Capítulo 3

 

Emma no sabría decir lo lejos que habían viajado o cuánto tiempo lo habían hecho. Cada sacudida demoledora de los cascos de los caballos contra la hierba helada le desprendía más horquillas de punta de ámbar, de las usadas por la doncella para sujetar a conciencia los rizos rebeldes aquella mañana, mientras ella permanecía sentada ante el espejo. Al cabo de poco rato, los mechones sueltos formaban una cortina cegadora en torno a su rostro.

Tenía una impresión vaga de que les rodeaban otros caballos, que otros cascos golpeaban el suelo a un ritmo tan incesante como el suyo. Los hombres de Sinclair habrían saltado sobre sus propias monturas en el exterior de la abadía y se habrían unido a la temeraria huida.

Iban demasiado rápido como para que ella pudiera oponer alguna clase de resistencia. Si intentaba arrojarse desde el caballo mientras avanzaban al galope, se rompería todos los huesos del cuerpo con la caída.

Su posición indigna podría haber sido incluso más precaria a no ser por la gran mano, masculina y cálida, que la tenía sujeta con firmeza por la cintura, apoyada escandalosamente cerca de la leve prominencia de su trasero. La presión constante era lo único que impedía que se diera la vuelta y cayera sobre el regazo de su secuestrador como una de las muñecas de trapo que tanto apreciaba Edwina.

Pese a esa dudosa protección, seguía sin garantías de que el siguiente salto del caballo no le fracturara una frágil costilla o le abriera el cráneo por completo contra uno de los troncos de los árboles que entraban y salían de su visión frenética. Mientras el paisaje pasaba a velocidad vertiginosa, borrándose ante sus ojos, sentía el movimiento de los músculos en los muslos poderosos de su secuestrador. Dirigía el caballo entre matorrales, bosquecillos y a través de campos abiertos como si él y el animal fueran uno.

Cuando los cascos del corcel salieron de la turba musgosa y se lanzaron al vuelo, enviándoles por los aires a través de un profundo barranco, Emma contuvo un grito ahogado y cerró los ojos con fuerza. Cuando se atrevió a abrirlos de nuevo, estaban bordeando el extremo exterior de un acantilado empinado. Alcanzó a ver a distancia vertiginosa la cañada inferior y las onduladas estribaciones coronadas por las torres almenadas de piedra del castillo de Herpburn. Su miedo aumentó hasta formar un gélido horror cuando se percató de cuánto se habían alejado de la abadía y de la civilización.

Cabalgaron tanto rato que no le habría sorprendido llegar a la entrada del propio infierno. Pero cuando Sinclair por fin tiró de las riendas y aminoró el paso hasta llevar al caballo a un trote ligero, y luego un andar oscilante, no fue el hedor sulfuroso del azufre lo que le provocó cosquillas en la nariz sino la fragancia fresca a cedro.

Emma no estaba segura de qué esperaba a la llegada a su destino desconocido, pero desde luego no había pensado que fueran a tirarla sin miramientos de pie al suelo. Mientras Sinclair levantaba una pierna por encima de la grupa para desmontar con gracia y sin esfuerzo, ella se fue hacía atrás y casi se cae. Tenía las piernas débiles y gomosas, igual que cuando su padre llevó a la familia a navegar a Brighton, el verano anterior a que su suerte en las mesas de juego diera un giro costoso, a peor.

Recuperó el equilibrio sólo para encontrarse en medio de un claro espacioso con una bóveda de cambiante cielo gris, rodeado de un bosquecillo frondoso de hoja perenne. Sus ramas livianas les protegían del viento racheado, que suspiraba en vez de rugir.

Aquí, donde hasta el aire olía a libertad, ella se sintió más prisionera de las circunstancias que nunca.

Una vez concluido el atroz viaje, debería haber sentido cierto alivio, pero mientras se sacudía los rizos enredados para apartárselos de los ojos y enfrentarse al hombre que ahora era dueño de su destino, comprendió que iba a tener que reconocer otra cosa.

Al otro lado del caballo, él estaba soltando con diestras manos la cincha de latón que sujetaba la silla. El largo cabello azabache caía a ambos lados y dejaba su rostro en sombras, ocultando su expresión.

Emma permaneció ahí en pie en una agonía de suspense mientras el desconocido tiraba de la pesada silla, delatando su esfuerzo tan sólo con los músculos abultados del brazo superior. Luego arrojó la silla sobre un nido de agujas de pino antes de regresar para retirar la brida del cuello brillante del caballo.

Sus hombres habían detenido los caballos a una distancia respetuosa y desmontaban con igual facilidad. Aunque algunos se atrevían a dirigirle miradas de soslayo y murmurar algo, era casi como si imitaran la indiferencia de su líder.

Emma notó que su aprensión empezaba a endurecerse y a transformarse en rabia. Había esperado que Sinclair la aterrorizara, no que hiciera caso omiso de ella. El escocés se ocupaba de las tareas rutinarias como si no acabara de raptarla con brutalidad y a punta de pistola de su boda, separándola del seno de su familia.

Echó un vistazo a su espalda, preguntándose si repararía en ella si se daba media vuelta y salía corriendo en busca de su libertad.

—No lo intentaría si estuviera en tu lugar —dijo sin alterarse.

Sorprendida, Emma volvió la cabeza de golpe. Sinclair estaba pasando el cepillo sobre los lomos temblorosos del caballo, diríase que con toda la atención puesta en esa tarea. Era como si hubiera adivinado sus pensamientos y la dirección de su mirada con un sentido más profundo que el oído o la vista.

De todos modos, Emma sintió una punzada satisfactoria de triunfo. Al menos había conseguido demostrar que no ignoraba su presencia tanto como pretendía.

—Como su rehén, ¿no es lo que estoy obligada a hacer? —Se esforzó por que el temblor no llegara a su voz—. ¿Intentar escapar de sus infames garras?

Él encogió uno de sus poderosos hombros.

—¿Por qué malgastar esfuerzos, chiquilla? No darás ni diez paso antes de que yo te detenga.

—¿Cómo? ¿Pegándome un tiro por la espalda?

Al final la miró, y el arqueo de una de sus cejas azabache le advirtió de que sólo había logrado divertirle.

—Eso sería un total desperdicio de una pólvora en perfecto estado, ¿o no? Sobre todo teniendo en cuenta que vales mucho más viva que muerta.

Emma se sorbió la nariz.

—Un sentimiento conmovedor, señor, pero, me temo que ha hablado más de la cuenta. Ahora que sé que no tiene intención de matarme, ¿qué impedirá que me escape?

Sinclair rodeó entonces el caballo, con zancadas tan regulares y decididas como su voz.

—Yo.

Ahora que había conseguido obtener toda su atención, Emma tenía motivos para lamentar su excesiva desenvoltura. El corazón empezó a latirle descontrolado en el pecho mientras retrocedía a duras penas, a sabiendas de que no tenía esperanza de eludirle. Era todo lo que no era su novio: joven, musculoso, viril... peligroso.

Tal vez no tuviera intención de matarla, pero era capaz de hacerle otras cosas que podrían considerarse incluso peores.

Mucho peores.

Se dio de espaldas contra el tronco nudoso de un pino, lo cual la dejó sin otra opción que aguantar ahí mientras él continuaba acercándose. El aire debía de ser más tenue aquí arriba en el risco. Cuanto más se aproximaba, más aliento le faltaba. Cuando su sombra cayó sobre ella y tapó la luz lechosa del día, se sintió totalmente mareada.

Había creído que esos ojos verde claro, con su denso fleco de pestañas azabaches, serían su rasgo más asombroso, pero con la proximidad ya no podía estar segura. Tal vez no fuera más que un bandolero común, pero sus pómulos eran altos y anchos como los de un rey legendario. Tenía la nariz recta como un hoja, con orificios nasales un poco abiertos. Los labios eran carnosos, sensuales casi hasta lo pecaminoso. Una débil insinuación de hendidura ensombrecía su afilado mentón.

Sinclair plantó ambas manos en el tronco del árbol encima de la cabeza de Emma, inclinándose tanto sobre ella que pudo sentir el calor que irradiaba cada centímetro musculoso de su cuerpo. Su miedo y su mareo se intensificaron hasta un grado peligroso mientras respiraba el almizcle cálido y masculino de su olor.

Pese al tono amenazador, su voz era suave como terciopelo aplastado sobre el pabellón de su oreja. El mensaje no iba dirigido a los oídos de sus hombres, sólo a los suyos, y nada más:

—Si echas a correr, tendré que ponerte las manos encima. Por lo tanto, a menos que pienses que vas a disfrutar con eso... y tal vez sea así... querrás pensártelo dos veces antes de intentar escapar.

Luego el resguardo cálido de su cuerpo desapareció, y Emma se encontró de nuevo expuesta a las gélidas rachas de aire. Cuando la dominó un inesperado estremecimiento incontrolable, que tenía más que ver con aquella tierna amenaza que con el frío del aire, Sinclair se acercó andando a su poderoso caballo como si no le importara otra cosa en el mundo.

Emma dirigió una mirada a los otros hombres y descubrió que aquel breve intercambio les había ganado una audiencia. Un tipo cetrino con una perilla oscura en el mentón se atrevió incluso a dar un codazo a su compañero y reírse en voz alta.

—No hace falta ser tan presuntuoso, señor —replicó la joven en voz alta a la espalda de Sinclair. Su orgullo herido estaba desplazando a su miedo—. Sospecho que su triunfo no durará mucho. Seguramente el conde ya esté informando a las autoridades y mandando a sus propios hombres para rescatarme, ahora mismo mientras hablamos.

—Una vez ascendamos lo suficiente por esta montaña, nunca nos encontrará, y él lo sabe bien —respondió él por encima del hombro—. Nadie encuentra a un Sinclair si éste no quiere que le encuentren. Ni siquiera un Hepburn. Pero no te inquietes, muchacha —añadió con un tono amable pero burlón—. Si todo va según lo planeado, volverás a estar en brazos de tu amantísimo novio antes de que su cama se enfríe. O al menos antes de que se enfríe más de lo que ya está.

Mientras se volvía a cepillar el caballo, los hombres se retorcieron de la risa en señal de reconocimiento. Emma se cogió los brazos para controlar otro tiritón, helada del todo al descubrir que su secuestrador no mostraba desprecio sólo por el conde.

 

 

Robar novias tenía una larga tradición en las Highlands, pero James Alastair Sinclair nunca había soñado que acabaría robando la novia a otro hombre. Desde hacía mucho tiempo se murmuraba que su tatarabuelo, MacTavish Sinclair, había secuestrado a su novia de quince años de la casa de su iracundo padre durante una batida de ganado, cuando sólo tenía diecisiete años. Ella se había negado a hablar con él hasta que nació el primer hijo, luego pasó los siguientes cuarenta y seis años de matrimonio cotorreando sin parar para compensar ese tiempo. Cuando el tatarabuelo falleció mientras dormía, a la avanzada edad de sesenta y tres, ella lloró desconsoladamente y murió pocos días después, algunos dijeron que con el corazón roto.

Jamie sólo podía estar agradecido de que su corazón nunca se sometiera a esa clase de peligros.

Mientras las nubes se despejaban y las estrellas empezaban a cobrar vida en el cielo nocturno, los hombres vaciaban el recipiente de barro lleno de whisky escocés que corría de mano en mano y se preparaban para instalarse en sus petates. Jamie se agachó junto al fuego y sirvió unos cucharones de humeante guiso de conejo en un cuenco mientras lanzaba a su cautiva una mirada cautelosa.

Estaba sentada sobre una roca al borde mismo de los árboles, rehuyendo tanto el calor seductor del fuego como su compañía. Las sombras de las ramas colgantes moteaban su pálida cara como si tuviera moratones. La última horquilla que quedaba en su pelo se había caído, dejándolo suelto en torno a su rostro en una mata desordenada de rizos teñidos de cobre. Estaba sentada sujetándose los brazos delgados para protegerse del frío pues los jirones manchados de polvo del que antes había sido un elegante vestido no eran suficiente protección contra el enérgico aire de la montaña. Pese a la postura desamparada, su tierna boca y su pequeño mentón marcado seguían formando un ángulo de rebelión. Su mirada se perdía más allá de Jamie, en las llamas crepitantes del fuego de campamento, como si de algún modo consiguiera hacerles desaparecer a él y a sus hombres sólo con no prestar atención a su existencia.

Jamie frunció el ceño. Había esperado que la joven novia del conde fuera alguna señorita inglesa lánguida y miedosa, no demasiado lista y fácil de intimidar. Sabiendo lo que sabía de los Hepburn, había asumido que el viejo sinvergüenza escogería aposta a una chica con muchas posibilidades de morir en el parto minutos después de entregar la escurridiza criatura a la nodriza que la criaría.

Su demostración obstinada de valor, pese a su miedo —tanto en la abadía como aquí en este claro—, había inquietado a Sinclair y le había provocado una punzada de admiración que no podía permitirse. Al fin y al cabo, la muchacha no era para él más que un medio para cumplir un objetivo: un breve inconveniente del que podría librarse en cuanto Hepburn accediera a la demanda de rescate que se le entregaría dentro de pocos días.

Jamie sentía que llevaba esperando toda una vida este momento y ahora se le acababa el tiempo. Pero seguía decidido a dar un día o dos a Hepburn para considerar todo los destinos nefastos que podría sufrir su novia inocente a manos de su enemigo jurado si no satisfacía la petición.

Una racha gélida de viento zarandeó las ramas de los pinos y azotó el claro. Para el pellejo curtido de Jamie sólo era una suave brisa, pero la muchacha se estremeció, envolviéndose con los brazos con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Jamie sospechó que ahora apretaba los dientes delicados, no por furia e impotencia, sino para no castañear.

Jurando en gaélico para sus adentros, se enderezó y se fue a buen paso hacia ella. Se detuvo justo delante, sosteniendo el cuenco de guiso. Ella siguió mirando al frente, mostrando desprecio tanto hacia él como a su humilde ofrecimiento.

A Sinclair no le vaciló la mano.

—Si pretendes morir de hambre sólo para avergonzarme, muchacha, no funcionará. Tu queridísimo novio te explicaría encantado que ni yo ni ningún miembro de mi familia tenemos vergüenza.

Agitó el cuenco debajo de su altiva naricilla, tentándola aposta con el suculento aroma. El estómago la traicionó con un ansioso rugido. Lanzándole una mirada de resentimiento, Emma le cogió el cuenco de la mano.

Jamie observó, debatiéndose entre el triunfo y la diversión mientras ella usaba la cuchara de madera tallada toscamente para dar varios bocados ávidos a la sustancia. Fue un placer inesperado observar que el color regresaba a sus mejillas mientras el guiso calentaba su tripa. Había oído rumores de que la novia de Hepburn no era una gran belleza, pero sus mejillas cubiertas de pecas y los rasgos cincelados con delicadeza poseían un encanto seductor que nadie podía negar. En contra de su voluntad, sintió su mirada atraída por la ternura de aquellos labios mientras los cerraban en torno a la curva de la cuchara, la gracia ágil de su lengua rosa al salir rápida para dejar limpio el utensilio.

La visión inocente despertó un hambre sorpresivo en el fondo de su vientre. Temeroso de empezar a soltar gruñidos él también, decidió darse media vuelta.

—¿Cuánto tiempo voy a ser su prisionera, señor? —quiso saber.

Con un suspiro, él se giró para mirarla a la cara.

—Eso depende de cuánto la valore su novio, creo yo. Tal vez su suerte en la vida le resulte más soportable si intenta considerarse mi invitada.

Emma arrugó la nariz, atrayendo la atención de Jamie a la nube de pecas color canela que cubrían el caballete nasal.

—Entonces me vería obligada a decir que su hospitalidad deja mucho que desear. La mayoría de anfitriones, por muy mezquinos que sean, ofrecerán al menos un techo al invitado. Así como cuatro paredes para que no se muera de frío.

Apoyando un pie en un madero caído, Jamie inclinó la cabeza hacia atrás para inspeccionar la majestuosa extensión añil de cielo nocturno.

—Nuestras paredes son las ramas protectoras de los pinos y nuestro techo una cúpula abovedada salpicada de gemas rociadas por el mismo Todopoderoso. La desafío a encontrar una visión más grandiosa en cualquier salón de baile de Londres.

Cuando sus palabras fueron acogidas con un silencio, Jamie le dirigió una mirada de soslayo que le permitió pillarla estudiando burlonamente su perfil en vez del cielo. Ella se apresuró a bajar los ojos, ocultándolos bajo la caída rojiza de cautela de sus pestañas.

—Esperaba poco más que un gruñido ininteligible. Parece que el conde se equivoca, señor. Su educación al fin y al cabo no ha sido una pérdida de tiempo. Al menos a juzgar por su vocabulario.

El escocés le dedicó una inclinación burlona tan impecable como la de cualquier caballero orgulloso.

—Con tiempo y decisión suficientes, muchacha, incluso un salvaje puede aprender a imitar a sus superiores.

—¿Cómo Ian Hepburn? Por lo que dijo en la abadía, deduzco que fue uno de sus superiores en la universidad.

—Hubo un tiempo en que podría haberse considerado mi igual. Pero eso sucedió cuando me conocía sólo como su querido amigo Sin. Una vez su tío le informó de que no era más que un apestoso, asqueroso Sinclair, con porquería bajo las uñas y sangre en las manos, ya no quiso saber nada más de mí.

—Tras haberle conocido por tan sólo unas horas, no puedo decir que le culpe.

—¡Ay, muchachita! —exclamó, dándose en el pecho con una mano y dedicándole una mirada de reproche—. Me llegas al alma con esa lengua tuya tan afiladita. ¿No hay en ese corazón ni una pizca de caridad por este pobre escocés ignorante?

Emma, confiando en disimular el efecto enternecedor que ese acento de cadencia aterciopelada tenía sobre ella, se puso en pie para plantarle cara.

—No me llamo «muchachita». Me llamo Emmaline. O señorita Marlowe si es lo bastante civilizado como para respetar las pautas sociales. Mi padre es un baronet, pertenece a la pequeña nobleza.

Jamie resopló con los brazos doblados sobre el pecho.

—¿Tan noble como para subastar a su hija al mejor postor?

Ella volvió a alzar la barbilla, negándose a dejarse amedrentar por su desprecio, y respondió bajito:

—El único postor.

Su confesión cogió a Jamie con la guardia baja. La chica podría ser frágil y tener poco pecho, pero sus encantos femeninos eran innegables. Si hubiera nacido y crecido en esta montaña, los pretendientes harían cola, perdidamente enamorados, para rendirse a sus pies.

—Y no hace falta que pinte a mi padre como una especie de villano codicioso salido de un melodrama gótico —añadió—. Por lo que a usted respecta, yo podría estar locamente enamorada del conde.

Jamie soltó una risotada.

—Y yo podría ser el rey de Escocia. —En contra de decisiones más juiciosas, permitió que su mirada la inspeccionara con audacia—. Sólo hay un motivo para que una mujer como usted se case con un viejo saco apolillado de huesos como Hepburn.

Emma apoyó las manos en sus delgadas caderas.

—Usted acaba de secuestrarme hace pocas horas, ¿cómo puede atreverse a decir qué tipo de mujer soy?

Antes de percatarse de lo que él iba a hacer, Jamie se había acercado un paso, lo bastante para acariciar la suavidad irresistible de su mejilla con sus ásperos nudillos. Nunca había sido un hombre dado a acosar a las mujeres, pero había algo en esta muchacha de lengua ácida que le incitaba a ponerle las manos encima, provocar algún tipo de reacción en ella, aunque fuera en su propio perjuicio.

Llevó la boca a su oído, bajando la voz adrede hasta dejarla en un susurro ronco.

—Sé que todavía eres lo bastante joven, y linda, como para necesitar un hombre de verdad en la cama.

Un escalofrío que no tenía que ver ni con el miedo ni con el vivo viento surcó su tierna carne. Cuando Jamie retrocedió para inspeccionar su rostro, ella le miraba con los labios separados y un poco temblorosos, y sus ojos azules oscuros tan abiertos como para reflejar la luna que se alzaba en el cielo.

Antes de poder sucumbir a aquella invitación involuntaria, Jamie se apartó, decidido a buscarle un petate y dejarlo por aquella noche.

Las siguientes palabras de Emma le obligaron a pararse en seco.

—Se equivoca con mi padre, señor. Él no es tan codicioso. Yo sí lo soy.

Jamie se volvió poco a poco, entrecerrando los ojos mientras un escozor de cautela ascendía por su columna. Había sentido muchas veces antes esa sensación de inquietud, por regla general justo antes de sufrir una emboscada a manos de alguna pandilla itinerante de pistoleros de Hepburn.

La postura de su cautiva ya no era desesperada ni temerosa sino del todo desafiante. Su voz sonó firme y su mirada era tan fría como la luz plateada de la luna que jugaba con su altos pómulos cubiertos de pecas.

—Sin duda un rufián vulgar y corriente como usted tiene que saber que la mayoría de mujeres entregarían no sólo sus cuerpos sino sus almas por casarse con un hombre rico y poderoso como el conde. Una vez sea condesa, tendré todos los tesoros que una mujer pueda desear: joyas, pieles, tierra, y más oro del que pueda gastar o contar en toda una vida. Y le prometo, señor, que no me faltará un «hombre» en la cama —añadió con un ademán despectivo—. Después de darle un heredero, estoy segura de que al conde no me prohibirá pasar una temporada en Londres, y un joven y fornido amante... o dos.

Jamie se limitó a observarla pensativo durante un largo instante, antes de replicar:

—No me llamo «señor», señorita Marlowe. Me llamo Jamie.

Con eso, se dio media vuelta y la dejó ahí de pie, con su delgado cuerpo zarandeado por el viento.