INTRODUCCIÓN

No sé quién idearía la frase, pero popularmente se dice que, durante su vida, todo ser humano tendría que plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Me alegra pensar que, a la fecha de la publicación de este manuscrito, al menos habré cumplido con dos tercios de la lista que me corresponde.

Una de las cosas más difíciles fue decidir la temática sobre la que iba a escribir y, gracias a Dios, esta surgió durante el confinamiento. Mi abuela, mi madre, su novio, Mario, mi hermana Ana y, su marido, Fernando, mi sobrino Miguel y yo lo pasamos juntos en casa de mi madre. Resguardándonos de todo lo que sucedía en el exterior, era alrededor de la mesa donde recuperábamos, en gran parte, la normalidad.

De hecho, nuestras comidas eran casi mejores que antes de estar encerrados porque no había prisas, ni compromisos personales, ni obligaciones profesionales, ni más lugar a donde ir. En lugar de eso había tiempo para compartir, tiempo para regalarnos los unos a los otros en larguísimas sobremesas, como las de los veranos de mi infancia. Unas sobremesas llenas de risas y anécdotas que servían para recordarnos multitud de momentos felices vividos y compartidos con mis hermanos, esa colección de vivencias únicas e irrepetibles que atesoran todas las familias. Y la familia, precisamente, se convirtió, en aquellos meses, en un refugio, en todo lo que necesitábamos.

Mi hermana Ana elaboró los menús de aquellos días con mucho esmero, y todos nos llevamos una grata sorpresa cuando vimos llegar las fuentes con los sabores de nuestra infancia. Había muchos platos que, a pesar de haber sido parte de nuestra vida cotidiana en el pasado, habían quedado en el olvido… y, desafortunadamente, otros muchos platos que intentamos recordar, pero cuyas recetas se habían perdido y ya no íbamos a recuperar nunca. Mi abuela Beba, la madre de mi madre, de quien seguramente haya heredado yo mi vocación, era quien los había aportado a la familia. De joven había sido una gran cocinera. Aunque yo no la recuerdo en esa faceta, sí la tengo muy presente, metida en la cocina, ultimando detalles. Y fueron sus recetas las que viajaron desde Filipinas con mi madre para convertirse en los sabores de mi infancia. Hasta que un día, en una mudanza, el libro en que mi abuela guardaba sus recetas se extravió. Ella misma me lo contó con una pena inmensa, y con aquella misma tristeza yo la escuché, porque sentí que aquel trocito de su pasado, que también era el nuestro, era ya algo totalmente irrecuperable…

Quizá, sin saberlo en ese momento, aquel instante fue el germen de este libro.

El resto fue creándose poco a poco, mientras trataba de recuperar las recetas de nuestra niñez, esas que han pasado de madres a hijas y han llegado a tres continentes; mientras recordaba aquellas bromas y conversaciones a la mesa, como si nada más importara, salvo estar juntos; mientras trataba de transmitir el amor que vierte Chábeli en sus recetas y la logística imposible de satisfacer los gustos de cinco hijos y siete nietos… Y al hacerlo me di cuenta de un montón de cosas: de lo comilones que somos y lo que nos gusta disfrutar de un buen plato; del mimo que pone mi madre en sus menús y el detalle con que organiza cada comida, y la increíble paradoja de que cinco hermanos recordemos con deleite los filetes «empanizados» de nuestra infancia, cuando a cada uno nos apasiona una tarta distinta, por ejemplo. En esa tarea de recopilación creo que se estrecharon aún más los lazos con los míos y se reafirmó mi pasión por la cocina que, de algún modo, siempre había estado latente.

El libro creció alimentándose de esas historias cotidianas, de esas recetas que te llenan el alma porque son vividas y están cargadas de historia. De nuestra historia. Sé perfectamente que no somos una familia al uso; que los hermanos estamos repartidos por diferentes países, llenándonos de recetas y vivencias nuevas, que somos mediáticos y conocidos, que viajamos continuamente y que nos diferencian muchas cosas, pero si hay algo que nos une, por encima de todo, son los recuerdos ligados a sabores, las recetas de la casa de mi madre.

Definitivamente, no son recetas súper sofisticadas… aunque más de un embajador haya disfrutado de ellas ;). Son bastante más que eso: conforman un saber y una tradición que han pasado de madres a hijas a través del tiempo y el espacio, y esconden mil y una anécdotas detrás de cada plato. No hemos podido incluir todas, pero hemos seleccionado las más importantes y con ellas espero dar a conocer al lector cuál ha sido el sabor de nuestro hogar. Y, por supuesto, contribuir a perpetuarlo. Me haría muy feliz saber que las futuras generaciones Preysler mantienen y enriquecen esta colección de recetas, heredadas y adoptadas, convirtiéndolas en el legado de una gran familia.

Fotografía de Georgina Millet