UNO

Irene pasó la fregona por el suelo de piedra con trazos suaves y cuidadosos, admirando de manera distraída el brillo de las losas mojadas bajo la luz del farol. Le dolía la espalda, pero era algo normal tras haber pasado toda la tarde trabajando. La limpieza era claramente necesaria. Los alumnos de la Academia para Chicos del Príncipe Mordred lograban ensuciar el suelo de barro y mugre como cualquier otro adolescente. Las aseadas clases que se daban en el interior sobre artes oscuras, historia militar y alquimia no excluían las complicadas clases al aire libre de combate estratégico, duelos, asesinatos a campo abierto y rugby.

El reloj del estudio dio el cuarto de hora. Eso le dejaba cuarenta y cinco minutos antes de los cánticos y las oraciones de medianoche. Sabía por sus semanas de experiencia (y por sus propios recuerdos de un internado) que los chicos no se levantarían ni un segundo antes de lo necesario. Eso significaba que la mayoría saldría de la cama a las once cuarenta y cinco y se dirigiría a la capilla con la ropa puesta a toda prisa y el cabello apenas cepillado, lo que le dejaba treinta minutos antes de que empezaran a moverse.

Treinta minutos para robar un libro y escapar.

Dejó la fregona en el cubo, se estiró y se tomó un momento para masajearse la parte baja de la espalda con los nudillos. A veces, el trabajo encubierto de Bibliotecaria implicaba hacerse pasar por una mujer adinerada de la alta sociedad, y la Bibliotecaria en cuestión podía alojarse en costosos hoteles o casas de campo. Todo eso mientras se vestía de alta costura y saboreaba cocina gourmet, probablemente en platos con los bordes de oro. Otras veces, implicaba pasar meses construyéndose una identidad como trabajadora doméstica, durmiendo en desvanes, vistiéndose con un sencillo atuendo de lana gris y comiendo la misma comida que los chicos. Solo esperaba que su próximo encargo no incluyera gachas interminables para desayunar.

Dos puertas más allá, en el pasillo, estaba el destino de Irene: la Sala de Trofeos de la Casa. Estaba llena de copas de plata, todas grabadas con variaciones de Casa Turquine, así como trofeos de arte y manuscritos de presentación.

Uno de esos manuscritos era su objetivo.

La Biblioteca había enviado a Irene a este mundo alternativo para obtener Réquiems de medianoche, el primer libro publicado por el famoso nigromante Balan Pestifer. Según todos los informes, era un escrito fascinante, profundamente informativo y muy poco leído. Había pasado un mes entero buscando un ejemplar, ya que la Biblioteca no requería una versión original del texto, solo una bastante precisa. Desafortunadamente, no solo no había podido localizar ninguna copia, sino que sus investigaciones habían captado el interés de otra gente (nigromantes, bibliófilos y espíritus malignos). Tendría que quemar esa identidad encubierta y salir huyendo antes de que la alcanzaran.

Había sido pura casualidad (o, como prefería considerarlo, un instinto finamente perfeccionado) lo que la había llevado a notar una referencia casual en la correspondencia de los «Entrañables recuerdos de Sire Pestifer de su vieja escuela» y «sus donaciones a la escuela». En el momento en que Pestifer había escrito esta primera obra, todavía era joven y no era reconocido. No era descabellado que, en su desesperación por llamar la atención, o simplemente por el impulso de presumir, hubiera donado una copia de sus escritos a la escuela. (Irene había agotado todas las otras pistas, así que valía la pena intentarlo).

Había tardado unas semanas en establecerse una nueva identidad como joven veinteañera de origen pobre pero honesto, apta para la servidumbre, y se había buscado un trabajo como empleada de la limpieza. La biblioteca principal de la escuela no tenía ningún ejemplar de Réquiems de medianoche y, desesperada, había recurrido a comprobar la casa de huéspedes del nigromante. Superando las expectativas, había tenido suerte.

Abandonó el equipo de limpieza y abrió la ventana del final del pasillo. Deslizó fácilmente el vidrio emplomado con la mano, se había encargado de engrasarlo antes. Entró una brisa fresca que anunciaba que la lluvia se aproximaba. Esperaba que no fuera necesario ese pequeño desvío, pero uno de los lemas de la Biblioteca que había tomado prestado directamente del gran pensador militar Clausewitz era: «Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo». O, en lengua vernácula, «Saldrá mal, estate preparado».

Trotó rápidamente por el pasillo hasta la Sala de Trofeos y abrió la puerta. La luz del pasillo se reflejaba sobre las copas plateadas y las vitrinas de cristal. Sin molestarse en prender el farol central de la habitación, se dirigió al segundo armario a la derecha. Todavía podía oler el esmalte que había usado sobre la madera dos días antes. Abrió la puerta, sacó los libros apilados en la parte de atrás y seleccionó un maltrecho volumen encuadernado en cuero morado oscuro.

(Cuando Pestifer había enviado el libro a la escuela, ¿se habría puesto nervioso esperando obtener algún tipo de reconocimiento por parte de los profesores, elogiando su investigación y deseándole un futuro exitoso? ¿O le habrían enviado una sencilla carta para decir que lo habían recibido y luego lo habían dejado en la pila de otros libros vanidosos autopublicados por exalumnos y se habían olvidado completamente de él?).

Por suerte, era un volumen bastante pequeño. Se lo metió en un bolsillo oculto, volvió a dejar en el sitio los otros libros para cubrir sus huellas y luego dudó.

Al fin y al cabo, era una escuela de magia. Y como Bibliotecaria, tenía una ventaja que nadie más tenía, ni los nigromantes, ni los feéricos, ni los dragones, ni los seres humanos ordinarios, ni nadie. Se trataba del «Idioma». Solo los Bibliotecarios podían leerlo. Solo los Bibliotecarios podían usarlo. Era capaz de afectar ciertos aspectos de la realidad. Era extremadamente útil, incluso aunque el vocabulario necesitara una revisión constante. Desafortunadamente, no funcionaba con la magia pura. Si los profesores de la escuela habían lanzado algún tipo de hechizo de alarma para evitar que alguien robara las copas y si funcionaba sobre cualquier cosa que fuera sacada de la sala, podría llevarse una desagradable sorpresa. Y sería horriblemente vergonzoso que la persiguiera un grupo de adolescentes.

Irene se quitó la idea de la cabeza. Lo había planeado. No tenía sentido demorarse más, y quedarse de pie reconsiderando las posibilidades solo haría que se quedara corta de tiempo.

Cruzó el umbral.

De repente, un ruido estridente rompió el silencio. El arco de piedra que había sobre el marco de la puerta se onduló para formar unos labios de piedra que gritaron:

—¡Ladrones! ¡Ladrones!

Irene no se molestó en detenerse para maldecir el destino. En unos segundos estaría rodeada de gente. Con un fuerte grito se lanzó sobre la fregona y el cubo, derramando deliberadamente un charco de agua sucia. También se las arregló para darse un golpe en la espinilla con el borde del cubo, lo que hizo que le brotaran auténticas lágrimas.

Los primeros en llegar fueron un par de chicos de último año, corriendo por el pasillo en camisón y pantuflas. Se los veía demasiado despejados como para acabar de despertarse, probablemente habrían estado ocupados con algún que otro pasatiempo ilícito.

—¿Dónde está el ladrón? —preguntó el de cabello oscuro.

—¡Aquí la tienes! —declaró el rubio señalando a Irene con el dedo.

—No seas estúpido, es del servicio —replicó el moreno demostrando las ventajas de robar libros vestida de criada—. ¡Tú! ¡Moza! ¿Dónde está el ladrón?

Irene señaló con mano temblorosa en dirección a la ventana abierta. La ventana se balanceó justo en ese momento por el viento cada vez más fuerte.

—Me… me ha derribado…

—¿Qué es esto? —exclamó uno de los maestros que acababa de llegar a la escena. Completamente vestido y dejando un rastro de humo de tabaco, se abrió camino entre la multitud de estudiantes chasqueando los dedos—. ¿Alguno de vosotros ha activado la alarma?

—¡No, señor! —contestó rápidamente el chico rubio—. Hemos llegado mientras escapaba. Ha salido por la ventana. ¿Podemos perseguirlo?

La mirada del maestro se dirigió a Irene.

—¡Tú, mujer!

Irene se apresuró en ponerse de pie, se apoyó artísticamente sobre la fregona y se retiró un mechón de cabello suelto de la cara. (Estaba ansiosa por salir de ese lugar para poder ducharse con agua caliente y recogerse el pelo como es debido).

—¿Sí, señor? —sollozó. El libro que tenía en la falda le presionaba la pierna.

—¿Qué has visto? —quiso saber él.

—Oh, señor —empezó Irene dejando que le temblara el labio inferior—. Estaba limpiando el pasillo y cuando he llegado a la puerta de la Sala de los Trofeos había luz dentro —explicó señalando la puerta innecesariamente—. Por lo que he pensado que alguno de los jóvenes caballeros estaría estudiando… y he llamado a la puerta para preguntar si podía pasar a fregar el suelo. Pero no ha habido respuesta, señor. Así que he empezado a abrir la puerta, pero de repente alguien la ha empujado desde dentro y me ha derribado al salir corriendo de la sala.

La audiencia de chicos, todos entre once y diecisiete años, estaba pendiente de cada palabra. Unos estudiantes de tercer año se rascaron la barbilla con aire belicoso, claramente imaginándose que ellos mismos estarían preparados para algo así. Indudablemente, habrían dejado al intruso inconsciente en ese mismo momento.

—Era un hombre muy alto —indicó Irene amablemente—. E iba todo vestido de negro, pero algo le cubría el rostro, por lo que no he podido verlo bien. Y llevaba algo debajo del brazo envuelto en una lona. Y entonces ha sonado la alarma y he gritado pidiendo ayuda, pero ha salido corriendo por el pasillo y ha huido por la ventana. —Señaló la ventana claramente abierta, era una ruta de escape evidente para cualquier ladrón. ¿Tal vez demasiado evidente?—. Y estos jóvenes caballeros han llegado justo después de que escapara. —Asintió con la cabeza hacia los dos primeros alumnos en llegar, que tenían un aire engreído.

El maestro asintió. Se rascó la barbilla, pensativo.

—¡Jenkins! ¡Palmwaite! Haceos cargo de la Casa y que todos vuelvan a prepararse para la capilla. Salter, Brice, venid a hacer inventario de la sala conmigo. Tenemos que averiguar qué se ha llevado.

Hubo señales de protesta por parte de la multitud de muchachos que, evidentemente, querían salir por la ventana y perseguir al ladrón o, posiblemente, dirigirse a la planta baja y luego perseguir al ladrón sin tener que saltar desde un segundo piso. Pero, en realidad, nadie lo intentó.

Irene maldijo en su interior. Un intento de persecución a gran escala de un intruso inexistente habría provocado una buena confusión.

—Tú —dijo el maestro volviéndose de nuevo hacia Irene—. Baja a la cocina y tómate un té, mujer. Debe haber sido una experiencia desagradable para ti. —¿Era un destello de preocupación real lo que tenía en los ojos? ¿O era algo más sospechoso? Había hecho todo lo posible por dejar un rastro falso, pero lo cierto era que ella era la única persona en las inmediaciones y acababan de robar algo. La mayoría de los maestros ignoraban a las criadas, pero tal vez este podría ser la desafortunada excepción a la regla—. Estate preparada por si tenemos que hacerte más preguntas.

—Por supuesto, señor —accedió Irene haciendo una pequeña reverencia. Recogió el cubo y la fregona y se abrió paso entre la multitud de chicos en dirección hacia las escaleras, con cuidado de no caminar sospechosamente rápido.

Necesitaba dos minutos para ir a la cocina y dejar el cubo y la fregona. Otro minuto para salir de la Casa. Cinco minutos más (tres si se daba prisa) para llegar a la biblioteca de la escuela. Tenía el tiempo justo.

La cocina ya estaba llena de gente cuando llegó, con todas las criadas preparando calderas de gachas para cuando todos salieran de la capilla. El ama de llaves, el mayordomo y la cocinera estaban jugando a las cartas y no se habían molestado en averiguar el origen de las alarmas del piso de arriba.

—¿Te pasa algo, Meredith? —inquirió el ama de llaves cuando entró Irene.

—Solo los jóvenes caballeros haciendo lo mismo de siempre, señora —respondió Irene—. Creo que alguna de las otras Casas les está gastando una especie de broma. Con su permiso, ¿puedo ir al cuarto de baño para lavarme? —Señaló las manchas de agua sucia sobre el vestido gris del uniforme y el delantal.

—No tardes mucho —le pidió el ama de llaves—. Tienes que barrer las habitaciones mientras los jóvenes caballeros están en la capilla.

Irene asintió humildemente y salió de la cocina. Seguía sin haber alarma del piso de arriba. Bien. Abrió lentamente la puerta de la casa de huéspedes y salió.

Las casas de huéspedes estaban todas en filas a lo largo de la avenida con un patio interior que incluía la capilla, el salón de actos y, lo más importante para su propósito, la biblioteca de la escuela. La Casa Turquine era la segunda, lo que significaba que solo tenía que pasar una casa, preferiblemente sin llamar la atención. Sin correr. Todavía no tenía que correr. Si alguien la veía corriendo, despertaría sospechas. Caminar, agradable y tranquilamente, como si tan solo estuviera haciendo un recado.

Consiguió avanzar diez metros.

Una ventana se abrió tras ella en la Casa Turquine y el maestro con el que había hablado antes se asomó.

—¡Ladrona! ¡Ladrona! —gritó señalándola.

Irene se subió la falda y empezó a correr. La gravilla crujía bajo sus pies y las primeras gotas de lluvia le salpicaron el rostro. Llegó a la siguiente casa de huéspedes, la Casa Bruce, y, durante un momento, consideró abandonar el plan de escape establecido y meterse en ella para romper su rastro y ralentizar la persecución. Pero el sentido común le indicó que solo funcionaría durante unos pocos minutos.

El chillido silbante de detrás la advirtió justo a tiempo. Se tiró al suelo, se lanzó rodando mientras la gárgola bajaba gritando con las garras de piedra extendidas para aferrarse a ella. Falló y le costó recuperarse de la bajada en picado, batía con fuerza las alas contra el aire para ganar altura. Otra más se había abalanzado desde el techo de Turquine y volaba en círculos para conseguir un buen ángulo de ataque.

Era uno de esos momentos, reflexionó Irene con amargura, en los que sería maravilloso ser nigromante, o mago o alguien que pudiera manipular las fuerzas mágicas del mundo para echar a las molestas gárgolas del cielo. Había hecho todo lo posible para evitar llamar la atención, mantener la tapadera y no poner en peligro a los chicos mimados que llenaban de barro todo el suelo y no se molestaban en colgar las capas. ¿Qué la había delatado? Un enjambre de gárgolas atacantes (bueno, solo dos de momento, pero aun así) y probablemente un ataque masivo de alumnos y maestros en pocos minutos. Demasiado para las recompensas de la virtud.

Repasó rápidamente lo que sabía de las gárgolas. Había una en el tejado de cada casa. Incluso las citaban en los prospectos del internado como garantía para la seguridad del alumnado: cualquier secuestrador será convertido en harapos de sangre por nuestros artefactos históricos mantenidos profesionalmente. Aunque después de trabajar allí durante meses, pensó que los propios estudiantes eran mucho más letales que los posibles secuestradores.

La parte positiva (siempre hay que mirar la parte positiva) era que las gárgolas eran extremadamente vistosas, pero poco efectivas en un espacio corto de terreno. La parte negativa era que correr en línea recta para escapar de ellas la convertía en un hermoso objetivo en movimiento. Pero, volviendo a lo positivo, las gárgolas estaban hechas de granito, como se describía dulcemente en el prospecto, a diferencia de cualquier otra cosa al alcance del oído.

Necesitaría una sincronización perfecta. Por suerte, las gárgolas no eran particularmente inteligentes, por lo que se concentrarían en capturarla y no en preguntarse por qué estaba convenientemente quieta.

Respiró profundo.

La primera gárgola alcanzó la altura adecuada para lanzarse en picado. Llamó a la otra con un chillido de carga y ambas cayeron juntas hacia ella con las alas extendidas como amplios y oscuros ornamentos contra el cielo.

Irene gritó a todo pulmón:

—¡Granito, sé piedra y quédate quieto!

El Idioma siempre funcionaba bien cuando se ordenaba a algo que fuera lo que era naturalmente o que hiciera lo que quería hacer de manera natural. La piedra quería estar inerte y sólida. Su mandato solo reforzaba el orden natural. Por lo tanto, era el antídoto perfecto para la magia innatural que mantenía volando a las gárgolas.

Las gárgolas se quedaron petrificadas a medio encorvarse, las alas se congelaron en el lugar y pasaron rápidamente por encima de ella. Una se estrelló de lleno contra el suelo y abrió un cráter, mientras que la otra entró en un ángulo mayor. Abrió un amplio surco a lo largo del camino de grava bien alisado, antes de chocar con uno de los majestuosos limeros que bordeaban la avenida. Le cayeron las hojas encima.

No tenía tiempo para detenerse y regocijarse, así que echó a correr.

Entonces empezaron los aullidos. Podían ser sabuesos del infierno o adolescentes, aunque sospechaba lo primero. También aparecían en el prospecto. El prospecto había sido muy útil para estar al tanto de la seguridad y las precauciones de la escuela. Si alguna vez tenía que volver, podría vender sus servicios como consultora de seguridad. Con un seudónimo, por supuesto.

Un repentino estallido de luz roja hizo que su sombra saltara por la avenida ante ella y demostró la teoría de los sabuesos del infierno. Era correcta. Estaba preparada para los sabuesos del infierno. Podía prepararse para la magia organizada, aunque no pudiera ejercerla. Solo tenía que mantener la calma y la compostura y llegar a la boca de incendios antes de que la alcanzaran.

Entre sus comodidades modernas, la escuela incluía agua corriente y precaución contra incendios. Lo que significaba que había bocas de incendio repartidas por toda la avenida principal. La que se encontraba entre ella y la biblioteca de la escuela estaba a veinte metros de distancia.

Diez metros. Oía el golpeteo de las patas detrás de ella lanzando la grava en un traqueteo a velocidad feroz. No miró.

Cinco metros. Algo jadeó justo detrás de ella.

Se lanzó sobre la boca de incendio, un trozo de metal negro poco impresionante de unos sesenta centímetros de altura. Pero, mientras lo hacía, un peso abrasador chocó contra su espalda, tirándola al suelo e inmovilizándola. Giró la cabeza lo suficiente como para poder ver a una enorme criatura, parecida a un perro, agazapada sobre ella. No la estaba quemando, todavía no, pero tenía el cuerpo tan caliente como una estufa. Y sabía que, si quería, podría estar mucho, mucho más caliente. Sus ojos eran como feroces brasas en su cabeza llameante y, cuando abrió la boca y mostró los irregulares dientes, una línea de baba ardiente le cayó sobre la nuca. Parecía que le dijera: «Adelante, inténtalo. Solo intenta algo. Dame una excusa».

¡Boca de incendio, estalla! —gritó Irene.

El sabueso del infierno abrió más las mandíbulas en una lenta advertencia.

La boca de incendio explotó a la altura de las rodillas. Con el primer estallido intenso de agua, pequeños fragmentos de hierro retorcido salieron disparados en todas direcciones. Irene estaba dividida entre pensar: Menos mal que estoy en el suelo y Eso es lo que ocurre por culpa de un vocabulario descuidado y una mala elección de las palabras. Un fragmento de metal atravesó el aire a pocos centímetros de su nariz, golpeó al sabueso del infierno casi por casualidad y lo envió hacia atrás con un fuerte alarido de dolor.

Irene tardó un momento en recobrarse y ponerse de pie. El agua debería ralentizar a los sabuesos del infierno y apagar su fuego durante un tiempo, pero no tenía más planes de repuesto. Y todavía tenía que ir a la biblioteca de la escuela. Con el vestido mojado y los zapatos empapados, se tambaleó y echó a correr.

Las puertas de la biblioteca estaban hechas de una pesada madera tachonada y, cuando las abrió de golpe, la cálida luz de las antorchas se derramó sobre ella. Me convierte en un objetivo para cualquiera que mire en esta dirección, resaltó su instinto de supervivencia. Tropezó en el vestíbulo y cerró la pesada puerta, pero solo había una cerradura grande y ninguna llave. Aunque tampoco la necesitaba.

Se inclinó y murmuró en el Idioma:

Cerradura de la puerta de la biblioteca, bloquéate.

El sonido de los engranajes al moverse hasta quedar cerrados fue muy satisfactorio. Sobre todo cuando el siguiente ruido, un par de segundos después, fue el fuerte choque de un sabueso del infierno golpeando la puerta desde el otro lado.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó una voz molesta desde el interior de la biblioteca.

Irene había explorado el lugar anteriormente con un plumero y cera para pulir como coartada. Tenía justo delante las estanterías de no ficción, estantes llenos de libros desde astrología hasta zoroastrismo. Y a la derecha, había una pequeña oficina donde se guardaban libros para su reparación. Pero lo más importante era que en esa oficina había una puerta que podía usar para salir de allí. Y eso era lo que necesitaba.

Hubo otro golpe tras ella. La puerta principal se estremeció levemente con el ataque, pero se mantuvo firme.

No se molestó en responder a la voz que había escuchado. En lugar de eso, se sacudió la gravilla de la ropa y se obligó a calmarse. La atmósfera del lugar la tranquilizó automáticamente; la intensa luz de las antorchas, el auténtico aroma a papel y cuero y el hecho de que, mirara donde mirare, había libros y más libros. Hermosos libros.

Otro golpe en la puerta exterior y voces enojadas. De acuerdo, tal vez no debería relajarse demasiado.

Se quedó de pie ante la puerta de la oficina, respirando profundamente.

Ábrete a la Biblioteca —ordenó, confiriéndole a la palabra «Biblioteca» todo su valor en el Idioma, y sintió que el tatuaje garabateado en su espalda se movía y se retorcía al establecerse el vínculo.

Tuvo lugar el habitual momento vertiginoso de conciencia y presión, como si algo enorme e inimaginable te hojeara las páginas de la mente. Siempre duraba un poco demasiado para soportarlo, y luego la puerta se estremecía bajo su mano y se abría.

Un repentino estallido de ruidos le indicó que sus perseguidores habían logrado entrar. Se tomó un momento lamentando no haber tenido oportunidad de llevarse ningún otro libro, y la atravesó rápidamente. Cuando el pestillo se cerró detrás de ella, se restableció como si fuera parte del mundo que había dejado atrás. Por muchas veces que lo abrieran ahora, solo revelaría el despacho al que pertenecía originalmente. Nunca podrían seguirla hasta allí.

Estaba en la Biblioteca. No en cualquier biblioteca, sino en la Biblioteca.

Altas estanterías se elevaban a ambos lados, demasiado altas y llenas de libros para ver lo que había más allá. El estrecho espacio frente a ella era apenas bastante ancho para que pudiera pasar. Dejó las huellas de sus zapatos sobre el polvo tras ella y pasó por encima de tres montones de notas abandonadas mientras se dirigía al área iluminada en la distancia. El único sonido que se oía era un crujido vago y apenas audible en algún lugar hacia su izquierda, incierto e irregular como las lentas oscilaciones de un columpio infantil.

El estrecho espacio dio paso abruptamente a una sala más amplia con paredes y suelo de madera. Miró a su alrededor, pero no pudo identificarla de inmediato. Los libros de los estantes estaban impresos, y algunos de ellos parecían más modernos que los del alterno que acababa de dejar, pero eso no demostraba nada. La gran mesa central y las sillas estaban cubiertas de polvo, al igual que el suelo, y el ordenador que había sobre la mesa estaba en silencio. Una sola lámpara colgaba del techo, con un cristal blanco brillando en el centro. En la pared del fondo, un ventanal saliente daba a una calle nocturna iluminada con lámparas de gas y el viento azotaba las ramas de los árboles haciendo que se doblaran y se balancearan silenciosamente.

Con un suspiro de alivio, Irene se sentó en una de las sillas, se sacudió la gravilla suelta del pelo y sacó el libro robado del bolsillo escondido. Estaba seco y seguro. Otro encargo cumplido, aunque se había visto obligada a abandonar su identidad encubierta. Incluso le había dado una leyenda a la escuela. Ese pensamiento la hizo sonreír. Podía imaginar cómo les contaban a los alumnos nuevos la noche en que la Casa Turquine había sido asaltada. Los detalles se ampliarían con el tiempo. Eventualmente, se convertiría en una experta ladrona de fama mundial que se había infiltrado con un disfraz, había seducido a la mitad de los maestros y había convocado demonios para que la ayudaran a escapar.

Pensativa, observó el libro que tenía en las manos. Después de todos los obstáculos que había tenido que superar para conseguirlo, sentía un poco de curiosidad sobre los grandes secretos de nigromancia que podría revelar su interior. ¿Ejércitos de muertos? ¿Invocación de fantasmas? ¿Cómo alargar la vida de modo antinatural durante miles de años?

Lo abrió por el principio. La primera página decía:

Mi teoría es que las verdades más importantes que subyacen a la vida y a la muerte se pueden entender mejor como parábola, es decir, como ficción. No hay forma alguna de que la mente humana pueda comprender, y mucho menos aceptar, cualquiera de los principios fundamentales que gobiernan la transmisión y el retorno de las almas, o el flujo de energías que puede atar a un cuerpo en la línea entre la vida y la muerte. En términos prácticos: las leyes que otra gente ha discutido, propuesto o incluso afirmado en textos superiores sobre el tema, traspasan los límites del nivel de comprensión que permitiría el verdadero conocimiento inherente y la manipulación de estas necesidades.

Decidió que tenía muchas comas y frases demasiado largas.

Por lo tanto, he decidido describir mi trabajo y mis experimentos, y la comprensión que he derivado de ellos, en forma de historia. Aquellos que lo deseen pueden extraer lo que quieran de ella. Mi único deseo es explicar e iluminar.

E Irene, esperando entretenerse, pasó la página.

Fue durante la mañana del cumpleaños de Perceval cuando los cuervos acudieron a él por última vez. Llevaba tres semanas en la casa de las brujas y le habían enseñado mucho, pero había estado mucho tiempo ausente de la corte de Arturo. El primer cuervo bajó y adoptó la forma de una mujer. Cuando la luz de la mañana la bañó, mostró la forma que conocía: una marchita vieja bruja, apenas capaz de sostener el yelmo y la armadura que llevaba. Pero cuando estaba entre las sombras, era joven y atractiva: nunca había tenido un cabello tan negro, una piel tan pálida ni unos ojos tan penetrantes y dulces.

—Perceval —dijo—, en nombre de las señoritas de Orcadas, te pido que te quedes aquí un día más. Mis hermanas y yo hemos escrutado las estrellas y puedo decirte que, si nos dejas ahora, perecerás antes de tiempo y durante una misión tonta, pero, si te quedas un día más con nosotras, tu camino será firme y tu hermana te encontrará antes de que todo acabe.

—No tengo ninguna hermana —contestó Perceval.

—Sí —replicó la bruja cuervo—. Solo que no la has conocido.

Irene cerró el libro de mala gana. Por supuesto, tenía que enviárselo primero a Coppelia, para que lo inspeccionara y lo evaluara, y tal vez después de eso pudiera volver a ponerle las manos encima.

Al fin y al cabo, no había nada de malo en sentir curiosidad sobre cómo resultaba una historia. Era Bibliotecaria. Formaba parte del trabajo. Y no quería grandes secretos de nigromancia ni ningún otro tipo de magia. Solo quería, siempre lo había querido, un buen libro para leer. Ser perseguida por sabuesos del infierno y hacer explotar cosas era una parte comparativamente sin importancia del trabajo. Conseguir los libros era lo que en verdad le importaba.

Ese era el objetivo global de la Biblioteca, en la medida de lo que le habían enseñado, al menos. No se trataba de una misión superior para salvar mundos. Se trataba de encontrar obras de ficción únicas y guardarlas en un lugar fuera del tiempo y el espacio. Tal vez alguna gente podría pensar que era un modo mezquino de pasar la eternidad, pero Irene estaba feliz con su elección. Cualquiera que amara las buenas historias lo entendería.

Y si había rumores de que la Biblioteca tenía un propósito más profundo… pues bueno, siempre había habido muchos rumores y tenía misiones que completar. Podía esperar para obtener más respuestas. Tenía tiempo.