1. El laberinto de la barbarie: guerra y violencia política en el siglo XIX
«El sonido más persistente que reverbera a lo largo de la historia del hombre es el redoble de los tambores de guerra».
arthur koestler
El año nuevo de 1891 se inició en Chile sin festejos ni parabienes. Al contrario, después de más de tres décadas libre de ella —un récord del cual las elites chilenas se jactaban—, la guerra civil volvía a tierras nacionales, instalándose con una crudeza inédita. El conflicto no dejaba de ser sorprendente para un país que, hacía apenas unos años, había logrado salir victorioso contra sus vecinos del norte del desafío militar más relevante de su historia. José Manuel Balmaceda, el presidente que había heredado un Estado que era ahora más rico y extenso que nunca, y que deseaba implementar un ambicioso proyecto de expansión estatal gracias a los recursos obtenidos tras el conflicto de 1879, se vio en esos momentos sin la base de apoyo con la que inició su promisorio gobierno. Varias cosas habían cambiado. En 1890 la industria salitrera se estancó y las filas liberales que apoyaban inicialmente al mandatario se desbandaron, conformando una coalición que logró articular a conservadores, radicales, nacionales y liberales en su contra. Los otrora enemigos políticos se encontraban ahora reunidos contra el autoritarismo presidencial. La bandera del parlamentarismo, que reivindicaba la preeminencia del Congreso por sobre la voluntad del primer mandatario, defendía medidas como la libertad electoral, la autonomía de los municipios y, ante todo, una diminución de las prerrogativas del poder ejecutivo. Tras años de fricciones entre ambos poderes del Estado, y que llevaron al Congreso a negarle la aprobación del presupuesto al presidente como medida extrema de presión, las disputas se volvieron irreconciliables en 1891, cuando las fuerzas parlamentarias declararon fuera de la ley a Balmaceda, al tiempo que el presidente respondió asumiendo la suma del poder público y disolvió el cuerpo legislativo.
La polarización política afectó también a las fuerzas armadas, que se dividieron para apoyar a los bandos en pugna. La mayoría de la oficialidad del Ejército, fogueada en las campañas de la Araucanía y de 1879, se mantuvo leal al presidente, pero irónicamente algunos de los oficiales que debían modernizar al cuerpo castrense siguiendo el modelo prusiano, se plegaron a la causa del Congreso, sumándose al apoyo irrestricto que le dio la Armada. Con su ayuda, la oposición montó una base de operaciones en la zona salitrera y desde allí, con un ejército improvisado compuesto en su mayoría por obreros de la pampa, desafió al gobierno. 1891 no solo encontró a una sociedad políticamente fracturada y a un Ejército en transición, sino que también fue testigo de la modernización de las formas de combate. La misma guerra había mudado de naturaleza, desde aquellas lejanas campañas contra los indígenas en la Araucanía a fines de la década de 1860. La modernización del armamento y el incremento en su capacidad de daño, y la introducción de nuevas tácticas y estrategias de combate hicieron del conflicto de 1891 un verdadero laboratorio de las guerras modernas en el hemisferio sur.
Si la guerra había cambiado, también lo hizo la escalada de violencia en el marco de las disputas políticas. Desde la última guerra civil chilena, aquella de 1859, el ascenso de la virulencia ante el enemigo ideológico alcanzó ribetes inverosímiles. Aunque la muerte no era una presencia ajena a la sociedad de la época —dadas las guerras y pestes recientes, como la de cólera—, la guerra civil de 1891 implicó un ensañamiento contra el adversario bajo una expresión inédita: la matanza. La matanza de Lo Cañas en agosto de 1891, donde más de 40 opositores a Balmaceda fueron ejecutados mientras intentaban realizar maniobras de sabotaje a las líneas de comunicación y ferroviarias del gobierno, se volvió un suceso traumático para los contemporáneos. No solo por el grado de encarnizamiento hacia las víctimas y sus cadáveres —que incluyeron torturas, mutilaciones e incineración de sus cuerpos—, sino también porque esos sucesos ya no tenían como escenario lugares distantes o fronterizos, sino que habían acontecido a pocos kilómetros de la capital de la república, afectando además a destacados miembros de la clase dirigente. La magnitud de los sucesos resultó inexplicable para la sensibilidad de la época, quedando en el auditorio la sensación de que en Lo Cañas se habían sobrepasado criminalmente los grados de violencia admisible contra el enemigo político. Se había traspasado un coto vedado, un umbral prohibido entre rivales. La transgresión de aquel pacto tácito en el modo en que tradicionalmente se expresaba el antagonismo desató una rara mezcla entre el horror, el deseo de venganza y un trauma que aceleró el proceso de olvido de aquellos eventos sangrientos.
¿Cómo se cruzó esa tenue línea en la cual incluso para los enemigos políticos algo de la dignidad humana debía preservarse, al menos para una sociedad que se imaginaba como «civilizada»? Este libro aborda esa pregunta, y para responderla creemos que es necesario insertar esos hechos dentro de un proceso histórico mayor. En efecto, la guerra civil de 1891 fue un momento en el que estalló, con una brutalidad inédita, el impacto acumulativo de la violencia que estuvo en la base del proceso de expansión estatal del siglo XIX. Solo ese marco explicativo puede resolver un dilema que a estas alturas resulta un enigma para la literatura: ¿cómo un país triunfante en el conflicto más importante del siglo XIX en el Pacífico Sur, poco más de un lustro después se vio enfrascado en la guerra civil más dramática de su historia? Las bajas de Concón y Placilla, las batallas decisivas de aquel conflicto, sumaron poco más de 8000 hombres, entre muertos y heridos. Una década antes, en Chorrillos y Miraflores, los combates clave de la Guerra del Pacífico, las bajas chilenas fueron de 5433. ¿Cómo explicar aquellas impactantes cifras y aquel ensañamiento entre compatriotas?

1. Campo de batalla de Placilla, 1891. Museo Histórico Nacional
Estas son solo algunas de las preguntas que abordaremos en estas páginas. Pero hay otras igualmente acuciantes. Descrito como el «oprobio eterno» a la nación chilena, la matanza en la hacienda de Lo Cañas es todavía un enigma no esclarecido por la historiografía de ese país. Debido a que ocurrió en vísperas del triunfo constitucionalista, no existe un trabajo que interprete los sucesos ocurridos en la noche del 19 de agosto de 1891 en las afueras de Santiago como una síntesis de la cultura de la guerra que fue desarrollándose en el siglo XIX y de los imaginarios que ella engendró. Un episodio traumático e increíble para la sociedad chilena de aquellos años, si nos atenemos a los cientos de folios producidos a raíz del evento que conmocionó al país, en particular porque fueron torturados y murieron algunos de sus retoños de la clase dirigente chilena, inmune desde los tiempos de la independencia, a las consecuencias de la violencia política.
Estas páginas se adentran en los laberintos de la guerra y en la dificultad para desmovilizar la violencia que está en el corazón mismo de formación del Estado de la segunda mitad del siglo XIX. Solo repensando la cronología de la violencia en Chile episodios como Lo Cañas cobran sentido, el macabro punto de llegada de una escalada bélica que se inaugura con las campañas de la Araucanía a fines de la década de 1860, continúa con la Guerra del Pacífico y culmina con la confrontación de 1891. Solo reconstituyendo esta genealogía, el derrotero de aquella generación que terminó asimilando la violencia de la guerra hasta naturalizarla, creemos que hechos como Lo Cañas pueden ser inteligibles.
En este libro queremos volver sobre un episodio que, por su mismo carácter macabro y traumático, la sociedad chilena procuró sepultar en un apresurado proceso de amnesia histórica. Porque desentrañar las lógicas de aquel acontecimiento nos permite no solo visibilizar las sombras y el rostro dramático del proceso que en el siglo XIX ufanó colectivamente al país —la forja de la «república modelo»—, sino también analizar las dinámicas de la violencia, la plasticidad de sus expresiones y la pérdida de sensibilidad ante su cotidianeidad. Es una invitación a pensar que, una vez abierta la caja de Pandora de la guerra, conjurar la oscuridad, el odio, la violencia y el resentimiento que ella desata termina siendo uno de los procesos históricos más difíciles que enfrenta una sociedad.
La guerra, pese a ser por definición un momento extraordinario que quiebra dramáticamente las dinámicas cotidianas de convivencia, está lejos de ser una anomalía en la historia humana. En los 5600 años de historia escrita hay registros de más de 14 600 guerras: un promedio de casi 3 guerras por cada año de historia. Por eso, hay que asumir la cotidianidad de la guerra y estudiarla como un hecho social total, donde se entrecruzan simultáneamente dimensiones morales, económicas, políticas, culturales y sociales, si pretendemos entender la conformación de nuestras sociedades. Porque el fenómeno bélico ha sido omnipresente y ha incidido de manera crucial en el desarrollo de una serie de procesos clave de las sociedades modernas. Irónicamente, más allá de la espiral destructiva que toda guerra envuelve, esta también posee dimensiones constructivas. Los conflictos resultan esenciales en la acumulación de capacidades fiscales, coercitivas y de presencial física del Estado en los territorios sobre los cuales declara ejercer soberanía, como resultado de la espiral paradójica de destrucción y creación que los procesos de violencia colectiva entrañan.
Si el proceso de construcción estatal está ligado a la violencia, la formación de las identidades nacionales tampoco puede desligarse de las guerras. En efecto, todo momento bélico moviliza amplias capas de la sociedad, tanto para engrosar las filas del ejército como para sostener materialmente el esfuerzo de guerra, diluyendo momentáneamente las divisiones sociales mediante el rol de la propaganda. Esta tiene un rol decisivo en la difusión sistemática de discursos de superioridad nacional, que contribuyen a reforzar en el plano simbólico los lazos de solidaridad grupal. Puesto que toda guerra requiere un antagonista, la propaganda bélica también influye en la conformación de fronteras y límites entre las comunidades en conflicto, subrayando las diferencias entre los contendientes —o derechamente inventándolas—, haciéndolas descansar sobre factores raciales o religiosos. Por último, la guerra extiende sus consecuencias más allá del último disparo en el campo de batalla. Los odios que engendra hacen que los sentimientos de superioridad o de resentimiento se prolonguen en el tiempo, reproduciéndose en las generaciones sucesivas y recreándose en la memoria colectiva de las sociedades contendientes. Por todas estas razones, la guerra es un factor decisivo en la forja del nacionalismo.
Si la guerra incide en los procesos sociales, también lo hace en las mentes y corazones de sus protagonistas. El impacto emocional de la guerra no cesa con el último disparo en el frente de batalla. Como sostiene James Hillman (2004), «la guerra nunca termina, ni siquiera cuando se canta victoria», pues «las víctimas portan en sus almas los residuos de la guerra e infectan al reino de la paz». Si esto es así en todo proceso bélico, solo hay que imaginar el impacto en aquellos para los cuales la guerra fue un escenario cotidiano para sus vidas, como aquella generación de soldados que peleó, ininterrumpidamente, en las campañas de la Araucanía, en Perú y en el conflicto de 1891. Por eso, la invitación de estas páginas es a adentrarnos en la cruda realidad de la guerra, comprender su autonomía, su vida propia. Debemos entenderla, mirarla de frente en sus múltiples aristas para calibrar sus pasiones y razones, aquello que repele y seduce, y que la vuelven siempre un enigma. Debemos confrontar aquel microcosmos de terror y violencia, pero también de camaradería y pertenencia, si queremos hacer inteligibles sucesos dramáticos como una masacre de la guerra civil.
La guerra incide de manera decisiva en la percepción de la realidad. Implica una ruptura dramática con la cotidianidad, especialmente en cómo comprendemos el mundo y las circunstancias que nos rodean. En tiempos de guerra, la visión del mundo se torna binaria, como explica Lawrence LeShan (1995). La capacidad para desplegar matices se anula y el mundo queda compuesto entre polos opuestos, claramente deslindados, entre ellos y nosotros, entre el bien y el mal. La guerra es el tiempo de los absolutos. De ahí que adquiera para sus participantes la fisonomía de la totalidad, del momento decisivo, de una época de desenlaces cruciales donde se juega el todo por el todo y, por eso, se está dispuesto a matar y a morir. La guerra deviene en un drama histórico de dimensiones épicas. Por ello, la moralidad cotidiana, con todo su despliegue de reglas e inhibiciones para la violencia, es desechada en nombre de la creencia de que fuerzas superiores a nosotros —Dios, la nación, la civilización, la revolución, la historia o el progreso— amparan y legitiman nuestra lucha.
El bautismo de fuego en el campo de batalla constituye por eso una experiencia iniciática, que incorpora a quien la vive en un microcosmos con lógicas inexplicables a los profanos. Porque la guerra es el imperio cotidiano de la brutalidad, y su idealización es un espejismo de quien no la ha experimentado, una estetización propia de quienes la piensan desde la lejanía. El arte no podría idealizar el «cuadro de barbarie» que fue la batalla de Pisagua, sostuvo con ironía el veterano Lucio Venegas (1885): «¡Qué hermoso panorama! Los charcos de sangre, los cuerpos dislocados, los miembros humanos diseminados por la arena del palenque, los gritos de los moribundos, la vida que se va, la muerte, la desolación, el llanto de uno, la alegría del otro». La batalla del Campo de la Alianza no fue menos desoladora. «El aspecto que presenta el campo es aterrador, pues todos los muertos enemigos están con la cabeza hecha pedazos y los sesos fuera», anotó un soldado del Batallón Coquimbo.
Para lidiar con las atrocidades del combate los soldados debían poner en suspenso sus emociones. En una carta que escribió José Trico a su madre tras la batalla de Arica, el joven recluta le confesó que en esos instantes los sentimientos debían ser anulados. El hombre, desnudo de sus emociones, era «una fiera rabiosa» que tenía solo el instinto de matar antes que la muerte lo sacara de combate. Trico creía que era imposible relatar «los mil sangrientos cuadros» que había visto en la encarnizada lucha por apoderarse de las posiciones peruano-bolivianas. Entre ellos, a sus amigos horrorosamente heridos y agonizantes, después de sufrir increíbles torturas, o las «dos líneas de cadáveres en más de una legua de extensión»1. Porque allí, en la crudeza del frente, se apoderaba de las emociones del soldado lo que el veterano Antonio Urquieta (1907) llamó «el genio de la matanza», aquel ente que habitaba entre el horror y la desolación del campo de la batalla y contribuía a agudizar los sentidos del combatiente. Urquieta describió la dilatación de sus fosas nasales que respiraban con placer aquella atmósfera «impregnada de pólvora, de lágrimas y de sangre». Los oídos, por otro lado, adquirían una afinación extraña y los dientes rechinaban ante el fragor de la batalla. Luego que esta terminaba, «el genio de la matanza» se tendía sobre las ciudades, derribando techos, cubriendo de muertos las calles, expandiendo sobre los hogares todo el horror imaginable.

2. Entierro de muertos en el Campo de la Alianza, 1880. Museo Histórico Nacional
Los relatos y testimonios de los soldados son elocuentes sobre lo marcadora que resulta la vivencia bélica. La descripción de José Miguel Varela (2014) —uno de los tantos soldados que lucharon en Perú, la Araucanía y la guerra civil de 1891— al respecto es decidora sobre aquel universo de emociones encontradas que la guerra despierta en quienes la padecen. En la víspera de la batalla del Campo de la Alianza (26 de mayo de 1880), una de las más sangrientas de la Guerra del Pacífico, Varela confesó estar preso del temor y tener la cabeza «revuelta de pensamientos» ante la idea de encarar la muerte. El estallido de los cañones, el «espeso humo de la pólvora y de su penetrante olor», simbolizaron el inicio del combate. «Estaba invadido por el miedo, ese que hace temblar las piernas y las manos, que da taquicardia y que reseca la garganta hasta el punto que no se puede respirar». Tal era la guerra y la vorágine de sensaciones que lo envolvía: «miedo infundido con valor; confianza junto a incertidumbre; tristeza y entusiasmo. Todo junto, a borbotones, recorriendo el cuerpo y el cerebro». El ataque de la caballería contra las fuerzas bolivianas fue descomunal, cargando la atmósfera con el olor de la pólvora y el «vaho de sangre caliente». Descargando golpes como un enajenado contra los soldados enemigos, Varela recordó, aún con su ropa «tiesa de sangre de soldados adversarios», aquella imborrable sensación «del sable cortando», ejecutando «su macabra faena». Tal recuerdo, sumado al campo sembrado de muertos —«un espectáculo simplemente horroroso»—, lo perseguiría años después. La escena, pese al paso de los años, seguía siendo «terrible en mi mente». Tal era la experiencia de la guerra, retratada en su crudeza. Por eso, confesaba aquel veterano de tres guerras, esa batalla, su bautismo de fuego, había significado una ruptura decisiva en su biografía. Ella «cambió mi vida, que la comencé a ver con otros ojos y a valorarla inmensamente».
Por eso la guerra establece barreras experienciales insalvables entre quienes se han visto involucrados en ella y quienes la desconocen. La guerra tiene su propia dinámica, sus propios códigos, su propia moralidad que aquellos no iniciados no poseen el derecho a cuestionar. Para Arturo Olid (2009), veterano de los conflictos de 1879 y 1891, quienes «no habían estado bajo el fuego de las baterías enemigas de la patria ni olido jamás el olor de la pólvora», sencillamente debían guardarse sus opiniones sobre los combatientes. Esa incomprensión existencial de lo que significa la guerra fue el argumento con el que Rudecindo Salas, uno de los acusados de la matanza de Lo Cañas, se opuso a las acusaciones en su contra. Quien no ha enfrentado la guerra, no puede comprender sus lógicas. «Fácil es dar consejos desde un gabinete de trabajo después de pasada una tormenta; pero es otra cosa ejecutar en un momento peligroso lo mismo que se sostiene bien resguardado». Así, ante la opinión del fiscal sobre su comportamiento en los hechos, sentenciaba Salas en su defensa: «solo está buena para escrita»2.
Si la guerra opera afectando la comprensión de la realidad, también lo hace impactando en los lazos sociales que ella misma contribuye a forjar. La experiencia bélica concede a quienes la viven un sentido de pertenencia y trascendencia que pocas instancias sociales podrían promover. Esa es una de las mayores ironías que encierra el misterio de la guerra: su permanente atracción. Porque más allá de su espiral de destrucción y carnicería, provee un propósito y una razón para vivir. La guerra es una fuerza que confiere sentido. La dinámica del combate colectivo contribuye a forjar lazos de camaradería sustancialmente diferentes de aquellos construidos en la vida cotidiana. Más allá de que la guerra diluya la individualidad y la subsuma dentro de un colectivo mayor, dotado de propósitos trascendentes, el hecho de confiar la vida al cuidado de otros y estar dispuesto a ofrecer la propia en retribución, promueve un vínculo de confianza y de reciprocidad vital que trasciende el campo de batalla. Es una nueva familia construida a la sombra de la guerra, y que más allá de su imperio, se procura mantener a toda costa, como lo demuestran los círculos y comunidades de veteranos.

3. Oficiales chilenos en Chorrillos, 1882. Colección Elejalde, PUCP
Por eso, la guerra puede ser adictiva. La experiencia de la guerra señala un punto de no retorno para aquellos que han traspasado sus umbrales, que han matado y han visto morir, que han sido expuestos de manera sistemática a la adrenalina que encierra. La vida nunca podría volver a ser la misma tras la guerra, que impone una nueva normalidad de la que es difícil escapar. El testimonio de Alberto del Solar (1886), un combatiente de la Guerra del Pacífico, explica de manera notable su transformación psicológica, en la que la guerra y la violencia modifican su cotidianeidad. «Poco a poco me fui acostumbrando al peligro. El entusiasmo iba invadiéndome, y las ideas de muerte, familia, amigos ausentes que hasta entonces no había podido apartar de mi alma, empezaron a desaparecer. Me acometía una especie de fiebre, alimentada y encendida aún por el olor a pólvora y la vista de la sangre de mis soldados», recordaba el joven que sería ascendido a capitán durante el conflicto.
Frente a aquel mundo adrenalínico y trascendente, de relaciones por las cuales se estaría dispuesto a morir, la vida cotidiana aparece como despojada de brillo, sus normas y directrices frívolas, y los vínculos sociales construidos allí, banales. Porque así como hay quienes nunca volverían al frente de batalla después de estar expuestos a sus horrores, también los hay quienes no conocen otro mundo que el del imperio de la guerra y que vuelven, una y otra vez a ella, anhelando experimentar una vez más su terrible llamado. La historia del cabo López, aquel veterano de la Guerra del Pacífico, retratada por la pluma de Marcial Cabrera (1958), permite entender la imposibilidad del retorno a la normalidad. La camaradería forjada en tiempos de guerra y la plenitud de sentido simbolizado en su rifle, compañero de batallas al que amaba «más que a su hijo», le fueron arrebatados tras la guerra, tal como su uniforme. El retorno a la cotidianidad de la paz y su incomodidad vital con su nueva «ropa de paisano» le hicieron preferir la muerte antes que ser despojado de todos aquellos elementos que lo vinculaban con la guerra, aquel momento donde nunca había estado más vivo y satisfecho.
Como todo fenómeno social, la guerra posee otras dimensiones. Estas son más oscuras y dejan una huella indeleble en las mentes y corazones de quienes la han experimentado. Especialmente en aquellos que, además de testigos de los hechos cruentos que los conflictos bélicos desatan, han trasgredido el tabú moral crucial: matar. En efecto, el proceso de civilización ha desplegado una serie de normas, convenciones y castigos para erradicar, en el mejor de los escenarios, el acto de matar. La paradoja de la guerra, su autonomía como momento extraordinario, es que no solo permite, sino que también incentiva aquel acto que en tiempos de paz sería transversalmente condenable. Es el gran secreto que se revela al «que por primera vez asiste a un teatro de muerte y destrucción», como recordó Ismael Valdés Vergara (1891) al presenciar la batalla de Concón: que en la guerra «el primero y más imperioso deber del hombre es matar a sus semejantes».
Al traspasar aquel umbral, el acto de matar despierta y da rienda suelta a la agresividad, aquella pulsión constitutiva de los seres humanos. La socialización cotidiana ha procurado establecer reglas y ordenamientos morales y jurídicos para contener el desborde de la violencia, intentando limitar así la expresión de aquella pulsión que pervive de manera latente en las zonas arcaicas del cerebro. Con la guerra, esos límites se resquebrajan y la violencia desata sus furias. Por eso la guerra va asociada con múltiples formas de crueldad, pues la violencia no se circunscribe al campo de combate, ni respeta reglas ni convenciones. La crueldad tiene un terreno abonado en ella. El relato de Horacio Lara (1889) sobre el clima de violencia que contextualizó la ocupación definitiva de la Araucanía, a inicios de la década de 1880, es crudamente gráfico sobre esto. En la zona de Cautín, los soldados capturaron a una pareja de mapuches y los «encaminaron» fuera del pueblo para poder ejecutarlos con impunidad. Pero no fue suficiente con ello. El piquete obligó a los indígenas a cavar sus propias tumbas y procedió a fusilarlos. Allí quedaron, en la fosa, quienes habían compartido «tan atroz como terrible martirio». No fue un caso aislado. Días después, los soldados procedieron a escarmentar a un cacique. «Después de violar bárbaramente a las mujeres de aquel, las asesinaron con todo salvajismo junto con sus hijos. Pero no satisfechos con tanta impunidad dejaron ensartados en estacas los cadáveres de las mujeres, introduciéndoles un madero por la parte posterior». Es que, una vez anuladas las inhibiciones para desplegar la violencia, ya no hay vuelta atrás.
Ese trastocamiento de las convenciones cotidianas sobre el uso extremo de la violencia tiene consecuencias psicológicas irremediables. De hecho, los costos psicológicos de matar tuvieron en el siglo XIX un componente crucial, que lo distingue de las guerras del siglo XX. Porque a diferencia de las guerras contemporáneas, donde dicho impacto mental pudo ser morigerado por el avance técnico que permitió asesinar en gran escala sin presenciar las atrocidades de tales hechos —mediante el incremento del radio de alcance de la artillería o los bombardeos aéreos—, los conflictos bélicos previos implicaban con frecuencia el enfrentamiento personal mediante las cargas a bayoneta, donde la muerte era una experiencia directa, presencial, cara a cara. Los recuerdos de Arturo Olid (2009) sobre las batallas del conflicto de 1879 dan cuenta de que cuando se agotaban las balas, la supervivencia se dirimía justamente así, dándole a la lucha el carácter de una «horrenda carnicería». «La matanza se hacía a punta de bayonetas, a culatazos, a cuchillo y el que no tenía ni una cosa ni otra, se cruzaba a bofetadas o mataba o moría apretándole el cogote al enemigo». Como sabemos, gracias al trabajo de Dave Grossman (2009) sobre los costos psicológicos de la guerra, esa forma de matar y morir, de quitar vidas por propia mano es devastadora en las mentes de aquellos enfrentados a esa instancia límite.
Con todo, de manera sorprendente, en ocasiones dicha respuesta emocional puede disminuir ante la exposición sistemática frente a ese tipo de situaciones. Hay soldados que enfrentan la muerte como un trauma, pero otros pueden lidiar con ella. La continua exposición ante la muerte puede llegar a provocar la desensibilización, un aspecto frecuente en aquellos soldados habituados a estar en el frente. El relato de Luis Orrego Luco (1984) sobre la batalla de Concón en agosto de 1891 es gráfico en este sentido. El lugar, «sembrado de cadáveres», mutilados y quemados por el fragor del combate ya no lo impactaba. «Ya no inquieta a nadie el espectáculo de la muerte. Es como si hubiéramos visto esa cosa terrible a cada instante y nuestras pupilas se hubieran habituado al horror». Así, cuando la guerra deviene cotidiana, y prolonga su sombra en las biografías de los soldados —como es el caso de la generación que estamos examinando en estas páginas— la respuesta emocional puede disminuir o anularse, reduciéndose el malestar o la incomodidad ante la perpetración de esos actos. Derramar sangre puede volverse un acto ejecutado casi mecánicamente.

4. Fidel Luna, 17 años, 1884. Museo Histórico Nacional
Acostumbrarse a la violencia no quiere decir, sin embargo, que los soldados salgan indemnes de la experiencia bélica. Que los soldados puedan sobrellevar la carga psíquica de la guerra no significa que sean inmunes a sus consecuencias emocionales. Estas reaparecen, como un espectro macabro, una vez que han cesado los combates. La más frecuente de estas reacciones es lo que la literatura ha consignado como estrés postraumático, para subsumir algunas de las secuelas conductuales de quienes han estado sometidos a situaciones límites como la guerra. La exposición crónica a la violencia, la percepción sistemática de amenazas a la propia vida, el presenciar la muerte de un compañero de armas, o la participación en crímenes contra el enemigo o la población civil, entre otros aspectos, afectan acumulativamente las vidas de los soldados. La ansiedad crónica, la impulsividad, conductas autodestructivas, desesperanza, depresión, cuadros disociativos, trastornos del sueño, abusos de alcohol y drogas, además de crisis de pánico, forman parte de la constelación emocional que legan muchas veces los conflictos bélicos y que impiden efectuar con normalidad la transición desde el tiempo de guerra al tiempo de paz. Es lo que Zahava Solomon (1990) llama «el costo psicológico de la guerra».
Las dinámicas de la violencia política
En el siglo XIX, la violencia formaba parte de la política. No era una anomalía, sino que estaba integrada. Eso permite entender que los antagonismos resultantes de las disputas por el acceso y retención del poder, entre aquellos que se movilizan para preservar, cambiar o echar abajo un modelo de sociedad existente, apelasen a la violencia como criterios tanto para amparar el poder como para resistirlo. La consecuencia, no obstante, es que esta dinámica incidió en que a lo largo del período la violencia fuese escalando, rebasando muchas veces las convenciones tácitas entre las diversas facciones sobre aquellos cotos vedados que debían preservarse de su influencia. Con la recurrencia crónica a la violencia, la capacidad para establecer límites para las formas legítimas del antagonismo termina resquebrajándose, abriendo camino a formas más extremas. La guerra civil, la represión, la tortura y las matanzas son algunos de los momentos de clímax de la violencia política, tal vez el más álgido, cuando su estallido trastorna todas las formas de convivencia social.
La imagen del estallido puede resultar engañosa, al circunscribir la violencia a un momento exacto. Hay una serie de factores que permiten entender cómo la sangre llegó al río y cómo se trazó el camino y el punto de no retorno de la violencia. La violencia política requiere ciertos contextos de posibilidad para entender su ascenso. Una de ellas es el deterioro de los marcos de convivencia producto del cuestionamiento de la legitimidad del orden imperante, a lo que sigue su resquebrajamiento y posterior colapso. En aquel estado, el lugar del poder se imagina como vacío y sujeto a disputas por quienes desean coparlo. El colapso del orden desliza la convivencia social hacia lo que podríamos llamar como un momento hobbesiano, un signo de anomia donde la ausencia del orden abre paso al sentimiento de inseguridad permanente, pues la violencia por el acceso al poder se torna cotidiana. En los hechos, nadie tiene un poder superior capaz de pacificar las relaciones sociales. Ya que la violencia es una pulsión latente, la anomia es un contexto propicio para su despliegue y su transformación en violencia política. Pues se ha impugnado la legitimidad del orden, y las leyes se han vuelto inoperantes por su inobservancia, el abuso de poder y la sed de venganza que le siguen como su respuesta natural, lesionando la convivencia civil y dificultando así el retorno a la normalidad.
Por supuesto, la crispación de la convivencia y el deterioro de la civilidad se insertan antes en el ámbito discursivo que en el de la violencia física. Dicho en otros términos, la escalada de violencia verbal y escrita antecede y abona el camino hacia otras formas más extremas de violencia. Como sostiene Philippe Braud (2006), «no hay nunca violencias físicas sin una dimensión psicológica; esta es, por una parte, la que confiere a la violencia su significado político». Los medios de comunicación tienen un papel clave en este sentido, al amplificar los discursos de odio, atizando las enemistades, justificando la violencia e incluso avalando su uso. También inciden decisivamente a la generación de este ambiente al socializar de manera sistemática el miedo, delineando verdaderas «campañas del terror», imaginando los horrores de lo que pasaría si los enemigos de su propia causa acceden al poder. El perfilamiento verbal del enemigo es crucial, pues nutre las pasiones como el odio, la ira y la venganza, preparando el terreno para niveles superiores de violencia. «Una vez que se imagina al enemigo, se está ya en estado de guerra», sugiere James Hillman (2004).
Los epítetos y caricaturas que poblaron la opinión pública chilena durante 1890 y 1891 pavimentaron la ruta hacia el conflicto armado, deshumanizando al adversario político e incitando el uso de la violencia. El epíteto de «maricón» fue utilizado para denostar tanto al presidente como a sus opositores, a quienes La Nación llamó «los maricones de la revolución en Santiago»3. Si Balmaceda era un «mandatario infatuado, decrépito y demente», y su régimen «el gobierno de la canalla», la oposición se componía de cobardes y explotadores del pueblo, cuyas «feas y repugnantes personas» debían ser «colgadas en medio de la calle de Huérfanos»4. Como ha explicado Alejandro San Francisco (2010), la descomposición de la convivencia cívica, la denigración y descalificación sistemática del adversario, y la defensa de acciones violentas en su contra llenaron las páginas de la prensa de aquellos años.

5. «Llegaremos hasta el fin». El Fígaro, 30 de julio de 1890
La cotidianidad de la violencia y el resquebrajamiento de las normas que inhiben su uso rebajan los umbrales de aceptación, abriendo paso a niveles mayores de violencia. Cuando eso ocurre, los extremos políticos terminan por arrastrar a las fuerzas neutrales o moderadas en su dinámica polarizadora, forzándolas a tomar partido, y abriendo así el camino al enfrentamiento armado. La guerra civil viene a reflejar el colapso del orden político, de los mecanismos institucionales de neutralización del conflicto y de las formas civilizadas de convivencia, en tanto diluye una distinción básica existente en tiempos de paz: la línea que separa a civiles de militares se torna difusa, y el campo de batalla es la sociedad misma. Es un tipo de conflicto donde la neutralidad es poco tolerada, pues, de hecho, los civiles son objeto de la presión de los bandos combatientes por adherirse a una de las causas. Por eso, la guerra civil expresa la violencia política en su máxima intensidad, pues el enemigo en este caso no es un «otro» externo, ajeno a la comunidad nacional, «sino el traidor dentro de la propia casa» (González Calleja, 2017).
De esta manera, la guerra civil conduce a un proceso de embrutecimiento de la sociedad. Como muestra Kalyvas (2010) en su notable estudio sobre el tema, dicho proceso es el resultado de la combinación de una serie de fenómenos. El embrutecimiento se explica por la exposición constante y sistemática a la violencia en sus diferentes manifestaciones, donde aquel fenómeno extraordinario se vuelve cotidiano, al punto de volverse una costumbre. La eliminación de los controles sociales que inhiben el despliegue de la violencia, así como la incapacidad para pacificar las relaciones sociales, incide en que los costes de ejercer la violencia sean bajos, por lo que esta queda impune. Así, la violencia en la guerra civil da importancia a personas propensas a ella, quienes ven en el estado de anomia unas condiciones inmejorables para dar rienda suelta a sus pulsiones, eludiendo las repercusiones de sus actos. Estos factores provocan un efecto perverso, al dar mayor énfasis al aprendizaje de habilidades tendientes a perpetuar la violencia en detrimento de las habilidades pacíficas. La guerra civil engendra nuevos actores, interesados en mantener un escenario violento de donde obtienen las condiciones para medrar.
Cuando la violencia se asume en su plenitud, los análisis políticos se endurecen y la descalificación del adversario alcanza sus mayores niveles de virulencia, proceso que facilita la justificación de los excesos cometidos en su contra. Solo así podemos entender fenómenos como la tortura, una de las expresiones más graves de violencia política contra el adversario. No resulta sorprendente, en ese sentido, que el estado de guerra civil haya sido utilizado como justificativo para los vejámenes ocurridos en Lo Cañas. De acuerdo con las memorias de Abraham Fuenzalida (1892), soldado del 8° de Línea y uno de los encargados de ejecutar la sentencia contra los montoneros, los «actos de crueldad» ejercidos contra los prisioneros eran «hijos de las circunstancias», propios de «esa situación odiosa y tirante que se había formado en el ánimo guerrero de los bandos en lucha. Era la guerra fratricida».
Tortura y matanza, los episodios de los que trata este libro, deben ser insertados dentro de unas coordenadas de significación para ser inteligibles. Porque la tortura va más allá del ensañamiento físico y del despliegue del potencial sádico con quien ha sido consignado como enemigo. En realidad, la tortura es un espectáculo del poder, donde este se despliega simbólicamente. Por tratarse de la magnificación y experiencia del dolor extremo, la tortura ocurre cuando la realidad del poder es inestable y se encuentra incluso desafiada. Ese fue el contexto que rodeó a la masacre en Lo Cañas. Ante la certeza del desembarco de los constitucionalistas en Quintero, era imprescindible destruir tanto su apoyo logístico como lo que este simbolizaba, y qué mejor manera de hacerlo que con la matanza de un puñado de jóvenes con apellidos de abolengo. Con ello se mandaba una señal clara al adversario —tal sería el destino de quienes desafiasen al gobierno— a la vez que se reafirmaba la dicotomía clasista abrazada por la administración y por su vanguardia. Ante una amenaza real a la coalición cívico-militar balmacedista, la tortura fue funcional a la eliminación, física y simbólica, de la identidad del grupo social opositor.
Además de provocar dolor, la tortura se propone generar un proceso humillante y envilecedor de otro ser humano. Debido a que su objetivo es desintegrar la personalidad, destruyendo la vivencia de la dignidad humana, ciertos códigos penales hablan de la tortura como un «atentado contra la integridad moral» del enemigo. En esa línea de pensamiento, Joseph Vialatoux (1965) señala que el propósito principal es «hacer sufrir al otro con el fin de privarle de aquella posesión de su libertad interior», parte constitutiva de la esencia e integridad de la persona. Ello para acabar con la resistencia de su voluntad con el fin de forzarle una confesión y desmoronarla por el dolor y la humillación. Así, el torturador necesita desintegrar a la persona como persona para lograr sus propios fines. Por eso Paul Ricoeur (1990) nos recuerda que los aspectos físicos de la tortura sirven para enmascarar su verdadera naturaleza: la destrucción de la mente y la devastación de la personalidad por la pérdida del ser, una humillación que es muchas veces peor que la misma muerte.
Si la tortura es el despliegue simbólico y físico del poder que busca someter a la víctima y anular su individualidad, además de conferir al torturador la sensación de omnipotencia, la masacre es el ejercicio colectivo de la crueldad llevada al extremo. Es el lugar donde la violencia se despliega con libertad absoluta, amparada en la sensación de impunidad. Esta es la que posibilita su expresión pues, como nota Michel Wieviorka (2003), «la impunidad es indispensable para la crueldad». La impunidad, pero también un espacio físico marginal que permita dar rienda suelta a la violencia. Por eso las masacres son cometidas en la periferia, en lugares aislados y de difícil acceso, donde los victimarios se confortan ante la sensación de libertad y tiempo que provee el hecho de que su crueldad no pueda ser interrumpida por alguna ayuda exterior a las víctimas. La libertad de la lejanía y la impunidad permitió que un combate aparentemente trivial con una montonera de jóvenes inexpertos se transformase en una carnicería y en un espectáculo de crueldad. En las afueras de la capital, Lo Cañas y el bosque de Panul fueron un escenario ideal para llevar la violencia política a extremos inimaginables hasta entonces.
La masacre, una de las expresiones más radicales de violencia, se ensaña con las víctimas, quienes han sido degradadas en su dignidad y se encuentran impotentes frente a sus agresores, que no solo buscan lastimarlos y ultrajarlos sino arrasar con ellos, con su identidad. La masacre es un trabajo de eliminación radical, sostiene Wolfgang Sofsky (2006), quien ha abordado en detalle sus lógicas. Puesto que las víctimas deben ser borradas de la memoria, no debe extrañar también el ensañamiento con los cadáveres, tal como sucedió en los sucesos de Lo Cañas. Los despojos de los muertos calcinados revelan esa voluntad de arrasar con los vestigios de las víctimas. «La masacre aspira, al igual que la tortura, a frenar el tiempo, alargar la agonía y diversificar la violencia».
En el caso de la masacre de Lo Cañas, como veremos, no fue necesario ejecutar a los montoneros derrotados de manera inmediata. La tortura y la crueldad encontraron allí un escenario inmejorable para dar cabida a actos de brutalidad desenfrenada y ensayar nuevas crueldades con las víctimas. No hay límites imaginables, pues todo está permitido. Los factores oscuros de la personalidad humana han sido desatados. El objetivo no es ya la eliminación expedita del enemigo, como en un campo de batalla, sino recrearse en una orgía de sangre. Pues además de la sensación de omnipotencia que provee la impunidad, y la falta de empatía hacia las víctimas que se encuentran deshumanizadas ante sus ojos, la masacre es también un episodio de excitación colectiva, donde la racionalidad y responsabilidad individual se anulan ante el vértigo de la potencia común. Cada nueva eliminación, cada nuevo método de infligir dolor y muerte a las víctimas es celebrado colectivamente, en un éxtasis de sangre donde la muerte y la crueldad devienen en espectáculo, estimulados recíprocamente. El vértigo y la excitación colectiva son alimentados por la adrenalina de la acción misma, de la sensación de soberanía absoluta, de la experiencia de ser capaces de todo, de estar más allá de los lineamientos de la sociedad. Allí, en la masacre, el «deseo de traspasar todo límite, de soberanía, encuentra plena satisfacción», escribe el académico alemán.