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La mujer y la casa que no estaban

Durante muchas mañanas, no había más que tierra árida. Y entonces, un día, había una casa, una mujer, su marido y un gallo. Los Montoya llegaron a la localidad de Cuatro Ríos en medio de la noche, sin fanfarrias, grandes recibimientos ni platos de judías verdes con queso o tartas de manzana para conocer a los vecinos nuevos. Aunque, en realidad, antes de su llegada, la gente ya había dejado de prestar atención a quién iba y venía por allí.

Encontrar en un mapa Cuatro Ríos era prácticamente imposible, pues las carreteras seguían siendo en su mayoría de grava, y el recuerdo del lugar vivía solo en la mente de aquellos que permanecían allí de forma voluntaria. Sí, hubo en una época vías de ferrocarril, unas magníficas venas de acero enclavadas en el suelo de roca que conectaban el corazón gastado de un país con una identidad que cambiaba dependiendo de dónde se trazaran las líneas.

Si un viajero tomaba el rumbo equivocado en la autovía, hacía una parada en la estación de servicio y el viejo restaurante de Cuatro Ríos. Cuando algún visitante preguntaba por los cuatro ríos que se cruzaban y daban el nombre al pueblo, los locales se rascaban la cabeza y respondían algo como «¡Pero si los ríos llevan secos desde 1892!».

Aparte de la estación de servicio de Garret y el restaurante Sunshine, que ofrecía café a demanda por un dólar con veinticinco, Cuatro Ríos contaba con una población de setecientos cuarenta y ocho habitantes, un mercado, una papelería, el octavo agujero producido por un meteorito más grande del mundo, una tumba de dinosaurio (desacreditada por unos paleontólogos furiosos que no hicieron comentarios precisamente agradables en sus informes sobre la broma de los alumnos que se graduaron en el 87), el único local para alquilar vídeos en kilómetros de distancia, el instituto Cuatro Ríos (vencedores de la liga de fútbol regional en 1977) y la oficina de correos más pequeña del país, que era la única razón por la que no se había convertido ya en un pueblo fantasma.

Cuatro Ríos era especial por motivos que sus habitantes habían olvidado ya. En el sentido más amplio, era propenso a la magia. Existen en todo el mundo lugares donde hay una concentración tan grande de poder que se convierten en lugares de encuentro para el bien y para el mal. Llamémosles nexos. Llamémosles líneas. Llamémosles Edén. A lo largo de los siglos, mientras Cuatro Ríos perdía las fuentes de agua, también su magia mermaba, dejando únicamente un latido débil bajo las montañas y valles secos.

Ese latido era suficiente.

En el fondo del valle, donde en el pasado se juntaban los cuatro ríos, Orquídea Montoya construyó su casa en 1960.

«Construir» era decir mucho, pues la casa apareció de la nada. No había allí nadie cuando se pusieron los cimientos o se atornillaron las contraventanas, y ni un solo habitante recordaba haber visto tractores, excavadoras o constructores. Pero allí estaba. Cinco dormitorios, un salón amplio con chimenea, dos baños y medio, una cocina con electrodomésticos en buen estado y un porche grande con un pequeño columpio desde el que Orquídea podía contemplar cómo removía la tierra que la rodeaba. La parte más normal de la casa era el ático, que albergaba las cosas que los Montoya ya no usaban… y los problemas de Orquídea. Ese lugar era motivo de pesadillas e historias de terror para los que conducían hasta la cima de la colina, la única carretera que entraba y salía del pueblo, y se detenían a contemplar por si veían a la familia que allí vivía.

Cuando comprendieron que tenían vecinos nuevos y que se iban a quedar, los habitantes de Cuatro Ríos decidieron empezar a prestar de nuevo atención a quién iba y venía.

¿Quiénes eran exactamente los Montoya? ¿De dónde venían? ¿Por qué no asistían a misa? Y, por todos los saltamontes de la tierra, ¿quién pintaba las contraventanas con un color tan oscuro?

El color preferido de Orquídea era el azul del crepúsculo, con el punto claro suficiente para que el cielo no pareciera negro, pero antes de que brotaran los tonos rosas y violetas. Opinaba que ese color capturaba el momento en el que el mundo aguantaba la respiración, y ella llevaba mucho tiempo aguantando la suya. Ese era el azul que teñía las contraventanas y la puerta principal. Unos meses después de su llegada, en su primera incursión en automóvil al pueblo, comprobó que todas las casas de estilo rancho estaban pintadas con aburridos tonos pastel.

En la vivienda de Orquídea nada era fortuito. Desde que era una niña pequeña, había soñado con un hogar propio y, cuando al fin lo consiguió, a lo que más importancia le dio fue a los colores y elementos de protección. Para alguien como Orquídea Divina Montoya, que lo había logrado todo a base de voluntad férrea y un poco de hurto, no solo era importante proteger su hogar, también conservarlo. Por eso, todas las ventanas y puertas tenían una hoja dorada de laurel en la superficie. No era únicamente para contener la magia, también para mantener alejado el peligro.

Orquídea había llevado su casa con ella durante mucho tiempo: en el corazón, los bolsillos, la maleta y, cuando no entraba, en los pensamientos. Llevaba la casa en busca de un lugar que poseyera el latido de la magia para instalarla allí.

En total, Orquídea y su segundo esposo habían recorrido siete mil ochocientos ochenta y tres kilómetros más o menos. Unos en carruaje, otros en barco, algunos en tren y los últimos veinte a pie. Cuando terminó sus viajes, el espíritu viajero que le recorría las venas se había secado. Acabaría teniendo hijos y nietos, y vería el resto del mundo en postales brillantes que adornarían el refrigerador. Como para muchos, un solo peregrinaje fue suficiente para ella. No necesitaba demostrar nada coleccionando sellos en el pasaporte y aprendiendo media docena de lenguas. Todo eso eran sueños de una niña que había quedado atrás, una que había visto la oscuridad total del mar infinito y que había estado en el centro del mundo. Había vivido cien vidas distintas de formas diferentes, pero nadie la conocía de verdad, ni sus cinco esposos ni sus descendientes. Nadie lo sabía todo de ella, nadie la conocía de ese modo que puedes conocerlo todo de alguien, hasta los secretos que ni en sueños podrías imaginar.

¿Qué había que saber?

Un metro cincuenta y cinco. Pelo negro. Ojos negrísimos. Orquídea Montoya se regía en el mundo por el destino. Los dos momentos más importantes de su vida los habían predeterminado las estrellas. Primero: su nacimiento. Segundo: el día que robó su fortuna.

Nació en un barrio pequeño de la ciudad costera de Guayaquil, en Ecuador. La gente cree conocer la mala suerte y la desgracia. No obstante, se puede tener mala suerte cuando te tropiezas con los cordones, se te cae un billete de cinco dólares en el metro o te encuentras con tu ex y llevas puestos unos pantalones viejos de chándal; o se puede tener la clase de mala suerte que tenía Orquídea. La mala suerte entretejida en las marcas de nacimiento que le salpicaban hombros y pecho como constelaciones. La mala suerte que parecía una ruin venganza de un dios olvidado. Su madre, Isabela Montoya, se había culpado a sí misma por su pecado en primer lugar y, en segundo, a las estrellas. Esto último era verdad en muchos sentidos.

Orquídea nació en un momento en el que los planetas convergieron para crear la peor suerte que una persona podría desear, una deuda cósmica que no era culpa de ella y, aun así, el destino había acudido como un cobrador de apuestas. Fue el catorce de mayo, tres minutos antes de medianoche, cuando Orquídea eligió salir del vientre, pero se quedó atascada a medio camino, como si supiera que el mundo no era un lugar seguro. Todos los enfermeros y médicos de turno acudieron a ayudar a la joven madre, que estaba sola. A las 12.02 a. m. del quince de mayo, por fin sacaron a la niña, medio muerta y con el cordón umbilical alrededor del pequeño cuello. La enfermera que estaba de turno comentó que la pobre niña llevaría una vida con un pie aquí y el otro en el más allá. Medio presente y medio ausente. Incompleta.

Cuando se marchó de Ecuador, aprendió a dejar atrás piezas de sí misma. Piezas que sus descendientes tratarían un día de recopilar para volver a juntar.

Tardó veinte años y dos maridos, pero Orquídea Divina llegó a Estados Unidos. A pesar de haber nacido en una convergencia cósmica de mala suerte, halló un resquicio. Pero eso aparecerá más tarde, en su historia.

Esta es la historia de una mujer y su casa que no estaban… hasta un día en el que, indudablemente, allí estaban.

En su primera mañana en Cuatro Ríos, Orquídea y su marido abrieron todas las ventanas y puertas. La casa estaba encantada para anticiparse a todas sus necesidades y proporcionarles lo básico para comenzar: bolsas de semillas, arroz, harina y sal, y una garrafa de aceite de oliva.

Tendrían que disponerse a plantar de inmediato. Pero el terreno que rodeaba la propiedad era de roca sólida y resquebrajada. Algunos lugareños decían que las fisuras del suelo eran tan profundas que podían lanzar un penique directamente al infierno. Daba igual lo que lloviera en Cuatro Ríos, parecía que las nubes habían abandonado a propósito el valle en el que yacía su casa. Pero no pasaba nada, pues Orquídea estaba acostumbrada a producir de la nada. Formaba parte de su trato, de su poder.

Lo primero que hizo fue cubrir el suelo de sal marina. La echó entre los tablones, en las ranuras y espirales de la madera. Trituró tomillo, romero, rosa mosqueta y piel seca de limón y lo mezcló. A continuación, lo esparció por las puertas. Había aprendido esta magia en sus viajes, se trataba de un compuesto para purificar. Usó aceite para recuperar el brillo del suelo de madera y para preparar el primer desayuno que su esposo y ella tomaron en su casa nueva: huevos fritos. Les echó cristales gruesos de sal y cocinó las claras hasta que los bordes quedaron crujientes y las yemas tan brillantes que parecían soles. Saboreó la promesa de lo que estaba por llegar.

Décadas más tarde, antes del final de sus días, recordaría el sabor de esos huevos como si acabara de comerlos.

La casa de Cuatro Ríos fue testigo el nacimiento de los seis hijos y los cinco nietos de Orquídea, y también de la muerte de cuatro maridos y una hija. Era su protección de un mundo del que no sabía cómo formar parte.

Una vez, y solo una, llegaron los vecinos con escopetas y horquetas para tratar de echar a la bruja que vivía en medio del valle, pues solo la magia podía explicar lo que había creado Orquídea Divina Montoya.

En sus primeros meses allí, brotó hierba de los cimientos rocosos. Al principio salió formando parches, y después cubrió por completo la tierra. Orquídea se había paseado por cada centímetro de su propiedad cantando y hablando, esparciendo semillas, animándolas y retándolas a echar raíces. Después, las colinas de alrededor se llenaron de flores silvestres. Regresó la lluvia. Llovió durante días, semanas, y, cuando paró, había un lago detrás de la casa. También los animales volvieron a la zona. Las ranas saltaban en las rocas cubiertas de musgo y en la superficie del lago flotaban los nenúfares. Miles de larvas iridiscentes se convirtieron en peces. Incluso bajaban ciervos de las colinas para contemplar el espectáculo.

Por supuesto, las escopetas y las horquetas no sirvieron de nada. El grupo apenas había bajado la mitad de la colina cuando la tierra reaccionó. Apareció un enjambre de mosquitos, los cuervos sobrevolaron a la gente y de la hierba brotaron espinas que les rasgaron la piel. Desanimados, se dieron la vuelta y acudieron al sheriff. Él se encargaría de echar a la bruja del pequeño pueblo.

El sheriff David Palladino fue el primer habitante de Cuatro Ríos en presentarse voluntariamente a Orquídea. Y aunque tendrían una relación cordial que consistiría en que él mantendría su terreno libre de vecinos ruidosos y ella le proporcionaría un tónico diario para recuperar el pelo, en su primer encuentro hubo un breve momento en el que Orquídea temió que, aunque lo había hecho todo bien, tendría que marcharse.

Por entonces, el sheriff Palladino contaba veintitrés años y era su primer año en el puesto. Tenía aún una pelusilla en el labio superior que no llegaba a formar un bigote en condiciones y la cabeza llena de pelo que compensaba unas fosas nasales tan grandes que dejaban entrever los túneles de las vías respiratorias. Unos ojos azules intensos le conferían un efecto de búho, no sabio, sino asustado, una característica muy poco apropiada para el trabajo. No había efectuado nunca una captura porque en Cuatro Ríos no se perpetraban delitos. El único asesinato registrado sucedió en 1965, cuando hallaron a un conductor de camión destripado a un lado de la carretera. Nunca encontraron al asesino. Incluso la enemistad de cincuenta años de duración entre los Roscoe y los Davidson se resolvió justo antes de que aceptara el puesto de sheriff. Si no hubiera muerto el anterior sheriff de un aneurisma en su despacho a la edad de ochenta y siete años, Palladino podría seguir siendo un simple ayudante.

Tras días de presión por parte de los vecinos para que recabara información sobre los recién llegados (¿quiénes eran?, ¿dónde estaban las escrituras de su terreno, su documentación, sus pasaportes?), Palladino condujo por la única carretera polvorienta hasta la extraña casa del valle. Cuando llegó, apenas podía creerse lo que veía.

De niño había montado en bici con sus amigos y se había raspado las rodillas con las piedras. Ahora inhalaba el aroma de la tierra y la hierba. Si cerraba los ojos, se imaginaba que estaba lejos de Cuatro Ríos, en un bosque verde y distante. Pero al abrirlos se encontró, indudablemente, delante de la casa de Orquídea Divina Montoya. Se quitó el sombrero de ala ancha para pasarse la mano por el pelo rubio con rizos en la parte de las sienes. Cuando golpeó la puerta con los nudillos, reparó en cómo brillaban las hojas de laurel en la madera.

Orquídea salió a recibirlo. Era más joven de lo que él esperaba, de unos veinte años tal vez. Pero había algo en sus ojos casi negros que le decía que había pasado por mucho demasiado pronto.

—Hola, señora —la saludó y entonces vaciló—. Señorita. Soy el sheriff Palladino. Se ha avistado por la zona un coyote que está matando ganado e incluso al pobre caniche hipoalergénico de pura raza de la señora Livingston. Solo quería presentarme y asegurarme de que está bien.

—No hemos visto ningún coyote —respondió Orquídea con un inglés perfecto y sin acento—. Pensaba que venía usted por esa gente que intentó visitarme hace una semana.

El hombre se ruborizó y bajó la cabeza, avergonzado por la mentira. Aunque la historia de los coyotes era más o menos verdad. Entre las quejas que había recibido, estaba la de la nueva familia mexicana que practicaba brujería y tenía coyotes de mascotas. Otra llamada había asegurado que el valle seco al que nadie se acercaba nunca, excepto vagabundos y jóvenes que querían saltarse las clases, estaba cambiando y que no podía ser porque Cuatro Ríos no cambiaba. Palladino no podía entender por qué se oponía alguien a un cambio como este: fresco, intenso y vibrante. Vida donde antes no había nada. Era un bendito milagro, pero él tenía que hacer su trabajo por la gente a la que había jurado proteger. Lo que lo llevó a la siguiente queja. «Ilegales», le había musitado una mujer por teléfono antes de colgar. La familia del valle había llegado en mitad de la noche. La tierra no era gratis, la tenía que poseer alguien, una persona o el gobierno. ¿Cómo era posible que nadie la hubiera reclamado en tanto tiempo?

—¿Quiere un café? —le ofreció Orquídea con una sonrisa que lo dejó un tanto confundido.

Lo habían educado para que no rechazara nunca un gesto amable, así que aceptó. Se quitó el sombrero y se lo llevó al pecho al entrar en la casa.

—Gracias, señorita.

—Orquídea Divina Montoya —dijo ella—. Pero puede llamarme solo Orquídea.

—Estudié español en la universidad. Es el nombre de una flor, ¿cierto?

—Así es, sheriff, muy bien.

Orquídea se hizo a un lado. Era una mujer joven que medía la mitad que él y, a pesar de ello, parecía tan alta como las vigas de madera que tenían encima. Orquídea le miró con interés los pies cuando entró. No había forma de que lo supiera con certeza, pero parecía que estuviera comprobando si podía entrar de verdad. Relajó los hombros, pero sus ojos oscuros permanecieron precavidos.

Por muy alto que fuera él, notó que se encogía para hacerla sentir más cómoda. Dejó incluso el arma en la guantera del automóvil.

David Palladino era como cualquier otro habitante de Cuatro Ríos que no se había marchado del lugar. No tenía la necesidad de estar en otro lugar, no quería marcharse. Antes de encontrar su vocación como oficial de policía, solía contentarse con salir de la cama y pasar el día. Creía en la bondad de la gente y que la sopa de su abuela podía curar casi cualquier enfermedad. Pero ¿la magia? ¿La clase de magia de la que acusaban a Orquídea? Esas eran cosas de viejos a los que les gustaba hablar de mitos antiguos. La magia era para las máquinas de las ferias de verano.

Pero no podía negar que, al entrar en la casa de Orquídea, sintió algo, aunque no pudo describir la sensación exacta. ¿Comodidad? ¿Calidez? Hizo caso omiso del efecto mientras ella lo conducía por el recibidor lleno de retratos familiares. El papel de las paredes estaba iluminado por el sol, y el suelo, aunque brillaba y olía a limón, estaba arañado. Había un altar en la mesa del vestíbulo con docenas de velas consumiéndose, unas más rápido que otras, como si estuvieran compitiendo en una carrera para llegar al final de la mecha. Había también cuencos con fruta, granos de café y sal. Conocía a algunos miembros de la comunidad mexicana que tenían relicarios y figuras de la Virgen María y media docena de santos más cuyos nombres desconocía. Iba a misa todos los domingos, pero hacía mucho que había dejado de prestar atención. Su abuela era católica. Los recuerdos que guardaba de ella eran confusos, pero allí, en la casa de los Montoya, de pronto pensó en ella. Recordó a una mujer encorvada por la edad, pero lo bastante fuerte para pasar un rodillo por la mesa para preparar pasta fresca los domingos. Llevaba casi quince años sin pensar en ella. El olor a romero que desprendía su pelo canoso, cómo lo señalaba con el dedo mientras decía: «Cuidado, David, querido, ten cuidado con este mundo». La palabrería de una mujer mayor, aunque ella era más que eso. Había cuidado de él cuando su madre estaba enferma y su padre trabajaba en el molino. Ella rezaba por su alma y su salud, y él la quería con locura. ¿Por qué entonces había dejado de pensar en ella?

—¿Se encuentra bien, sheriff? —le preguntó Orquídea, mirándolo. Aguardó a su respuesta, pero él no supo qué decir.

Reparó en que seguía parado delante del altar y que tenía las mejillas húmedas. Notaba el pulso acelerado en la garganta y las muñecas. Apretó los labios y se mostró lo más educado que pudo.

—Estoy estupendamente. —No estaba seguro de que fuera así, pero se deshizo de la emoción.

—Siéntase como en casa, vuelvo enseguida. —Orquídea entró en la cocina y oyó el grifo. Se sentó en el enorme salón, la zona más sencilla de la casa. No había papel pintado ni decoración. Ni cortinas ni tampoco flores. Solo papeles sobre una mesa en la que cabían doce personas.

No era su intención fisgonear. Creía en los derechos de los habitantes de su pueblo, ese pequeño rincón en el corazón del país. Pero los papeles estaban justo ahí, dentro de una caja de madera abierta como las que usaba su madre para guardar fotografías y cartas de cuando su padre estuvo en la guerra. Echó una mirada rápida y reconoció unas escrituras y documentos bancarios a nombre de ella. Orquídea Divina Montoya. Le sorprendió que estuviera todo ahí, a plena vista. ¿Sabía acaso que iba a visitarla y lo había sacado todo? ¿Cómo era posible? No tenía sentido, pero allí estaba la prueba, delante de él. Documentos que no se podían falsificar fácilmente. Se sintió aliviado. Ya podía contar a los vecinos preocupados de Cuatro Ríos que no había nada fuera de lo normal en la casa ni en sus residentes, excepto… bueno, excepto que habían aparecido de la nada. ¿Podía ser? El valle llevaba mucho tiempo abandonado. Era posible que nadie hubiera estado prestando atención, como aquella vez que apareció una carretera de pronto. Seguro que no se había producido ningún daño.

—¿Cómo toma el café? —preguntó Orquídea, que entró en el salón sosteniendo una bandeja de madera con dos tazas de café, una pequeña jarra de cristal con leche y un cuenco con azúcar moreno.

Dio golpecitos en la mesa con los dedos largos y delgados.

—Mucha leche y mucho azúcar.

Se sonrieron. Hubo un momento de complicidad entre los dos. Ninguno quería problemas, eso estaba claro. Así pues, hablaron del tiempo. De la familia lejana de Orquídea, de la que había heredado la casa. El sheriff no recordaba a ningún Montoya de Ecuador. Si era honesto consigo mismo, ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba Ecuador. Pero es que no tenía por qué conocer todo el mundo, a lo mejor el mundo era más grande de lo que él pensaba. Tenía que serlo. Eso es lo que sentía allí sentado, mientras bebía el café fuerte que le había preparado Orquídea. Un café tan delicioso que tuvo que detenerse y suspirar. No era posible, pero podía saborear la tierra en la que había sido cultivado. Cuando chasqueó la lengua en el cielo de la boca, notó los minerales del agua que habían hecho que la planta creciera. Atisbó notas de los plátanos y naranjos que habían conferido su aroma a los granos. No podía ser posible, pero eso solo era el principio.

—¿Cómo lo ha logrado? —preguntó y soltó la taza. Había una parte descascarada en las rosas que había pintadas sobre la porcelana blanca.

—¿El qué?

—Que el café tenga este sabor.

La mujer parpadeó lentamente y suspiró. La luz de la tarde le iluminaba la piel marrón.

—El café de mi país es el mejor del mundo.

—Si va al restaurante va a sentirse muy decepcionada. No vaya a decírselo a Claudia. Pero el pastel está para morirse. ¿Lo ha probado? ¿Está su esposo en casa? —Sabía que estaba hablando de más, así que le dio un sorbo al café para calmarse.

—Está fuera, en el jardín. —Se sentó a un extremo de la mesa y apoyó la barbilla en la muñeca—. Sé por qué ha venido. Sé lo que dicen de mí.

—No haga caso. A mí no me parece una bruja.

—¿Y si le dijera que lo soy? —preguntó, removiendo el azúcar en el café. La sonrisa que esbozaba era sincera, dulce.

Avergonzado, David bajó la mirada a la taza de café y el sonido de un pájaro captó su atención. Había unos arrendajos azules en el alféizar de la ventana. No había visto antes uno de esos pájaros en la zona, tal vez nunca. Asombroso. Pero ¿quién era él para juzgar? Para juzgarla a ella. Había jurado proteger a los vecinos de Cuatro Ríos, y eso incluía a Orquídea.

—Pues le diría que hace una taza de café hechizante.

Se rieron y terminaron el café en un silencio cómodo, con el sonido de los crujidos de la casa y los pájaros de fondo. No sería la última vez que los lugareños trataran de cuestionar el derecho de Orquídea a ocupar esa tierra, pero ese café y esos documentos le concederían al menos unos años. Había viajado muy lejos y había hecho muchas cosas para llegar hasta donde estaba. La casa era suya. Había nacido de su poder, de su sacrificio.

Cincuenta y cinco años después de la visita del sheriff Palladino, se sentó a la misma mesa, con la misma taza de porcelana y la misma cuchara plateada para endulzar el café. Pero esta vez los papeles estaban fuera, papeles y tinta que había hecho ella misma con cáscaras de huevo. Había enviado cartas a todos sus familiares vivos que terminaban con: «Me muero. Ven a recoger tu herencia». Pero esto vendrá más adelante.

—¿Está todo en orden, sheriff Palladino? —le preguntó cuando lo acompañó a la puerta.

—Por lo que veo, sí —respondió él y volvió a colocarse el sombrero en la cabeza.

Orquídea observó el automóvil avanzando sin prisa por la carretera y no entró en casa hasta que hubo desaparecido. Una brisa la envolvió, tan intensa que movió los laureles de las puertas y ventanas. Ahí fuera la estaba buscando alguien. La sensación duró un instante, pero duplicó los objetos de protección de la casa, las velas del altar y la sal.

Un día, su pasado la alcanzaría y le cobraría la deuda que tenía con el universo. Pero antes de eso, tenía una larga vida por delante.