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Presentación de la descendencia de Orquídea
La invitación llegó en el momento exacto en el que Marimar Montoya se quemó la lengua con la taza de café que tomaba a medianoche. Notó una tensión extraña en el apartamento, como si un fantasma hubiera hecho parpadear las luces, encendido la televisión y congelado la pantalla del ordenador. Puso una mueca y soltó la taza de porcelana. Formaba parte de un juego antiguo de veinticuatro piezas que pertenecía a su abuela. La había echado en la maleta la mañana que se marchó de Cuatro Ríos, justo después de que Gabo, el gallo esquelético, comenzara a cantar.
—Ahora no —murmuró. Tocó la pasta azul translúcida del iMac G3. Lo había comprado por cincuenta dólares en la elegante escuela privada del Upper East Side una vez que le hubieron actualizado el sistema. Lo único que necesitaba Marimar era una conexión a Internet y un procesador de textos para intentar escribir una novela mientras se suponía que hacía los trabajos para la facultad.
Se pasó la punta de la lengua por el cielo de la boca e hizo clic con el ratón, en vano. Abandonó y se giró en la silla.
No se había dado cuenta de lo tarde que era y aún le quedaban cinco páginas del ensayo de Literatura Gótica sobre La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, y el uso que hacía de las jodidas familias. Rey se había quedado trabajando hasta tarde de nuevo en la oficina. El apartamento que compartían se encontraba en el corazón del hispanohablante Harlem del Este, conocido como el Barrio, en Nueva York, y, aunque llevaba viviendo allí seis años, no se había acostumbrado aún a los desperfectos del edificio. Las bombillas que se habían fundido unos días después de ponerlas, el radiador antiguo, suelos que crujían, las tuberías oxidadas que se calentaban en verano y se helaban en invierno. Así y todo, era el lugar que Marimar y su primo Rey habían convertido en su hogar.
Iba a enviarle un mensaje de texto cuando vio el sobre delgado que había al lado del teléfono. No tenía sello, solo su nombre y dirección:
Marimar Montoya
160 East 107 Street, Apt. 3C
Nueva York, NY 10029
Miró a su alrededor, buscando algo que estuviera fuera de lugar. El ajado sofá de piel con la manta de lana con estampado de llamas en las tierras ecuatorianas. Los dibujos que había hecho Rey en el instituto y una copia de la obra Cráneo de vaca: rojo, blanco y azul, de Georgia O’Keeffe, que había comprado delante del Museo Metropolitano de Arte en su primer viaje de estudios. Una mesita sólida de madera de caoba que había rescatado su tía de la calle en la Quinta Avenida y había hecho que transportaran Marimar y Rey por doce manzanas y tres avenidas. Una pila de revistas, la mayoría robadas del departamento de literatura de Hunter College, cupones de supermercado, chicles de sabores, una botella de agua con el logo de la agencia de contabilidad de Rey, preservativos gratis de la marca NYC en el cuenco de fruta, una caja abierta con un trozo de pizza a medio comer que había devorado después del trabajo.
Todo estaba como cuando empezó a escribir. Excepto la ventana abierta. Supo entonces de dónde venía el sobre.
Se puso en pie y se acercó a la ventana. En la calle, un grupo de estudiantes de instituto hablaban de tonterías mientras compartían patatas fritas y agua que llevaban en bolsas negras de plástico. En la escalera de incendios había un pájaro extraño. Parecía un arrendajo azul, pero era más grande que los que se veían de forma ocasional en el Central Park. Se inclinó sobre la ventana para alcanzarlo, pero este se alejó y el color se desprendió de las plumas cuando el cuerpo tomó la forma de una paloma común. Emitió un gorjeo y se marchó volando.
—Dile que use el teléfono, como la gente normal —gritó al pájaro.
Los chicos que había en la calle levantaron la mirada y, al ver de quién se trataba, soltaron risitas nerviosas y musitaron las palabras «bruja loca».
Marimar cerró la ventana y volvió a la mesa. El ordenador seguía congelado en la rueda giratoria de colorines, así que agarró el sobre. Ya nadie escribía cartas como había visto hacer a su abuela. Orquídea se sentaba a la mesa del salón con la caja llena de material de papelería, una cucharilla de metal y tubos de cera que hacía ella misma. Marimar siempre se preguntaba a quién escribiría, pues, que ella supiera, Orquídea no tenía amigos y, durante un tiempo, toda su familia vivió en la misma casa. Su abuela solo le había respondido con: «Escribo cartas a mi pasado».
Desprendió el sello de cera y abrió el sobre. Hacía seis años que no hablaba con Orquídea. Aunque su abuela les enviaba una tarjeta navideña todos los años que les llegaba por medio del servicio postal de Estados Unidos y siempre olían a canela y clavo, ella nunca respondía. Se llevó esta nueva carta a la nariz y aspiró el olor a Cuatro Ríos. A café y hierba fresca, a unos segundos antes de una lluvia torrencial. Había algo más que no estaba cuando ella se marchó, pero no supo descifrarlo.
Sacó la cartulina robusta y leyó la cursiva elegante. Cerró los ojos y notó una punzada justo en el ombligo. Orquídea era muchas cosas: evasiva, silenciosa, mezquina, reservada, adorable y también mentirosa. Pero no era tan dramática como para eso.
¿O sí?
Cuando Marimar tenía cinco años y perseguía luciérnagas en las montañas, su abuela le pidió que tuviera cuidado porque podían quemar de verdad. Cuando tenía seis años y decidió que no quería comer pollo en solidaridad a Gabo y sus esposas, su abuela le contó que las almas de los pollos muertos iban al infierno de los pollos si no se consumían por completo. Orquídea le dijo que, si nadaba hasta el fondo del lago, encontraría un pasadizo que la llevaría al otro lado del mundo, donde vivían monstruos marinos. Que si preparaba cuajada mientras tenía la menstruación y cocinaba estando enfadada, la comida salía amarga. Pequeñas mentiras que Marimar creía que decían todas las abuelas.
Tomó aliento y volvió a leer la carta. No, la invitación. «Ha llegado la hora. Me muero. Ven a recoger tu herencia».
Alcanzó el teléfono para escribir a Rey, pero la pantalla falló.
—Maldita sea —murmuró. Las luces titilantes, el ordenador, el teléfono. Era cosa de Orquídea. Había elementos tecnológicos que no se llevaban bien con las cosas que venían de su abuela, y tampoco Marimar.
No podía esperar. Tomó la chaqueta vaquera del respaldo de la silla, las llaves, el reproductor de música y los auriculares. Cuando fue a cerrar la puerta, la llave se quedó atascada dos minutos antes de que pudiera girarla. Al cruzar la calle, un taxi efectuó un giro con demasiada brusquedad y a punto estuvo de atropellarla, a pesar de que ella tenía prioridad. Se apresuró por el paso de peatones y metió el pie hasta el tobillo en un charco que juraría que no estaba ahí antes.
Al fin a salvo en el otro lado, se tomó un momento para encender el reproductor de CD Sony y colocarse los cascos de espuma en las orejas. El sonido del bajo retumbó mientras hacía la caminata cuesta arriba por Lexington Avenue hasta la oficina de Rey. Solo eran treinta manzanas y necesitaba respirar el aire fresco. Tomaba ese camino cada día para ir a la facultad; no distaba mucho de cuando subía las colinas que rodeaban la casa de su abuela en Cuatro Ríos, excepto por el cambio de las rocas y la hierba por el hormigón reluciente. Ambas habían esculpido los fuertes músculos de sus pantorrillas y muslos.
El Barrio cobraba vida al anochecer, igual que los mercados de los duendes sobre los que había leído en los poemas. Aquí, las calles eran ruidosas y olían siempre a carne frita, masa, plátanos y el hedor a putrefacción del vapor que emergía de las alcantarillas de la ciudad. Se detuvo frente al restaurante kosher que yacía embutido entre dos edificios y que parecía a punto de derrumbarse. Fuera, cuatro hombres mayores jugaban a las cartas y a las damas en unas mesas desvencijadas y sillas de plástico. Dos muchachos que no tenían edad aún de afeitarse entraron silbando. Compró dos rosquillas con crema de queso sin hacer caso de los chasquidos que le hacían esos mismos chicos, como si no fuera más que una cara bonita. Uno de los hombres, que llevaba un jersey azul, levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Dios te bendiga, mamita —le dijo.
—Buenas noches —le respondió a él y a sus bendiciones.
Cuando llegó a la esquina de la calle, un sintecho se sacó el pene e intentó alcanzarla con el chorro de orina.
Marimar no entendía por qué se negaba Nueva York a quererla. Se mudó cuando iba al instituto, tras la trágica muerte prematura de su madre. Tenía trece años y por la época le encantaba Cuatro Ríos. Aún le gustaba. Con sus colinas verdes y las libélulas que la acompañaban por todas partes. Pero cuando murió su madre, Orquídea no dejó a Marimar más opción que marcharse.
La mayoría de los niños cambiarían Ninguna Parte, Estados Unidos, por la Gran Ciudad. Cuatro Ríos era, técnicamente, alguna parte, pero no era una donde quisieran estar la mayoría de las personas. Aunque Marimar no tenía claro que fuera una chica para la Gran Ciudad. Por entonces no sabía qué clase de chica era, una huérfana que vivía con su tía Parcha y su primo Reymundo en un apartamento desordenado de una calle que siempre tenía mucho tráfico, como una de las arterias congestionadas de Manhattan. La ciudad tosca le inculcó una serie de lecciones que un lugar tranquilo como Cuatro Ríos jamás podría enseñarle. Había aprendido a ocultar las emociones del rostro en el segundo en que salía por la puerta por culpa de los chicos y hombres que la miraban como si fuera otro pez de ese asqueroso Hudson al que llamaban río. Había aprendido que Nueva York evolucionaba porque sobrevivía con la sangre. Era ruidosa porque había una sinfonía de gente que gritaba sus sueños y esperanzas. Marimar deseó lanzar sus sueños a esa canción, pero, cuando lo intentó, su voz solo fue un suspiro.
Seis años después, no había reclamado como propia la ciudad de Nueva York. No era un lugar que pudiera reclamarse, aunque muchos lo habían intentado. La ciudad parecía rechazarla como si tuviera el grupo sanguíneo equivocado. La habían asaltado dos veces y había tenido que aprender a defenderse y a aceptar que, cuando no le gustabas a alguien, te lo decía a la cara. Cuando empezó a trabajar, a los dieciséis años, comprendió que nunca podría conservar un empleo. Había algo en ella que, al cabo del tiempo, no gustaba a los jefes. Todo comenzaba bien. Ella decía lo correcto y se ocupaba de más de lo que le correspondía. Aproximadamente unos tres meses después, como un reloj, algo cambiaba. De pronto, era demasiado hermosa, demasiado fea, demasiado inteligente, demasiado tonta, demasiado baja, demasiado callada, demasiado ruidosa, demasiado… todo, y al mismo tiempo no era suficiente. Siempre había un motivo. En una ocasión, el gerente de una librería universitaria le dijo que era una distracción para los compradores porque la gente entraba solo para mirarla.
Marimar era imponente, como su madre. Tenía una larga melena rizada y oscura que le enmarcaba unos ojos negros, unas cejas que en el pasado eran pobladas pero que, años después, se pusieron de moda. Su abuela decía que tenía una nariz «ñata», aunque nunca le explicó el significado; menuda, redonda por la punta y un poco plana. La hacía parecer muy joven. Se asemejaba a un botón. Tenía la piel de un tono marrón como el de las cáscaras de las avellanas y los brazos y el pecho llenos de unas bonitas marcas con las mismas formas que las de su madre y su abuela.
A veces, Marimar sentía que tenía un agujero dentro, amorfo, parecido a la mala impresión de un tumor. Cuando vivía en Cuatro Ríos, no lo notaba tanto. Nueva York hacía que lo sintiera demasiado. Tal vez en esa ciudad todos podían ver a través de ella, atisbar las partes incompletas de su ser. Quizá no era culpa de Nueva York. Posiblemente fuera desafortunada, estuviera maldita como le gustaba decir a la tía Parcha. Tal vez solo tenía que aprender a aceptar que ella era así, una chica con partes incompletas.
Al menos allí no destacaba como en Cuatro Ríos, donde había ido al colegio con diecisiete chicos llamados John y treinta y dos Mary-algo. Ella también era una Mary-algo técnicamente. La gente pensaba que era Mari-Mar. María del Mar. Pero su madre quería que fuese «mar y mar».
¿Por qué le había puesto su madre ese nombre? ¿Por qué nunca le había preguntado?
Intentaría averiguarlo cuando volviese a Cuatro Ríos.
Se estaba acercando al edificio donde se encontraba la oficina de Rey, pero era incapaz de exhalar el aliento que se le había quedado atascado en el pecho. En parte por la invitación para asistir al funeral de una mujer que seguía viva, según tenía entendido. En parte por el efecto de caminar por esas calles.
En ese momento, el reproductor de música se paró y, al abrir el compartimento de las pilas, vio que estaban oxidadas. Recorrió el resto del camino en silencio. Giró a la izquierda en la calle Sesenta y cinco, resollando; el sudor le pegaba los pelos más cortos a las sienes. La ciudad resplandecía ante ella con luces multicolores y sombras, y la embargó una extraña sensación de anhelo. Por complicado que fuera, se había enamorado de esta ciudad y deseaba que Nueva York la amara a ella también. Solo un poco. Si regresaba a Cuatro Ríos, tal vez nunca lo lograse.
Llamó al timbre de la oficina donde trabajaba su primo mientras se decía a sí misma que sí, que Nueva York la estaría esperando cuando volviera.
Pero ¿no lo sabía? Nueva York no esperaba a nadie.
Se suponía que Reymundo Montoya Restrepo estaría solo en la oficina toda la noche, pero lo interrumpió el familiar e inquietante chirrido de las ruedas del carro del correo. Parpadeó y miró el reloj digital de la mesa que marcaba que acababa de pasar la medianoche; levantó la mirada y vio a Paul, el becario, que se dirigía hacia él.
—¿Todavía estás aquí? —preguntó con voz grave de no usarla.
—El señor Leonard me dijo que tenía que estar siempre presente por si alguien necesitaba mi ayuda —respondió Paul.
No se llamaba Paul de verdad, ese era el nombre de un becario que había trabajado allí cinco años antes. Paul fue becario durante tres años, el que más duró en la historia de la agencia de contabilidad, sobre todo porque le gustaba ser becario, pero también porque temía tanto al señor Leonard que nunca le recordó que los seis meses de prácticas habían pasado ya. Un día, Paul, con el pelo castaño claro y la piel blanca como leche, terminó hospitalizado por estrés y agotamiento, y nunca regresó. Al día siguiente había un nuevo becario al que había contratado la secretaria de Leonard. Ese segundo becario entró en el despacho de Leonard decidido a hacerse un nombre, ser diferente, impresionar al hombre cuyos ojos siempre estaban fijos en su ordenador y papeles y se encogían cada año.
—Hola, Paul —habló Leonard con un acento de Brooklyn tan consistente que haría falta un cuchillo para cortarlo—. Lleva esto a Jasmine y no te olvides de que el café me gusta con seis azucarillos y medio. Creo que ayer se te olvidó, porque parecía que me había enjuagado la boca con un cenicero.
—Sí, señor Leonard —respondió el joven, y así nació un número infinito de Paul, el becario.
Rey fue en el pasado Paul, el becario, pero eso cambió cuando pasaron los seis meses de prácticas. Le pidió a Jasmine, la secretaria, que le diera una cita con el señor Leonard a la 1 p. m. Posiblemente no se le hubiera ocurrido a nadie antes, pero Leonard levantó la mirada.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Me llamo Rey Montoya, acabo de terminar las prácticas y vengo a pedir un puesto a tiempo completo.
Leonard lo miró con sus ojillos pequeños, que movía a un lado y a otro, como un cangrejo. La boca grande se hizo más grande, dejando a la vista unos dientes amarillos por el vino tinto y el tabaco.
—Montoya, ¿eh? Tú mataste a mi padre. Prepárate para morir.
Rey llevaba toda la vida escuchando esa broma. La única razón por la que usaba Montoya en lugar de Restrepo era porque resultaba un poco más fácil de pronunciar para un angloparlante americano. Era curioso cómo lo trataba de forma distinta la gente dependiendo del apellido que empleara.
Se rio con la broma y se tragó el orgullo al tomar un bolígrafo de la mesa de Leonard y moverlo en el aire como si fuera un estoque.
—Exacto. Aquí tiene mi currículum. Estos últimos seis meses son prueba suficiente de mi trabajo.
—¿Trabajabas con Paul? No te he visto.
—Hemos dividido el trabajo, señor.
—¿Te graduaste en dos años en Adelphi? Impresionante. —Presionó un botón en el teléfono—. Jasmine, ayuda al señor Montoya a instalarse. El Servicio de Impuestos Internos está a punto de jodernos y necesitamos todas las manos posibles. Y que venga Paul con mi café.
El nuevo Paul, el becario, empezaba ese mismo día, y Rey se instaló en una mesa diminuta en el extremo de la oficina.
Ahora Rey se encontraba reclinado en la silla y miraba a Paul, el becario, a la cara.
—¿Cómo te llamas?
—Krishan Patel —respondió.
—¿De veras quieres hacer esto?
—Solo quiero un crédito para la universidad. —Se rascó la cara y le salió un hoyuelo en la mandíbula.
—Pues vete a casa. Si vuelves mañana, haz que la gente se aprenda tu nombre.
Krishan asintió, pero Rey comprobó que no lo escuchaba de verdad. El muchacho tomó una pila de paquetes del carro y los dejó en la mesa que había junto a la de Rey. Cuando se disponía a marcharse, se detuvo de pronto y se dio la vuelta.
—Oh, casi se me olvida este.
Le pasó un sobre que parecía provenir de finales del siglo xix, con un sello de cera y todo. Y entonces Krishan se marchó.
Rey no tenía tiempo para cartas que no estuvieran dentro de los sobres de manila de los clientes de la empresa, así que lo dejó a un lado y volvió al trabajo. Presionó los números en la calculadora como si se tratara del juego menos atractivo del mundo.
Odiaba los números, pero se le daban bien. Al menos los entendía. Desde siempre. No sabía de dónde había sacado ese talento y a veces hubiera preferido tener la memoria fotográfica de Marimar, o la destreza para la música de los gemelos, incluso la habilidad de Tatinelly para encandilar a ilusos desprevenidos. Su madre dejó el instituto para irse con un soldado cuya moto había sufrido un pinchazo en la carretera. Su padre fue un soldado de infantería que murió en combate cuando Rey tenía seis años. Era un buen hombre, o eso recordaba él. Cuando empezaba a olvidar, lo único que tenía que hacer era rebuscar entre las cosas de su padre que era incapaz de tirar. Tenía una bandera doblada que colgaba de la pared del salón en un extraño ángulo. Las tres cajas con vinilos que cubrían toda la historia del rock, desde Ray Charles hasta Metallica. Su madre también conservó su colección de camisetas horribles con estampado hawaiano que solía ponerse para hacer barbacoas en casa. Peor incluso, joyas de plata de ley de llamas y calaveras de su adolescencia como seguidor del heavy metal en Queens. Todo ello conformaba un altar a la masculinidad más tóxica, a pesar de que su padre fue el primero en darse cuenta de que Rey era homosexual. También fue el primero que le dijo que no era nada malo, y Rey se aferró a sus palabras en su adolescencia y seguía haciéndolo en su actual intento de convertirse en un adulto.
Pensaba que podía con todo siempre que recordase que era un hijo querido por dos padres que habían ardido con fuerza y rápido, como cerillas.
Jordan Restrepo aprovechaba cualquier momento para pasarlo con Parcha y Reymundo cuando no estaba trabajando. Un día, Rey y su padre fueron a jugar al béisbol en el parque, a pesar de que Rey odiaba el béisbol. Era una excusa de su padre para hablar con él. En un momento dado, Reymundo le contó con todo lujo de detalles dolorosos cómo era para él estar en segundo curso. Todos los chicos eran más grandes. Todos eran más brutos. Rey no sabía cómo ser como ellos; él, que era suave y callado, como una gota de dulce de leche, de esas que su madre echaba en las cáscaras de coco de la bodega. Iban a hacer una obra de teatro y Reymundo quería el papel del personaje que cantaba y bailaba con un chico llamado Timothy de ojos marrones, y quería casarse con él. No sabía lo que significaba «casarse», pero a su madre le gustaba gritar por teléfono a su hermana: «Si tanto quieres a ese hijo de perra, cásate con él». «Si tanto te gusta la tristeza, cásate con ella», y así con todo. Lo único que sabía era que el matrimonio se celebraba por amor y él amaba a Timothy.
—Calma, chico —le dijo su padre. Le sostuvo el rostro redondeado durante un buen rato y Rey nunca supo qué estaba pensando. Pero el recuerdo era más intenso que los de años anteriores. Se acordaba de las lágrimas en los ojos de su padre, no porque estuviera molesto, sino por la preocupación—. Tienes que esperar a tener mi edad para casarte, ¿de acuerdo?
—Vale —respondió él con el tono aburrido con el que hablaban los niños.
A veces, cuando se sentía inseguro, Reymundo recordaba ese momento, la certeza de que no había sido nunca tan auténtico como con su padre, hablando de un chico al que no besaría hasta diez años después, y declarando que odiaba el béisbol. A veces, en sus peores días, imaginaba a su padre, veterano del ejército, con las botas robustas, un hueco entre los dientes y cicatrices en la piel clara, y se decía: «Si mi padre podía llorar, yo también puedo».
Rey no se casó con Timothy, pero se besaron en los pasillos del instituto a los dieciséis años y, por última vez, en la habitación de Timothy. Antes de que llegara el padre de Tim y se pusiera como loco.
—¿Qué diría tu padre si estuviera vivo? —le preguntó.
Reymundo sonrió, porque sabía cuál era la respuesta.
—Diría que es usted un idiota homófobo, señor Green.
No volvió a ver a Timothy después de eso y nadie lo molestó tampoco. Rey sabía quién era. A menudo se perdía a sí mismo, pero tenía recuerdos, imanes que lo guiaban a casa.
Ahora, mientras buscaba entre montones de impuestos y recibos estropeados, sintió una preocupación abrumadora. Ya no estaba cómodo en su piel, la ropa era demasiado ajustada. Había algo mal, algo tan profundamente arraigado que no podía deshacerse de ello. Miró a su alrededor, la oficina estaba a oscuras, excepto por la lámpara verde de cristal de su escritorio. Notaba como si algo hubiera bombeado oxígeno en la habitación. Pensó en llamar al becario, pero entonces vio la carta que había apartado antes. Salía humo de ella.
Maldijo en voz alta y, cuando fue a alcanzarla, tiró unas carpetas. Jugó a la patata caliente con el sobre mientras el sello de cera se derretía y ardía en llamas.
Pisó la carta. El sobre había ardido, pero, no sabía cómo, la cartulina del interior se encontraba perfectamente intacta salvo por las manchas negras de sus dedos.
Leyó las palabras.
—Joder —murmuró.
Había pasado la medianoche y, cuando oyó el timbre, supo quién era. Recogió sus cosas y escribió a su novio para avisarle que tenía una emergencia familiar y que estaría ausente un par de días. Tenía que llamar a Jasmine a primera hora de la mañana. Al menos Krishen seguía allí para limpiar el desastre.
Cuando bajó, Marimar estaba apoyada en el muro del edificio con una bolsa de papel marrón en las manos.
—Casi incendia la oficina.
Marimar se encogió de hombros y le dio un bocado a la rosquilla.
—En el apartamento ha entrado una paloma.
—¿No se ha incendiado también?
—Nop.
—Las abuelas suelen enviar billetes de cinco dólares con la tarjeta, o latas con caramelos. —Caminaron hasta la esquina. Detuvo un taxi y le indicó la dirección.
—¿A quién conoces que tenga una abuela así? —le preguntó ella con tono de incredulidad.
—No lo sé, pero tienen que existir.
—Supongo que existen cosas extrañas.
Regresaron al apartamento y prepararon la maleta. Antes de las 2.00 a. m., Rey y Marimar estaban en la vieja camioneta que el chico había conservado de su padre y que solía guardar en un pequeño aparcamiento cerca del East River. Del espejo retrovisor colgaba una calavera de mal gusto al lado de un rosario de madera de su abuela paterna.
—No puede ser que esa vieja bruja se esté muriendo —comentó Rey.
Marimar se mordió la piel que tenía alrededor de la uña del dedo pulgar. Orquídea le daría una palmada en la mano si la estuviera viendo. El motor cobró vida y se internaron en el tráfico de la ciudad.
—Solo hay un modo de averiguarlo.
Tatinelly tenía un cuenco de helado en equilibrio sobre el vientre para tratar de refrescarse. Había elegido cuatro sabores diferentes: pistacho, chocolate con cereza, ruibarbo de vainilla y sorbete de fruta de la pasión. Era lo único que podía tomarse sin problema en el octavo mes de embarazo. Olympia, Oregón, no era conocido por su tiempo cálido, pero ese día primaveral había llegado el calor de la nada y había dejado a la futura mamá atrapada bajo el aparato del aire acondicionado.
Con la cabeza apoyada en el reposabrazos del sofá, exhaló un suspiro. Llevaba un par de días sin notar las patadas del bebé y había tratado de hacer que se moviera porque ese silencio la ponía nerviosa. Su médico, un hombre joven que nunca había estado embarazado, le dijo que todo lo que sentía y lo que no sentía era perfectamente normal. Pero este era su primer bebé con Mike (primero de muchos, esperaba) y cada pinchazo, dolor o sueño febril hacía que se preocupara.
Tatinelly Sullivan, Montoya de nacimiento, era hija única y, aunque tenía muchos primos, llegó un momento en el que toda su familia había dejado la casa en la que habían crecido y nadie regresó. Era complicado explicarle a Mike cómo era el hogar de donde procedía. Las creencias de su padre y su abuela. Historias de deseos reales y mujeres que leían las estrellas, de sirenas escurridizas y ríos encantados. Historias de fantasmas que podían entrar en la casa si no esparcían sal suficiente. Hadas que vivían en las colinas del terreno familiar, en Cuatro Ríos, disfrazadas de insectos. Cosas mágicas. Cosas imposibles.
Mike nació y creció en Portland. Era alto y enjuto, daba la impresión de que lo habían estirado. Jugó al béisbol y al baloncesto en el instituto y cada mañana montaba en bicicleta por los senderos de cincuenta kilómetros que conducían al bosque. Lo mejor de Mike era que no cambiaba. Tatinelly podía seguir su rutina con los ojos cerrados, de memoria.
Era una bobada, pero la noche de su graduación en el instituto de Cuatro Ríos, Tatinelly pidió un deseo. No quería mucho. Ella no era como Marimar, que quería el mundo entero, o como Rey, que ardía en llamas y color por dentro, o sus primos menores, que deseaban fama y dinero. Ni siquiera era como su padre, que había anhelado ser el alcalde de un pueblo que ya no existía.
Tatinelly quería una buena vida, un buen esposo y un bebé. Nada más. Eso era todo.
En el momento en el que el deseo abandonó sus labios, la magia de la que hablaba su abuela se hizo real por primera vez en su vida. Vio señales en todas partes. De Texas. Esa noche dejó una carta a su familia, metió sus posesiones terrenales en una maleta que su madre tenía con el propósito de viajar por el mundo, y ascendió el camino escarpado que conducía a la autovía. El primer automóvil que vio fue un SUV y lo conducía una mujer que se dirigía a Texas.
Allí, Annette, la conductora, le dejó una habitación para pasar la noche y le ofreció una oportunidad laboral. Lo único que tenía que hacer, realizando un pequeño pago, era inscribirse para vender servicios de Internet para una empresa llamada DigiNet. Tatinelly, que apenas había mostrado interés por nada en su vida, era buena y, tras unos días, sus compañeros empezaron a formar una extensa red de hombres con edades comprendidas entre dieciocho y cuarenta y cinco. Recuperó incluso el pago inicial e hizo dinero suficiente para alquilar su propio apartamento. Pero un día Annette y DigiNet desaparecieron. Ni reuniones semanales en la cocina de Annette, ni su automóvil en la entrada de la vivienda, ni conexión a Internet. Tatinelly tuvo que ir al centro comercial para que le cambiaran el servicio y allí vio un cartel en el que ponía que se buscaba ayudante en una tienda de accesorios para los teléfonos. Le ofrecieron el empleo de inmediato.
Unas semanas más tarde conoció a Michael Sullivan, que venía de Portland en un viaje de negocios. No necesitaba tres carcasas para el teléfono ni un cargador que se encendiera cuando lo conectara al automóvil, pero los compró de todos modos. Lo había cautivado su sonrisa, más dulce que cualquier cosa que hubiera visto. Los ojos de Tatinelly eran grandes y ascendían ligeramente por las esquinas. El pelo castaño claro caía en largos rizos enredados por su cuerpo esbelto. Le pareció una cierva que trataba de cruzar la I-10, y él lo único que quería era protegerla, guiarla hasta el otro lado.
Fue la acción más impulsiva que había hecho Mike nunca: pedirle una cita. Fueron al otro extremo del aparcamiento, a un restaurante italiano que ofrecía bufé de pasta. Cuando llevaban cinco horas comiendo fetuccini Alfredo, Mike se excusó, cruzó la calle hasta la casa de empeños, vació la cuenta de ahorros para comprar un anillo de esmeraldas y regresó a Mezzaluna.
Tatinelly dijo que sí, por supuesto. Su familia no entendía por qué no esperaban unos años, pero la mayoría asistió a la boda familiar en el bosque de Oregón, donde Tatinelly Montoya se convirtió en la primera de sus primos, tías y tíos en adoptar un apellido nuevo. Tatinelly Sullivan.
Los Sullivan no creían en fantasmas ni maldiciones familiares. Ellos usaban la sal solamente en las comidas. No les ponían multas por exceso de velocidad y se leían los manuales de todo. No discutían nunca, ni chillaban, ni vestían colores más brillantes que los pasteles. Amaban a su hijo y también a Tatinelly, aunque fueran jóvenes para casarse; eso solo significaba que tendrían más tiempo para estar juntos.
Su abuela no pudo asistir a la boda, pero Tatinelly sabía, incluso cuando era pequeña, que Orquídea Divina no salía de Cuatro Ríos. ¿Acaso no podría?
Ahora, embarazada y con un calor que no correspondía a la época, Tatinelly no sabía por qué estaba pensando en su abuela, a la que llevaba dos años sin ver, desde que se marchó de Cuatro Ríos. Su familia no se llevaba mal, pero ella se había sentido siempre apartada, distante. Era como querer algo lejano, pero no necesitar formar parte de ello. Conservaba Cuatro Ríos en el corazón y también a los Montoya.
Ahora tenía una buena casa rodeada de árboles y flores. Llevaba seis meses casada y eran los meses que le había dicho a su madre que llevaba también embarazada. Tenía todo cuanto había soñado. Una parte egoísta de sí misma, una que no sabía que existía, quería una cosa más: a su abuela. Deseaba que su hija tuviera a la maravillosa, extraña y mágica Orquídea Divina en su vida. Tatinelly estaba casi segura de que era una niña, aunque Mike quería que fuera sorpresa.
Entonces notó una patada tan fuerte que el cuenco que tenía en perfecto equilibrio sobre el vientre se ladeó y no fue lo bastante rápida para alcanzarlo.
Se abrió la puerta de la casa y notó el olor a tierra y sudor de su esposo, que entró con la equipación negra y neón de la bicicleta y el casco.
—¿Cariño? —Se quitó el calzado en la puerta y se acercó a ella con el correo en la mano—. Has recibido una carta de tu abuela. Qué raro, no tiene sello.
—¿Y eso? —comentó ella con tono melancólico, poseída por el dolor del vientre. Sonrió y respiró profundamente mientras sentía las patadas—. Vas a ser fuerte, ¿eh, pequeña?
Mike miró a su esposa perfecta con su barriga perfecta en su casa perfecta. Y luego el cuenco de helado en el suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó. Lo recogió para que ella no tuviera que levantarse.
Tatinelly se llevó la mano a la barriga, donde notaba el pie del bebé, ansioso y preparado para venir al mundo.
—Vamos a ver a Orquídea Divina —indicó. Lo sabía. Por muy normal y corriente que fuera ella, sabía lo que decía la carta.
Mike frunció el ceño y rio entre dientes.
—¿Vamos?
Ella se acarició la barriga, justo donde había recibido la patada más fuerte. Esta vez habló directamente al bebé:
—¿Sabes? Orquídea Divina también fue una niña feroz.