En las altas tierras del denominado «techo del mundo», se vive más cerca del cielo que en cualquier otro lugar del planeta. Los elementos naturales tienen aquí un lugar preponderante y, por consiguiente, una definición particular. Esto explica en parte por qué, desde los tiempos más antiguos, la fe y las creencias han arraigado profundamente en el alma tibetana.
Mitos y leyendas conviven en el origen para dar un significado a todo, a cada instante, a los hechos más importantes de la vida cotidiana. Las prácticas mágicas ancestrales pronto son reemplazadas por ritos que se asemejan a un sistema estructurado que establece el marco de una religión de pleno derecho denominada bon.
Los dioses son las figuras emblemáticas de esta religión, y cada uno de ellos se encarna en un señor. La sociedad, por tanto, está compuesta por dioses encarnados y hombres. Cuando estos últimos despiertan la furia de las deidades, el resultado es un castigo procedente de los dioses que se traduce generalmente en una enfermedad o un dolor en diferentes formas. Así pues, habrá que calmar a los dioses, que es lo que hacen los chamanes,[2] cuya función consiste en conducir a la «curación» mediante rituales, exorcismos y sacrificios; sus oráculos, sus cantos, sus ofrendas, su elevación mística y mágica con acentos de brujería pretenden identificar el mal, capturar a los demonios, para restablecer finalmente el equilibrio y la armonía entre el mundo real y el «otro mundo».
Son numerosos los cuentos y enigmas que, todavía hoy en algunos valles tibetanos, mezclados permanentemente, delimitan y mantienen una tradición espiritual, dejando entrever aquí y allá, además de los preceptos locales, antiguas fuentes místicas también indias e iraníes. Las montañas, residencias de los dioses, son supuestamente los pilares del universo. El bon, fuertemente impregnado de animismo, es considerado entonces uno de los fundamentos de la sociedad tibetana. Los individuos invocan y consultan a los dioses, se protegen con amuletos, cumplen ritos propiciatorios para alejar el mal de sus viviendas, etc.
Habrá que esperar al reinado de Songtsen Gampo (618-649) para ver emerger, poco a poco, una nueva dimensión cultural y espiritual del Tíbet. Como monarca iluminado, será el primero en comprender la necesidad de abrir el Tíbet al mundo exterior, principalmente hacia la India y China, sus vecinos más cercanos, donde, apoyándose en la política de los «matrimonios de Estado», explotará una energía nueva para la alta meseta tibetana.
Así es como la ley civil, el arte de la adivinación o la medicina procedente de China conseguirán enriquecer la cultura tibetana. Después llegarán otros saberes, desde la cría del gusano de seda o la creación de molinos de piedra hasta el empleo del papel y la tinta, sin olvidar las notorias influencias en el ámbito religioso, en particular las del taoísmo y el confucianismo.[3]
Procedente de la India, Songtsen Gampo integró el sánscrito y un alfabeto que, bajo la dinastía de los Gupta, darán origen a la escritura tibetana. Así mismo, se impregnó de una profunda cultura religiosa, de los emisarios que aportaban del subcontinente indio una gran cantidad de textos sagrados transcritos muy pronto al tibetano.
De los matrimonios chinos y nepaleses, el rey tibetano obtuvo los primeros elementos de lo que llegaría a ser la religión de su pueblo: el budismo. Cuando se casó en el año 635 con la princesa nepalesa Tritsun Bhrikuvi Devi, esta llevaba entre su equipaje una estatuilla de Buda y no cejó en su intento de convertir a quienes la rodeaban, empezando por Songtsen Gampo. El mismo fenómeno se repitió el año 641 cuando tomó como segunda esposa a la princesa china Wen Cheng, hija adoptiva del emperador Tai Tsung, ya que esta también llegó junto a su marido con una estatua de Buda, esta vez de oro, a modo de obsequio ofrecido al soberano tibetano por parte de su padre.
Como soberano astuto y culto que era, Songtsen Gampo hizo entrar al Tíbet en una era de unificación y alfabetización, que asentó las bases de una sociedad tibetana futura enriquecida con múltiples aportaciones, introduciendo una nueva línea política, cultural y espiritual para las décadas siguientes. Sin embargo, no sería realmente hasta un siglo más tarde cuando el Tíbet emprendería una vía religiosa sin duda original, con la llegada al trono del príncipe heredero Trisong Detsen.
Cuando sucedió al rey Tride Tsukren y ascendió al trono en el año 755, Trisong Detsen, sin todavía saberlo, iniciaba para el Tíbet una era de realización y logros nunca antes alcanzada.
Tanto en el terreno político y en el ámbito cultural como en todo lo referente a la religión, durante más de cuarenta años de poder (hasta el 797), contribuiría a forjar para su país una identidad política, una estabilidad económica y una auténtica dimensión religiosa para los siglos futuros.
Bajo su reinado, el Tíbet amplió todavía más sus fronteras, hasta extenderse desde Afganistán hasta China oriental, las estribaciones de los montes Altai en la India y Bengala.
Sin embargo, más allá de las conquistas materiales, probablemente fue en la esfera de lo espiritual donde la acción de Trisong Detsen resultó más notable, por el simple hecho de que ofició definitivamente la introducción y la práctica del budismo en la alta meseta tibetana.
Recordemos que el budismo había «entrado» en el Tíbet un siglo antes, mediante los matrimonios de Estado, aunque entonces no se había extendido más que por la corte y entre los militares de alto rango, situándose como una nueva religión que rivalizaba sin éxito real con las prácticas ancestrales del bon.
Luego, los monjes budistas chinos, perseguidos en su país por los taoístas, se refugiaron en el Tíbet, aportando nuevos textos y contribuyendo a un mejor conocimiento de la filosofía de Buda, cuyas ideas empezaron entonces a abrirse camino por los valles del «techo del mundo».
La llegada de Trisong Detsen aceleró considerablemente este proceso de difusión. Consciente del hecho de que toda nueva práctica debe apoyarse en un conocimiento del saber de los antiguos, empezó por mandar traducir numerosos textos fundamentales del chino y del pali.
A continuación, envió emisarios para invitar a los grandes maestros del budismo a que acudieran a dispensar sus enseñanzas a los tibetanos. Varias eminencias indias abandonaron así la famosa Universidad de Nalanda para dirigirse al Tíbet, con resultados variados, ya que la dureza y tosquedad legendarias del pueblo tibetano no fueron fáciles de atravesar. Hasta que un maestro indiscutible se impuso finalmente en toda su grandeza; se llamaba Padmasambhava y fue considerado entonces el padre espiritual del budismo tibetano.
Como buen diplomático, Trisong Detsen aprovechó la llegada del gran maestro para dar al budismo sus cartas de nobleza, reduciendo al mismo tiempo la oposición de una parte de la clase noble, aliada a los chamanes de la religión bon.
De hecho, más allá de las disputas domésticas, en realidad el monarca tibetano percibía en los fundamentos del budismo una dimensión realmente universal, susceptible de unir a todos los hombres y todas las corrientes en una misma dinámica de realización y armonización. Como consecuencia de ello, Trisong Detsen proclamó el budismo como «religión de Estado» en el año 779, invitando a los monjes a dirigirse a su país para divulgar el pensamiento budista. La acogida del pueblo fue más abierta que en el pasado, ya que los principios morales y la noción del karma —relación causa-efecto para una vida futura— se avenían a los arcanos de la tradición popular tibetana.
La introducción del budismo en el Tíbet progresaba rápidamente, hasta el punto de que muy pronto aparecieron divergencias doctrinales entre los que conservaban el budismo originario de China (la versión tchan, adepta a la «vía súbita» o acceso rápido a la santidad) y quienes defendían el budismo originario de la India (la «vía gradual», que aboga por la meditación a partir de los textos sagrados del tantrismo y concede mayor importancia a las buenas acciones).
Los duelos simbólicos se sucedieron, llevando muy pronto a Trisong Detsen a innovar otra vez: convocó un concilio interreligioso, celebrado entre los años 792 y 794 en Lhassa y Samyé, durante el cual las dos corrientes espirituales se enfrentaron en torneos oratorios en sánscrito y chino que se hicieron famosos. Finalmente, se produjo la victoria del budismo procedente de la India, lo que aceleró el retorno de los budistas chinos a su país.
Otra importante fase fue superada cuando, para acabar con lo que consideraba los vestigios de la religión bon, Trisong Detsen convocó un nuevo concilio, oponiendo esta vez a los defensores de la religión bon y los del budismo. Al término de esta nueva competición espiritual, la religión bon fue declarada herética, sus libros fueron arrojados a las aguas o enterrados y sus sacerdotes y magos fueron exiliados.
Aunque el bon siguió siendo practicado en muchos lugares, con una tolerancia tácita que permitía una transición religiosa «suave» combinando las dos corrientes espirituales, el budismo era ya considerado la fe dominante en la alta meseta tibetana y continuaría implantándose de forma duradera en todos los valles.
Paradójicamente, cuando los soberanos herederos de Trisong Detsen se sucedieron al frente del Tíbet, el impacto creciente del budismo tibetano engendró una multitud de reacciones que, con el paso del tiempo, romperían el equilibrio y la armonía potenciados por los maestros budistas.
Si bien en el ámbito político se había instaurado cierta estabilidad en las relaciones con China, principalmente con la firma, por parte de Tritsug Detsen Ralpachen, de un tratado de paz con el Imperio del Medio (821) —cada una de las partes se comprometía a respetar los límites territoriales adquiridos entonces—, el establecimiento de la nueva religión no se llevó a cabo sin choques ni resistencias.
Mientras que sus representantes se dedicaban poco a poco a la administración del reino, la nobleza y la aristocracia tibetanas permanecían muy vinculadas a la religión bon. Lo mismo ocurría en el seno del pueblo, donde nadie podía eliminar de golpe las creencias indígenas arraigadas en la memoria colectiva desde hacía siglos, y que, además, debían ser suplantadas por una religión procedente del otro lado de las fronteras del Tíbet.
Así pues, surgió una oposición tenaz en distintos niveles de la sociedad tibetana, primero de forma larvada y luego cada vez más virulenta, sobre todo ante las donaciones y los privilegios concedidos a los budistas. Nació un paroxismo cuando el rey, convertido en monje budista, fue asesinado; posteriormente su hijo mayor, Tsangma, también ferviente budista, fue expulsado del país.
Fue entonces cuando el segundo hijo de Tritsug Detsen Ralpachen, Langdarma, entró en escena y accedió al trono en el año 838. Sin que se sepa realmente si era sincero o si estaba manipulado por los chamanes de la antigua religión, el nuevo maestro del Tíbet decidió volver a las prácticas ancestrales y se lanzó en una represión despiadada de los budistas de todo tipo. Los consejeros del emperador fueron asesinados; los monjes, expulsados u obligados a renunciar a su fe; los templos, destruidos, y los textos sagrados, quemados. Al finalizar esta represión sólo sobrevivirían algunos monasterios de difícil acceso, transformados en fortalezas inexpugnables.
En un universo en que el sentimiento religioso era omnipresente, oposiciones religiosas y políticas estaban inextricablemente relacionadas. Cuando Langdarma pagó su decisión con su vida —fue asesinado por un monje el año 842—, la historia del Tíbet se sumió en un periodo oscuro, con el Imperio tibetano fracturándose y perdiendo muchas de las bazas que constituían entonces su grandeza.
Las revueltas internas tenían lugar por todas partes y debilitaban cada día un poco más el imperio; así mismo, aceleraron la desaparición de la mayoría de los principados que habían constituido originariamente la identidad geográfica del Tíbet.
No se necesitaba más para avivar las veleidades belicosas de los vecinos de la alta meseta tibetana, que no habían olvidado los feroces ataques de los guerreros tibetanos que habían sembrado el terror durante varios siglos. Así pues, se dispusieron a asestar golpes temibles al imperio: chinos, turcos y uigures se dedicaron a arrancar parcelas de territorio del imperio difunto, reduciendo notablemente su extensión.
Durante casi un siglo y medio, la evolución del Tíbet se puede resumir en el regreso a un oscurantismo medieval, alimentado de creencias primitivas, influencias tribales y fuerzas guerreras cuyo único objetivo era la satisfacción de las necesidades más inmediatas.
Habrá que esperar al siglo XI para ver al Tíbet empezar a «levantar la cabeza» y apreciar los primeros signos de una auténtica renovación.
Desde mediados del siglo X, las primicias de un retorno a una espiritualidad más profunda empezaron a aparecer con fuerza. Mientras todos los valores búdicos parecían perdidos, devastados, algunos grandes colegios monásticos empezaron a cumplir la función de hogares de conservación de la cultura búdica. Si bien muchos monjes y sacerdotes habían sido asesinados o habían colgado los hábitos, algunos de ellos convirtiéndose, incluso, en bandidos y salteadores o mercenarios, otros, jugando la carta de esta detención del tiempo y de la espiritualidad oficial, se replegaron en una ferviente fe detrás de los altos muros de los pocos monasterios que aún existían.
Así fue como, durante la segunda mitad del siglo X, cuando el maestro budista Rinchen Sangpo se dirigió a la India para llevar nuevamente textos sagrados, la actividad intelectual de los tibetanos impregnados con las enseñanzas de Buda halló un «segundo aliento».
Sin embargo, no fue hasta el siglo XI cuando la renovación tomó realmente impulso, exactamente en el año 1042, cuando el maestro bengalí Atisha llegó a la alta meseta tibetana, en respuesta a la invitación de Yeshe O, monarca de la zona.
Lo que parecía no ser todavía más que un encuentro y un intercambio ceremonioso entre un líder temporal y un maestro espiritual, en realidad cambiaría para siempre la orientación del Tíbet, introduciendo de hecho el resurgimiento del budismo tibetano.
Atisha, cuyo nombre original era Dipamkara Shrijnana, era un maestro indio originario del Cachemir, que hasta entonces dispensaba sus enseñanzas en la universidad monástica de Vikramashila, en la provincia de Bihar. Estudió ampliamente el budismo según distintos enfoques, incluyendo, por supuesto, el Hinayana y el Mahayana, pero también las prácticas tántricas de los siddhas y de los yoguis de diferentes regiones de la India, así como numerosas formas de meditación.
Atisha llegó al Tíbet acompañado de una veintena de discípulos (de veinte a veinticuatro, según los testigos), todos ellos ejemplos vivos de los beneficios de una práctica sencilla y rigurosa. A modo de ejemplo, «para conservar en el espíritu la inestabilidad del mundo fenomenal, algunos de ellos tenían la costumbre de dejar cada noche que el fuego se extinguiera y de doblar sus ropas como si fueran a morir».[4]
Desde su llegada, el maestro indio dispensó enseñanzas en varios valles occidentales del Tíbet. No se instalaría finalmente en el centro del país hasta cuatro años más tarde. Mientras tanto, Atisha insufló una nueva dinámica al budismo, que ya no tenía aliento. Recuperó tratados originales que habían escapado a las represiones chinas, e incluso el manuscrito de lo que sería el testamento de Songtsen Gampo.
En definitiva, se trató de una auténtica eclosión del budismo en la alta meseta tibetana. Un budismo que accedió a una madurez específica adoptando un rito propiamente tibetano, mezclando los preceptos del budismo esotérico (tantrismo) con los adquiridos del animismo tibetano ancestral.
En el año 1056, es decir, dos años después de la muerte de Atisha, el lama Domton, que, por otra parte, fue el fundador del prestigioso monasterio de Reting, instituyó la orden de los kadampa —a la que se asociaría tres siglos más tarde la orden de los gelugpa, que reúne a los que se denominarán los «gorros amarillos», de cuyo rango saldrán los Dalai Lamas y los panchen lamas.
La entrada en el segundo milenio fue testigo de la conquista del norte de la India por parte de los musulmanes, con el soberano afgano Mahmad Ghazni al frente, inaugurando así un periodo de islamización salvaje que, paradójicamente, enriquecería al Tíbet.
Y es que, viendo sus universidades y monasterios destruidos, los maestros budistas no tendrán más solución que huir, y naturalmente serán acogidos por el Tíbet. De este modo, al cabo de unos años, una nueva oleada de emigración de algunos dignatarios budistas procedentes de la India sellará definitivamente el destino espiritual de la alta meseta tibetana, que, de hecho, se convertirá en pocas décadas en el centro exiliado del budismo.
La aportación de los maestros budistas a las alturas del Tíbet fue, a la vez, la marca de una aventura humana y el reflejo de una efervescencia religiosa sin precedentes.
Con estos hombres portadores de conocimientos, prácticas y rituales diferentes, una multitud de matices del budismo indio penetró en el suelo tibetano.
Muy pronto, en sólo unos años, todo esto tuvo como resultado la constitución de auténticas «familias espirituales» que darían origen, a su vez, a grandes linajes religiosos.
La llegada de los altos personajes expulsados de la vecina India, a menudo acompañados por algunos discípulos, conllevó la edificación de nuevos monasterios, que, a su vez, no tardaron en tejer lazos con los lugares de plegaria y de culto, hasta crear pronto verdaderas «redes» de influencia espiritual.
La consecuencia de ello fue una multiplicación de los centros, a partir de los cuales se irradiaría con fuerza y dinamismo el budismo tibetano, lo cual acabaría generando algunos problemas. En realidad, todo monasterio que ofrecía una enseñanza espiritual asumía de facto una forma de poder..., que, en consecuencia, contribuyó, en cierto modo, a «diluir» la influencia del poder político central del Tíbet, que mostró signos de debilitamiento.
Mientras los grandes maestros se encontraban y se sucedían en suelo tibetano —como Dogmi (992-1074), Marpa (1012-1096), Milarepa (1040-1123), Phagmodu (1118-1170), Buton (1290-1364) y Gampopa (1079-1153)—, los reyes y los principales líderes políticos del país perdían poco a poco su carisma y su influencia. De religiosa y cultural, la renovación del Tíbet pasó a las esferas políticas, económicas y militares, diseñando los contornos de una sociedad en plena mutación, intensamente impregnada de espiritualidad. Emergió una nueva generación de líderes, surgidos en su mayoría de grandes familias en cuyo seno se desarrollaron los poderes eclesiásticos de primera fila.
La casta de los sakyapa, la de los phagmodu o los tsal, los talung o los drigung, y muchas otras, se dedicaron desde ese momento a imponerse mediante un dinamismo y un fervor religioso constantemente reafirmados, atrayendo a maestros originarios de la India y formando a numerosos discípulos; construyendo monasterios y fundando comunidades; relacionándose con diferentes órdenes eclesiásticas, como las de los kadampa o los kagyupa, ellos mismos subdivididos en escuelas específicas, a imagen de la de los Karma, formada por maestros nyingmapa y karmapa.
Fue así, principalmente, como en el año 1147 un discípulo de Milarepa creó la orden de los karmapa, que está en el origen de la elección de su líder espiritual mediante un sistema que, basado en la reencarnación —el principio considerado posteriormente para la designación de un nuevo Dalai Lama—, marcaría de manera singular y durante los siglos siguientes la religión tibetana.
De este florecimiento de monasterios y centros espirituales, en una efervescencia increíble de rituales y prácticas, nació una nueva organización de la vida tibetana, que vio cómo el poder a la vez económico y político pasaba de los principados a los centros monásticos, que, organizados en redes en función de la filiación en que se reconocían, fueron entonces mucho más que simples lugares de plegaria.
En otras palabras, los poseedores del poder espiritual extendieron su influencia al poder temporal. Esto se convirtió en algo mucho más sencillo cuando el modo sucesorio tendió a una transmisión de tío a sobrino, lo cual aseguraba la total perennidad del linaje espiritual y de los asuntos corrientes.
La instauración de los tulku[5] como modo de designación de sucesores —basado en la reencarnación— garantizaba, en principio, la perpetuación espiritual evitando que un clan conservase eternamente el poder; sin embargo, como contrapartida, daba lugar a luchas de influencia y de reparto de autoridad.
Un problema mayor se planteó pronto, esto es, el de quién poseía el poder entre la muerte de un tulku y la designación de su sucesor. La escuela de los karmapa resolvió este difícil obstáculo instituyendo el principio de una regencia; el alto dignatario la asumía, además de la misión de encontrar al nuevo tulku. Finalmente, la sucesión del líder de los linajes espirituales por designación de un tulku se generalizaría en la casi totalidad de centros monásticos.
En el umbral del siglo XIII, a medida que el budismo se implantaba en el suelo tibetano, hasta el punto de definir las bases de una sociedad nueva, los tibetanos, al mismo tiempo que concedían a los religiosos un poder temporal, pasaban a otorgar al recuerdo de sus antiguos monarcas una esencia espiritual, y estos últimos fueron considerados desde entonces —a posteriori— las emanaciones y múltiples representaciones de una única presencia espiritual: la del bodhisattva Avalokiteshvara, que a partir de ese momento todos considerarían el santo patrón del Tíbet.
Mientras el Tíbet encontraba una forma de equilibrio que tendía a armonizar sus múltiples componentes a medida que el budismo alcanzaba todas las esferas de la sociedad, más allá de las fronteras de la alta meseta tibetana el mundo estaba cambiando.
A finales del siglo XII, el islam invadía el norte de la India. Un Estado musulmán había puesto fin a las prerrogativas de los budistas indios; Nalanda, la famosa universidad, fue destruida en el año 1199, lo que obligó a los grandes maestros a refugiarse en Nepal y el Tíbet.
Dominadores y temibles, los ejércitos turcos del sultán Ikhtyar Uddin prosiguieron su avance. En el año 1205 se lanzaron a la conquista del Tíbet, pero los rigores del clima y las altas cumbres del Himalaya pudieron más que su ardor. Como un refugiado en el corazón de las montañas, el Tíbet escapó al furor de los invasores procedentes del sur.
En cambio, ninguna barrera natural protegía al país por el norte. Y, finalmente, fue de allí de donde llegó el peligro, bajo la forma de las hordas de los caballeros mongoles, que en el año 1206 habían adoptado a Gengis Khan como soberano.
Los principales dirigentes tibetanos fueron claramente conscientes de que la amenaza era tan real y la relación de fuerzas tan desigual, que cualquier resistencia a las veleidades expansionistas de los mongoles hubiera sido puramente ilusoria. Por tanto, se enviaron delegaciones con el propósito de granjearse los favores —hubo quien hablaría de negociar un juramento de fidelidad o, incluso, de sumisión— de aquel que la historia recuerda como uno de los mayores y más temibles conquistadores de todos los tiempos.
Finalmente, fue un lama de la orden de los karmapa, Tsangpa Dungkhurba, quien consiguió en 1227, año de la muerte de Gengis Khan, «arrancar» por parte de los mongoles un edicto de tolerancia para el budismo en el Tíbet. Fortalecidos con esta ventaja inesperada, los tibetanos se dedicaron a partir de ese momento a mantener buenas relaciones con el Imperio mongol, dando muestras de un pacifismo y una neutralidad que en ningún momento pudieran desagradar a su imponente vecino.
A partir de esta época, los maestros del budismo tibetano reafirmaron su subordinación a los sucesores de Gengis Khan, primero con su hijo mayor Mongke y, más tarde, con el temible Kublai Khan.
Con el paso de las décadas, en función de las relaciones personales, de las actitudes más o menos sumisas de los lamas hacia ellos, los reyes mongoles concederían su preferencia a diferentes linajes espirituales, designando así alternadamente sus interlocutores privilegiados entre los karmapa, los sakyapa y, posteriormente, los phagmodu.
Así, el gran maestro Sakya Pandita Kunga Gyaltsen (1182-1251) fue al encuentro de los nietos de Gengis Khan, Guyuk y Godan, en el año 1247, para renovar los acuerdos del pasado.
Ghogyal Phagda (1235-1280), de la casta de los sakyapa, fue convocado en varias ocasiones por Kublai Khan, antes y después de que este último fuera nombrado emperador de China en el año 1260. Recibió un soberbio título honorífico —Noble Preceptor imperial, doctor en los Cinco Dominios del Conocimiento—, pero, además, y sobre todo, el derecho a reinar en las provincias tibetanas, que entonces eran trece. A partir de ese momento, Ghogyal Phagda y la casta de los sakyapa conducirían al Tíbet por una vía de unidad y prosperidad, bajo la batuta de un poder a la vez religioso y político —el rey estaba oficialmente bajo la autoridad de los sakyapa— que se extendería durante casi un siglo.
Luego le tocaría a la casta de los karmapa recibir en prioridad los favores del Imperio mongol durante varias décadas, exactamente de 1349 a 1435.
Sin embargo, mientras tanto, en el año 1357, en la alta meseta tibetana, nacía un hombre que iba a dar al Tíbet una dimensión distinta y lo propulsaría hacia las más elevadas esferas de la espiritualidad. Su nombre era Tsongkhapa, e inició la casta de los Dalai Lamas.