just seen a face» de los Beatles y me fascinaba la progresión de acordes. De modo que decidí aplicarla en la cancioncilla de Enrique. De ahí viene ese Fa inesperado al final del puente. Fue también entonces cuando toqué el riff de guitarra que sonaba en mi cabeza desde hacía tiempo y que había practicado en solitario en multitud de ocasiones. Nunca pensé que llegaría a utilizarlo. Ese riff de entrada es el inicio de la canción que nos abrió las puertas del éxito, una de las frases de guitarra más reconocibles en una canción que llegó a ser un himno de la música popular española.
En Madrid, en 1979, se estaba gestando un movimiento musical llamado «nueva ola» que empezaba a marcar el estilo que desembocaría en la mundialmente famosa movida madrileña. A Los Secretos siempre nos incluyen en esa explosión de libertad, pero puedo decir con orgullo que nosotros fuimos más nueva ola que movida. Desde abril de ese año Madrid contaba con un alcalde pintoresco, Enrique Tierno Galván, a quien muchos llamaban «el Viejo Profesor» y que era conocido por su desparpajo, su inteligencia y sus divertidos bandos municipales. También porque apoyaba abiertamente a la juventud, que empezaba a liberarse. Jesús Redondo, nuestro pianista, estuvo presente cuando Tierno dijo aquello de «¡Rockeros, el que no esté colocao, que se coloque!». Lo bueno del alcalde de Madrid era que también caía bien a los mayores. Era un tipo muy popular. Aquel año se celebraron elecciones generales, que ganaron Adolfo Suárez y la Unión de Centro Democrático (UCD). Suárez continuó su plan de Transición para España mientras ETA seguía tiñendo las calles de sangre.
Fueron años muy intensos y los vivimos con la tranquilidad que te da la juventud: si yo tuviera que hacer ahora todo lo que hice de 1979 a 1981, por ejemplo, acabaría reventado. Grabar discos, dar conciertos, salir en programas de televisión… Luego desaparecimos, porque nosotros, en realidad, no éramos paladines de ninguna movida ni de nada semejante. Llegamos antes que los demás, abrimos la brecha, pero lo de aquellos años… Ahora sería incapaz de hacer lo que hice: enterrar a un amigo, buscar a otro músico, ensayar con él, hacer maquetas, grabar discos, editarlos, promocionarlos, examinarme, evitar la mili... Demasiado.
Y todo esto sin tener un mánager que nos guiara ni un productor que nos dijera cómo hacer las cosas. Nuestros planteamientos eran pueriles e inocentes, no encajábamos en las tendencias estilísticas que llegaban de fuera de España y que luego, una vez mezcladas, pintaron la imagen de aquellos años. No olvidemos que lo que para algunos empezó en los años ochenta en España para otros se remonta a 1975. Por ejemplo, me llama la atención el hecho de que en 1977 muchos hablaran de la cantidad de grupos punk que había en los pubs ingleses mientras en España todos iban con sus jerseys a cuadros al estilo «Libertad sin ira». Había un desfase enorme entre España y el resto de Europa. Quienes tenían la oportunidad de viajar o formaban parte de grupos «culturetas» sí sabían lo que allí se cocía, pero yo recuerdo haber visto gente en conciertos de punk en el Rock-Ola con una cresta y con un poncho. El punky se ponía sus botas más rockeras, pero eran las mismas que se ponía un rocker.
Antes de la llegada de la nueva ola hubo una batalla de tribus urbanas de la que surgió el boom del rock and roll y que dio lugar a películas como American Grafitti. A mí, por ejemplo, me encantaba Buddy Holly, pionero de lo que luego pasó a ser una banda estándar, es decir, bajo, batería y dos guitarras. Metió la melodía en el rock and roll, pero, por desgracia, la muerte se lo llevó siendo muy joven.
También nos gustaba mucho Chuck Berry. Entre nuestros primeros conciertos estuvieron los que hicimos en los guateques que organizaban unos cuantos amigos en una casa en Villafranca del Castillo. Los llamábamos meetings rock and roll, porque a todos nos gustaba el rock y hacíamos canciones de ese estilo. Nuestra andadura, por tanto, fue una evolución de las corrientes musicales, a la que añadimos una particular predisposición para tocar. Los meetings no eran comparables con las fiestas de rock urbano de grupos más sofisticados como Alaska y compañía. No existía una profesión que te situara como «músico», salir en las noticias y ganar dinero, porque en la España de finales de los años setenta e inicios de los ochenta, el paro y la ruina económica eran gigantes. De hecho, algunos de nuestros amigos, gracias a que tenían nacionalidad española y estadounidense, se traían guitarras Gibson de segunda mano de Estados Unidos y las vendían por el doble en España.
Poco a poco, el nombre de Tos se iba consolidando. Además de ser algo escatológico, como he contado antes y como dictaba la moda, respondía a que en la fábrica de chocolate donde ensayábamos hacía muchísimo frío y tosíamos todo el rato. El nombre se le ocurrió a Canito y a todos nos pareció que encajaba perfectamente con nuestro deseo de ser un poco transgresores.
Tanto Enrique como Canito pugnaban por liderar el grupo, aunque no tenía demasiado sentido. Enrique estaba muy apegado al country y quería ir en esa dirección, con discreción y buen hacer. Canito quería algo más llamativo, más en la onda new wave inglesa. Por supuesto, nos dejábamos aconsejar por las bandas amigas, pero siempre mantuvimos distancia. La verdad es que Kaka de Luxe poco podía aportarnos, pero Mermelada o Mario Tenia y Los Solitarios sí podían ayudarnos a difuminar la dualidad que padecíamos.
El Ateneo, nuestro local de ensayo, fue clausurado por la autoridad competente y, junto a Mermelada, nos fuimos a otro local en la calle Tablada número 25. No podíamos pagar el alquiler de un local entero para nosotros, así que lo compartíamos con otras bandas, como Los Bólidos o Los Pistones. Con Javier Teixidor, de Mermelada, había tan buen rollo que fuimos sus teloneros en numerosas ocasiones. En abril de 1979 tocamos con ellos en el teatro Martín, en Chueca, y nuestra actuación fue épica. Salió de maravilla. Canito estuvo inspiradísimo y marcó a la perfección el paso del grupo. Nos mirábamos en el escenario y alucinábamos: estábamos transmitiendo como nunca lo que sabíamos hacer. En aquella ocasión optamos por un repertorio rockero porque era lo que nos pedía el público.
Las cosas iban muy bien. Teníamos personalidad y cierto recorrido, contábamos con muchos amigos que tenían discos publicados y nuestros conciertos eran muy resultones. Ni desafinábamos ni éramos estridentes, dos de los rasgos más comunes de los grupos de la época. Vale, no ganábamos un duro y aún no teníamos un disco grabado. De hecho, Javier Teixidor nos animó a grabar nuestras canciones en el estudio en el que ellos habían grabado un single llamado «Coge el tren», editado por Zafiro. El productor era Jesús N. Gómez, dueño de un pequeño local de electrónica cercano al Ateneo, en el que arreglaba y reparaba aparatos, porque, si no recuerdo mal, era ingeniero. El estudio se llamaba Doublewtronics y tenía una mesa de mezclas y dos sencillos magnetofones estéreos. Era como un cuchitril, como la trastienda de un comercio pequeñito y cutre, pero tenía lo suficiente para poder grabar. Jesús fue un productor muy importante en aquellos años: produjo, entre otros, el «Camino Soria» de Gabinete Caligari.
Habíamos ensayado bastante, pero recuerdo que nos presentamos allí con muchos nervios. Pasábamos de grabar maquetas caseras, trampeando el equipo de sonido de nuestro padre, a hacerlo en un estudio de grabación, aunque fuera cutre, pequeño y casero. Para nosotros era subir de nivel.
Por aquel entonces, Canito mandaba mucho en el grupo y grabamos dos canciones suyas: «Máquinas» y «Snoopy y Olga». También grabamos «Por ti», con letra de Enrique y música mía. En esa canción yo hacía cosas muy resultonas que ahora me parecen cutres, pero es un verdadero tesoro porque posiblemente es la primera canción en la que se oye la voz de Enrique cantando. Lo hacía un poco desganado porque no le gustaba ser protagonista. En ese sentido, ya apuntaba maneras, es decir, ser el frontman del grupo no iba con él. El tiempo y las circunstancias acabarían obligándole a serlo. Por último, grabamos «No llores», una versión de un tema de Neil Young que nos gustaba mucho. Javi hacía los solos y yo daba soporte con la rítmica haciendo mis dibujitos sonoros. Creo que también grabamos un par de instrumentales mías. Una se llamaba «La caverna», que a saber dónde ha ido a parar, lo que demuestra que lo único que queríamos era plasmar nuestras canciones y dejar constancia de su existencia.
Los temas se grabaron en estéreo. Primero las bases, en un magnetofón, y luego se juntaban, se pasaban a otro magnetofón y se añadían las voces. Muy parecido a como empezaron los Beatles, aunque en sus inicios ellos grababan en mono.
Javi, que era nuestro mejor vendedor y relaciones públicas, decidió mover la maqueta entre sus contactos. Al principio solo teníamos una casete, y debíamos convencer a las emisoras de radio para que la pusieran, la grabaran y nos la devolvieran. Después tuvimos que hacer copias.
La explosión cultural de la movida y de la nueva ola no solo era una iniciativa juvenil y social. Las primeras radios FM de Madrid se convirtieron en los canales de difusión más eficaces para dar a conocer lo que estaba ocurriendo. Surgieron emisoras y programas que hoy son verdaderos iconos de la radio, con locutores legendarios. En Radio Popular nuestra maqueta la escucharon gente como Manolo Fernández, que ya nos había echado el ojo gracias a Óscar Ruiz, que le contó que nos llamábamos Pickin’ to Beat the Devil, el título de una de las canciones que Manolo más ponía en la radio. En Onda 2 la cosa era también imponente: Juan de Pablos, Jesús Ordovás, Rafael Abitbol, Gonzalo Garrido… Y en Radio 3, Julio Ruiz. Todos eran disc jockeys muy influyentes. Contaban lo que pasaba tanto en Madrid como en las escenas musicales de Londres o Nueva York. El objetivo ya no era que pusieran la maqueta en la radio, sino que esas figuras tan importantes se implicaran personalmente con los grupos y los apadrinaran. Para Javi era fundamental conseguir un padrino que nos ayudara a despuntar. Ya estaba ocurriendo con otras bandas: Mario Armero, por ejemplo, promocionaba y tutelaba a Nacha Pop, y algo parecido buscábamos nosotros.
Nuestro avalista y promotor en la radio fue Gonzalo Garrido. Escuchó nuestra versión del «No llores» de Neil Young, y le encantó. Nos caímos muy bien y nos pidió más temas. Cuando escuchó «Déjame», que estaba ya muy rodada, se quedó impactado. El riff entró a la primera, la estructura la conseguimos sin demasiadas complicaciones y tan solo nos quejábamos porque era una canción sin estribillo. Los versos «Déjame, no vuelvas a mi lado», etc., son estrofas, y la parte de «No hay nada que ahora ya puedas hacer» es el puente. Nos pasaba algo parecido con la versión de «Sobre un vidrio mojado», que tampoco tiene estribillo. Pero, en realidad, nos daba igual. Lo que nos gustaba era ensayar y tocar. Gonzalo Garrido nos dijo que «Déjame» acabaría siendo un single. Lo tenía clarísimo. «¿En serio?», le preguntamos. Ni de lejos pensábamos que pudiésemos tener éxito con esa canción. Ni con esa ni con ninguna. Tiempo después, cuando grabamos el primer disco, en 1981, nunca se nos ocurrió que podríamos ganarnos la vida con nuestras canciones, aunque es cierto que con «Déjame» dejó de funcionar el piloto automático que teníamos con Canito y sus canciones —que eran buenísimas— liderando el grupo. Gonzalo nos dijo: «Vamos a poner esta canción en la radio, esto lo tiene que oír la gente». Y las maquetas cumplieron su cometido a la perfección.
En aquel momento, mis hermanos mayores y Canito cortaban el bacalao y yo me limitaba a hacer las cosas lo mejor posible. Años después, las maquetas se publicaron oficialmente, aunque yo nunca estuve de acuerdo. Me parece que no tienen suficiente calidad. Pero sé que esa la fue la forma en la que Enrique ayudó a Óscar Ruiz a lanzar su discográfica, Dos Rombos.
La tarde del 1 de enero de 1980 la pasé en el cuarto de baño de mi casa llorando como un niño. Canito agonizaba en el hospital a la espera de un milagro que nunca llegó.
La tarde anterior, los tres hermanos nos disponíamos a pasar la cena de fin de año en casa, y luego teníamos pensado ir a una fiesta de nochevieja para celebrar, entre otras cosas, que 1980 iba a ser nuestro año, y los ochenta, nuestra década.
Cuando mi padre se enteró de que yo tenía planes para salir con Javi y Enrique, me dijo: «Alvarito, ¿dónde coño crees que vas? Tienes diecisiete años y no vas a ningún lado». Vaya asco de nochevieja me esperaba… Mi abuela, mis padres, mis hermanos, mi hermana Lydia y yo vimos las campanadas retransmitidas por Matías Prats, y con las uvas todavía en la boca, Javi y Enrique se piraron. Así que me quedé viendo el programita de después. En algún momento me fui a la habitación con la guitarra a tocar y a repasar temas. Mi hermana quizá se durmió en el sofá o escuchándome en mi habitación. Tenía solo nueve años y no era una audiencia muy exigente.
Javi y Enrique se fueron de fiesta a un chalé, en el mismo Madrid, con Canito, su novia y los demás amigos habituales: Javier Teixidor y los Mermelada, la gente de Los Elegantes, Mamá y Mario Tenia y los Solitarios. Puesto que yo no estuve en la fiesta, lo que sé es lo que me contaron ellos: que se lo pasaron en grande; que estuvieron bailando toda la noche; que había mucha ilusión por el nuevo año; que Canito estaba que se salía; que repetía una y otra vez eso de «somos los mejores, vamos a grabar un disco, vamos a ser número uno»; que hubo música, que tocaron y que había chicas. Un fiestón.
La noche fue avanzando y alguien propuso continuar la fiesta en Villalba, a cuarenta kilómetros de Madrid. Mi hermano Enrique dijo que ya había tenido bastante y se fue a casa, pero Javi se quedó en el chalé. Canito y el resto se fueron a Villalba. Iban en varios coches; en uno iba Canito con su novia y un amigo; en otro, un Ford Fiesta, el batería de Mermelada, Antonio Yenes, y Emilio, de Los Elegantes; en otro, un Seat 850, Javier Teixidor. Por algún motivo tuvieron que detenerse, quizá porque alguno de los coches se había quedado rezagado o porque se habían perdido.
El caso es que se pararon en el arcén. Canito aprovechó la pausa para salir del coche y charlar con Emilio, que también había bajado. Se estaban moviendo entre los vehículos cuando apareció un coche a toda velocidad que chocó contra el de Antonio Yenes, que volcó e impactó con Canito, que salió despedido por el asfalto y se golpeó la cabeza. Joder, estaban charlando tranquilamente y en una milésima de segundo la mala suerte hizo que el coche de Antonio fuera a chocar contra Canito. Creo que fue Teixi quien encontró el cuerpo y se dio cuenta de la gravedad del accidente.
Sobre el conductor del coche que impactó con el de Antonio no se dio ninguna información. Tampoco salió en las noticias. Por lo visto, estaba borracho. En aquella época no había test de alcoholemia ni nada parecido. Podías subirte a un coche yendo hasta las trancas de whisky.
El 1 de enero por la mañana, Javi y Enrique se levantaron con un resacón de los bestias. Alguien llamó a casa para hablar con Javi y me acuerdo de la agitación que se produjo cuando le vimos echarse a llorar incrédulo. Enrique estaba bloqueado. Yo me encerré en el baño y me puse a llorar. Canito aún estaba vivo, pero su estado era gravísimo y los médicos habían dicho que difícilmente saldría de esa. Dos días después falleció.
Canito era una persona muy vital y entusiasta; como decía Javier, «un romántico empedernido, superenamorado de la vida y de su novia, a la que adoraba». No se me ocurre mejor descripción.
El accidente y la muerte de Canito me hicieron darme cuenta de lo que es la vida. Cuando eres joven siempre piensas que no va a pasarte nada, que esto no va contigo. Estábamos desolados y se nos quitaron las ganas de seguir con el grupo. Porque Canito era, antes que el batería y el líder de la banda, nuestro amigo del colegio.
Una de las preguntas que no sabíamos responder era qué sería de nosotros. No concebíamos nuestro día a día sin Canito, sobre todo porque éramos amigos, el mejor amigo de Javi desde la época del colegio y de Enrique desde que empezamos en la música. ¿Cómo habrían sido Los Secretos con Canito?
Cuando salimos del entierro, jodidos como estábamos, nos fuimos a tomar unas cañas. Estábamos como con resaca después de unos días tan intensos y difíciles. Ya se había acabado todo. Canito ya no estaba con nosotros. Enrique, como todos, estaba muy afectado, aunque en su caso, por su enorme sensibilidad, el dolor era aún mayor. Tomábamos algo con varios amigos, los de Mermelada incluidos, cuando mi hermano Javier dijo:
—Deberíamos hacer un concierto homenaje, como una despedida propia de músicos.
Javier Teixidor estuvo de acuerdo al instante:
—Sí, es buena idea. Nosotros ponemos el equipo.
Y empezamos a pensar en cómo organizarlo. Era evidente que los grupos que formaban parte de nuestro ecosistema serían los primeros en participar; pero debíamos decidir dónde hacerlo y cómo ponerlo en marcha. Al principio se propuso algún club no demasiado grande, pero a nadie se le ocurrió un salón de actos, que fue donde finalmente se hizo. No hubo ensayos generales, todo fue muy improvisado. Para tocar como Tos, debíamos conseguir otro batería. Hablamos con nuestros amigos de Mario Tenia y Los Solitarios y nos prestaron al suyo. Nosotros teníamos buena relación con Mario porque habíamos ido al mismo colegio y yo seguía yendo a clase con su hermano Gerardo. Al único que no conocíamos era al batería del grupo, que aceptó encantado la tarea de sustituir a Canito. Con decir que era guardia civil lo digo todo.
Obviamente, se empezó a correr la voz y, desde Onda 2, Gonzalo Garrido nos ayudó mucho para que todo saliera bien. Su emisora —la frecuencia modulada de Radio España— lo retransmitiría en directo. La Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de la Universidad Politécnica de Madrid cedió de forma desinteresada —como todos los que participaron— el salón de actos para el evento. Me parece que alguien de la administración de la escuela tenía relación con el Penta y otros lugares de la noche madrileña, y había una asociación cultural que apoyaba a los grupos nuevos. También se encargaron de hacer las entradas (que fueron gratuitas y solo sirvieron para controlar el aforo). El salón de actos era bastante grande y cabían muchas personas. Televisión Española se sumó a la iniciativa enviando cámaras para emitir el concierto unos días más tarde en Popgrama. La cosa se estaba sobredimensionando.
La fecha elegida fue el 9 de febrero de 1980 por la tarde. Siguiendo el espíritu improvisado que marcó aquel concierto, apenas un par de horas antes de la actuación no había luces en el escenario. De repente, apareció un grupo de personas de TVE portando unos focos que sirvieron para iluminar el acto. Todo fue muy cutre y espontáneo.
El sonido, a pesar de la buena voluntad, fue un desastre. El equipo de Mermelada lo había fabricado Jesús N. Gómez, el mismo con el que grabamos las maquetas. También fue él quien ejerció de técnico de sonido del concierto e hizo lo que pudo para que sonara algo decente. Creo que los que mejor sonamos fuimos nosotros.
Yo era el pequeñajo del acto; ayudaba a afinar las guitarras en un aula situada junto al salón de actos, a montar los instrumentos, a enchufarlos en los amplis… En definitiva, pululaba por allí aportando mi granito de arena para que todo saliera más o menos bien.
El concierto empezó con Nacha Pop. Después tocamos nosotros. El orden fue fruto de un sorteo, para no herir sensibilidades. Si ves ahora las imágenes, hay que reconocer que la cosa salió bastante bien, aunque el sonido deja mucho que desear. Pero, en fin, era el momento que vivíamos. Respetamos las canciones, hacemos los coros afinados, los solos en su tiempo, el batería no desentona... No deja de ser cutre porque haya pasado el tiempo. Todos tocábamos bastante mal, pero nuestra intención era despedirnos de un amigo al que queríamos muchísimo. Homenajeábamos a nuestro batería fallecido y estábamos muy emocionados. El padre de Canito, que le regaló la primera batería, que nos avaló la comprar de los primeros amplis y nos consiguió nuestro primer local de ensayo, estaba presente entre el público, despidiendo a su hijo y viendo cómo sus amigos lo hacían de la mejor manera que sabían: tocando —ruidosamente, eso sí— sus canciones.
Fueron cuatro canciones propias, todas cantadas por Enrique. La inocencia de la pose, la tristeza con la que actuamos y nuestra seriedad respecto a la música hacen de aquella actuación un momento único. Tocamos «Por ti», que era de Enrique; «Me aburro» y «Máquinas», de Canito y, finalmente, «Déjame», nuestro mayor éxito, ya conocido por la maqueta que viajaba por las emisoras. Tras nuestra actuación vinieron Trastos, Paraíso, Alaska y los Pegamoides, Mamá, Los Rebeldes de Madrid, Mario Tenia y Los Solitarios y Mermelada. Todos éramos amigos, menos Los Trastos, que venían por Gonzalo Garrido, que pensó que el concierto les ayudaría. Algunos grupos fueron caóticos; otros muy ruidosos. Al final subimos todos al escenario a cantar «Ahí viene la plaga», que era la canción que nos sabíamos todos. Un jaleo tremendo.
Con el paso del tiempo aquel concierto se ha mitificado. Sí, quizá fue el pistoletazo de salida de la movida madrileña, pero lo que es seguro es que en aquel 1980 todos los grupos que subimos al escenario aquella tarde grabamos y lanzamos nuestro primer disco. Hasta entonces nos habíamos limitado a hacer maquetas, pero aquel día nos convertimos en el centro de la revolución cultural de la época. Años después, solo unos pocos seguimos en marcha, a pesar de que la vida nos ha molido a golpes. Lo digo sobre todo por Antonio Vega y por Enrique, que, como muchos otros, se quedaron por el camino.
Aquel concierto inocente, pensado solo para hacer un homenaje a un amigo fallecido, fue un maravilloso germen para que naciera algo tan electrizante como la movida. Los medios de comunicación tuvieron un papel fundamental, porque amplificaron el mensaje, la actitud y el movimiento. Y, en nuestro caso concreto, fueron la clave para poder seguir en marcha de forma orgánica.
El concierto fue una prueba personal para el grupo. Vernos en el escenario sin Canito nos resultaba rarísimo, pero, además, conseguir otro batería era toda una prueba. Cuando vimos el concierto en la tele, creo que dejamos de pensar solo en que habíamos perdido a nuestro amigo y empezamos a considerar que debíamos seguir adelante. En los días previos al concierto, Gonzalo Garrido dijo en la antena de Onda 2: «Bueno, si eres batería, ellos, el grupo Tos, están buscando uno, llamad a la emisora y dejadnos el recado». Y llamó mucha gente.
Paralelamente, mi hermano Javier conoció al hijo de Garijo, una familia que tenía una tienda de música muy importante en la calle Bailén, en la que había un sótano ideal para ensayar. Javi y él se hicieron buenos amigos y, de hecho, no solo pudimos ensayar en aquel sótano, sino que conseguimos varios aparatos a precio de fábrica porque él se sentía parte del grupo. Garijo fue nuestro batería durante un tiempo, aunque no era muy bueno. Al menos, mientras durara ese impasse, teníamos cómo y dónde ensayar.
También probamos con el batería de Los Bólidos y algunos más, hasta que nos vimos obligados a atender a los que habían llamado al programa de Garrido. La casualidad hizo que el primero que pasó por allí fuera Pedro Antonio Díaz. Llamaba mucho la atención por sus gafas de sol permanentes y por su pelo rojísimo. Tenía mucho carisma. Nada más entrar en la sala, lo primero que hizo fue afinar la batería. Nosotros flipamos. Canito jamás había afinado su batería, y ni siquiera sabíamos que se podía hacer. Cuando tocó «Déjame» —solo la había escuchado en la radio—, nos quedamos boquiabiertos. De hecho, todos los baterías que pasaron después por Los Secretos se preguntaban cómo era posible que «este cabrón tocara tan rápido». Movía la mano de una manera increíble.
Pedro Antonio Díaz fue clave para el grupo. Era, con mucho, el mejor músico de los cuatro. No solo sabía tocar la batería, sino que tenía formación musical y había tocado en una orquesta. Yo me reunía con él para componer, lo que hizo que mi hermano Javier pasara a un segundo plano, porque le llevaba más tiempo grabar. Pedro, además, coincidía con nosotros en sus gustos musicales, aunque a él le iba más lo «modernete» —como Depeche Mode— y nosotros teníamos más formación de los setenta. Su llegada hizo que el grupo avanzara más porque él tenía experiencia como letrista, compositor y músico.
También fue esencial porque nos llevó a la profesionalización. Gracias a Pedro dimos un paso de gigante: para un grupo de niñatos como nosotros, que no teníamos ni idea y éramos autodidactas, tocar con un tío que dominaba de aquel modo era bestial. Pedro era de Guadalajara, por lo que cuando estaba en Madrid se quedaba a vivir en nuestra casa. Nos empezamos a conocer y llegamos a sentirnos como si fuéramos cuatro hermanos. Convivimos mucho, escuchamos mucha música y nos hicimos muy buenos amigos.
Pedro era el mayor de los cuatro. A mí me sacaba seis años y, a esa edad, la diferencia es todo un mundo. Nos proporcionó mucha sabiduría y dominio, y además creó una excelente conexión con el talento de mi hermano Enrique y conmigo, lo que nos permitía empezar a sacar lo que llevábamos dentro.
Los Urquijo éramos unos pardillos. Oíamos todo tipo de música y aceptábamos todo, desde la música clásica hasta el folk americano más profundo, de manera que íbamos creando nuestro estilo fusionando las influencias que más nos interesaban. Pero si tengo que decir cuándo dimos el verdadero paso adelante, este se produjo con Pedro. Él era la pieza que nos faltaba y encajó perfectamente.
Era un batería muy virtuoso para la época, con mucha visión de grupo. Le conocimos en abril y a los pocos meses ya teníamos canciones escritas conjuntamente. Realmente fue un flechazo, de aquellos de decir «cómo toca y cómo canta». Al principio pensamos que bastaría con que ayudara con los coros, pero Pedro colaboraba también con las letras y con las estructuras de las canciones. Teníamos el mismo gusto. Yo conecté mucho con él porque me complementaba. En el primer disco, a mí me daba vergüenza cantar, así que fue él quien cantó mis temas, que resultaban más agudos por su tonalidad. De hecho, algunas de las canciones que Pedro cantaba dejamos de tocarlas en directo porque no llegábamos a esos agudos y porque no éramos capaces de imprimir el groove que él le daba a la batería, y eso que los baterías que han formado parte del grupo —desde Paco Beneyto o Steve Jordan hasta Santi Fernández— han tenido un nivel muy bueno. Todas eran canciones enérgicas, muy rápidas.
Sin embargo, a la vez que nos profesionalizó, el contacto con su entorno supuso una influencia terrible para nosotros. Fue ese entorno el que nos habituó a las drogas. Sí, así es.
Pero quiero poner en valor a Pedro por encima de sus amigos, que fueron malas influencias. Su rodaje y su sabiduría nos dieron lo que necesitábamos como grupo. Si hubiera sido por Pedro y por mí, el grupo habría sido más novedoso, más «ochentero». Los ensayos con él nos cundían muchísimo y salían ritmos impresionantes. En este sentido, mi hermano Enrique era más limitado. En los inicios de la banda y de nuestra historia musical hacíamos canciones con los acordes que sabíamos y, como ya dije, a menudo Enrique me consultaba. Que luego no me pusiera en los créditos de las canciones en las que yo le solucionaba la música es típico de hermanos. En muchísimas ocasiones, la estructura de la canción era mía. Era el clásico rollo de los hermanos mayores, que también funcionaba con nosotros: él quería ser el compositor del grupo, pero sabía que Pedro y yo teníamos más push. Leíamos mejor la estructura de la canción, cómo hacer la intro, cuándo hacer los solos… Esos pequeños arreglos o salían de mí o de Pedro, y esa unión fue el germen de muchas canciones.
El hermano de Pedro, Nachi, sigue siendo muy amigo nuestro y, dado su gran parecido con su hermano, solo verle nos recuerda que una vez Pedro estuvo con nosotros.
La escena se empezaba a repetir: mientras nosotros ensayábamos, rondaban a nuestro alrededor varias personas, entre ellas el hermano de Pedro, también un tío al que llamábamos «Tuti» y otros de cuyos nombres ni me acuerdo —tampoco quiero acordarme—. Esos otros, como si tal cosa, siempre estaban ahí, haciéndose porros y rodeados de malas amistades. Les acompañaba un «camellete» que vendía coca y heroína, y fueron ellos los que nos acercaron a ese mundo. Nadie nos obligó, claro, pero los amigos de Pedro siempre te invitaban a una raya cuando te los encontrabas en el Rock-Ola. Y nosotros, por falta de formación o de información, terminamos coqueteando con esas sustancias, por decirlo muy suavemente.
La España joven de entonces descubrió el fenómeno de las drogas de una manera vertiginosa. Era algo atrevido, contracultural, antisistema. Habíamos leído las alucinantes historias inspiradoras de los grandes grupos extranjeros bajo los efectos de las drogas. Eso estaba allí, no es que fuera fascinante, pero estaba, y nadie te avisaba de lo que podía suceder. Era 1980; lo habíamos empezado fatal con la muerte de Canito y parecía que iba a mejorar con nuestro nuevo batería. El tonteo con las drogas estaba a la orden del día. Y, con el paso de los años, me he ido dando cuenta de que, por culpa de la absoluta desinformación, fue entonces cuando traspasamos una línea que nunca debimos cruzar.
En lo musical, como grupo estábamos ya muy situados. Veíamos necesario encontrar un nombre que nos representara. Tos era Canito, y Canito ya no estaba. Hicimos una larga lista y uno de ellos era Los Secretos. Y con eso de que todo era en secreto sin que mi padre supiera nada, nos quedamos con ese nombre para el grupo. Nuestra maqueta seguía sonando en las radios y el feeling entre nosotros era cada vez mayor. Manolo Fernández y su programa de música country no paraba de poner nuestras canciones, y los conciertos, que antes eran minoritarios, empezaban a ser multitudinarios. Salas como El Jardín —que luego fue el Ya’stá— y El Sol programaban muchas actuaciones. Teníamos bolos cada vez más sólidos y sabíamos que las discográficas empezaban a moverse para apoyar a los grupos nuevos.
En una de las actuaciones en directo en El Jardín ocurrió algo que nos cambió la vida. Después del concierto, que nos salió muy bien —delante de unas quinientas personas—, de la mano de Paco Martín, que era quien gestionaba la sala, se nos presentó Carlos Pinto, un brasileño de unos cincuenta años, vestido con un traje de raso azul claro que llamaba la atención, propio de Robert de Niro en la película Casino de Scorsese. Era directivo de una casa discográfica que pertenecía a Fonogram. Estuvimos hablando un rato y quedamos en vernos para comer por la zona donde estaba Polydor, en la Nacional II, en dirección al aeropuerto. Esa misma noche nos dijo que su intención era grabar inmediatamente con nosotros, en mayo o en junio de ese año, con un sello nuevo que Polydor había lanzado. Se llamaba Polydor Ochentas y ya habían firmado Mamá, Cadillac y otros. Carlos Pinto fue muy amable con nosotros y nos aseguró que contaríamos con la infraestructura necesaria, ya que, además de ser el lugar donde fabricaban los discos y las carpetas, tenían estudio de grabación propio en el que podríamos ensayar los temas.
Anteriormente, nos habían tanteado compañías como CBS y otras, y su intención era ficharnos, pero ninguna nos ofreció grabar. Querían tenernos en su «armario» de artistas, por si acaso. En paralelo, poco después de conocer a Pedro, de tener nuestro repertorio y de haber hecho un par de canciones más con él, esas mismas compañías nos ofrecieron sus estudios para que grabáramos una maqueta por las noches para ver si nos fichaban. Habitualmente hacían eso con todos los grupos.
Así fue como grabamos una maqueta con Hispavox: nos cedió su estudio una noche y, casualmente, el ingeniero en pruebas que nos asignaron era Juan Luis Izaguirre, que acabó siendo nuestro productor. Conectamos muy bien con él, nos atendió y nos ayudó a hacer una maqueta de tres canciones que nunca salió a la luz y que creo que nunca llegamos a escuchar. Hispavox nos rechazó, y también rechazó a Izaguirre como técnico.
Cuando fuimos a comer con Carlos Pinto a Polydor —marca que acabaría siendo propiedad de la familia Fonogram y contaba con artistas como los Bee Gees o Miguel Ríos—, nos hizo una proposición en el momento: «Si queréis, grabamos ahora mismo». Aceptamos sin pensarlo mucho, la verdad. Era el 24 de junio de 1980 —yo tenía dieciocho años— y nos ofrecían un contrato para grabar un disco. Pinto quería que fuera de inmediato y a nosotros nos hacía muchísima ilusión. No buscábamos ni la compañía más grande ni la que más nos diera. Tan solo queríamos grabar y esa posibilidad la teníamos delante.
Firmamos un contrato que, seguramente, ahora no firmaría nadie. No teníamos un asesor a nuestro lado, así que aceptamos sin pensarlo dos veces. Nos comprometimos a hacer tres discos, con la obligación de entregar uno cada año. Ganaríamos un cuatro por cierto por las ventas de cada unidad y cederíamos la mitad de los ingresos generados por las canciones. Una estafa. Salvando las distancias, los Beatles también estuvieron soportando un contrato abusivo durante años. Y por el mismo motivo: no sabían nada del negocio. Y en su caso, peor aún, porque se suponía que su mánager sí lo sabía…
La compañía nos propuso grabar con su productor interno, pero nosotros, que habíamos sintonizado muy bien con Izaguirre, dijimos que queríamos hacerlo con él. Estoy seguro de que pensaron: «¿Pero estos quiénes se creen que son con tantas exigencias?». No les sentó muy bien. Ahí estaba Saúl Tagarro —luego fue presidente de Warner España, compañía que terminaría devorando, entre otros, a Twins y a DRO, convirtiéndose en DRO East West—, que se enfadó mucho con nosotros, pero dijo: «Vale, vosotros sabréis lo que hacéis, es vuestra responsabilidad». Por petición de Izaguirre, Carlos Pinto puso a nuestra disposición el estudio de Polydor para que ensayáramos la semana antes de grabar. En el estudio había un dieciséis pistas y, aunque estaba un poco anticuado, era perfecto. Otros tenían un veinticuatro pistas y mesas de efectos más modernos, pero el de Polydor nos servía. Allí, por ejemplo, se había grabado Entre dos aguas de Paco de Lucía.
Pero aún quedaba otro pequeño fleco que resolver como grupo. Hablar con papá y contarle lo que en ningún caso quería escuchar. Estábamos a punto de empezar el verano y había que irse de vacaciones a Benidorm.
—¿Cómo? ¿Que sois una banda de qué? ¿Me estáis vacilando?...
La cara que puso mi padre cuando le dijimos que teníamos un grupo de música que sonaba en la radio, que llenaba conciertos, que tenía éxito, que era conocido en los círculos musicales y culturales de la ciudad, y que nos habían ofrecido un contrato para grabar un disco fue todo un poema. No daba crédito. Menuda forma de empezar las vacaciones.
Mi hermano Javi le puso la maqueta. Yo me escudé en que era el pequeño de los tres y que me había visto arrastrado por mis hermanos. Entonces preguntó:
—¿Y quién de los tres es el que canta?
La respuesta de Javi fue escueta:
—Pues Enrique.
Gesto de asombro y de incredulidad.
—No me lo puedo creer, ¡no me jodas!
Hasta entonces, Enrique siempre había tenido un papel secundario en casa y en el grupo no era distinto: jamás se planteó ser el frontman. Era supertímido. Sin embargo, la muerte de Canito lo empujó a ser el líder como compositor y cantante.
Obviamente, a mi padre el plan no le hizo nada de gracia. Pero éramos tres contra uno. «Id con cuidado con estas cosas, que el mundo de la música no es serio», nos dijo con un tono algo amenazante. Hizo las maletas y se largó a Benidorm con mi madre, mi abuela y un cabreo de tres pares. Nos dejó en casa sin un duro. Durante las semanas de ensayo y de grabación, mi única comida al día era un zumo de tomate en un vaso grande que al menos me saciaba y que me costaba treinta y tres pesetas. Lo poco que teníamos ahorrado lo usábamos para cuerdas nuevas y cosas por el estilo. Eso era lo prioritario: estábamos locos por grabar.
Nos dejaron el estudio de Polydor entre julio y agosto de 1980. La semana anterior estuvimos ensayando a lo bestia, haciendo las bases y trabajando los coros. El estudio nos vino genial para recoger bien nuestro sonido. Grabábamos los ensayos para que los escuchara Carlos Pinto, que después de oírlos nos dijo:
—Estáis estupendos. Grabáis mañana.
Tras aquella intensa semana de ensayos llegamos a Eurosonic, un estudio revolucionario diseñado al estilo Eastlake de «cero rebote», estándar para todo el mundo, con corcho, madera noble y una acústica cuidada que permitía que lo que sonaba en las guitarras fuera lo que se acababa registrando.
Nos dieron veinticuatro horas para hacer el disco, o sea, seis horas por canción. Se publicaría en formato EP, y lo grabamos durante varias noches de la primera quincena de agosto. Para la discográfica, grabar por las noches era la forma de trabajar más barata y rápida, ya que de ese modo no entorpecíamos el ritmo normal del estudio durante el día.
Las seis horas por canción iban a toda caña: grabamos las bases, luego las guitarras, los recordings, los solos, la voz principal y, por último, los coros. Después mezclábamos la canción. Y todo en tiempo récord. Izaguirre estaba muy bien preparado y nosotros seguíamos perfectamente su ritmo. El técnico era un británico llamado Brian F. Scott y por allí rondaba otro llamado Mike Cooper, un tío bastante bueno que durante la grabación sacaba una botella de ginebra o de ron y se la bebía casi del tirón, mientras Izaguirre, que también se apuntaba a las copas, acababa bailando detrás de la mesa de mezclas. Grabamos y publicamos un disco en menos de un mes. Fue vertiginoso. Un suspiro.
Dos de las canciones del EP iban firmadas por Pedro y Enrique: «Loca por mí» y «Niño mimado». Obviamente, grabamos «Déjame», que salió adelante a pesar de que la Höfner de doce cuerdas perdió la sexta (la más aguda) y no la pude cambiar porque era de madrugada y no había ninguna tienda de música abierta. Quien tenga el oído muy fino se dará cuenta. Por último, tocamos «Sobre un vidrio mojado», una canción de un grupo uruguayo llamado Kano y los Bulldogs que nos encantaba y que acabó convirtiéndose en un clásico de nuestro repertorio. Es curioso ver que, desde aquel EP, en todas las publicaciones de Los Secretos hay siempre un tema que no es nuestro. En los discos siguientes habrá canciones de Manolo Tena, de Joaquín Sabina, de José María Granados… Mucha gente piensa que «Sobre un vidrio mojado» es nuestra —de hecho, suena a Los Secretos—, pero no lo es.
Gracias a «Déjame», los cinco mil ejemplares de salida se vendieron rápidamente. Sonaba en todas partes y, además, sonaba muy bien. Para ser la primera canción de un grupo enmarcado en la movida, hay que reconocer que la grabación es buenísima. Quedamos muy contentos con el resultado. El propio Jesús N. Gómez dijo que en esas primeras canciones parecíamos músicos muy experimentados. Ya entonces éramos conscientes de que lo que estábamos haciendo allí se quedaría para siempre. Ha sido una constante en nuestro trabajo hacer las cosas lo mejor posible, y con el paso de los años me he dado cuenta de lo buenos que éramos. Escucho las canciones del disco y pienso: «Yo no tenía ni idea de nada y qué bien tocábamos, qué bien Enrique, qué bien Pedro…». Ahora le doy mucho más valor a lo que hacíamos.
El fotógrafo Fernando Garrido nos hizo unas fotos de estudio en blanco y negro para la portada en una sesión que duró una mañana. Son fotos icónicas y superconocidas. Enrique, por principios, odiaba las portadas con foto y en el primer EP quiso poner un dibujo, pero no lo consiguió. En el estudio de Fernando había una especie de mesa retroiluminada para ver los negativos. A eso se le llamaba «ver los contactos». Se visionaban allí y no hacía falta hacer ampliaciones. Y fue la iluminación de esa mesa la que se utilizó en la sesión fotográfica.
El disco se fabricó en las propias instalaciones de Polydor. Hacerlo así significaba que, si la compañía quería darle preferencia, el disco podía estar en la calle en una semana. Posteriormente, cuando llegaron los CD, eso se complicó porque podían tardar un mes en fabricarte un disco. Supongo que había cola para hacerlo. Pero esa es otra historia…
También se publicó un single con «Déjame» y, con el paso de los años, tanto el single como el EP se convirtieron en inencontrables. Al menos yo no lo tengo.
Yo ya había cumplido dieciocho años y lo siguiente era la promoción del disco. A mí se me empezaba a liar la vida porque, durante aquel verano, aparte de grabar el disco, tuve que estudiar las seis asignaturas de COU que me quedaron por aquella extraña maniobra de mi padre, que quería que repitiera y sentara la cabeza. A él le parecía que yo andaba muy despistado con la música. «Este niño tiene que aprender», pensaba, y acordó con los profesores del colegio que me suspendieran COU. Por supuesto, estaban seguros de que no llegaría a selectividad ese año, que repetiría y aprendería la lección.
Cuando dieron las notas, yo daba por hecho que aprobaría al menos con un seis y que podría subir la nota en la selectividad. El chasco fue tremendo… Me fulminaron. Era típico de esa época que un padre de familia numerosa llegara al colegio y dijera: «Oye, a este chico hacedle repetir, a ver si sienta cabeza». Al mío le tomaron la palabra y me suspendieron todo menos dibujo, gimnasia y las básicas que nadie nunca suspendía. Mi respuesta fue rabiosa: «¿Cómo? Yo no repito esto ni muerto»…
Tenía reservada la plaza en la universidad porque cursaba el COU de ciencias —había pensado hacer Ingeniería para satisfacer los deseos de mi padre—, pero, ante su maniobra, lo mandé todo al traste. Decidí que el acuerdo a dos bandas entre el colegio y mi padre para intentar «salvarme» de la pasión por la música no les serviría de nada. Aprobé las seis asignaturas de COU en septiembre y, envalentonado, afronté la selectividad.
Mientras tanto, el plan de promoción del disco seguía su curso. Incluía presentaciones con Los 40 Principales de la SER en Madrid, Bilbao, Barcelona y Sevilla. La primera salida la hicimos a Bilbao. Carlos Arco estaba al frente de un programa que se hacía desde una discoteca de la ciudad. Allí tocaba un grupo y el programa entero se emitía por la noche en la SER de Bilbao. Llegamos el domingo 13 de septiembre por la mañana, actuamos y nos volvimos de madrugada. El lunes 14 entramos en Madrid y la furgo me dejó en la zona universitaria, vestido de concierto, para hacer el examen de selectividad.
Recuerdo que iba caminando por la zona de la facultad de Biológicas de la «Complu», con el sol de cara, con un boli BIC en la mano y muerto de sueño. Mi cabeza estaba en el nuevo disco, en la promo, en mi chaqueta de cuero… La gente me miraba por mis pintas: además de la chupa, la camiseta Ocean de rockero, las botas de «chúpame la punta», que apestaban porque no me las quitaba ni para dormir, y unos vaqueros que el hermano mayor de Canito me había traído unos meses antes desde Estados Unidos.
Hice el examen y aprobé. Incluso con buena nota, porque tuve suerte y me preguntaron lo que mejor me sabía. Escribí muy bien, cuidando la ortografía —que era determinante— y saqué un 7 o un 7,4, aunque con el tiempo creo que he ido engordándola. Dentro de un par de años diré que saqué un 8.
El año iba mejorando notablemente. El EP había ido bien, así que nuestro plan era seguir adelante. Yo me había liberado de los estudios, Enrique seguía en Económicas, sobre todo para evitar la mili, y había empezado a salir con una chica que se llamaba Eloísa, que le marcaría profundamente en los meses siguientes. La discográfica nos propuso terminar las nuevas canciones y sacar un disco en condiciones que incluyera las ya publicadas y las nuevas. Y eso hicimos en nuestro primer LP, en junio de 1981. Grabamos las que teníamos guardadas: «Otra tarde», una joya de Canito y Enrique; «Me aburro», también de Canito, que tocamos en el concierto de la Escuela de Caminos; «No supe qué decir», «Qué puedo hacer yo»… Todas estaban ya en germen desde hacía tiempo, muchas de ellas compuestas por Enrique, conmigo o con Pedro, que se integró definitivamente como compositor. Como dicen los ingleses, fit like a glove, es decir, encajó como un guante, y aceleró nuestro ritmo de trabajo. Para el LP nos dieron cien horas de grabación, así que también lo hicimos a toda pastilla.
Las críticas fueron muy buenas. Ángel Álvarez, del mítico programa nocturno de Radio Nacional de España Vuelo 605, dijo aquello de «escuchen a estos chicos. Su disco es buenísimo. Por fin tenemos algo más que decente en la música española. Sí, sí, es un grupo español». Íbamos en un coche y escuchamos aquello por casualidad. Alucinamos. «Hemos cumplido nuestro sueño», pensamos. Solo con eso nos sentíamos bien pagados.
Sé que, si hubiéramos tenido asesoramiento, habríamos funcionado de otra manera. Éramos muy intuitivos y bastante espabilados. Yo llevaba mis delays, mi guitarra de doce cuerdas, y teníamos las ideas muy claras. Nuestras largas horas versionando en casa a Crosby, Stills, Nash & Young o a Bob Dylan nos ayudaron mucho a enfocar nuestro estilo. Vivimos aquel periodo como si estuviéramos quemando etapas: ahora un concierto, luego un contrato, después un EP, ahora la promoción, luego un LP…
Habían pasado casi dos años desde la primera maqueta —con Canito como líder del grupo— hasta llegar a este LP, pasando por su muerte, por el vacío que esta nos produjo, hasta que llegó Pedro y nos metimos en un estudio. De un proyecto de críos, que consistía en jugar a ser músicos, habíamos pasado a tener un disco en la calle. Y con muy buenas críticas. Aun así, en aquella España tan deprimida económicamente, vender cinco mil copias de un EP y luego doce mil de un LP no era nada fácil.
El 15 de mayo de 1981 tocamos en las fiestas de San Isidro de Madrid y recibimos nuestro primer pago importante. «¡Anda, además se cobra!», pensamos. Con las ochenta y cinco mil pesetas que me correspondieron me compré un ampli y una guitarra Gibson. Ni se me ocurrió abrir una cuenta en el banco ni ayudar a pagar los gastos de la casa de mis padres.
En 1981 hicimos unos ciento veinte conciertos, algunos en unas condiciones increíblemente cutres. Cobrábamos ciento veinticinco mil pesetas por bolo, de las que sesenta mil se iban al equipo de sonido. Nos quedaban a cada uno unas diez mil pesetas por concierto. Lo normal habría sido ahorrarlas o invertirlas en mejorar el equipo.
Sin embargo, empezamos a tener otro tipo de gastos.
Silencio.
Después del alboroto, el desconcierto y los nervios en el local de ensayo, que era como nuestra segunda casa, aquel «¡Todo el mundo al suelo!» que gritó Tejero mientras disparaba en el Congreso de los Diputados se tornó en silencio. Y en miedo. Muchos de los que ensayaban a nuestro alrededor eran gente de izquierdas declarada. «Soy comunista, joder, estoy en la lista negra de estos locos, seguro», se oyó decir a más de uno. Alguno salió por patas por si acaso, rumbo a lo desconocido.
Nosotros estábamos en el local. Enrique se había quedado en casa y Javi y yo le dábamos vueltas a varias canciones. Alguien entró y nos informó de la irrupción de los militares en el Congreso. Salimos al bar, que estaba en las zonas comunes, y vimos a la gente asustada, pegada a la radio, preocupadísima. Todo era caótico. Nadie sabía qué estaba pasando.
Yo, que no era consciente de lo que sucedía, tenía la sensación de que la cosa no llegaría a mayores. Ni medía bien el problema ni conocía la dimensión de los hechos. Pura inconsciencia. Javi llamó a Pedro y le dijo que no viniera.
Andaba por allí Ana Curra, de los Pegamoides, muy preocupada porque algunos de sus familiares directos eran militares y, como nadie sabía bien de qué iba todo aquello, quería irse a casa cuanto antes. Vivía muy cerca de nosotros, así que buscamos un taxi y salimos a toda pastilla. El taxista estaba muy inquieto e intentaba sintonizar alguna emisora de radio que diera alguna noticia. En todas sonaba música marcial.
Llegamos a casa y los cuatro hermanos, mis padres y mi abuela intentamos averiguar lo que estaba pasando. Las marchas militares en la tele y en la radio no ayudaban a calmar los nervios. Finalmente, la tensión se alivió a eso de la una de la madrugada, cuando el rey dio el discurso que todos esperábamos. Al día siguiente vimos cómo los militares salían por la ventana del Congreso, rendidos. Fue entonces cuando me di cuenta del alcance de lo sucedido. Cuando, posteriormente, se vieron las imágenes de Tejero disparando al techo del Congreso, creo que toda España alucinó. Nos habíamos librado por los pelos.
En algún momento pensamos que la etapa musical que estábamos viviendo, que era de plena satisfacción, podría haberse truncado por segunda vez en nuestra cortísima carrera. Ese tipo con bigote venía a despertarnos del sueño, o eso parecía. Nos mantuvimos muy expectantes.
Cuando nosotros empezamos a «girar», no había movida madrileña como tal, no había Almodóvar ni nadie por el estilo. La gente que tocaba en los locales, tipo Alaska o Los Zombies, eran excéntricos de salón, muy pintones, que iban a los sitios de moda… Pero no hacían giras. Cuando ellos empezaron, nosotros ya teníamos el culo pelao. Habíamos vivido situaciones increíbles y muy difíciles, y se habían quedado como muescas en el revólver de la experiencia. En una ocasión nos contrataron para tocar a las cinco de la mañana, después de un concurso de disfraces en una discoteca de Galicia. El dueño de la sala nos dijo: «Mirad, os he traído porque a mi hija le gustáis un montón, así que, como no lo hagáis bien, no os pago». En otro bolo, en la primera gira que hicimos por Cantabria, Asturias y País Vasco —con un concierto en cada una de esas comunidades—, recuerdo que el tipo que nos contrató en Reinosa (Cantabria) nos abrió la puerta de la sala, nos miró de arriba abajo y dijo: «Vosotros sois muy jóvenes, no me creo que seáis el grupo. Me estáis engañando». Y tuvimos que esperar dos horas en la calle, dentro de la furgoneta, sin montar el equipo, hasta que llegaran su hija —que salía del colegio— y el disc jockey de la discoteca para que dieran fe de que Los Secretos éramos nosotros. No había Internet, no llevábamos ninguna identificación que dijera «somos un grupo». Cuando llegamos al bolo de Asturias, el dueño de la sala nos dijo que nos contrataba porque su hija se lo había dicho y porque era lo que estaba de moda. Añadió que, habitualmente, para llenar su local compraba un Seat Panda —un modelo que acababa de salir y que costaba cien mil pesetas— y lo sorteaba entre el público. Nosotros costábamos casi lo mismo.
Aquella primera etapa yo la llamaría de «colonización», como si estuviéramos en el Far West lidiando con situaciones extrañas y muy ingenuas. A veces conectabas el equipo en el primer enchufe que veías y saltaban los plomos de todo el pueblo y lo dejábamos a oscuras.
Solíamos ir los cuatro del grupo y dos personas más: un chaval llamado Chuco, que conducía la furgo y manejaba las luces en el concierto, y nuestro productor, Izaguirre. Al empezar a salir en sitios y ser más conocidos, Tony Rico, que tenía una oficina de management, se nos ofreció como mánager y muchas veces nos enviaba a alguien de su equipo a ayudarnos. Como no teníamos presupuesto para mangueras donde meter los cables del equipo, lo normal era ver a Chuco haciendo empalmes entre los focos y enchufándolos en un dimmer que, con un cable gordísimo, llegaba hasta la mesa. Chuco apretaba —conectando y desconectando manualmente— los interruptores de las luces para ir al ritmo de la música. Su puesto estaba en un lado del escenario, junto a nosotros, así que parecía que teníamos un teclista.
Entonces había muy pocas empresas de sonido con buenos equipos. Quizá Mecano sí contaba con uno de aquellos, pero pocos más. Además, lo poco que ganábamos lo invertíamos en guitarras o en amplis carísimos antes que en otras cosas. Por supuesto, también malgastábamos lo ganado en sustancias, juergas y cachondeo. Cuando empecé a tocar no sabía qué era un delay, un compresor… Fue entonces cuando aprendí esas cosas. Todas esas frikadas de la música eran de pionero, ahora no tienen tanto mérito. Recuerdo que un día estaba ensayando en el local para la gira y que trasteaba con el ampli Mesa Boogie que acababa de comprarme. Pedro no estaba. De pronto se abrió la puerta del local y entraron Rosendo, Ariel Rot y el guitarrista de Cucharada. Los buenos guitarristas, atraídos por el sonido de mi ampli, venían a ver qué era lo que sonaba tan bien. Les expliqué: «Esto es el pedal, este el delay Memory Man, esto es el compresor…». Se quedaron flipados. La verdad es que yo era muy avispado para esas cosas. No quería ser un virtuoso, pero disfrutaba de todo ello. Me gustaban más los solos de George Harrison que los de Van Halen.
Las giras nos permitieron pisar el terreno. Nos dimos cuenta de que, además de disfrutar muchísimo tocando, podíamos pasárnoslo muy bien. Siempre había tías esperándonos y siempre le acababas gustando a alguna. Terminar el bolo y tomar algo con unas cuantas chicas fascinadas por los músicos tenía un plus de glamur superinteresante.
Pedro, que era el mayor, también nos trajo a su grupo de amigos. Para nosotros, él tenía más experiencia y era más profesional, y supongo que por ello a los tres hermanos nos parecía lógico que lo que él dijera fuera a misa. Ese entorno hizo que nos empezara a resultar normal tener a mano sustancias que «completaban» los bolos. Probablemente lo hicimos porque las teníamos cerca, porque todo el mundo lo hacía, porque en aquel momento no se era consciente de que las drogas eran un veneno. Yo era un chaval y Enrique era muy tímido y muy vulnerable —también tenía mucha ansiedad—. Javi fue el más reacio, aunque tampoco estuvo a salvo del todo. A ninguno se nos habría ocurrido comprar drogas con lo que ganábamos en los conciertos. Pero a los amigos de Pedro sí.
Ese entorno tóxico fue el que trajo el lado oscuro, la mala influencia. No fue con mala intención, claro; simplemente, dejamos de darle importancia y, cuando quisimos darnos cuenta, teníamos ya un pie en ese mundo. No estoy justificando nada. Originalmente, yo solo soñaba con tocar «Samba pa ti» de Santana en un teatro y que la chica del colegio que me gustaba me viera. Poco más.
Empezamos con la coca. Ya he dicho que era normal que los amigos de Guadalajara te invitaran a cosas cuando salíamos de marcha. Fumarse unos petas y pasar a la coca era lo habitual; no parecía que tuviera grandes consecuencias. El problema fue cuando entre la oferta estaba la heroína. Como no sabíamos nada, le dábamos la misma importancia a una raya o a un tripi que a un porro. No nos preguntábamos mucho más. Solo queríamos pasarlo bien y nadie nos advirtió de dónde nos estábamos metiendo.
Enrique y yo empezamos a pasarnos. Yo puedo decir que pronto fui consciente de que aquello estaba mal y creí tener la fuerza de voluntad necesaria para que no me pasara mucha factura. Es bien sabido que Enrique lo pasó peor. Pero caímos sin ningún tipo de malicia. Nos enganchamos demasiado. Nos cambió el carácter y comenzamos a estar más pendientes del «camellete» de turno que de todo lo demás. Descuidamos a los amigos y, obviamente, la música se resintió. Además, descubrimos que Eloísa, la novia de Enrique, y su amiga Julieta, que por entonces salía conmigo, frecuentaban amistades un poco sospechosas que terminarían acercándolas también a ellas a las drogas. Pero en ese momento no nos importó, si bien tanto Enrique como yo, a pesar de nuestra inconsciencia, nos sentimos siempre culpables de haberlas arrastrado a ese mundo tan horrible. Aunque fuera de forma involuntaria, pido perdón por haber sido una posible mala influencia.
Hicimos tres sesiones seguidas en el Rock-Ola —viernes noche y sábado por la tarde y por la noche— con quinientas personas por bolo, todo un récord en la historia de la sala. En esos conciertos tocamos dos canciones del que sería el nuevo disco de Los Secretos, «Todo sigue igual» y «Cuando las luces se apagan». La gente de Polydor que fue a uno de los conciertos estaba encantada con el ambiente, el sonido y los nuevos temas.
Apostaron por grabar un nuevo disco y propusieron que «Todo sigue igual» fuera el nuevo single. Yo no estaba de acuerdo en grabar tan pronto, pero la discográfica se empeñó. En aquella época se vendían muchos discos porque se publicaba mucho cada año. Cuantos más artistas tenían discos en la calle, más ejemplares se vendían. En los años sesenta hubo artistas que llegaron a grabar hasta tres LP en un mismo año. Era una tendencia que yo no compartía, sobre todo porque creía que unos chavales noveles como nosotros —con un primer disco muy brillante a sus espaldas— necesitaban tiempo para meditar y matizar lo que querían hacer y cómo. Pero nos sentíamos supermanes, capaces de todo. Creo que en esto influyeron también las sustancias que consumíamos, cuyos efectos empezábamos a sufrir en nuestras carnes. El hecho es que afectaron considerablemente al rendimiento del grupo.
Aun así, ahora sería incapaz de hacer más de cien conciertos en un año y componer diez canciones para un disco que saldría unos cuantos meses después del anterior. Todo aquello fue un error de planteamiento en general, pero seguíamos la estela del primer disco, que había dejado muy buen sabor de boca. Salíamos en la tele —la primera actuación fue para Popgrama— y hacíamos conciertos que acababan en nuevas giras. Habíamos mejorado en el aspecto técnico y contábamos con un equipo propio de mayor calidad y con más luces. Pero grabar un disco requiere tener mucho cuidado —además de un buen equipo técnico— y no dejar de lado otros aspectos importantes. En nuestro caso, varios elementos marcaron profundamente lo que acabó siendo el segundo disco de Los Secretos.
Fue Alaska quien dijo que los primeros trabajos de todos los artistas son una especie de «grandes éxitos» que van desde los días en los que empezaste hasta el momento en que sacas el disco. Tienes lo mejor. En nuestro primer disco teníamos canciones que se convirtieron en verdaderos éxitos, ya fueran de Canito, como «Me aburro» u «Otra tarde», o de Enrique, como «Déjame» u «Ojos de perdida». Era una especie de recopilatorio de lo que habíamos creado hasta que pudimos llegar a algo. Pero no teníamos más canciones igual de resultonas. Por ello, lanzar «Todo sigue igual» como single de un segundo disco no me convencía.
Por otro lado, estuvimos de gira durante muchos meses y no estábamos listos para hacer un nuevo trabajo. Nos confiamos demasiado: vimos que nos había resultado muy fácil hacer el primero y pensamos que el segundo sería igual de sencillo y que estaríamos a la altura.
También hay que tener en cuenta que Todo sigue igual es un disco completamente envuelto en el velo de los consumos. Al escucharlo se nota, a pesar de que ahora suena mejor que entonces. Enrique ya tenía sus más y sus menos con la heroína y no estaba en condiciones: la droga le afectaba mucho y en varias ocasiones se quedó tirado cuando cantaba. Se nota, por ejemplo, en «Ahora que estoy peor», canción que, tras haber tenido un problema serio con su novia, cantó con una voz débil, muy muy flojita. No estaba bien. Ya en esa época Enrique era consciente de que las drogas se le podían ir de las manos, e incluso visitó a algún médico. Sabía que podía perder a su novia y que podríamos pegar un patinazo gordo a causa de las sustancias, como de hecho sucedió en 1983.
El disco se grabó en muy poco tiempo, como de costumbre. No sé si fueron unas cien horas para diez temas, es decir, unas diez horas por tema. No teníamos el material bien preparado y todo fue muy apresurado. Además, el mundo iba muy rápido en lo musical y se imponían las nuevas tendencias. Si escuchas «Cuando las luces se apagan» o «Ahora que estoy peor» y las comparas con lo que empezaba a sonar en la radio, te das cuenta de que no teníamos nada que ver.
Nuestra caída en la mala vida nos había desnortado, nos había perdido. Desconfiábamos de nosotros mismos por la enorme influencia de los malos hábitos. Pero nos metimos en el estudio Eurosonic a grabar con Juan Luis Izaguirre como productor y Mike Cooper como ingeniero. La grabación fue demasiado apresurada. Las composiciones nos las repartimos entre Enrique, Pedro y yo, y las grabaciones, también. La verdad es que Javi empezaba a quedarse un poco descolgado.
«Todo sigue igual» y «Ahora que estoy peor» son buenas demostraciones de que el tándem Enrique-Pedro era muy bueno componiendo. También incluimos tres canciones de los tres —«Trae en tu cara» es una de ellas— y una más que compuse en solitario. Esta vez sí me atreví a cantar temas propios, aunque Pedro seguía cargando con la mayor parte del peso. Y, como siempre, acudimos a un tema de otro grupo para completar el listado de canciones: en este caso fue «Ráfagas» de Los Bólidos.
Empleamos el mismo método de acabado que el del LP anterior, y esta vez las fotos las hizo Julio Moya, que sacó una imagen de portada en la que salimos muy serios. Conservamos la misma tipografía que en el primer disco, con ese formato de confidencial top secret de cine americano que hemos mantenido hasta hoy en muchos de nuestros discos.
Por un momento dio la sensación de que, tras la gira de 1981, habíamos desaparecido. Llegamos antes que los demás, es cierto, pero rápidamente pasamos a ser un grupo popero; no éramos cañeros, no nos vestíamos de forma extraña y no hacíamos gestos estridentes. Nos situaban en el bando de los grupos «babosos» frente a la modernidad representada por los grupos «irritantes». Para los medios y el público empezábamos a ablandarnos. Querían algo más, un nuevo «Déjame» que sorprendiera. Las radios tomaban partido por lo nuevo que salía y a la discográfica le entró prisa: necesitaban confirmar que su apuesta por nosotros era ganadora.
La crítica no nos trató bien. Nosotros nunca fuimos el típico grupo que le hacía la pelota a los disc jockeys de las radios o a los que escribían en los medios impresos. Recuerdo que era habitual que las críticas del disco dijeran: «Con Los Secretos, todo sigue igual», convirtiendo el título del disco en un dardo contra nosotros. Insistían en que no habíamos evolucionado, que no habíamos mejorado. La sensación general en aquella época era que tenías que hacer cosas que llamaran mucho la atención, y nuestro disco era bastante continuista, pero sin tantos éxitos como en el primero. Para todo el mundo fue un fracaso.
Con el paso de los años no me parece que el disco esté tan mal. Será que con la edad uno tiende a quitar hierro a los recuerdos negativos. En general, sonábamos bien, pero teníamos un problema con la composición y la falta de tiempo para construir bien las canciones. Algunas, como «Vivir por vivir», me gustaban mucho, pero es cierto que les faltaba un hervor, unos seis meses de reposo, de nuevas ideas, de producción y de trabajo con maquetas. Pero ni siquiera había tiempo para las maquetas. Nos pasábamos la vida en el local de ensayo, pero era muy normal que uno se fuera, que el otro apareciera, con idas y venidas constantes. Demasiado ajetreo. Obviamente, las drogas hicieron mella porque estábamos siempre pendientes de ellas y del siguiente concierto para conseguir dinero para comprar y echar horas en el local. Pensábamos que éramos unos pioneros en nuestra generación y, como tales, cualquier cosa que hiciéramos saldría bien.
El disco no me disgusta, pero reconozco los errores. Tampoco hay que olvidar que no nacimos bajo el auspicio de una moda y que, en cuanto empezamos a tocar, tuvimos nuestro público y nuestra forma de entender la música. Apostábamos por ir a nuestra bola. Aquel 1982 copaban la atención el «Bailando» de Alaska y los Pegamoides o el «Me colé en una fiesta» de Mecano. Nuestra actitud era más la de «somos auténticos, somos así y no somos del sistema, ni contracultura ni mainstream». Enrique insistía en que hacíamos lo que nos daba la gana y eso era un éxito en la lucha contra los poderes fácticos de la música, que ya entonces eran las multinacionales que habían aparecido a saco y acabarían devorando a las compañías pequeñas. En esa época se notaba que, si no eras ambicioso, si no te vendías bien y si no tenías un éxito, el sistema te daba de lado. También fuimos víctimas de esa dejadez.
Con este disco Polydor perdió la confianza en nosotros. Esperaban al grupo que hizo el primer disco, a esos chicos ingenuos pero atrevidos que tenían las cosas sorprendentemente claras. Y, sin embargo, encontraron a un grupo un poco oscuro y sin una canción de éxito que sonara en las radios. Ojalá lo hubiéramos sacado más tarde y ojalá hubiéramos tenido la cabeza en su sitio. Debimos haber pensado más en el negocio y ser más ambiciosos.
Así se abrió una etapa sombría en la que nos vimos superados por asuntos ajenos a la música. Fuimos muy continuistas, conformistas e influenciables. Cualquiera que te hable de los años ochenta te mencionará a la gente que se quedó en el camino —entre el sida y las drogas—. Y allí estábamos nosotros, en medio de todo aquello. La familia Urquijo peleando y tropezando con las piedras con las que muchos otros también tropezaron y de las que algunos no salieron. En aquel momento nada nos importaba mucho.
Íbamos a toda castaña y nos convertimos en unos irresponsables.
Es increíble comprobar cómo en tan poco tiempo la ilusión y la luz que proporciona tener un disco en el mercado, las giras, el público fiel y dedicarte a lo que más te gusta queda ensombrecido y no acabas de reconocer lo que tienes delante. La puerta abierta del año 1980 se encontraba medio cerrada en 1982 y, lo que es aún peor, con nosotros centrados en cosas inesperadas.
A pesar de que éramos un grupo solvente, empezamos a tocar desmotivados, un poco vencidos por las circunstancias, apáticos y desorientados. No estábamos a la altura y no controlábamos. Los tres hermanos Urquijo, antes apasionados por la música, empezábamos a desdibujarnos. Pedro pasaba mucho tiempo en casa, porque, después de los bolos, las grabaciones y los ensayos, no le merecía la pena volver a Guadalajara. Convivíamos con mis padres, mi abuela y mi hermana, y estábamos colgados. Yo pasé unos meses enganchado a la heroína, en 1982, pero le vi las orejas al lobo, busqué un método para desintoxicarme y me convertí en el enfermero de mi hermano Enrique. Aparentemente, Javi era el que menos lío tenía.
Sabíamos que el segundo disco no había ido bien —se notaba la falta de cuidado en el trabajo y ya no éramos los chavales decididos de dos años antes—, pero la discográfica nos propuso grabar un nuevo trabajo. Teníamos una nueva oportunidad y había que aprovecharla, sin perder la identidad y sin dejarnos llevar por las modas.
La relación con la compañía era extraña. Además de jóvenes e inexpertos, éramos muy tímidos: ni nos movíamos de un lado a otro haciendo amigos ni íbamos de guais. Veíamos a los trabajadores de la discográfica como oficinistas, porque muchos llevaban la tira de años en su puesto. Habíamos firmado un contrato con Polydor por tres LP y debíamos hacer el tercero. Cierto es que la discográfica no estaba consiguiendo los resultados que esperaba, pero nos consolábamos pensando que, por ejemplo, el gran artista de la casa, Miguel Ríos, era número uno con «Santa Lucía», que había vendido treinta mil copias. Nosotros alcanzamos los quince mil con el primero y no veíamos tan lejano poder conseguir esa cifra. Pero repetimos nuestros errores con el tercer LP.
La España del Mundial de Fútbol de 1982 llegaba un poco justa en infraestructuras para acoger al gran acontecimiento del año, pero se subió al carro de las nuevas tendencias. Incluso la canción de Naranjito estaba hecha con sintetizadores, caja de ritmos y efectos. Sin embargo, nosotros íbamos por otro lado, queríamos mantener nuestra personalidad intacta o, por lo menos, no sujeta a las modas. Donde Azul y Negro decían «Me estoy volviendo loco» con sintetizadores a lo bestia, Enrique optó por presentar canciones con rasgos fronterizos, más al estilo del folk americano, pero con un toque popero. Es decir, nos alejábamos cada vez más de la nueva ola y de las tendencias de la movida. Un suicidio musical, dirían algunos.
Él público, muy influenciado por los medios, nos daba la espalda porque no nos subíamos a la moda de las hombreras y los maquillajes. Como ya he dicho, la radio y los «culturetas» apuntalaron los dos bandos que habían establecido para incluir en uno u otro a los grupos del momento. O eras moderno o eras blandito, o eras «irritante» o eras «baboso», y en este estábamos nosotros, Nacha Pop y algunos más. Así que, ¿para qué cambiar si ya nos tenían etiquetados? «Que les den —pensamos—. Haremos lo que nos dé la gana».
«Haremos cosas más relacionadas con el country», dijo Enrique. Yo creía que era un atrevimiento, pero me gustaba la idea. Javi, en la línea de desapego que había iniciado, se opuso. En aquel momento, Enrique era implacable y empezó a mostrar un carácter más duro, como si viera con total claridad que esa era la opción más valida. Además, nunca habíamos tenido que rendir cuentas a la discográfica con las maquetas ni consultarles qué canciones se grababan y cuáles no. En ese sentido, Carlos Pinto confiaba en nuestro criterio.
En marzo y abril de 1983, Los Secretos entramos en el estudio Eurosonic. De nuevo grabaríamos con Juan Luis Izaguirre y con Mike Cooper como técnico de sonido. Parecía que nada había cambiado. Otra vez nos limitaron las horas, si bien, como era de esperar, traspasamos el límite. Enrique llevaba dos canciones que, aunque no eran hits como «Déjame», tenían una gran calidad: «No me imagino» y «Hoy no». Ahora son dos habituales de nuestros conciertos, pero «Hoy no» ha pasado por muchos arreglos y cambios que la han mejorado.
Estábamos en plena grabación cuando Enrique se pilló un catarro bestial y entre las medicinas y la tos se sentía fatal. Había que terminar «Hoy no» porque no teníamos más tiempo, y decidimos que la cantara yo. Acabó saliendo como single. Con «No me imagino» recuerdo un día en que Enrique estaba liado con ella y me hizo escuchar una progresión de notas totalmente desconocida para nosotros. Me dijo:
—Si estoy tocando en Sol y paso a Do, y pongo este acorde raro… ¿Tú sabes decirme qué acorde es?
—Ni puta idea —contesté
—Pues acabo de hacer una canción con ni puta idea.
Nuestra sensación era que todo lo que hacíamos lo inventábamos sobre la marcha. Un día, Pancho Varona me dijo que la progresión con el acorde «ni puta idea» le había inspirado a la hora de componer «No me importa nada», y lo cierto es que Enrique se topó con el acorde por casualidad.
Durante la grabación del disco, Carlos Pinto se fue a CBS Brasil. Nos dejó tirados. Luego entendimos que era algo habitual: cuando eres jefe artístico de repertorio y jefe de producto de una discográfica fichas grupos y asumes el riesgo de que unos funcionen y otros no. Le sustituyó Gonzalo García Pelayo, que analizó los grupos y los estilos que tenía la compañía y le pareció que nosotros no encajábamos donde se suponía que teníamos que encajar. Éramos demasiado country, demasiado blandos, o lo que fuera… Él dio un giro —error garrafal— hacia el flamenco. Si nosotros no encajábamos, el flamenco aún menos, y, de hecho, hasta mediados de los años noventa no llegó un grupo como Ketama que lo popularizara.
El nuevo disco se tituló —irónicamente— Algo más, y guardo recuerdos bastante agradables de la grabación. Lo pasé muy bien tocando. Trabajé los arreglos y grabé todas las guitarras del disco. Hay canciones que me gustan mucho, como «Perdida la ilusión», donde saco mi toque más guitarrero. Este LP fue determinante porque contamos con la colaboración de un grupo madrileño de bluegrass llamado Foiegrass, con Pedro López a la cabeza.
Pedro había sido compañero de clase de Enrique, y sus hermanos también habían coincidido con Javier y conmigo en el colegio. Pedrito, que era como le llamábamos, era muy aficionado a la música y dominaba la guitarra porque había recibido clases. Él tocaba, sobre todo, la mandolina, y se había especializado en el country. Con varios amigos había montado un grupete para tocar en El Retiro o en la calle Preciados música bluegrass, country y folk americana. A menudo coincidíamos con él en la tienda de discos Kentucky, en Argüelles, y mantuvimos el contacto.
Sabíamos que grupos o artistas como los Eagles, Jackson Browne o Flying Burrito Brothers incluían en sus discos una versión más corta, con arreglos diferentes y casi siempre instrumental, de algunos de los temas principales del disco. Así, en Desperado de los Eagles, podías escuchar el tema del mismo nombre, que era precioso, y al final la versión reprise, solo instrumental, con un arreglo de cuerdas. Enrique quiso hacer un guiño a esos reprises y le pidió a Pedrito que hiciera una versión bluegrass de «No me imagino». Casualmente, su guitarrista habitual abandonaba la formación y Pedrito propuso a uno de los músicos que solían acudir a sus actuaciones callejeras para que tocara la canción. Ese guitarrista sustituto era Ramón Arroyo.
Los Foiegrass aparecieron un día y grabaron su versión. Sonaban increíbles. En ese primer momento, Ramón me pareció un tipo seriote, discreto y poco hablador, pero conectamos muy bien porque, como guitarristas, teníamos gustos musicales parecidos. El flechazo fue total. Cuando, años después, refundamos la banda, supimos desde el principio que Ramón debía ser el guitarrista solista. Para los chicos de Foiegrass fue una gran experiencia pasar de tocar en la calle a grabar en un estudio. La mayoría de ellos eran gente muy formada musicalmente, muy bien educada en los ritmos americanos, con una riqueza de conocimiento muy llamativa. Les dimos plena libertad durante la grabación y le pusieron todo el cariño del mundo. Su versión instrumental de «No me imagino» cerraba la cara A del disco y aportaba un sonido muy original al LP. Era rarísimo escuchar ese estilo en un disco de un grupo que estaba en el circuito. También echamos mano de otros músicos que creíamos que tenían algo que aportar, y volvimos a invitar a Luis Franch —al que llamábamos Luigi—, que ya había tocado el piano en el segundo LP, y metimos coros de José María Granados, armónicas, dobros, etc.
En mi opinión, Algo más es un disco infravalorado. Visto con perspectiva, salió mejor que el anterior: volvimos a la senda de lo que sabíamos hacer bien. Lo trabajamos a conciencia y, aunque seguíamos desnortados, el giro country —que era parte de nuestro ADN— nos retrotraía a nuestra infancia, cuando escuchábamos sin parar música americana y todas esas rancheras que mi abuelo amaba. Conseguimos que empezara a crecer lo que habíamos sembrado en el camino.
Para cerrar el «paquete», de nuevo salió a relucir el fanatismo de Enrique por los cómics. Eligió para la portada una viñeta de Dick Tracy de los años cincuenta, y le pidió a su novia, Eloísa, que dibujaba muy bien, que replicara el dibujo. Si te fijas bien en la portada, la mano que empuña la pistola tiene seis dedos. Fue un trabajo amateur, pero, si no lo hubiéramos hecho así, la discográfica nos habría impuesto sus preferencias: ideas malas, fotos de grupo o mucho postureo. Y Enrique odiaba el postureo.
No era un tema menor. La personalidad de mi hermano se iba mostrando tal y como era realmente, apasionada y a veces obsesiva. A los demás nos encantaban los cómics, pero si había un freaky de ellos en España, ese era Enrique. Muy propio de su forma de ser y de su carácter intenso, había convertido una afición en una obsesión. Con los años acabó reuniendo una colección increíble, de muchísimo valor, que tenemos guardada en algún lugar. Hay primeras ediciones de esas que van dentro de una bolsa de plástico cerrada con un zip para que no entren las bacterias y se coman el papel. Se hacía con cómics de todo tipo: los clásicos de Johnny Hazzard, Dick Tracy, tebeos americanos de los años treinta, cuarenta y cincuenta… Llegó a tener un original de The Little Nemo, de los que en tres viñetas te contaban una historia completa, que le costó veinte mil pesetas. Los compraba en Madrid Cómics, que le pillaba muy cerca de casa, en el barrio de Argüelles. Empezamos con Tintín, que nos encantaba, porque era como una película de Spielberg, buenísima. También tenía cómics de la revista 1984 y de Giraud y las aventuras del teniente Blueberry. A Enrique le flipaban. Y, claro, todo lo que les gustaba a mis hermanos a mí también me llegaba, así que poco a poco me fui contagiando de esa pasión. Enrique compraba y yo leía. Sí, es cierto, tenía un poco de jeta…
Por su personalidad, Enrique rechazaba ser el frontman, odiaba la simple idea de tener que hablar en público. Él pensaba que los discos que le gustaban —por ejemplo, los de Van Morrison— debía escucharlos sin esperar a que alguien le contara los detalles. En su opinión, Bob Dylan no tenía por qué ser simpático; solo seguir cantando y componiendo. Lo que Enrique más deseaba era que su música fuera aceptada sin más, sin tener que venderla. En nuestro entorno, los que salían a vender su película, su movida o su disco eran gente con más morro, como Alaska o Loquillo, que, quizá, tenían una gran capacidad para promocionarse, más presencia física y escénica, más labia... En definitiva, más marketing.
La promo del disco no fue muy amplia, pero hicimos algunas teles y, sobre todo, debutamos en el Un dos tres, el programón del momento. Recuerdo que, poco antes de empezar el programa, Chicho Ibáñez Serrador preguntó a su equipo: «¿Por qué no están listos Los Secretos con su vestuario?». En realidad, sí estábamos listos, pero íbamos vestidos como personas normales, sin hombreras, sin pelos pincho y sin maquillajes estridentes. El cacao mental de la moda de entonces era de tal calibre que, si no vestías raro, no eras de la movida. Y nosotros siempre fuimos más pioneros que movida. Éramos científicos que, a base de prueba-error, tropezones y caídas, seguíamos en marcha. El amor a la música que nos gustaba nos mantenía unidos.
Hasta aquí la historia lineal de Algo más.
Pero nuestro mundo se desmoronaba y la intrahistoria, el behind the courtain, ocultaba una realidad muy dolorosa que influyó no solo en las letras del disco, sino en la ejecución. Quizá fue este el momento más oscuro de nuestra relación con las drogas. Cuando empezamos a darnos cuenta de que nos quedábamos sin pasta de tanto comprar, y que eso no molaba nada, supimos que éramos adictos. En realidad, también le ocurre al que le gusta el vino y se toma varias copas en la comida y en la cena. Hasta que llega el día en que se da cuenta de que tiene que tomar sustitutivos cuando no tiene alcohol.
En 1982 empezamos a tontear seriamente con las drogas y en 1983 fuimos conscientes de que teníamos un problema. Yo, un poco antes. En diciembre de 1982 decidí dejarlo porque consumía heroína de forma habitual desde hacía seis meses; no creo que fuera más tiempo. Siempre fui más responsable, quizá porque era el pequeño o porque tenía más miedo. Consumíamos por la nariz, un acto muy social y muy espaciado en los primeros momentos, de manera que la dependencia no era tan fuerte como para llevar una vida apática. Es más, al principio era todo lo contrario, porque todavía no habíamos caído en que el bienestar y la euforia que nos aportaban las drogas tenían un lado oscuro brutal y que te destrozaban el carácter y la personalidad. Conozco a gente que siguió consumiendo durante mucho tiempo y cambió de forma irreversible. Incluso la cara y la mirada. Ya no son ellos.
Enrique nunca llegó a pasar esa frontera, la del punto de no retorno. La gente piensa lo contrario, pero yo puedo asegurar que nunca fue tan adicto como lo fueron otros. Era una persona extremadamente sensible y sus emociones siempre estaban a flor de piel. Para él las drogas eran una ayuda, un «tapahoyos». Tanto en casa como en el grupo siempre estuvo sobreprotegido: actuábamos como auténticos escuderos de mi hermano y eso le daba tranquilidad. Siempre estaríamos Pedro o yo para sacar adelante sus canciones y para hacer posibles los discos.
Su carácter estaba muy marcado por su tendencia a la depresión. Era cínico, irónico y, a la vez, inofensivo y temeroso. Con Javier se llevaba cada vez peor y discutían sin parar. En ocasiones era muy duro con él, pero sabía que tenía las espaldas cubiertas. Siempre había alguien que le ayudaba a levantarse si se caía, lo que le daba una seguridad que luego fue contraproducente. En su primera borrachera se cayó y se metió una leche tremenda. Si nadie le hubiera atendido, se lo habría pensado dos veces antes de volver a beber hasta caer. Siempre, siempre, estaba mi bendita madre para atenderle. Si el Cielo existe, ella está allí seguro. Era un ángel, porque nos ayudó mucho y entendió siempre que Enrique era el más vulnerable. Cuando en «Agárrate a mí, María» Enrique cantaba eso de «de otras peores salí», debería haber escrito «de otras peores me sacaron».
La sobreprotección convierte a los hijos en personas insoportables, pero la paciencia de las madres es infinita. Cuando éramos niños y nos poníamos enfermos a la vez, los mimos de mi madre y la fragilidad de mi hermano iban de la mano. Javi y yo pasábamos la enfermedad que fuera de manera más atenuada, más leve, con menos síntomas. Pero a Enrique siempre le costaba remontarla y se hizo un experto en farmacopea. Iba a un médico, que le recetaba unas pastillas, y después acudía a otro para que le diera otras pastillas distintas. A continuación, él las juntaba y se las tomaba cuando se sentía mal.
Como no era un adicto al cien por cien, sabía que podía salir muy rápido de los baches en los que entraba a tumba abierta. Así fue siempre. Cuando estaba bien, que era su estado habitual, estaba muy bien, muy divertido, muy ocurrente. Funcionaba estupendamente cuando dominaba su depresión. Su vida eran picos y valles. Compuso sus mejores canciones sin drogas —solo porros—, pero cuando entraba en un «consumo pico», su estado de ánimo entraba en una «zona valle». Los momentos «valle» de mi hermano eran consecuencia del caparazón familiar que protegía su fragilidad. Sin embargo, si miráramos la vida de Enrique a vista de pájaro, como en un mapa de Google Maps, veríamos que su trayecto fue todo azul y que hubo muy pocos momentos malos, pocas líneas rojas, periodos cortitos, recaídas, periodos más largos que terminaban en azul de nuevo, porque, insisto, nunca llegó a ser tan dependiente de una única sustancia. Más que «adicto a» era un «utilizador de». Así cubría su pesimismo vital.
Al principio nunca comprábamos, porque los amigos de Pedro nos invitaban. Quiero pensar que, si hubieran sabido que cometían un delito, o que lo que vendían era tan devastador, lo habrían dejado. Te daban coca o un porro «perfumado», que resulta que llevaba heroína… No parecía un acto vil ni traicionero, ni para ti ni para tu familia.
De todo aquel grupete que se movía alrededor de Pedro solo dos superaron aquello: Nachi, que era su hermano, y Tuti, a quien ya he mencionado, y al que creía muerto hasta que un día se presentó, no hace mucho, en un concierto en Guadalajara. Nos emocionamos al vernos, nos sentimos un poco supervivientes. Lloramos como niños.
Aquello nos afectó a todos. Años después, en 1989, me encontré en el camerino de un recinto de conciertos muy emblemático de Madrid a la plana mayor del show business español poniéndose hasta arriba de todo. Eran gorrones, fiesteros… Y es que había una sensación general de que aquello no era malo. Pero el consumo a largo plazo cambia el significado de la droga. Lo mucho que te gusta saborear una copa de vino cuando está bueno y no dependes de él se transforma radicalmente si te lo bebes de forma atropellada y temblando.
Nos metíamos mucho los fines de semana y cuando nos veíamos por ahí. Era casi obligado que te invitaran a probar cosas que te dejaban pedo. La heroína se convirtió en una compañera habitual. Recuerdo una noche en que le dije a uno: «Oye, en lugar de invitarme, véndeme». Pero se negó. Ahí empezó la pérdida de respeto hacia las drogas. Si es gratis, ¿cómo la voy a rechazar? La heroína es una droga que te quita todos los males, todas las vergüenzas, toda la timidez, todo el miedo escénico. Mi hermano Javi era el más sociable, el más abierto, pero Enrique y yo éramos tímidos. Además, te ayudaba a desinhibirte con las mujeres. En ese sentido, yo me «descorché» enseguida, en 1980, y entre ese año y los dos siguientes me puse bastante las botas para lo que era la media, teniendo en cuenta mi edad y la época. En 1984 tuve la suerte de conocer a mi mujer, de quien me enamoré perdidamente. Me aferré a ella como método antidroga, porque, o estaba con ella sin tomar nada, o estaba con mi hermano Enrique, que siempre vivió un poco como vaca sin cencerro.
Hasta que conocí a Marta, las escaramuzas con las tías fueron una constante: unos meses con una, una semana con otra… Se nos echaban al cuello. Para mí fue una sorpresa porque, aunque cueste creerlo, al principio nunca relacioné lo de tocar con ligar. De hecho, ligaban más mis amigos que yo. Decían: «Mira, este toca la guitarra», y yo me ponía todo colorado. Cuando en el cole tocaba la guitarra, la chica mona que tanto me gustaba y que pasaba de mí de pronto se acercaba a escucharme y se sabía mi nombre. Pues con el grupo era lo mismo, pero a lo bestia.
Todos Los Secretos estuvimos enganchados; quizá Javi más de tapadillo, pero Pedro, Enrique y yo abiertamente, compartiendo, yendo, buscando y empezando a tener problemas. El fiasco de Todo sigue igual, la incertidumbre de Algo más y la falta de confianza de la discográfica empezaban a dibujar un panorama sombrío que, además, no nos garantizaba ningún ingreso. Las drogas eran carísimas, no como ahora, que son mucho más baratas y accesibles. No hay que olvidar que, en esa época, las drogas no eran algo de barriobajeros. Conozco a muchos pijitos y niños pera que acabaron hechos unos zorros. No digo nombres, pero algunos que ahora tienen cargos públicos y son famosos de jóvenes eran malos malísimos.
A pesar de que siempre tomábamos la heroína esnifada, nunca con agujas, un día, después de un concierto, Pedro nos dijo que se encontraba muy mal. Cuando se quitó sus eternas gafas de sol vi que tenía el blanco de los ojos de color amarillo, síntoma claro de que algo le pasaba a su hígado. Pedro regresó a Guadalajara, fue al médico y le confirmó que había contraído hepatitis.
Entramos en una etapa durísima en la que confluyeron varias situaciones determinantes. Me di cuenta de que estábamos jodidos: o me volcaba en mi hermano Enrique para ayudarle, o todo iría a peor. Él empezaba a tener problemas severos y la bomba estalló.
Mis padres sabían que algo no iba bien. Cuando mi padre nos preguntaba si tomábamos drogas, la respuesta siempre era la misma: «Pero qué dices, papá, ¿de qué vas? ¿No tienes confianza en tus hijos, o qué?». Del que más sospechaban era de Enrique, porque parecía como ausente y nunca se sabía si era porque estaba deprimido o bajo los efectos de las drogas. Pensaban que algo se traía entre manos.
Yo sabía la parte de la historia que faltaba: Eloísa.
Enrique salía con ella desde hacía tiempo y estaba genial, enamorado hasta las trancas, aunque siempre pensé que ella no lo estaba tanto. Para Eloísa era un amor de juventud y le fascinaba la fama de Enrique, porque era músico y un poco malote.
Por entonces, yo tonteaba con Julieta, una amiga íntima de Eloísa, y había también, por ahí, una tercera amiga que tenía un hermano narcotraficante de los de verdad, que traía la heroína de Ámsterdam sin cortar ni nada.
Cuando en 1982 hicimos aquellos famosos tres conciertos en el Rock-Ola para cerrar la gira del primer disco —noches en las que no cabía un alma—, nos pagaron una pasta muy gansa. Después de saldar deudas con los «camelletes» a los que debía dinero, me encontré con un cuarto de millón de pesetas en el bolsillo. No había tenido tanta pasta en mi vida. Compré una buena cantidad de heroína y la dividí en papelinas con monodosis, cada una con un poco menos que la anterior. Era mi plan para rebajar el consumo y dejar de consumir. En la biblioteca de casa había una enciclopedia que nadie tocaba, metí cada papelina en un libro y planifiqué el consumo.
Mientras yo entraba de lleno en mi proceso de autodesintoxicación, Enrique estaba cada vez más enganchado. «Álvaro, se me va de las manos», llegó a confesarme. Los dos nos encontrábamos en un momento muy duro, con un problema similar, pero nuestros métodos para afrontarlo eran distintos. Paralelamente, las tres chicas, Eloísa, Julieta y la amiga, que ya consumían bastante, se empezaron a enganchar de verdad. No querían admitirlo, pero así era. Nosotros íbamos un paso por delante en todo; incluso yo ya estaba en otra fase gracias a mi método para dejarlo.
El padre de Eloísa era un médico oftalmólogo del barrio de Salamanca, un antimúsicos exagerado que no quería ver a Enrique ni en pintura, como él reflejó años después en la canción «El primer cruce», con aquel «ven conmigo, ven, ya se apagaron las luces». Las tres amigas tenían un acceso cada vez más directo a mayores cantidades de droga porque, de alguna forma, estaba a su alcance. El consumo era cada vez mayor.
Iban de mal en peor, hasta que un día el padre de Eloísa se enteró que estaban metidas en asuntos turbios. Y estalló la bomba. En las familias de las tres saltaron todas alarmas, y a Julieta la mandaron fuera de Madrid, a casa de unos parientes, para que no oliera las drogas nunca más. El padre de Eloísa la obligó a llamar a Enrique y a dejarle por teléfono. Estaba convencido de que él era el culpable de todo. Enrique pagó justo por pecador, aunque es posible que el hecho de que nosotros no tuviéramos mucho respeto al consumo de sustancias y nuestros malos hábitos hicieran que ellas salieran también perjudicadas.
Hundido por el abandono y afectado por el enganche, Enrique decidió salir del pozo y buscó a un médico a través de Joaquín Alegret, el psicólogo de nuestro colegio. Gracias a él llegamos a Rita Lafuente, del gabinete experimental del Hospital Clínico San Carlos. Enrique se puso en sus manos, porque ya era consciente de que el problema era muy serio. Yo también pasé por ese gabinete, aunque cada vez consumía menos, quizá porque era más fuerte o menos vicioso, no sé. Tal vez era lo más inteligente. Era consciente de que, si me metía mucho, la dependencia aumentaría y, por tanto, la abstinencia sería un infierno. No olvidemos que en esa época se sabía muy poco sobre cómo desintoxicar a la gente. Así que, mientras yo seguía con mi particular método, a Enrique le aplicaron un cóctel de medicinas sustitutivas para que se le hiciera más llevadero el síndrome de abstinencia. Se sabía que la heroína bajaba la presión arterial y la idea era conseguir el mismo efecto, pero sin dañar el organismo. Al menos en un principio, sirvió para que mi hermano dejara de comprar.
Bajo los duros efectos del cóctel farmacológico, un día Enrique llegó a casa y mis padres alucinaron. «Este tío está drogado», pensaron entre indignados y abatidos. Qué difícil era explicarles que precisamente sucedía lo contrario… Tuvimos que recurrir a la excusa de la depresión y los medicamentos, y a la tristeza natural por el abandono de Eloísa, que, en parte, era verdad. Cuando Enrique nos veía a Javi o a mí volviendo de la calle, se le iluminaban los ojos al pensar que podíamos tener algo para él. Ignoraba que yo tenía la biblioteca llena de material propio y, de hecho, unos años después, cuando mi estrategia de las papelinas en los libros ya había culminado con éxito, tuvimos que dejarle uno de esos libros a un amigo y, entre las hojas, había quedado una dosis olvidada que cayó al suelo frente a él. La cara que puso fue alucinante.
Sinceramente creo que Eloísa aprovechó la situación y la presión de su padre para quitarse a Enrique de en medio. Él era muy posesivo, muy de estar siempre juntos. No le gustaba que, mientras estaba de concierto, ella saliera por ahí con sus amigas. Por mi parte, el hecho de que Julieta fuera «desterrada» me vino bastante bien. Había conocido a Marta, que acabaría siendo la mujer de mi vida, y empezamos a formalizar nuestra relación. Por aquello de impresionarla, un día la invité a la grabación del disco. Yo hacía un solo de guitarra —para la canción «Callejear»— que no me salía y tuve que repetirlo una y otra vez. La tía estuvo escuchando durante horas el mismo solo, en una sesión horrorosa. Se aburrió como una ostra. No sé cómo, después de aquello, siguió cerca de mí.
El hecho de pensar que Eloísa y su entorno consumían por nuestra culpa nos había hecho sufrir mucho. Nosotros estábamos decididos a dejarlo, y ellas lo sabían, pero les importaba muy poco. Fue una penitencia cargar con esa mierda toda la vida. Enrique, siempre más delicado para todo, no podía soportar que le hubieran dejado. Insistía e insistía. Nadie sabía si lo del Hospital Clínico San Carlos era para tratar la adicción o para sacarle del bajón emocional.
Mi estrategia con las monodosis en los libros estaba yendo muy bien. Me sentía bastante mejor y la dependencia iba a menos. Pero Enrique estaba mal y no confiaba en las soluciones que le ofrecían, o bien porque no funcionaban, o porque el dolor por Eloísa era demasiado intenso como para que el cóctel de fármacos le ayudara.
Una tarde llegamos a casa. Mi padre no nos quitaba el ojo de encima y nos vio entrar en la habitación un poco perdidos. Se quedó escuchando detrás de la puerta y oyó que yo le daba algo a Enrique. «¿Trapicheos en casa?», pensó. Abrió la puerta de golpe y lo que vio le dejó bloqueado: yo le estaba dando a Enrique una de las papelinas de los libros… «¿Qué coño es esto?», gritó. Yo tan solo pude decir: «No, verás, es que…». Pero no me dejó seguir: «¿Es esto lo que toma tu hermano para estar así?». Siempre lo habíamos negado ante mis padres. Una y mil veces. Pero ahora, entre lágrimas de unos y de otros, con mi padre y mi madre completamente desolados, lo expliqué todo. Esa era la escena: el hijo pequeño contaba el desastre de los hermanos. Les dije que Javi no estaba muy metido, que yo me encontraba bastante mejor, pero que Enrique lo estaba pasando muy mal. Así había ocurrido siempre. Tenía miedo de escuchar la lapidaria frase que irremediablemente acabó llegando de boca de mi padre:
—Os lo dije, el mundo de la música es un peligro. Os lo dije. Os lo dije...
Entonces, por segunda vez, pensamos que, al acabarse los secretos, se acababan Los Secretos.
La primera medida que tomó mi padre fue llevarnos a varios psiquiatras, que por aquel entonces no tenían ni idea de qué iba la cosa. Fue un desastre. Sin saber qué hacer, le dije a mi padre que nos hiciera caso, que yo estaba dejándolo por mi cuenta, que casi lo había conseguido y que Enrique seguía un tratamiento que tarde o temprano daría resultados.
—Fíate de nosotros, papá —le rogué.
Pero, obviamente, no lo hizo. La segunda medida que puso en marcha fue encerrarnos en casa y vigilarnos de cerca. Un confinamiento total. Hubo muchas lágrimas, muchos nervios, mucha desesperación. Pero, ciertamente, nos desintoxicamos. En mi caso, la heroína se convirtió en algo del pasado y no volví a ella jamás. Enrique vivió un año maravilloso alejado de las drogas, a las que culpó de todo lo que le había ocurrido, aunque seguía negándose a aceptar que Eloísa le había dejado. Estaba tan medicado que ni siquiera podía cantar. Tanto en Todo sigue igual como en Algo más se aprecia que su voz de adolescente había desaparecido.
Cuando el tercer disco estaba a punto de publicarse nos informaron de que el equipo de Polydor que había apostado por nosotros ya no estaba. Nos echaron de la discográfica a finales de 1983, dos meses después de terminar el disco. Normalmente, cuando se hace el último disco contratado, te planteas si te piras o si negocias algo más, pero a nosotros nos dieron la carta de libertad y punto. No era una buena noticia, más aún cuando teníamos problemas de pasta.
La falta de apoyo de la discográfica quedaba en evidencia, por no hablar del abandono de las radios y de la televisión. Se podían meter sus «irritantes» y sus «babosos» por donde les cupieran. Tres años antes abrimos una puerta a base de golpes, pero, como suele ocurrir, el primero que entra es pisoteado por los que le siguen y al final todos pasan por encima. Fuimos de los primeros grupos que estuvimos en lo más alto de las emisoras con «Déjame», los primeros en tener un club de fans… Pero solo duró un año. Pasamos al olvido para las discográficas y para los medios. Otra cosa fue que la gente no nos olvidara, que sonáramos en las casas, que en los garitos seguían pinchando nuestras canciones, que en las discotecas cantaran nuestros estribillos y que los temas siguieran caminando con sus patitas al margen de nuestra decadencia y de nuestra bajada a los infiernos.
Pero el mal momento era más que evidente. Enrique estaba sumido en un mar de tristeza, nunca estaba bien; Javi no terminaba de comprender lo que ocurría, ya que su papel en el nuevo disco había sido muy residual, y, por si fuera poco, nos habíamos quedado sin discográfica. Teníamos algunos conciertos programados y, aunque nos salieron bien, a veces nuestra informalidad era notable.
Cuando uno tiene un problema personal grave —sobre todo si es de adicciones—, el trabajo se ve afectado. En lo musical, los guiños a la música country nos habían dado el golpe de gracia de la crítica. Yo tenía guardadas mis canciones más modernitas, que seguían esperando un giro más popero o que Enrique les pusiera letra. Pero él había iniciado una guerra contra el mundo y ni estaba ni se le esperaba. En Algo más hicimos un gran esfuerzo; yo me había currado la música confiando en que mi hermano se encargara de las letras, pero al final quedaron flojas, como hechas a toda prisa. Al menos en lo musical sí habíamos mejorado. Las canciones con banjo y dobro eran todo un atrevimiento y un placer para el oído.
Enrique apenas pisó el estudio porque estaba centrado en su desintoxicación y porque los procesos de grabación eran muy tediosos. Salvo cantar, él no tenía nada que hacer en el disco, y mucho menos decirnos a Pedro o a mí cómo debíamos tocar. Izaguirre, Pedro y yo lo grabamos todo sin su ayuda.
En 1984 coincidieron cuatro situaciones fundamentales para Los Secretos.
Mis padres seguían con la mosca detrás de la oreja, sin fiarse de ninguno de sus tres hijos. Estaban siempre encima de nosotros y la sensación era bastante desagradable. El «ya os lo dije, ya os avisé» de mi padre lo invadía todo: cada gesto, cada mirada, cada palabra eran muy dolorosos. Vivíamos en la amargura. El ambiente familiar era como el de un tejido rasgado. Nos sentíamos fatal porque habíamos tirado nuestra vida por la borda y habíamos traicionado a la familia, a nuestros padres, sobre todo a mi madre. Aunque mi estrategia con las papelinas escondidas en los libros había tenido éxito, seguía en tratamiento para no recaer, y Enrique estaba convencido de que, si las cosas habían salido mal —sobre todo, la relación con Eloísa—, había sido por culpa de las drogas. La posibilidad de que las dejara era como una luz al final del túnel.
Además, mi hermano Javi, cuando vio que era ignorado en el grupo, que no teníamos ningún proyecto en marcha e íbamos sin dirección, optó por resolver uno de los asuntos que acechaba a los jóvenes en aquellos años: hacer la mili. En abril de 1984 fue destinado a Burgos, donde montó una banda con otros reclutas. Entre ellos, al piano, estaba un tal Jesús Redondo, que acabó siendo una de las piezas clave de Los Secretos. En aquel momento, la relación de Javi y Enrique era muy tensa, muy propia de dos hermanos con diferentes puntos de vista. En definitiva, supuso la salida de Javi del grupo.
Para rematar nuestra situación pendiente de un hilo, Felipe González, la gran esperanza del cambio en España, había arrasado en octubre de 1982, dando por finiquitada la Transición democrática. Los restos del franquismo parecían destinados a desaparecer. La simpatía de la sociedad hacia el político sevillano y su equipo era enorme. Sin embargo, en la vida real, Felipe no sonreía tanto: España estaba en bancarrota y para modernizarla había que sacar dinero de debajo de las piedras. Su reflexión fue clara: ¿de dónde se podía sacar dinero sin demasiado esfuerzo y sin desgaste de imagen pública? No era conveniente asediar a las empresas ni a los medios de comunicación, porque podían dinamitar todo el proceso. Así que dirigieron su mirada hacia el movimiento cultural que se había hecho un hueco en el mundo del espectáculo, hacia los grandes artistas de siempre y hacia los más recientes de la nueva ola y la movida. Fuimos el objetivo.
Aquel haterismo no era más que odio al éxito de los demás. Envidia pura y dura. Los técnicos de Hacienda dieron una batida por el mundo del espectáculo y nos metieron un palo soberano. El inspector que nos escudriñó a nosotros sacó conclusiones absurdas: os gastasteis todo el dinero de los conciertos y los discos en equipo y en pagar a los técnicos, y no guardasteis ni una sola factura. El argumento era tremendamente injusto: si ganábamos ciento cincuenta mil pesetas por cada concierto e hicimos cien, resultaba una cantidad considerable y, según él, había que dividirla entre los cuatro músicos. Pura ciencia ficción. Nos metieron en el mismo saco que a Lola Flores, Gurruchaga, Pedro Ruiz, etc. Enrique pudo pagar la multa gracias a los derechos de autor, pero a mí me costó Dios y ayuda. Marta, con quien tenía ya una relación más que formal y que trabajaba en el Banco Hipotecario, me ayudó a conseguir ayuda económica.
A pesar de los reveses, intentábamos centrar nuestro camino. Hicimos algunas actuaciones gracias a la oficina del mánager Berto Sala, que nos ofreció conciertos sueltos por Galicia y la zona norte del país, y aunque no estábamos en nuestro mejor momento, empezábamos a movernos. Para entonces habíamos salido de nuestro encierro en casa y nos portábamos mucho mejor. Nos veíamos en el local para ensayar, porque era la única forma de componer y grabar. Ya teníamos un pequeño multipistas, pero para Pedro era fundamental vernos, comentar las canciones y tocar juntos.
El 12 de mayo de 1984, Pedro salió muy temprano de Guadalajara rumbo a Madrid. Iba en un camión con otra persona, que era quien conducía. Era consciente de que el grupo estaba bajo mínimos, pero confiaba en que, tras el periodo de parón y al ver que los Urquijo asomábamos de nuevo la cabeza, volveríamos a ser lo que fuimos, que encontraríamos una discográfica y grabaríamos un nuevo disco. Poco después de iniciar el viaje, el camión chocó contra un tractor que iba delante y luego contra un coche que venía de frente. Pedro murió en el acto.
Nos llamaron sus familiares para darnos la noticia y nos quedamos helados. Había vuelto a pasar. Quizá éramos un grupo maldito. El batería del grupo había muerto. El que nos puso las pilas y nos ayudó a dar empaque a las canciones. El que nos empujó para convertirnos en un grupo adulto. Una vez más, mi padre, incapaz de empatizar con la tragedia que estábamos viviendo, achacó la muerte de Pedro a las drogas, cuando un accidente de coche era trágica y simplemente un accidente de coche.
Dos hermanos curándose de sus adicciones. El tercero en la mili. El batería, muerto en la carretera. Sin discográfica. Arruinados por Hacienda. Y rodeados del mal ambiente familiar y de la desconfianza de los amigos. Los Secretos habíamos tocado fondo y la desaparición estaba más cerca que nunca. Además, mi hermano Javi había vendido el equipo de sonido, nuestras guitarras y las pertenencias del grupo. Yo tuve que ir a ver a un tipo de dudosa fama para recuperar la guitarra Gibson Les Paul blanca, porque la había utilizado para pagar una deuda.
Nada podía ir peor.