Durante el trayecto en taxi al trabajo, no pude evitar fijarme en mi hermano, después de incluir en la conversación a la impresentable de su novia. ¡Maldito fuera Shane y lo ciego que estaba! ¿Tal vez creía que no podía aspirar a nada mejor? ¿A qué venía lo de tener una vida tan planificada? Quizá su atractivo resultaba menos evidente que el mío, pero había que admitir que Shane poseía algo que atraía a las féminas. Podía resultar demasiado serio, frío y distante a primera vista; incluso taciturno y algo adusto, adjetivos que acentuaba con su aspecto grande e imponente, con su cabello oscuro, su tez morena y, sobre todo, por la diferencia de color de sus ojos, cosa que intimidaba y atraía a las mujeres a partes iguales. Además, mi hermano era un tipo legal y leal, motivo por el que seguiría advirtiéndole sobre Valerie. Su novia no era exactamente lo que él creía, y me preocupaba que se diese cuenta demasiado tarde.
* * *
Gideon Myers se encontraba admirando las vistas a Columbus Circle desde la planta treinta del Time Warner Center, aunque su preocupación no le dejaba ver más allá del cielo azul y despejado de Manhattan. Tras el saludo de rigor, cerró la puerta de la sala de reuniones por dentro en cuanto accedimos al interior.
—¿Y el resto? —pregunté mientras tomaba asiento junto a mi hermano.
—No va a venir nadie más —explicó el CEO con semblante serio. De pronto, me pareció más viejo que solo dos días antes. Su fecha de jubilación estaba próxima, y resultaba evidente que estaba deseando que llegase.
—¿Qué ocurre, Gideon? —preguntó Shane con preocupación.
El hombre nos miró un instante y se colocó las gafas antes de proceder a exponer el asunto. Éramos sus hombres de confianza y lo sabíamos.
—Ya sabéis que nuestra empresa está más fuerte que nunca —comenzó—, pero, precisamente por eso, no nos podemos permitir que se nos pase por alto ningún avance en tecnología.
—Te refieres a Ward, supongo —comenté en referencia al tema que más habíamos abordado en las últimas reuniones.
—Exacto. —Gideon tecleó en su ordenador y se puso en pie en el momento en que la imagen de un hombre de unos cincuenta años apareció en la gran pantalla instalada frente a la mesa de reuniones—. Thomas Ward, fundador de Ward Systems, es un genio de la ingeniería informática, como ya sabéis, y estamos seguros de que se guarda bajo la manga su último descubrimiento, del cual lo único que sabemos es que podría revolucionar el mundo de la telefonía y las redes sociales. Y queremos que sea nuestro antes que de nadie.
—¿Le hemos hecho alguna oferta? —preguntó Shane.
—Por supuesto —respondió Gideon—. Pero se ha limitado a decirnos que los rumores son solo rumores, que no tiene nada, algo que sabemos que no puede ser cierto, ya que infiltramos a una persona en su empresa.
—¿Y qué averiguó nuestro espía? —preguntó Shane.
—Ward es un hombre muy reservado que no confía prácticamente en nadie, por lo que no pudo acercarse a él, pero sí fue capaz de escuchar algunas conversaciones que lo llevaron a corroborar que los rumores son ciertos, que tiene algo gordo.
—¿Y si fuera así? —pregunté—. ¿Cuál sería nuestro movimiento si descubrimos su idea?
—Comprar Ward Systems —respondió el CEO.
—Vaya. —Dejé escapar un silbido—. Ese sería un buen movimiento estratégico. Si es que el tipo se deja comprar.
—Todo el mundo tiene un precio —señaló Gideon—. Además, nuestro espía está casi seguro de que Ward está manteniendo contactos con otras empresas europeas, nuestra competencia, y no lo podemos permitir.
—¿Y cómo pensáis averiguar la verdad? —inquirí—. Si llegando al espionaje industrial solo tenéis rumores…
—Pero si lo dejamos pasar —señaló Shane—, podríamos perder miles de millones. Por no mencionar el prestigio…
—Exacto —corroboró Gideon—. Pero no nos quedan muchas posibilidades. Únicamente, intentar conseguir esa información al coste que sea.
—¿Te refieres a robarla? —Alcé una de mis cejas, algo más oscuras que el tono claro de mi cabello.
—No exactamente —respondió Gideon con tranquilidad. Recurrir al espionaje industrial y a la usurpación de ideas seguía siendo una práctica usual en el mundo empresarial—. Aunque podríamos… obtenerla por nuestra cuenta. —Señaló la imagen de la pantalla—. Después de estudiar en detalle la vida y el entorno de Thomas Ward, solo hemos averiguado que nunca se casó ni tuvo hijos. No le queda más familia que unos primos lejanos en Vancouver y apenas tiene amigos ni personal de confianza. Excepto…
Gideon pulsó el mando para que la fotografía de la pantalla dejara paso a otra de una mujer joven.
—Ella es Abigail Howard, la secretaria personal de Ward. Veintiocho años, soltera y sin pareja conocida, aunque hemos sabido que hace seis meses rompió su compromiso, solo una semana antes de la boda, por lo que se habla de una posible aventura con su jefe.
—Y este podría ser —señaló Shane mientras deslizaba la mano por su marcada mandíbula— el eslabón más débil de la cadena.
—Bingo —aseguró nuestro jefe—. La señorita Howard es la única que tiene total libertad para acceder al despacho de Ward, al que siempre la ha unido algo más que una simple relación entre jefe y empleada. Algunos dicen que es simple amistad, pero no se descarta una relación amorosa.
—Y supongo que nos estás pidiendo que nos acerquemos a ella para obtener información —matizó Shane.
—Tú lo has dicho —puntualizó Gideon—. Nos jugamos mucho, O’Brien. Además, de esta forma, no se podría considerar robo. Si la secretaria ofreciera la información voluntariamente…
Ellos siguieron hablando mientras yo me sumía en la visión de aquella fotografía. La tal Abigail era una mujer bastante bonita, con una larga melena castaña y unos rasgos armoniosos, aunque nada llamativa, que era como a mí me gustaban. Pero cierta expresión de su rostro la dotaba de una belleza adicional. No estaba seguro de si eran sus ojos grises, algo fríos y misteriosos, o la forma de su boca, ligeramente grande y que le confería un aire aristocrático junto a los marcados pómulos. Aunque lo que más me llamó la atención fue una especie de vulnerabilidad, incluso de melancolía, que parecía cubrir sus rasgos. Como si con esa expresión distante pudiese enmascarar la belleza que realmente habitaba en ella.
—Primero he pensado en enviarte a ti, Shane —comentó Gideon—, para que averiguaras todo lo posible, ya que lo has hecho otras veces con otras presas más duras. Pero creo que, tras encontrar ese eslabón débil que toda cadena posee, lo más sensato sería encargarle el asunto a Nathan.
—Puedo ocuparme de ello perfectamente —gruñó mi hermano—. Nunca le he fallado a la empresa.
—Lo sé, Shane…
—Lo haré yo —resolví—. Creo que soy la persona apropiada para llevar a cabo este proyecto.
—Tienes razón —suspiró Shane—. Ambos tenéis razón. Sé que podría hacerlo porque dispongo de mucha experiencia en cuanto a conseguir lo que sea para la empresa, pero…
—Lo sabemos, Shane —puntualizó Gideon—. Eres duro, tenaz y listo, pero, en esta ocasión, Nathan cumple mejor con el perfil, porque necesitamos a una persona a la que no se la vea venir. Tu hermano es tan duro como tú, pero algunos no se lo toman en serio por su aspecto de modelo de anuncio. Proyecta una imagen encantadora y risueña, de mujeriego empedernido, de un «viva la vida», por lo que engaña fácilmente a sus adversarios. Por eso resulta tan valioso como tú para la empresa. Sois el tesoro de la Atlantic.
—Voy a acabar ruborizándome. —Compuse una mueca.
—Sé que conseguirás resultados, Nathan —sentenció Gideon—. Lo único que te pido es que, a partir de ahora, cambies un poco tus… costumbres.
—Si te refieres a mis… devaneos —señalé mientras me ponía en pie y me abrochaba la chaqueta—, soy lo suficientemente capaz de mantenerme célibe el tiempo que haga falta. Controlo mi cuerpo y no al revés.
Mi hermano carraspeó ligeramente.
—Joder, Shane… —gruñí—. Pues, por ser un cotilla, hoy, mi querido hermano, te va a tocar invitarme a comer.
—Cómo no —bufó.
—Te pasaré toda la documentación a tu correo —señaló el CEO antes de abrir la puerta de la sala—. Y, ya sabes, Nathan: cualquier información que obtengas me la harás saber ipso facto, a mí directamente. También por correo, nada de móviles.
—Así será, Gideon.
Salimos de la sala y nos dirigimos al restaurante situado en la planta superior del edificio. La reunión había sido más larga de lo esperado, y el hambre comenzó a hacer que mi estómago rugiera. A veces me daba la impresión de que nunca me sentía saciado.
—¿Por qué siempre que invito yo subimos aquí y cuando pagas tú vamos a…? Espera… —ironizó Shane—, es que tú nunca pagas.
—Deja de quejarte y disfruta —sugerí en cuanto nos sentamos a una mesa junto al ventanal que apenas nos separaba del cielo y de las vistas de Central Park. Nos sirvieron el vino y nos dispusimos a elegir nuestra opción de la carta.
—Ten cuidado, Nathan —me advirtió Shane después de darle un sorbo a su copa—. Lo que a Gideon le ha faltado decir es que Ward descubrió que lo estaban espiando, por lo que todavía se volvió más cauteloso. Si te descubre, puede haber problemas.
—Por favor, Shane —me quejé con una sonrisa—. Ya no debes preocuparte tanto por mí. No es necesario que sigas protegiéndome de todo como cuando éramos niños.
—No puedo evitarlo —gruñó Shane.
—Y yo te lo agradezco, en serio —le dije con comprensión—. Pero hace tiempo que somos adultos y que me enfrento yo solito a mis demonios. Además, esto va a ser pan comido. No creo que necesite más de una semana para acercarme a esa secretaria, sonreírle un poco y sonsacarle la información.
—No lo dudo —gruñó Shane—. Pero, en cuanto obtengas algún resultado, te das media vuelta y te largas corriendo.
—Eso haré, tranquilo. Incluso puede que, en cuanto acabe, aproveche y les haga una visita a papá y mamá. ¿Has hablado con ellos últimamente? —Compuse una mueca—. Hace bastante tiempo que no los llamo. En cuanto me vea, mamá me suelta una colleja.
—Sí, hablé con ellos hace poco —respondió Shane—. Siguen con su plácida vida en Elliott Bay, en nuestra casa de Alki Beach, junto a la playa… Echo de menos a veces estar allí, pescar entre las piedras y la madera flotante…
—Pero te has vuelto demasiado esnob para eso —ironicé—. No te imagino allí con tu Valerie, que se quejaría todo el tiempo de la falta de eventos sociales y de glamur.
—Nathan… —me reprendió. Me resultaba muy difícil no aportar algún comentario mordaz en referencia a su novia, su familia política o lo orgulloso que se había vuelto él también.
—En fin —suspiré—, ¿qué te parece si les hacemos pronto una visita juntos? Así, las collejas se reparten entre los dos.
—Deberíamos hacerlo, se alegrarán. Después de que mamá nos eche una buena bronca por visitarlos tan poco.
—Pues así se hará —sentencié tras un sorbo de mi copa—. Por lo que será mejor que me centre en el encargo encomendado por Gideon con presteza, porque, entre trabajo y visita familiar, voy a estar un tiempo a dieta.
—Deja de pensar con la bragueta y céntrate en la misión —gruñó Shane.
—Eres un aguafiestas —señalé con una mueca mientras daba buena cuenta de mi filete—. A veces pienso que la zo…, que Valerie te tiene tan frustrado que ha conseguido que te olvides del placer del buen sexo. Por ejemplo, ¿te has fijado en la mujer que no deja de mirarnos desde su mesa? A tu derecha, a tus tres en punto.
—No, no me he dado cuenta —suspiró.
—Pues lleva un buen rato sin quitarnos ojo, relamiéndose con ganas. Yo diría, por mi experiencia, que le apetece montárselo con los dos. Me refiero a los dos a la vez, claro. Te lo aclaro por si no recuerdas lo que es un trío.
—Joder… —Shane se pasó la servilleta por los labios con cuidado—. Me acabas de revolver el estómago. Creo que voy a marcharme. Tengo cosas que hacer. —Se puso en pie.
—Vamos, hermanito —reí—. La pobre no tendrá ni idea de que somos familia.
—Pero yo sí lo sé —volvió a gruñir Shane—. Que te diviertas, hermano.
Una vez me quedé solo en la mesa, observé cómo la desconocida hacía una mueca de disgusto al ver desaparecer a mi hermano. Sonreí. Si a partir de entonces iba a tener que centrarme en el trabajo, esa sería una buena forma de despedirme por un tiempo de mi sistema de ligues esporádicos. Por ello, le hice un sutil gesto a la mujer para hacerle saber que sí podía contar conmigo. Ella hizo lo mismo al entenderlo y ambos nos levantamos a la vez para dirigirnos al ascensor, donde ella pulsó el número cincuenta en la pantalla digital. Varias plantas del Time Warner Center albergaban el hotel Mandarín Oriental, donde estaba claro que se alojaba.
—Una pena lo de tu amigo. —La desconocida me dedicó un mohín al tiempo que deslizaba la mano sobre la solapa de mi chaqueta.
—Sí. —Me encogí de hombros—. Él es bastante… tradicional.
—Espero que tú no lo seas —susurró en el momento en que se abrieron las puertas.
Por supuesto que no lo era. Me gustaba ese tipo de sexo, el fortuito, el casual, y los encuentros inesperados. Y parecía que a la desconocida también, puesto que, cuando accedimos a la habitación, me besó con ansia y deseo. Le respondí con la misma pasión, aunque no solía dejarme llevar demasiado. Me gustaba controlar la situación.
—Me llamo Kayla —dijo ella casi sin aliento mientras tiraba de mi corbata y mi chaqueta—. Por si te interesa.
—Nathan —respondí mientras bajaba los tirantes de su vestido y dejaba a la vista sus exuberantes pechos. No me importaba especialmente el nombre de mis ligues, pero siempre iba bien saberlo.
Satisfecho por la visión del cuerpo curvilíneo de la mujer, me llevé uno de sus pezones a la boca y comencé a pellizcar el otro entre los fuertes gemidos de ella. Al instante percibí las presurosas manos femeninas en mi cintura para desabrocharme el pantalón y asir entre los dedos mi palpitante erección. Kayla se lamió los labios antes de arrodillarse ante mí y, acto seguido, se la llevó a la boca.
Emití un jadeo de placer al contemplar aquellos labios carnosos alrededor de mi miembro. Kayla movía su boca y su lengua con inusitada maestría, por lo que aproveché y coloqué las manos sobre su cabeza para empujarla con más fuerza y poder embestirla hasta la garganta. La tensión se instaló en mi espalda, y, cuando sentí la presión en los riñones, tomé a la mujer de los brazos para situarla sobre la cama y, tras colocarme el preservativo, penetrarla desde atrás. Ella se aferró con fuerza a la colcha y alcanzó el orgasmo entre escandalosos gemidos y golpes contra la cama, un instante antes de que yo también sintiera el estremecimiento de mi propio placer.
Aunque la mujer permanecía desnuda sobre las sábanas tras aquel polvo rápido, yo no la acompañé. Me dirigí al baño, me aseé y recompuse mi ropa. Me miré un instante al espejo para mojarme las manos y arreglarme el pelo con los dedos, y, como siempre solía sucederme después del sexo, no me gustó lo que vi.
Debería sentirme saciado, satisfecho, después de haber disfrutado de buen sexo sin compromiso ni obligaciones con una desconocida, lo mismo que debería sentirme afortunado por poseer un rostro atractivo, un espeso cabello dorado y un cuerpo cincelado. Pero no era así; al menos, no del todo. Tenía la extraña sensación de que mi físico volvía a marcar mi existencia: de pequeño no me tomaban en serio por no ser agraciado, y de adulto me sentía igual, aunque fuera por lo contrario. Quizá el resto creyera que me aprovechaba de las mujeres, pero ellas hacían lo mismo conmigo. Si en mi infancia las niñas pasaron de mí, en la edad adulta ninguna se paraba a ver qué había más allá de un tipo guapo.
Por un instante, clavé las uñas en la encimera del lavabo y apreté los dientes. Todavía, a mis treinta y dos años, sentía a veces la necesidad física de hacer algo que solía practicar en la adolescencia, cuando mi baja autoestima por el rechazo de los demás me impulsó a cometer ciertos actos…
Pero ya era adulto, así que, como solía hacer en algunos momentos bajos, cerré los ojos, inspiré con fuerza y volví a abrirlos. Después compuse una de mis irresistibles sonrisas, de aquellas que mostraba al mundo para hacerle saber que todo iba bien.
Salí del baño y cogí mi chaqueta. Tras una última mirada a la mujer, que yacía acurrucada sobre la cama, proferí un suspiro y me dispuse a salir de la habitación.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó Kayla.
—Quién sabe… —contesté antes de cerrar la puerta de la suite con suavidad y disponerme a salir del edificio.
* * *
Una vez en la soledad de mi apartamento, abrí el correo en mi ordenador y me dediqué a revisar toda la documentación que Gideon me había enviado de Ward Systems y Thomas Ward. Presté especial atención a la ficha de Abigail Howard, puesto que, para acercarme a la secretaria, tendría que saber de ella hasta el número de pie que calzaba.
Volví a fijarme en la fotografía y en la belleza sutil que parecía esconder aquella mujer. Sabía que tenía que hacerlo de una forma impasible, con ojo calculador, como el que estudia los movimientos de su presa antes de cazarla, pero me estaba resultando más difícil de lo que creía. Aquellos ojos tan tristes me desarmaban.
«Deja de pensar con la bragueta», habría dicho Shane.
Mi hermano y Gideon tenían razón. Yo sabía diferenciar perfectamente el trabajo del placer. Llevaría a cabo aquella operación de la forma más profesional posible, sin despeinarme, y, después, volvería a mi mundo aparentemente perfecto.