INTRODUCCIÓN

Cuando descubrí el I Ching, a los 22 años, no me sentí atraído por él. Conocía a algunas personas que lanzaban monedas cada cierto tiempo y después comprobaban el resultado en un libro, donde, me dijeron, podían encontrar las respuestas a sus inquietudes personales. Cuando les pregunté quién era el autor de la obra, me dijeron que lo desconocían, pero que no tenía importancia; tan sólo sabían cómo consultar el oráculo. Me sorprendió que pudieran obtener respuestas significativas a partir de una fuente que parecía un humilde recetario de cocina, idea que no me sedujo nada. Si realmente se trataba de un «libro de sabiduría», ¿no habría otra forma de alcanzar el conocimiento más que tirando monedas?

Dediqué poca atención al asunto, hasta que un día un familiar me mostró un recorte de periódico que había guardado para mí, ya que sabía que me interesaban los «temas chinos». Se trataba de una reseña sobre la reciente publicación de una traducción del I Ching acompañada de una página repleta de extraños signos, cada uno formado por seis líneas horizontales. Algunas de las líneas estaban partidas, otras no, pero cada signo era distinto de los otros. Parecían corresponder a un lenguaje simbólico y quizá también a la estructura del misterioso y oscuro libro.

Compré inmediatamente un ejemplar de la nueva edición y comencé a estudiarlo. A partir de la breve introducción y de otras fuentes, extraje mis propias conclusiones y comencé a aprender algo de la historia del I Ching, el Libro de las Mutaciones.

Orígenes

Hace algunos miles de años, los sabios de la antigua China iniciaron el diseño de un sistema que debía permitir al hombre comprender y explicar la mutabilidad de las cosas, los mecanismos que hacen que estas tomen el camino que siguen. Mediante la observación de la naturaleza, llegaron a la conclusión de que el mundo es un eterno flujo de cambios y que todos estos son, de algún modo, el resultado de la interacción de dos fuerzas primigenias: el yin y el yang.

Yin es pasivo, débil, oscuro y femenino.

Yang es activo, fuerte, brillante y masculino.

Yin y yang están presentes en todos los elementos contrapuestos. Se oponen entre sí, pero, al mismo tiempo, igual que no existe el día sin la noche ni la paz sin la guerra, ninguno de ellos puede existir por sí mismo. Se complementan y juntos forman una nueva unidad. Esta relación fue representada con un símbolo: un círculo con una mitad clara y otra oscura. Los puntos contrapuestos indican que cada una de las dos mitades contiene en sí a su oponente. Por lo tanto, se atraen mutuamente.

En la escritura, ambas fuerzas opuestas fueron representadas como líneas, una partida para el yin y otra entera para el yang.

A partir de aquí, se formularon las leyes de la polaridad: para cada unidad existe otra contrapuesta. Ambas son complementarias entre sí y juntas forman, en un nivel superior, una nueva unidad. Esta última busca su complementaria, con la que formará, en un nivel más alto, otra nueva unidad, y así sucesivamente. Y al revés, cada unidad puede dividirse en dos unidades complementarias, que pueden ser divididas a su vez en otras dos, y así indefinidamente.

De este modo, los antiguos sabios pudieron demostrar que la complejidad puede reducirse a una simple y comprensible polaridad.

La división de las dos fuerzas primigenias produce cuatro fuerzas: yang se dividió en yang/yang y yang/yin, mientras que yin se dividió en yin/yang y yin/yin. En la escritura, se añadió simplemente una línea sobre la primera.

Los cuatro signos resultantes fueron asociados a los cuatro puntos celestes.

Para refinar el sistema, las cuatro fuerzas fueron divididas una vez más: de yang/yang surgió yang/yang/yang y yang/yang/yin, y así sucesivamente, de modo que se añadió una tercera línea y surgieron ocho signos, denominados trigramas.

Los sabios dieron a los ocho signos nombres relativos a la naturaleza: Cielo y Tierra, Fuego y Agua, Trueno y Viento, Montaña y Lago. Como cualquier aspecto del mundo tenía cabida en este esquema, por el momento no fueron necesarios nuevos refinamientos. Los eruditos comenzaron a estudiar el significado de los trigramas y su aplicación a la vida.

NOTA: Los signos del I Ching se leen de abajo arriba y, si están dispuestos en círculo, mirando desde el centro.

Pero como una fuerza no puede producir efecto por sí misma, los sabios pronto comenzaron a combinar los trigramas, situando unos sobre otros. De este modo pueden formarse sesenta y cuatro combinaciones.

Tras leer esto, miré de nuevo la ilustración del periódico, y allí estaban: los sesenta y cuatro signos de seis líneas cada uno, denominados hexagramas .

Se considera que el legendario rey Wen fue el primero que reunió y dio nombre a los sesenta y cuatro hexagramas, colocando de esta forma la primera piedra del Libro de las Mutaciones. Los sabios y gobernantes de las generaciones sucesivas estudiaron los símbolos y sus significados exhaustivamente, y obtuvieron numerosas interpretaciones. Los gobernantes comenzaron a consultar el I Ching en busca de consejo para sus asuntos oficiales.

Con el paso de los siglos, se añadieron al libro nuevos hallazgos en forma de comentarios. El gran filósofo Confucio fue uno de los numerosos autores de estos textos suplementarios. Se dice que, siendo muy anciano, declaró que si tuviera cincuenta años más de vida, los dedicaría exclusivamente al estudio del I Ching.

El libro que contenía estos comentarios comenzó a popularizarse. Sobrevivió a la gran quema de libros (hacia el año 220 a. de C.) y gradualmente se convirtió en el instrumento de los adivinos populares. Inevitablemente, esto dio lugar a una nueva acumulación de comentarios e hipótesis. Pronto, los sesenta y cuatro hexagramas originales y el breve texto de los antiguos sabios quedaron sepultados entre un sinfín de conceptos sin sentido.

En el siglo III Wang Pi, un joven erudito que murió a los veintitrés años, se opuso enérgicamente a esta situación. Mediante sus escritos mostró que el valor del I Ching no reside en su capacidad de predicción, sino en los sesenta y cuatro hexagramas originales y las ideas vinculadas a ellos, ideas que cualquiera puede alcanzar gracias a su propio trabajo. Cuando leí esto, sentí una gran simpatía por este joven sabio; ¿acaso no se trataba de la misma reacción que yo había tenido ante el I Ching?

En 1923 el I Ching llegó a Occidente, gracias a la traducción del sinólogo alemán Richard Wilhelm. Su excelente trabajo fue muy elogiado, pero el lector medio tenía dificultad para comprenderlo. Posteriormente, aparecieron otras versiones en distintas lenguas y distinguidos pensadores del siglo XX, como C. G. Jung y Hermann Hesse, quedaron cautivados por el I Ching.

Pero pronto comenzó un desarrollo similar al acaecido en China dos mil años antes. Aparecieron cada vez más comentarios y derivaciones modernas (el calendario I Ching, el libro de medicina I Ching, el ordenador I Ching, etc.), y el Libro de las Mutaciones comenzó a ser considerado también como un libro para predecir el futuro.

Me pregunté por qué razones había sucedido algo así. ¿Por qué la gente prefiere precisamente el aspecto místico e inconsciente del I Ching, y no dedica atención al carácter lógico y consciente, a su estructura básica, formada por los sesenta y cuatro hexagramas? La respuesta es simple: la perspectiva de hallar respuestas a todas las preguntas en un antiguo libro de adivinación, lanzando monedas o realizando un ritual similar, resulta muy atractiva, especialmente para los habitantes espiritualmente inseguros de Occidente. Y llevar a cabo un ritual no requiere una gran habilidad, ni demasiado tiempo, ni tampoco fe.

Introducirse en la esencia del I Ching, el sistema de los sesenta y cuatro hexagramas y las leyes universales que se esconden en ellos y que determinan el curso de nuestra existencia, es muy diferente. Significa ser consciente de todos los hexagramas, de sus significados y de las relaciones que establecen entre sí.

Llegado a este punto, se me ocurrió que si disponía de una carta para representar cada signo no sería necesario memorizarlos todos. Sería capaz de interrelacionar los signos moviendo las cartas. Jugando con ellas sobre la mesa, ¡podría visualizarlo todo! Pero no sólo esto, sino que, además, con una imagen simbólica y un color específico para cada carta quería evitar la confusión entre líneas enteras y partidas.

La idea de las cartas de I Ching había nacido.

Las cartas del I Ching

El I Ching «visual» consta de sesenta y cuatro cartas con imágenes o combinaciones que representan los hexagramas (con marco), más ocho cartas básicas (sin marco) que representan los trigramas (estas últimas, que muestran los opuestos, se verán en el próximo capítulo).

Además, encontrará una plantilla con los perfiles de las cartas de los trigramas dispuestas en círculo. Este es el espacio «ritual» para el juego, que utilizará como superficie «pura» donde acomodar las cartas cuando lleve a cabo una consulta con el oráculo.

Tome nota de sus consultas cada vez que juegue con las cartas.