1.
Ansiedad: una condición común pero multifacética
El amor mira hacia el futuro, el odio hacia el pasado, la ansiedad tiene ojos en todas las direcciones.
Mignon McLaughlin (Periodista, 1915–1983)
La ansiedad es ubicua a la condición humana. Desde los inicios de la historia registrada, filósofos, líderes religiosos, eruditos y, más recientemente, los médicos así como los científicos médicos y sociales han tratado de revelar los misterios de la ansiedad y el desarrollo de intervenciones que pudieran resolver con efectividad esta condición generalizada y problemática de la humanidad. En la actualidad, como nunca antes, los sucesos graves provocados por desastres naturales o por crueles actos delictivos, de violencia o terrorismo han creado un clima social de miedo y ansiedad en muchos países alrededor del planeta. Los desastres naturales como los terremotos, huracanes, tsunamis y similares tienen un importante impacto negativo sobre la salud mental de las poblaciones afectadas, tanto en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo, generando síntomas de ansiedad y estrés postraumático, y, sobre todo, durante las semanas inmediatamente posteriores al desastre (Norris, 2005).
Los niveles elevados de ansiedad y otros síntomas postraumáticos se presentan en su máximo esplendor durante las primeras semanas posteriores al acto terrorista, a la guerra o a otros actos de violencia comunitaria a gran escala. Durante las 5-8 semanas siguientes al 11 de Septiembre de 2001, tras los actos terroristas perpetrados contra las torres del World Trade Center de la ciudad Nueva York, se duplicaron los síntomas por trastorno de estrés postraumático (TEPT) (Galea et al., 2002). En un estudio digital (N = 2.729) se halló que el 17% de los individuos no residentes en la ciudad de Nueva York manifestaban síntomas TEPT 2 meses después del 11/9 (Sirver, Colman, McIntosh, Poulin & Gil-Rivas, 2002). El estudio sobre la Tragedia Nacional, un estudio telefónico de 2.126 americanos, comprobó que 5 meses después de los actos terroristas del 11/9, el 30% de los americanos manifestaba dificultades para conciliar el sueño, el 27% se sentía nervioso o tenso y el 17% manifestaba preocuparse mucho por futuros ataques terroristas (Rasinski, Berktold, Smith & Albertson, 2002). El estudio Gallup Youth de adolescentes americanos, realizado 2 años y medio después del 11/9, comprobó que el 39% de los adolescentes estaban “muy” o “bastante” preocupados de que ellos mismos o alguno de sus familiares fueran víctimas de terrorismo (Lyons, 2004).
Aunque las amenazas a gran escala tengan su mayor impacto sobre la morbidez psicológica de los individuos directamente afectados por el desastre durante las semanas inmediatamente siguientes al suceso traumático, sus efectos extendidos suelen seguir evidenciándose meses e incluso años más tarde, a modo de preocupaciones aumentadas en una proporción significativa de la población general.
El miedo, la ansiedad y la preocupación, sin embargo, no son dominio exclusivo del desastre y de otras experiencias que conlleven riesgo vital. En la mayoría de los casos la ansiedad se desarrolla en el contexto de presiones, demandas y estreses fluctuantes de la vida cotidiana. De hecho, los trastornos de ansiedad son el principal problema de salud mental de los Estados Unidos (Barlow, 2002), padeciendo más de 19 millones de americanos adultos un trastorno de ansiedad por año (Instituto Nacional de Salud Mental, 2001). Entre el 12 y el 19% de los pacientes de atención primaria satisfacen los criterios de un trastorno de ansiedad (Ansseau et al., 2004; Olfson et al., 1997). Además, los antidepresivos y los estabilizantes del estado anímico son el tercer tipo de farmacoterapia más prescrita, con ventas globales durante el año 2003 de 19.5 billones de dólares (IMS, 2004). De igual modo son millones las personas del mundo entero que luchan diariamente contra la ansiedad clínica y sus síntomas. Estos trastornos son origen de un esfuerzo económico, social y sanitario de todos los países, especialmente de los desarrollados, que se enfrentan a frecuentes convulsiones políticas y a altos índices de desastres naturales.
En este capítulo se presenta una revisión del diagnóstico, características clínicas y perspectivas teóricas de los trastornos de ansiedad. Comenzamos por examinar los rasgos propios de su definición y la distinción entre miedo y ansiedad. A continuación se considera el diagnóstico de los trastornos de ansiedad prestando atención particular al problema de la comorbilidad, especialmente con la depresión y los trastornos por abuso de sustancias. Se presenta una breve revisión de la epidemiología, curso y consecuencias de la ansiedad, y se consideran las explicaciones biológicas y conductuales contemporáneas de la misma. El capítulo concluye con los argumentos sobre la validez de la perspectiva cognitiva para entender los trastornos de ansiedad y para establecer el tratamiento.
Ansiedad y miedo
La psicología relativa a la emoción es rica en perspectivas diversas e incluso opuestas sobre la naturaleza y función de las emociones humanas. Todos los teóricos de la emoción que aceptan la existencia de emociones básicas coinciden en considerar el miedo como una de ellas (Öhman & Wiens, 2004). Como parte de nuestra naturaleza emocional, el miedo se produce como respuesta adaptativa sana a una amenaza percibida o peligro para la propia seguridad física o psíquica. Advierte a los individuos de una amenaza inminente y de la necesidad de una acción defensiva (Beck & Greenberg, 1988; Craske, 2003). Sin embargo el miedo también puede ser maladaptativo cuando se produce en una situación neutral o no amenazante que sea malinterpretada como representativa de un peligro o amenaza potencial. En consecuencia, dos son las cuestiones fundamentales para cualquier teoría de la ansiedad: cómo distinguir la ansiedad del miedo y cómo determinar cuál es la reacción normal frente a la anormal.
Definición de miedo y de ansiedad
Muchas expresiones lingüísticas diferentes se refieren a la experiencia subjetiva de la ansiedad, palabras tales como “miedo”, “susto”, “pánico”, “aprensión”, “nervios”, “preocupación”, “horror” o “terror” (Barlow, 2002). Esto ha generado cierta confusión e inexactitudes en el uso habitual del término “ansioso”. Sin embargo, cualquier teoría de la ansiedad que espere ser útil para la investigación o tratamiento de la misma debe distinguir claramente el “miedo” de la “ansiedad”.
Barlow (2002), en su influyente volumen sobre los trastornos de ansiedad, afirmaba que “el miedo es una alarma primitiva en respuesta a un peligro presente, caracterizado por una intensa activación y por las tendencias a la acción” (p. 104). La ansiedad, por el contrario, se definía como “una emoción orientada hacia el futuro, caracterizada por las percepciones de incontrolabilidad e impredictibilidad con respecto a sucesos potencialmente aversivos y con un cambio rápido en la atención hacia el foco de acontecimientos potencialmente peligrosos o hacia la propia respuesta afectiva ante tales sucesos” (p. 104).
Beck, Emery y Greenberg (1985) propusieron un punto de vista levemente distinto sobre las diferencias entre miedo y ansiedad. Estos autores definían el miedo como el proceso cognitivo que conllevaba “la valoración de que existe un peligro real o potencial en una situación determinada” (1985, p. 8, énfasis del original). La ansiedad es una respuesta emocional provocada por el miedo. En consecuencia, el miedo “es la valoración del peligro; la ansiedad es el estado de sentimiento negativo evocado cuando se estimula el miedo” (Beck et al., 1985, p. 9). Barlow y Beck coinciden en que el miedo es un constructo fundamental y discreto mientras que la ansiedad es una respuesta subjetiva más general. Beck et al. (1985) subrayan la naturaleza cognitiva del miedo y Barlow (2002) se centra en los rasgos neurobiológicos y conductuales más automáticos del constructo. Sobre la base de estas consideraciones, se presentan las siguientes definiciones de miedo y ansiedad como pauta para la terapia cognitiva.
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Pauta clínica 1.1 El miedo es un estado neurofisiológico automático primitivo de alarma que conlleva la valoración cognitiva de una amenaza o peligro inminente para la seguridad física o psíquica de un individuo. |
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Pauta clínica 1.2 La ansiedad es un sistema complejo de respuesta conductual, fisiológica, afectiva y cognitiva (es decir, a modo de amenaza) que se activa al anticipar sucesos o circunstancias que se juzgan como muy aversivas porque se perciben como acontecimientos imprevisibles, incontrolables que potencialmente podrían amenazar los intereses vitales de un individuo. |
De estas definiciones se pueden extraer algunas observaciones. El miedo como valoración automática básica del peligro constituye el proceso nuclear de todos los trastornos de ansiedad. Es evidente en las crisis de angustia y en los brotes agudos de ansiedad que las personas manifiestan en situaciones específicas. La ansiedad, por otra parte, describe un estado más duradero de la amenaza o la “aprensión ansiosa” que incluye otros factores cognitivos además del miedo como la aversividad percibida, la incontrolabilidad, la incertidumbre, la vulnerabilidad (indefensión) y la incapacidad para obtener los resultados esperados (véase Barlow, 2002). Tanto el miedo como la ansiedad conllevan una orientación futura, de modo que predominan las preguntas del tipo “¿Qué…si…?” (p. ej., “¿Qué ocurriría si ‘reviento’ esta entrevista de trabajo?”, “¿Qué ocurriría si me quedo en blanco durante el discurso?”, “¿Qué ocurriría si de mis palpitaciones se derivaría un ataque al corazón?”).
La distinción entre miedo y ansiedad puede ilustrarse con el caso de Bill, quien sufre un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) debido al miedo a la contaminación y, por ello, realiza lavados compulsivos. Bill permanece hipervigilante ante la posibilidad de encontrarse con contaminantes “peligrosos” y por ello evita muchas cosas que percibe como posibles fuentes de contaminación. Se halla en un estado continuo de activación intensa y, subjetivamente, se siente nervioso y aprensivo debido a las repetidas dudas sobre la contaminación (p. ej., “¿Qué sería de mí si me contamino?”). Este estado cognitivo-conductual-fisiológico, por lo tanto, describe la ansiedad. Si Bill entra en contacto con un objeto sucio (p. ej., el pomo de la puerta de un edificio público) experimenta inmediatamente miedo, que es la percepción de un peligro inminente (p. ej., “He tocado este pomo sucio. Una persona que padece cáncer ha podido tocarlo anteriormente. Yo podría contraer cáncer y morir”). De este modo, describimos la respuesta inmediata de Bill ante el pomo como de “miedo”, pero su estado afectivo negativo casi constante como de “ansiedad”. Por lo tanto, la ansiedad preocupa más a los individuos que solicitan tratamiento para sus estados de “nerviosismo” o agitación que les causan considerable angustia y que interfieren con la vida cotidiana. En consecuencia, el foco de atención del presente libro se dirige hacia la ansiedad y su tratamiento.
Normal frente a anormal
Es difícil encontrar a alguien que nunca haya experimentado miedo o haya sentido ansiedad en relación a un suceso inminente. El miedo presenta una función adaptativa que es crítica para la supervivencia de la especie humana; el miedo advierte y prepara al organismo para la respuesta contra los peligros que amenazan la vida y ante las emergencias (Barlow, 2002; Beck et al., 1985). Además los miedos son habituales en la niñez y los síntomas de ansiedad leve se encuentran con frecuencia en las poblaciones adultas (véase Craske, 2003, para una revisión). Por lo tanto, ¿cómo vamos a diferenciar el miedo normal del anormal? ¿En qué punto se convierte la ansiedad en excesiva, tan maladaptativa que se recomiende una intervención clínica?
Sugerimos cinco criterios que pueden ser usados para distinguir los estados anormales de miedo y ansiedad. No es necesario que todos los criterios estén presentes en un caso particular, pero se podría esperar que muchas de estas características se hallen presentes en los estados de ansiedad clínica.
1. Cognición disfuncional. Uno de los principios centrales de la teoría cognitiva de la ansiedad es que el miedo y la ansiedad anormales se derivan de una asunción falsa que implica la valoración errónea de peligro en una situación que no se confirma mediante la observación directa (Beck et al., 1985). La activación de las creencias disfuncionales (esquemas) sobre la amenaza y de los errores en el procesamiento cognitivo asociados provoca un miedo notable y excesivo que es incoherente con la realidad objetiva de la situación.
Por ejemplo, la presencia de un Rotweiller suelto dirigiéndose hacia uno con la dentadura visible y sus pelos erizados en un camino rural solitario puede elicitar el pensamiento “Estoy en grave peligro de ser atacado; mejor que me aleje inmediatamente de aquí”. El miedo experimentado en esta situación es perfectamente normal, porque conlleva una deducción razonable basada en una observación precisa de la situación. Por el contrario, la ansiedad elicitada ante la presencia de un cachorro que va atado a una correa que sostiene su amo es anormal: se activa el modo de amenaza (p. ej., “Estoy en peligro”) incluso aunque la observación directa indique que ésta es una situación “no amenazante”. En este último caso sospecharíamos que la persona presenta una fobia específica a los animales.
2. Deterioro del funcionamiento. La ansiedad clínica interfiere directamente con el manejo efectivo y adaptativo ante la amenaza percibida, y de forma más general en la vida social cotidiana y en el funcionamiento laboral de la persona. Hay momentos en los que la activación del miedo genera el sentimiento de quedarse helado y paralizado ante el peligro (Beck et al., 1985). Barlow (2002) señala que las supervivientes de violaciones, a menudo, manifiestan parálisis físicas en algún punto de la agresión. En otros casos el miedo y la ansiedad pueden producir una respuesta contraproducente que, de hecho, aumente el riesgo del daño o peligro. Por ejemplo, una mujer que sienta ansiedad al conducir tras haberse visto involucrada en un accidente por alcance trasero, comprobará constantemente su espejo retrovisor de modo que prestará menos atención al tráfico que la precede, aumentando así las oportunidades de que ella misma provoque el accidente que teme.
Se reconoce también que el miedo y ansiedad clínica suelen interferir con la capacidad de la persona para disfrutar de una vida plena y satisfactoria. En consecuencia, en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV-TR; Asociación Americana de Psiquiatría [APA], 2000), se señala que la angustia o “interferencia significativa con la rutina normal de la persona, con el funcionamiento ocupacional (o académico) o con las actividades sociales y relacionales” (p. 449) es uno de los criterios diagnósticos claves para la mayoría de los trastornos de ansiedad.
3. Persistencia. En los estados clínicos, la ansiedad persiste mucho después de lo que podría esperarse en condiciones normales. Recordemos que la ansiedad incita una perspectiva orientada hacia el futuro que conlleva la anticipación de una amenaza o peligro (Barlow, 2002). En consecuencia, la persona con ansiedad clínica puede sentir una sensación aumentada de aprensión subjetiva con sólo pensar en una amenaza potencial inminente, independientemente de que llegue o no a materializarse. Tal es así que, con frecuencia, los individuos propensos a la ansiedad experimentan mucha ansiedad a diario y durante muchos años.
4. Falsas alarmas. En los trastornos de ansiedad a menudo se observan las falsas alarmas, que Barlow (2002) define como “miedo o pánico visible [que] ocurre en ausencia de un estímulo amenazante, aprendido o no aprendido” (p. 220). Una crisis de angustia espontánea y sin estímulo que la provoque constituye uno de los mejores ejemplos de una “falsa alarma”. La presencia de crisis de angustia intensa, en ausencia de señales de amenaza o de la más mínima provocación de amenaza, sugiere la presencia de un estado clínico.
5. Hipersensibilidad a los estímulos. El miedo es una “respuesta aversiva provocada por un estímulo” (Öhman & Wiens, 2004, p. 72) hacia una señal externa o interna que se percibe como amenaza potencial. Sin embargo, en los estados clínicos el miedo es provocado por una amplia gama de estímulos o situaciones en las que la intensidad de la amenaza es relativamente leve y que podrían percibirse como inocuas por los individuos no amedrentados (Beck & Greenberg, 1988). Por ejemplo, la mayoría de las personas sentirían miedo al aproximarse a una tarántula cuyo veneno sea el más letal del mundo para los humanos. Por el contrario, un paciente que sufría aracnofobia fue derivado a nuestra clínica porque mostraba una ansiedad intensa, incluso crisis de angustia, al ver una tela de araña tejida por una araña doméstica inofensiva y más pequeña. Obviamente, el número de estímulos relacionados con las arañas que provocan una respuesta de miedo en el individuo aracnofóbico es mucho mayor que el de estímulos relacionados con las arañas que elicitan una respuesta de miedo en un individuo no fóbico. Del mismo modo, los individuos con trastorno de ansiedad interpretarían una serie mucho más amplia de situaciones como amenazantes que los individuos sin trastorno de ansiedad. En la siguiente pauta clínica se presentan cinco preguntas para determinar si la experiencia de miedo o ansiedad de una persona es suficientemente exagerada y generalizada como para requerir una evaluación adicional, diagnóstico y posible tratamiento.
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Pauta clínica 1.3 1. ¿Se basa el miedo o la ansiedad en una asunción falsa o en un razonamiento erróneo relativo al potencial de amenaza o peligro en situaciones relevantes? 2. ¿Interfiere, de hecho, el miedo o la ansiedad sobre la capacidad de la persona para afrontar las circunstancias aversivas o difíciles? 3. ¿Está presente la ansiedad durante un período prolongado de tiempo? 4. ¿Experimenta el individuo falsas alarmas o crisis de angustia? 5. ¿Se activa el miedo o la ansiedad ante una gama relativamente amplia de situaciones que presentan un potencial leve de amenaza? |
La ansiedad y el problema de la comorbilidad (trastornos asociados)
Durante las últimas décadas, la investigación clínica relativa a la ansiedad ha reconocido que el antiguo denominador “neurosis de ansiedad” presentaba escaso valor heurístico. La mayoría de las teorías y de la investigación sobre la ansiedad reconoce actualmente que existen diferentes subtipos de ansiedad que se agrupan bajo el denominador “trastornos de ansiedad”. Incluso aunque estos trastornos más específicos compartan algunas características comunes como la activación del miedo a fin de detectar y evitar la amenaza (Craske, 2003), las diferencias existentes entre ellos son fundamentales por las implicaciones que tienen para el tratamiento. Por lo tanto, en el presente volumen, de modo similar a la mayoría de las perspectivas contemporáneas, nos centraremos en trastornos específicos de ansiedad en lugar de tratar sobre la ansiedad clínica como entidad homogénea única. En la Tabla 1.1 se enumeran las amenazas claves y valoraciones cognitivas asociadas con los cinco trastornos de ansiedad DSM-IV-TR comentados en este libro (un resumen similar puede hallarse en Dozois & Westra, 2004).
Los sistemas de clasificación psiquiátrica como el DSM-IV suponen que los trastornos mentales como la ansiedad, incluyen subtipos más específicos del trastorno con diagnósticos diferenciales que distinguen un tipo de trastorno del otro. Sin embargo, un amplio cuerpo de investigación epidemiológica, diagnóstica y basada en síntomas ha desafiado este enfoque categorial de la nosología psiquiátrica, ofreciendo evidencias mucho más firmes sobre la naturaleza dimensional de los trastornos psiquiátricos como la ansiedad o la depresión (p. ej., Melzer, Tom, Brugha, Fryers & Meltzer, 2002; Rucio, Borkovec & Rucio, 2001; Rucio, Rucio & Keane, 2002).
Uno de los principales desafíos a la perspectiva caracterológica se deriva de la evidencia de síntomas extensivos y de comorbilidad del trastorno tanto en la ansiedad como en la depresión –es decir, la concurrencia de uno o más trastornos en el mismo individuo (Clark, Beck & Alford, 1999). Sólo el 21% de los participantes con un historial vital del trastorno presentaba sólo un trastorno en el Estudio Nacional de Comorbilidad (National Comorbidity Survey, NCS; Kessler et al., 1994), un estudio epidemiológico de trastornos mentales realizado por el Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH), con una muestra randomizada y representativa de 8.098 americanos a los que se les había administrado la Entrevista Clínica Estructurada para el DSM-III-R. En una muestra de 1.694 pacientes externos del Centro de Terapia Cognitiva de Filadelfia, evaluados entre Enero de 1986 y Octubre de 1992, sólo el 10,5% de quienes presentaban un trastorno del estado de ánimo y el 17,8% con crisis de angustia (con o sin evitación agorafóbica) presentaban un “diagnóstico puro” sin comorbilidad en el Eje I o II (Somoza, Steer, Beck & Clark, 1994). Por lo tanto, es obvio que la comorbilidad diagnóstica es la regla y no la excepción, siendo también importante considerar la comorbilidad pronóstica, por efecto de la cual un trastorno predispone al individuo al desarrollo de otros trastornos (Maser & Cloninger, 1990) en la patogénesis de las condiciones psiquiátricas.
Tabla 1.1. Características claves de cinco Trastornos de Ansiedad DSM-IV-TR
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Trastorno de ansiedad |
Estímulo amenazante |
Valoración central |
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Crisis de angustia(con o sin agorafobia) |
Sensaciones físicas, corporales |
Miedo a morir (“ataque al corazón”),a perder el control (“a enloquecer”) o a perder la conciencia (desmayarse),a sufrir crisis de angustia adicionales |
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Trastorno de ansiedad generalizada |
Sucesos vitales estresantes u otras preocupaciones personales |
Miedo a los posibles resultados futuros adversos o mortales |
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Fobia social |
Situaciones sociales, públicas |
Miedo a la evaluación negativa de los demás (p. ej., vergüenza, humillación) |
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Trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) |
Pensamientos, imágenes o impulsos intrusos inaceptables |
Miedo a perder el control mental o conductual o a ser responsable de algún resultado negativo para uno mismo o para los demás |
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Trastorno por estrés postraumático (TEPT) |
Recuerdos, sensaciones, estímulos externos asociados a las experiencias traumáticas pasadas |
Miedo a los pensamientos, recuerdos, síntomas o estímulos asociados con el suceso traumático |
En numerosos estados clínicos se han encontrado altos índices de comorbilidad diagnóstica entre los trastornos de ansiedad. Por ejemplo, en un estudio amplio con pacientes externos (N = 1.127) se encontró que dos tercios de los pacientes con trastorno de ansiedad presentaban simultáneamente otro trastorno del Eje I, y que más de tres cuartos habían sufrido un diagnóstico comórbido durante toda su vida (Brown, Campbell, Lehman, Grisham & Mancill, 2001). Los individuos con un trastorno de ansiedad, en consecuencia, son más propensos a padecer como mínimo uno o más trastornos adicionales de los que podrían esperarse al azar (Brown et al., 2001).
Depresión comórbida
Los trastornos de ansiedad son más propensos a concurrir con unos trastornos que con otros. Gran parte de la investigación sobre la comorbilidad se ha centrado en la relación entre la ansiedad y la depresión. El 55% aproximadamente de los pacientes con un trastorno de ansiedad o de depresión presentaba, como mínimo, otro trastorno de ansiedad o de depresión, y este índice escalaba hasta el 76% cuando se consideran los diagnósticos de la vida completa (Brown & Barlow, 2002). En el Estudio Epidemiológico Zonal (Epidemiologic Catchment Area, ECA) los individuos con una depresión severa eran entre 9 y 19 veces más propensos a sufrir un trastorno de ansiedad coexistente que los individuos sin depresión severa (Regier, Burke & Burke, 1990). El 51% de los casos con trastorno de ansiedad en el NCS presentaba un trastorno depresivo severo, y este índice ascendía al 58% para los diagnósticos de la vida completa (Kessler et al., 1996). Además es más probable que los trastornos de ansiedad precedan a los trastornos depresivos que a la inversa, aunque la intensidad de esta asociación secuencial no varía a lo largo de los trastornos específicos de ansiedad (Alloy, Nelly, Mineka & Clements, 1990; Mineka, Watson & Clark, 1998; Schatzberg, Samson, Rothschild, Bond & Regier, 1998). Los resultados de los distintos estudios ECA indicaban que la fobia simple, el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), la agorafobia y la crisis de ansiedad se asociaban con un aumento del riesgo de sufrir una depresión severa 12 meses después (Goodwin, 2002).
La investigación sobre comorbilidad presenta importantes derivaciones clínicas para el tratamiento de todos los trastornos psicológicos. La depresión clínica comórbida con un trastorno de ansiedad se asocia con un curso más persistente del trastorno, mayor gravedad de los síntomas y mayor discapacidad o deterioro funcional (Hunt, Slade & Andrews, 2004; Kessler & Frank, 1997; Kessler et al., 1996; Olfson et al., 1997; Roy-Byrne et al., 2000). A esto se añade que los trastornos de ansiedad con una depresión comórbida muestran una respuesta más pobre al tratamiento, mayores índices de recaídas y recurrencia y más necesidad de acudir a los servicios sanitarios que los casos de ansiedad pura (Mineka et al., 1998; Roy-Byrne et al., 2000; Tylee, 2000).
Consumo comórbido de sustancias
Los trastornos por consumo de sustancias, especialmente de alcohol, constituyen otra categoría de condiciones que, a menudo, se aprecian en los trastornos de ansiedad. En su revisión Kushner, Abrams y Borchart (2000) concluían que la presencia de un trastorno de ansiedad (a excepción de la fobia simple) duplicaba y cuadriplicaba el riesgo de dependencia del alcohol o de drogas, y la ansiedad solía preceder al trastorno por consumo de alcohol y contribuía a su persistencia, aunque el consumo indebido de alcohol también podría generar ansiedad. Incluso en niveles diagnósticos límites, los individuos con una condición de ansiedad son significativamente más propensos que los controles no clínicos al consumo de drogas (Sbrana et al., 2005).
Es evidente que existe una relación especial entre los trastornos por consumo de alcohol y la ansiedad. En comparación con los trastornos del estado de ánimo, los trastornos de ansiedad preceden con mayor frecuencia a los trastornos por abuso de sustancias (Merikangas et al., 1998), llevándonos a la presunción de que los individuos ansiosos deben “auto-medicarse” con alcohol. Sin embargo, esta asunción de la “auto-medicación” no se sostenía en un estudio prospectivo realizado durante 7 años, en el que la dependencia del alcohol presentaba tanta probabilidad de generar un subsiguiente trastorno de ansiedad como de que se produjera la relación temporal inversa (Kushner, Sher & Ericsson, 1999). Kushner y sus colaboradores concluían que los problemas de ansiedad y alcoholismo probablemente presentan influencias recíprocas e interactuantes que generan la escalada tanto de la ansiedad como del alcoholismo (Kushner, Sher & Beitman, 1990; Kushner et al., 2000). El resultado final puede ser una “espiral auto-destructiva” que lleve al individuo a la indefensión, a la depresión y al aumento de riesgo de suicidio (Barlow, 2002).
Comorbilidad entre los trastornos de ansiedad
La presencia de un trastorno de ansiedad aumenta significativamente la probabilidad de sufrir uno o más trastornos adicionales de ansiedad. De hecho, los trastornos puros de ansiedad son menos frecuentes que la ansiedad comórbida. En su amplio estudio clínico Brown, DiNardo, Lehmann y Campbell (2001) comprobaron que la comorbilidad de otro trastorno de ansiedad oscilaba entre el 27%, para la fobia específica y el 62%, para el trastorno por estrés postraumático (TEPT). El trastorno de ansiedad generalizada (TAG) era el trastorno de ansiedad secundario más común, seguido por la fobia social. Para el TEPT, que presentaba el mayor índice comórbido de otro trastorno de ansiedad, la crisis de angustia y el TAG eran las condiciones secundarias de ansiedad más comunes. La fobia social y el TAG tendían a preceder a muchos de los restantes trastornos de ansiedad. El análisis de los diagnósticos de la vida completa revelaba incluso índices superiores de aparición de un trastorno secundario de ansiedad.
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Pauta clínica 1.4 Una conceptuación de caso de ansiedad debería incluir una evaluación diagnóstica amplia que cubra el estudio de condiciones comórbidas, especialmente de la depresión severa, del abuso de alcohol y de otros trastornos de ansiedad. |
Prevalencia, curso y resultados de la ansiedad
Prevalencia
Los trastornos de ansiedad son los problemas psicológicos más frecuentes (Kessler, Chiu, Demler & Walters, 2005). Los estudios epidemiológicos de muestras de comunidades adultas han sido sistemáticamente coherentes al documentar un índice de prevalencia vital de entre el 25 y el 30% para, como mínimo, un trastorno de ansiedad. Por ejemplo, la prevalencia de un año para cualquier trastorno de ansiedad en el NCS era del 17,2%, comparado con el 11,3% de cualquier abuso/dependencia de sustancias y el 11,3% para cualquier trastorno del estado de ánimo (Kessler et al., 1994). La prevalencia vital NCS, que incluye a todos los individuos que han experimentado alguna vez en la vida un trastorno de ansiedad, era del 24,9%, pero ésta puede ser una subestimación porque no se evaluaba el TOC. En una réplica reciente del NCS (NCS-R), realizado con una muestra representativa nacional (N = 9.282) de sujetos que fueron entrevistados entre 2001 y 2003, la prevalencia durante 12 meses de cualquier trastorno de ansiedad equivalía al 18,1% y se estimaba una prevalencia vital del 28,8%, hallazgos que son sorprendentemente similares al primer estudio NCS (Kessler et al., 2005; Kessler, Berglund, Demler, Robertson & Walters, 2005).
Estudios nacionales desarrollados en otros países occidentales como Australia, Gran Bretaña y Canadá han encontrado también índices altos de trastornos de ansiedad en la población general, aunque los índices reales de prevalencia varíen levemente de unos estudios a otros debido a las diferentes metodologías empleadas para las entrevistas, a las normas de decisión diagnóstica y a otros factores del diseño (Andrews, Henderson & Hall, 2001; Jenkins et al., 1997; Canadian Community Health Survey, 2003). La Iniciativa de Estudio de la Salud Mental Mundial de la Organización Mundial de la Salud (OMS) encontró que la ansiedad era el trastorno más común en todos los países salvo en Ucrania (7,1%), con una prevalencia anual que oscilaba entre el 2,4% en Shangai (China), y un 18,2% en los Estados Unidos (OMS, Consorcio para el Estudio de la Salud Mental Mundial, 2004).
Los trastornos de ansiedad son también comunes en la infancia y en la adolescencia, con índices de prevalencia de 6 meses que oscilan entre el 6% y el 17% (Breton et al., 1999; Romano, Tremblay, Vitaro, Zoccolillo & Pagani, 2001). Los trastornos más frecuentes son las fobias específicas, el TAG y la ansiedad de separación (Breton et al., 1999; Whitaker et al., 1990). Algunos trastornos como la fobia social, la angustia y la ansiedad generalizada aumentan significativamente durante la adolescencia, mientras que otros, como la ansiedad de separación parecen reducirse (Costello, Mustillo, Erkanli, Keeler & Angold, 2003; Kazan & Orvaschel, 1990). Las chicas sufren índices más altos de trastornos de ansiedad que los chicos (Breton et al., 1999; Costello et al., 2003; Romano et al., 2001), la comorbilidad entre la ansiedad y la depresión es alta (Costello et al., 2003) y los trastornos de ansiedad que brotan durante la infancia y adolescencia suelen persistir hasta los inicios de la etapa adulta (Newman et al., 1996).
Los individuos que padecen trastornos de ansiedad suelen acudir en primer lugar a los centros de atención primaria con síntomas físicos sin explicación aparente, como un dolor pectoral no cardíaco, palpitaciones, mareos, síndrome de colon irritable, vértigo y aturdimiento. Estas molestias pueden reflejar una condición ansiosa como la crisis de angustia (véase comentario de Barlow, 2002). Además, los pacientes con trastorno de ansiedad solicitan ayuda médica en cantidades desproporcionadas. Los estudios con pacientes de atención primaria han encontrado que entre el 10 y el 20% presenta un trastorno de ansiedad diagnosticable (Ansseau et al., 2004; Olfson et al., 1997, 2000; Sartorius, Ustun, Lecrubier & Wittchen, 1996; Vazquez-Barquero et al., 1997). Sleath y Rubin (2002) comprobaron que la ansiedad se mencionaba en el 30% de las visitas realizadas a la consulta de medicina familiar de un centro universitario. Por consiguiente, los trastornos de ansiedad suponen una carga considerable para los recursos de los servicios sanitarios.
Un gran porcentaje de la población adulta general experimenta síntomas de ansiedad ocasional o leve. Existen pruebas que confirman que los individuos presentan mayor riesgo de desarrollar un trastorno de ansiedad pleno si experimentan previamente crisis de angustia, trastornos del sueño o preocupaciones obsesivas que no son suficientemente frecuentes o intensas como para satisfacer los criterios diagnósticos (es decir, formas subclínicas) o son muy sensibles a la ansiedad (véase Craske, 2003). La inquietud, el rasgo cardinal del TAG, es mencionada por la mayoría de individuos no clínicos que expresan preocupaciones en relación al trabajo (o estudios), finanzas, familia y similares (p. ej., Borkovec, Chadick & Hopkins, 1991; Dupuy, Beaudoin, Rhéaume; Ladouceur & Dugas, 2001; Tallis, Eysenck & Mathews, 1992; Wells & Morrison, 1994). El 27% de las mujeres británicas y el 20% de los británicos manifiestan padecer problemas de sueño (Jenkins et al., 1997). En el estudio de la Fundación Nacional del Sueño, el 36% de los participantes sufría insomnio ocasional o crónico (Ancoli-Israel & Roth, 1999). Otros estudios indican que entre el 11 y el 33% de los estudiantes no clínicos y de los adultos comunitarios ha experimentado como mínimo una crisis de angustia el último año (Malan, Norton & Cox, 1990; Salge, J.G. Beck & Logan, 1988; Wilson et al., 1992). Por lo tanto, los síntomas de ansiedad y sus trastornos son problemas prevalentes que ponen en peligro el bienestar físico y emocional de un número importante de personas de la población general.
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Pauta clínica 1.5 Dado el alto índice de síntomas y trastornos de ansiedad en la población general, la evaluación clínica debería incluir la especificación de la frecuencia e intensidad de los síntomas así como mediciones que permitan el diagnóstico diferencial entre trastornos. |
Diferencias de género
Las mujeres muestran una incidencia significativamente mayor que los hombres en la mayoría de los trastornos de ansiedad (Craske, 2003), con la posible excepción del TOC, trastorno en el que los índices son aproximadamente iguales (véase Clark, 2004). En el NCS las mujeres presentaban una prevalencia a lo largo de la vida del 30,5% para algún trastorno de ansiedad, en comparación con el 19,5% de los hombres (Kessler et al., 1994). Otros estudios epidemiológicos y comunitarios han confirmado también la proporción 2:1 de mujeres y hombres en lo que respecta a la prevalencia de los trastornos de ansiedad (p. ej., Andrews et al., 2001; Jenkins et al., 1997; Olfson et al., 2000; Vazquez-Barquero et al., 1997). Como estas diferencias de género se hallaron en estudios comunitarios, la preponderancia de los trastornos de ansiedad en las mujeres no puede atribuirse a una mayor utilización de los servicios. En una revisión crítica de la investigación sobre las diferencias de género en los trastornos de ansiedad, Craske (2003) concluía que las mujeres pueden presentar índices superiores de trastornos de ansiedad debido a un aumento de vulnerabilidad como (1) mayor afectividad negativa; (2) patrones de socialización diferenciales mediante los cuales se anima a las niñas a ser más dependientes, prosociales, empáticas pero menos asertivas y controladoras ante los retos cotidianos; (3) mayor tendencia a la ansiedad generalizada tal y como se comprueba mediante la respuesta de ansiedad menos discriminativa y más sobregeneralizada; (4) sensibilidad aumentada a los retos de las amenazas y a las claves contextuales de la amenaza y/o (5) tendencia a recurrir con más frecuencia a la evitación, a la preocupación y a la rumiación sobre las amenazas potenciales.
Diferencias culturales
El miedo y la ansiedad existen en todas las culturas pero su experiencia subjetiva se ve modelada por factores específicos de cada cultura (Barlow, 2002). Comparar la prevalencia de la ansiedad en diferentes culturas se complica por el hecho de que nuestro sistema de clasificación diagnóstico estándar, DSM IV-TR (APA, 2000), se basa en conceptuaciones y experiencias americanas de la ansiedad que pueden carecer de validez diagnóstica en otras culturas (van Ommeren, 2002). La generabilidad a lo largo de las culturas no necesariamente mejora con el uso de la clasificación WHO de los trastornos de ansiedad, la Clasificación Internacional de Enfermedades – décima revisión (CIE-10), debido a la dominancia de la experiencia de influencia europea occidental (OMS, 1992). Por lo tanto, nuestros enfoques diagnósticos y de evaluación para la ansiedad pueden subrayar aspectos de la ansiedad que son prominentes en la experiencia europea occidental y omitir expresiones significativas de la ansiedad que son más específicas de otras culturas.
Barlow (2002) concluía que la aprensión, la inquietud, el miedo y la activación somática son comunes en todas las culturas. Por ejemplo, en un amplio estudio comunitario de 35.014 adultos iraníes se encontró que el 20,8% presentaba síntomas de ansiedad (Noorbala, Bagheri-Yazdi, Yasamy & Mohammad, 2004). Incluso en regiones rurales remotas o montañosas de países en vías de desarrollo donde las amenidades y presiones industriales modernas son mínimas, la presencia de los trastornos de ansiedad y angustia son similares a los hallados en los estudios de comunidades occidentales (Mumford, Nazir, Jilani & Yar Baig, 1996). A pesar de lo anterior, algunos países parecen tener diferentes índices de trastornos de ansiedad en la población. Los estudios WHO de la Organización Mundial de la Salud Mental hallaron que la prevalencia de 1 año de los trastornos de ansiedad DSM-IV oscilaba desde el 2,4%, 3,2% y 3,3% en Shangai, Beijing y Nigeria, respectivamente, hasta el 11,2%, 12% y 18,2% en Líbano, Francia y Estados Unidos, respectivamente (WHO, Consorcio para el Estudio de la Salud Mental Mundial, 2004). Esta singular variabilidad en los índices de prevalencia aumenta la posibilidad de que la cultura influya sobre el índice real de los trastornos de ansiedad a lo largo de diferentes países, aunque las diferencias metodológicas también deban ser contempladas.
Existen pruebas coherentes que demuestran que la cultura desempeña un papel significativo en la expresión de los síntomas de ansiedad. Barlow (2002) señalaba que los síntomas somáticos parecen ser más prominentes en los trastornos emocionales en la mayoría de los países a excepción de los occidentales de influencia europea. En la tabla 1.2 se presenta un número selecto de síndromes vinculados a la cultura con un componente significativo de ansiedad.
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Pauta clínica 1.6 La evaluación de la ansiedad debería incluir una consideración de la cultura y del contexto social/familiar del individuo y de su influencia en el desarrollo y experiencia subjetiva de la ansiedad. |
Tabla 1.2. Síndromes selectos vinculados a la cultura en los que la ansiedad desempeña un papel prominente
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Nombre del Síndrome |
Descripción |
País |
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Dhat |
Ansiedad severa sobre la pérdida de semen por emisiones nocturnas, por orinar o por masturbarse. (Sumathipala, Sibribaddana & Bhugra, 2004) |
Hombres en India, Sri Lanka, China |
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Koro |
Miedo repentino e intenso a que los propios órganos sexuales se retraigan hacia el abdomen y lleguen a causar la muerte. (APA, 2000) |
Sobre todo en hombres del sur y este de Asia |
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Pa-leng |
Miedo mórbido al frío y al viento, en el cual al individuo le preocupa la pérdida adicional de calor corporal que eventualmente podría causar la muerte. La persona lleva puestas varias capas de ropa incluso en días calurosos para evitar el viento y el frío. (Barlow, 2002) |
Culturas chinas |
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Taijin kyofusho |
Un miedo intenso a que las partes o funciones del propio cuerpo resulten desagradables, ofensivas o vergonzantes para otras personas por su aspecto, olor, expresiones faciales o movimientos. (APA, 2000) |
Japón |
Persistencia y curso
A diferencia del trastorno depresivo mayor, los trastornos de ansiedad suelen ser crónicos durante muchos años con relativamente pocas remisiones pero índices de recaída más variables tras la recuperación completa (Barlow, 2002). El Programa de Investigación del Trastorno de Ansiedad de Harvard-Brown (Harvard-Brown Anxiety Disorder Program, HARP), un estudio prospectivo de 8 años, comprobó que sólo entre un tercio y la mitad de los pacientes con fobia social, TAG o trastorno de angustia lograba la remisión plena (Yonkers, Bruce, Dyck & Keller, 2003).1 El Estudio de Cohorte de Zurich comprobó que casi el 50% de los individuos con un trastorno inicial de ansiedad solía desarrollar posteriormente una depresión o una depresión comórbida con la ansiedad en el seguimiento de 15 años (Merikangas et al., 2003). Un estudio longitudinal holandés con 3.107 individuos adultos comprobó que el 23% de los sujetos con un trastorno de ansiedad inicial DSM-III seguía satisfaciendo los criterios 6 años más tarde, mientras que otro 47% sufría ansiedad subclínica (Schuurmans et al., 2005). Es evidente que los trastornos de ansiedad persisten durante muchos años si no son tratados (Craske, 2003). Dado que la mayoría de estos trastornos aparecen por primera vez en la infancia y adolescencia (Newman et al., 1996), la naturaleza crónica de la ansiedad es un componente significativo.
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Pauta clínica 1.7 Conviene tomar en consideración la cronicidad de la ansiedad y su influencia sobre el desarrollo de otras condiciones al realizar la evaluación cognitiva. Podemos esperar que su aparición temprana y un curso más persistente equivalgan a mayor resistencia al tratamiento. |
Consecuencias y resultados
La presencia de un trastorno ansiedad, o incluso de síntomas ansiosos, se asocia con una reducción significativa de la calidad de vida así como del funcionamiento social y ocupacional (Mendlowicz & Stein, 2000). En una revisión meta-analítica de 23 estudios, Olatunji, Cisler y Tolin (2007) hallaron que todos los individuos con trastornos de ansiedad experimentaban resultados de calidad de vida significativamente más pobres que las muestras control, y el deterioro global de la calidad de vida era equivalente en los diferentes trastornos de ansiedad. Los individuos con un trastorno de ansiedad perdían más días de trabajo (Kessler & Frank, 1997; Olfson et al., 2000), estaban más tiempo de baja (Andrews et al., 2001; Marcus, Olfson, Pincus, Shear & Zarin, 1997; Weiller, Bisserbe, Maier & LeCrubier, 1998) y presentaban índices elevados de dependencia económica en forma de ayudas por discapacidad, desempleo crónico o ayudas sociales (Leon, Portera & Weissman, 1995). La ansiedad tiende también a reducir la calidad de vida y el funcionamiento social en pacientes con una enfermedad médica crónica comórbida (Sherbourne, Wells, Meredith, Jackson & Camp, 1996). Olfson et al. (1996) hallaron incluso que los pacientes de atención primaria que no satisfacían los criterios diagnósticos del TAG, angustia o TOC pero presentaban síntomas de estos trastornos, manifestaban más días laborales perdidos, más problemas maritales y más visitas al profesional de salud mental. El impacto negativo de los trastornos de ansiedad en términos de angustia, discapacidad y utilización de servicios puede ser aún mayor que para los individuos cuyo principal problema sea un trastorno de personalidad o abuso de sustancias (Andrews, Slade & Issakidis, 2002). De hecho, los individuos con trastorno de angustia evidencian un funcionamiento social y laboral significativamente menor en sus actividades cotidianas que los pacientes con enfermedades médicas crónicas como la hipertensión (Sherbourne, Wells & Judd, 1996).
Los individuos con un trastorno de ansiedad diagnosticable acuden con más frecuencia a los profesionales de la salud mental y son más propensos a consultar a sus médicos de cabecera en relación a problemas psicológicos que los controles no clínicos (Marciniak, Lage, Landbloom, Dunayevich & Bowman, 2004; Weiller et al., 1998). En un estudio a gran escala de americanos profesionales se observó que los individuos con trastorno de ansiedad eran significativamente más propensos que el grupo de control no clínico a acudir a los centros de urgencias sanitarias (Marciniak et al., 2004; véase también, Leon et al., 1995, para resultados similares). Sin embargo, la mayoría de los individuos con un trastorno de ansiedad nunca recibe tratamiento profesional, y aún son menos los que recurren a los profesionales de la salud mental (Coleman, Brod, Potter, Buesching & Rowland, 2004; Kessler et al., 1994; Olfson et al., 2000). Los médicos de familia, por ejemplo, suelen ser poco tendentes a reconocer la ansiedad, pasándose por alto como mínimo el 50% de los trastornos de ansiedad de los pacientes de atención primaria (Wittchen & Boyer, 1998).
Dados los adversos efectos personales y sociales de los trastornos de ansiedad, los costes económicos de la ansiedad son sustanciales tanto en lo que respecta a los costes directos de los servicios como a los costes indirectos por pérdida de productividad. La ansiedad auto-revelada en un estudio americano explicaba unos 60.4 millones de días por año en pérdida de productividad, lo que equivale al nivel de pérdida de productividad asociado con el resfriado común o la neumonía (Marcus et al., 1997). Greenberg et al. (1999) estimaron que el coste anual de los trastornos de ansiedad ascendía a 42.3 billones de dólares en 1990, mientras que Rice y Millar (1998) comprobaron que los costes económicos de la ansiedad eran superiores a los de la esquizofrenia o los trastornos afectivos.2
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Pauta clínica 1.8 Dada la importante morbilidad asociada a la ansiedad, en la evaluación clínica debería incluirse el impacto negativo del trastorno sobre la productividad laboral/académica, sobre las relaciones sociales, la economía personal y el funcionamiento diario. |
Aspectos biológicos de la ansiedad
La ansiedad es multifacética, conlleva elementos diversos del dominio fisiológico, cognitivo, conductual y afectivo del funcionamiento humano. En la Tabla 1.3 se enumeran los síntomas de ansiedad divididos en los cuatro sistemas funcionales implicados en una respuesta adaptativa a la amenaza o al peligro (Beck et al., 1985, 2005).
Las respuestas fisiológicas automáticas que normalmente ocurren en presencia de una amenaza o de un peligro se consideran respuestas defensivas. Estas respuestas, observadas tanto en animales como en humanos en los contextos que provocan miedo, conllevan una activación autónoma que prepara al organismo para afrontar el peligro huyendo (es decir, huída) o confrontando directamente el peligro (es decir, lucha), un proceso conocido como respuesta de “lucha o huída” (Canon, 1927). Las características conductuales implican primordialmente las respuestas de abandono o de evitación, así como de búsqueda de seguridad. Las variables cognitivas aportan la interpretación lógica de nuestro estado interno como de ansiedad. Por último, el dominio afectivo se deriva de la activación cognitiva y fisiológica conjunta y constituye la experiencia subjetiva de la sensación ansiosa.
En los siguientes apartados se comentarán brevemente los aspectos fisiológicos, conductuales y emocionales de la ansiedad. Los rasgos cognitivos de la ansiedad serán el foco de atención de los siguientes capítulos.
Psicofisiología
Como se observa en la Tabla 1.3, muchos de los síntomas de la ansiedad son de naturaleza fisiológica y reflejan la activación de los sistemas nerviosos simpático (SNS) y parasimpático (SNP). La activación del SNS es la respuesta fisiológica más prominente en la ansiedad y provoca los síntomas de hiperactivación como la constricción de los vasos sanguíneos periféricos, el aumento de fuerza en los músculos esqueléticos, el aumento del ritmo cardíaco y de la fuerza en la contracción y dilatación de los pulmones para aumentar el aporte de oxígeno, la dilatación de las pupilas para mejorar la visión, el cese de la actividad digestiva, el aumento del metabolismo basal y el aumento de secreción de epinefrina y norepinefrina desde la médula adrenal (Bradley, 2000). Todas estas respuestas fisiológicas periféricas se asocian con la activación pero originan varios síntomas perceptibles como los temblores, tiritones, turnos de sofocos y escalofríos, palpitaciones, sequedad bucal, sudores, respiración entrecortada, dolor o presión en el pecho y tensión muscular (véase Barlow, 2002).
Tabla 1.3. Rasgos comunes de la ansiedad
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Síntomas fisiológicos (1) Aumento del ritmo cardíaco, palpitaciones; (2) respiración entrecortada, respiración acelerada; (3) dolor o presión en el pecho; (4) sensación de asfixia; (5) aturdimiento, mareo; (6) sudores, sofocos, escalofríos; (7) nausea, dolor de estómago, diarrea; (8) temblores, estremecimientos; (9) adormecimiento, temblor de brazos o piernas; (10) debilidad, mareos, inestabilidad; (11) músculos tensos, rigidez; (12) sequedad de boca. |
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Síntomas cognitivos (1) Miedo a perder el control, a ser incapaz de afrontarlo; (2) miedo al daño físico o a la muerte; (3) miedo a “enloquecer”; (4) miedo a la evaluación negativa de los demás; (5) pensamientos, imágenes o recuerdos atemorizantes; (6) percepciones de irrealidad o separación; (7) escasa concentración, confusión, distracción; (8) estrechamiento de la atención, hipervigilancia hacia la amenaza; (9) poca memoria; (10) dificultad de razonamiento, pérdida de objetividad. |
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Síntomas conductuales (1) Evitación de las señales o situaciones de amenaza; (2) huída, alejamiento; (3) obtención de seguridad, reafirmación; (4) inquietud, agitación, marcha; (5) hiperventilación; (6) quedarse helado, paralizado; (7) dificultad para hablar. |
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Síntomas afectivos (1) Nervioso, tenso, embarullado; (2) asustado, temeroso, aterrorizado; (3) inquieto, asustadizo; (4) impaciente, frustrado. |
El rol de la excitación del SNP, que origina la conservación de ciertas respuestas fisiológicas, no ha sido investigado en profundidad con respecto a la ansiedad. El SNP está implicado en síntomas como la inmovilidad tónica, la caída de la presión sanguínea y los desmayos, que constituyen un tipo de estrategia para la respuesta de “conservación-retirada” (Friedman & Thayer, 1998). Los efectos de la estimulación del SNP incluyen el descenso del ritmo cardíaco y la fuerza de contracción, la constricción pupilar, la relajación de los músculos abdominales y la constricción de los pulmones (Bradley, 2000). Además, la investigación sobre la variabilidad del ritmo cardíaco en las crisis de angustia indica que la actividad cardiovascular asociada a la ansiedad no debería verse sólo en términos de excesiva activación del SNS sino también de la excitación compensatoria reducida del SNP. En consecuencia, es probable que el SNP desempeñe un rol mayor del que se le ha atribuido previamente en la ansiedad.
Barlow (2002) concluía que uno de los principales y más robustos hallazgos de los últimos 50 años de investigación psicofisiológica es que los individuos crónicamente ansiosos muestran un nivel persistentemente elevado de activación autónoma, a menudo en ausencia de una situación que produzca la ansiedad. Por ejemplo, Cuthbert et al. (2003) hallaron niveles de base de ritmo cardíaco elevado en las crisis de angustia y en las fobias específicas pero no así en los grupos de fobia social o de trastorno por estrés postraumático (TEPT). Otros investigadores, sin embargo, han vinculado la ansiedad (o neuroticismo) al exceso de labilidad y reactividad autónoma en lugar de a niveles tónicos permanentes de activación (Costello, 1971; Eysenck, 1979). Craske (2003) proponía que la reactividad cardiovascular aumentada podría ser un factor que predispone a las crisis de ansiedad de modo que la tendencia a experimentar activación autónoma intensa y aguda podría aumentar la saliencia y, en consecuencia, la amenaza atribuida a las sensaciones corporales.
No se ha obtenido aún apoyo empírico sistemático que confirme diferencias en las respuestas autónomas entre los ansiosos y los controles no ansiosos ante estímulos estresantes o amenazantes (Barlow, 2002). Freidman y Thayer (1998) señalaban también que los hallazgos psicofisológicos de reducción del ritmo cardíaco y variabilidad electrotermal ponían en duda el punto de vista según el cual la ansiedad se caracteriza por el exceso de labilidad y reactividad autónoma. Con todo, los individuos ansiosos suelen mostrar una reducción más lenta de su respuesta fisiológica ante los estreses (es decir, habituación lenta), pero esto se debe probablemente a que su nivel de activación de la línea base inicial es más alta (Barlow, 2002). Además, Lang y sus colaboradores hallaron mayor activación fisiológica ante la imaginería relevante al miedo en individuos con fobia a las serpientes, pero la reactividad era menos evidente en los individuos con angustia (Cuthbert et al., 2003; Lang, 1979; Lang, Levin, Millar & Kozak, 1983). En conjunto, estos resultados sugieren que el aumento de reactividad fisiológica a los estímulos de miedo puede ser mayor en las condiciones de fobia específica pero menos evidente en otros estados ansiosos, como el del trastorno de angustia o TEPT. Sin embargo, en los diferentes trastornos de ansiedad se observa sistemáticamente un nivel de activación basal aumentado y un índice de habituación más lento, estableciendo las bases fisiológicas de los individuos crónicamente ansiosos para malinterpretar su persistente estado de hiperactivación como prueba de una amenaza o peligro anticipado.
La investigación psicofisiológica reciente sugiere que los individuos con ansiedad crónica muestran flexibilidad autónoma disminuida en respuesta a estreses (Noyes & Hoehn-Saric, 1998). Esto se caracteriza por una respuesta débil pero sostenida a los estreses, indicando una trayectoria de habituación pobre. En un estudio sobre la reactividad del ritmo cardíaco en condiciones de línea base, relajación y preocupación, Thayer, Friedman y Borcovek (1996) hallaron que los individuos con TAG o los que se preocupaban activamente presentaban menor control cardíaco vagal, lo que defiende la perspectiva relativa a que el TAG se caracteriza por la inflexibilidad autónoma.
En resumen, podría decirse que los importantes rasgos psicofisológicos de la ansiedad como el elevado nivel de activación basal, la habituación retardada y la flexibilidad autónoma disminuida podrían contribuir a la malinterpretación de la amenaza, que es la característica cognitiva clave de la ansiedad. Sin embargo, en la fobia, el trastorno de angustia y el TAG se encuentra un patrón de respuesta fisiológica diferente que impide la generalización de los resultados empíricos a todos los trastornos de ansiedad. En este mismo orden, no se sabe con certeza si el estado de ansiedad es fundamentalmente un exceso de activación del SNS y una retirada de la actividad vagal, o si se deprime la actividad del SNS y la actividad del SNP permanece normal bajo las condiciones de la vida cotidiana (véase Nussgay & Rüddel, 2004, para más información).
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Pauta clínica 1.9 La evaluación de los trastornos de ansiedad debe incluir una evaluación completa del tipo, frecuencia y gravedad de los síntomas fisiológicos experimentados durante los episodios de ansiedad aguda, así como la interpretación que hace el paciente de dichos síntomas. Deberían evaluarse también la línea base y los patrones de reactividad fisiológica mediante diarios y escalas de valoración diaria. |
Factores genéticos
Existen considerables pruebas empíricas que defienden la transmisión familiar de la ansiedad (véase Barlow, 2002, para una revisión). En un meta-análisis de estudios de familia y de gemelos sobre trastorno de angustia, TAG, fobias y TOC, Hettema, Neale y Kendler (2001) concluían que la agregación familiar para los cuatro trastornos es significativa, siendo las pruebas relativas al trastorno de angustia las más firmes. A lo largo de todos los trastornos, las estimaciones de heredabilidad oscilaban entre el 30 y el 40%, quedando la mayor proporción de la varianza debida a factores ambientales individuales. Incluso al nivel sintomático, la heredabilidad explica sólo el 27% de la variabilidad predisponiendo a los individuos a la angustia general, y siendo los factores ambientales los que determinaban el desarrollo de la ansiedad específica o de los síntomas depresivos (Kendler, Heath, Martin & Eaves, 1987).
Barlow (2002) formuló la posibilidad de que existiera una transmisión genética diferente para la ansiedad y para la angustia. En un modelo de ecuación estructural de datos diagnósticos recogidos en una muestra grande de gemelas, Kendler et al. (1995) hallaron, por una parte, factores de riesgo genético diferentes para la depresión mayor y para el TAG (es decir, ansiedad), y para la ansiedad aguda, de poca duración como las fobias, y la angustia por la otra. Un estudio previo descubrió también una diátesis genética común para la depresión mayor y el TAG con la especificidad de trastorno determinada por la exposición a diferentes acontecimientos vitales (Kendler, Neale, Kessler, Heath & Eaves, 1992a).
Existen menos pruebas relativas a que los individuos hereden trastornos de ansiedad específicos y una mayor base empírica que defiende la herencia de una vulnerabilidad general para desarrollar un trastorno de ansiedad (Barlow, 2002). Esta vulnerabilidad inespecífica hacia la ansiedad podría ser neuroticismo, ansiedad de rasgo alta, afectividad negativa o lo que Barlow, Allen y Choate (2004) denominaron un “síndrome de afecto negativo”. Los individuos vulnerables pueden mostrar una respuesta emocional más intensa (o como mínimo más sostenida) ante las situaciones aversivas o estresantes. Sin embargo, los factores ambientales y cognitivos interactuarían con esta predisposición genética para determinar qué trastornos específicos de ansiedad experimentan qué individuos particulares.
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Pauta clínica 1.10 Una entrevista de diagnóstico debería incluir cuestiones relativas a la prevalencia de los trastornos de ansiedad en los familiares de primer grado. |
Neurofisiología
Durante la última década se han logrado grandes avances en nuestro conocimiento relativo a las bases neurobiológicas de la ansiedad. Uno de los principales hallazgos se refiere al rol central que desempeña la amígdala en el procesamiento emocional y en la memoria (véanse comentarios de Canli et al., 2001). La investigación humana y no humana indica que la amígdala participa en la modulación emocional de la memoria, la evaluación de los estímulos con significado afectivo y la valoración de las señales sociales relacionadas con el peligro (véase Anderson & Phelps, 2000). Los estudios sobre el miedo auditivo condicionado de LeDoux (1989, 1996, 2000) han contribuido sustancialmente en la implicación de la amígdala como sustrato neural para la adquisición de respuestas condicionadas de miedo. LeDoux (1996) concluía que la amígdala es el “eje de la rueda del miedo” (p. 170), que “en esencia, participa en la valoración del sentido emocional” (p. 169).
LeDoux (1989) defiende que una de las principales tareas del cerebro emocional es evaluar el significado afectivo (p. ej., amenaza frente a no amenaza) de los estímulos mentales (pensamientos, recuerdos), físicos o externos. Este autor proponía dos vías neurales paralelas para que la amígdala procese los estímulos de miedo. La primera vía conlleva la transmisión directa de un estímulo condicionado de miedo a través del tálamo sensorial al núcleo lateral de la amígdala, atravesando el córtex. La segunda vía conlleva la transmisión de la información relativa al estímulo de miedo desde el tálamo sensorial a través del córtex sensorial hasta el núcleo lateral. Dentro de la región de la amígdala el núcleo lateral, que recibe inputs en el condicionamiento de miedo, inerva el núcleo central que es responsable de la expresión de la respuesta condicionada de miedo (véase también Davis, 1998). En la Figura 1.1 se ilustran las dos vías paralelas del sistema de reacción condicionada de miedo de LeDoux.
LeDoux (1996) deduce una serie de conclusiones de su doble vía del miedo. La vía tálamo-amígdala más directa (denominada “la vía inferior”) es más rápida, más rudimentaria y se produce sin pensamiento, razonamiento ni conciencia. La vía tálamo-cortical-amígdala (clasificada como “la vía superior”) es más lenta pero conlleva un procesamiento más elaborado del estímulo del miedo a consecuencia de la extensa participación de regiones corticales superiores del cerebro. Aunque LeDoux (1996) comente la obvia ventaja evolutiva de una base neural automática, preconsciente para el procesamiento de información de los estímulos de miedo, su investigación demostraba que la vía cortical es necesaria para el condicionamiento del miedo con estímulos más complejos (es decir, cuando el animal debe discriminar entre dos tonos similares de los cuales sólo uno va emparejado con el estímulo incondicionado [EIC]).
Figura 1.1. Vías neurales paralelas de LeDoux en el miedo auditivo condicionado

El papel central de la amígdala en el miedo es absolutamente coherente con sus conexiones neuroanatómicas. Presenta múltiples proyecciones externas a través del núcleo central con el hipotálamo, el hipocampo y, hacia arriba, con varias regiones del córtex, así como, hacia abajo, con varias estructuras del tronco cerebral implicadas en la activación autónoma y de respuestas neuroendocrinas asociadas con el estrés y la ansiedad como la región gris periacueductal (GPA), el área tegmental ventral, el locus cerúleo y los núcleos de rafe (Barlow, 2002). Todas estas estructuras neurales han sido vinculadas a la experiencia de la ansiedad, incluido el bed nucleus de la estría terminal (BNST; Davis, 1998), que puede ser el sustrato neural más importante de la ansiedad (Grillon, 2002).
El rol del procesamiento cognitivo consciente del miedo es una cuestión mucho más debatida a la luz de la investigación de LeDoux que sugiere una vía tálamo-amígdala no cortical, rápida y rudimentaria para el procesamiento del miedo condicionado. De hecho LeDoux (1996) descubrió que los estímulos revelantes al miedo pueden ser implícitamente procesados por la amígdala a través de la vía subcortical tálamo-amígdala sin representación consciente. Los estudios con neuroimágenes han observado que los estímulos que producen miedo y tienen valencia negativa se asocian con incrementos relativos en el flujo sanguíneo cerebral regional (FSCr) en el córtex visual asociativo o secundario y con reducciones relativas en el FJCR en el hipocampo y córtex prefrontal, orbitofrontal, temporopolar y cingulado posterior (p. ej., véanse Coplan & Lydiard, 1998; Rauch, Savage, Alpert, Fishman & Jenike, 1997; Simpson et al., 2000). Estos hallazgos han sido interpretados como evidencia de que el miedo puede ser preconsciente, sin la participación del procesamiento cognitivo superior.
La existencia de una vía subcortical, de orden inferior en el procesamiento inmediato del miedo condicionado no debería alejar la atención del papel crítico que desempeñan la atención, el razonamiento, la memoria y la valoración o los juicios subjetivos en el miedo y la ansiedad de los humanos. LeDoux (1996) comprobó que la vía tálamo-cortico-amígdala se activaba en el condicionamiento del miedo más complejo. Además, la amígdala tiene muchas conexiones con el hipocampo y las regiones corticales, donde recibe inputs de las áreas de procesamiento cortical sensorial, el área cortical transicional y el córtex prefrontal medial (LeDoux, 1996, 2000). LeDoux subraya que el sistema hipocampal, que implica la memoria explícita y el sistema de la amígdala, que implica la memoria emocional, se activarán simultáneamente por los mismos estímulos y funcionarán al mismo tiempo. De este modo, las estructuras cerebrales corticales participantes en la memoria de trabajo, como el córtex prefrontal y las regiones cingulada anterior y cortical orbital, y las estructuras implicadas en la memoria declarativa a largo plazo, como el hipocampo y el lóbulo temporal, participan en la activación emocional dependiente de la amígdala para proporcionar la base neural a la experiencia subjetiva (consciente) del miedo (LeDoux, 2000). Por consiguiente, puede esperarse que los sustratos neurales de la cognición desempeñen un papel crítico en el tipo de adquisición y persistencia del miedo que caracteriza a los complejos trastornos de ansiedad y miedo de los humanos. Esto se confirma en varios estudios con neuroimágenes que hallaron activación diferencial de varias regiones prefrontales y frontotemporales del córtex (p. ej., Connor & Davidson, 2007; Coplan & Lyiard, 1998; Lang, Bradley & Cuthbert, 1998; McNally, 2007; van den Neuvel et al., 2004; Whiteside, Port & Abramowitz, 2004).
En su revisión, Luu, Tucker y Derryberry (1998) defendían que las representaciones mentales relevantes al miedo del córtex influyen sobre el funcionamiento no sólo en el estadio final de la expresión y responsabilidad de miedo, sino que la influencia cortical también puede servir a una función anticipatoria, incluso antes de que la información sensorial esté físicamente disponible. Los autores concluyen que “con nuestras redes frontales altamente evolucionadas, los humanos somos capaces de mediar cognitivamente nuestras acciones y de inhibir las respuestas más reflejas provocadas por los circuitos límbico y subcortical” (Luu et al., 1998, p. 588). Este sentimiento ha sido recientemente reproducido en una revisión realizada por McNally (2007a) en la que concluye que la activación en el córtex medial prefrontal puede suprimir la adquisición de miedo condicionado que está mediada por la amígdala. En este orden, las funciones ejecutivas prefrontales (es decir, procesos cognitivos conscientes) pueden tener efectos inhibidores del miedo que conlleven el aprendizaje de nuevas asociaciones inhibidoras o “señales de seguridad” que supriman la expresión de miedo (McNally, 2007a). Frewen, Dozois y Lanius (2008) concluían en su revisión de 11 estudios con neuroimágenes de intervenciones psicológicas para la ansiedad y la depresión, que la TCC altera el funcionamiento de regiones cerebrales como el córtex dorsolateral, ventrolateral y medial prefrontal; cingulado anterior; cingulado posterior/precóneus y los córtices insulares que se asocian con la resolución de problemas, el procesamiento auto-referencial y relacional y la regulación de afecto negativo. Por lo tanto, es evidente que la extensa implicación de las regiones corticales de orden superior del cerebro en las experiencias emocionales es coherente con nuestra afirmación relativa a que la cognición desempeña un rol importante en la producción de la ansiedad y que las intervenciones del tipo a la terapia cognitiva pueden inhibir la ansiedad de forma efectiva cuando se recurre a las regiones corticales responsables del razonamiento de orden superior y de la función ejecutiva.
Sistemas de neurotransmisores
Los sistemas de neurotransmisores como la benzodiacepina-gamma-ácido aminobutírico (GABA), noradrenérgico y serotonérgico, así como la vía de descarga de corticotropinas, son importantes para la biología de la ansiedad (Noyes & Hoehn-Saric, 1998). El sistema neurotransmisor serotonérgico ha captado la atención de los estudiosos de la ansiedad y la angustia. La serotonina actúa como una ruptura neuroquímica sobre la conducta, de modo que el bloqueo de los receptores de serotonina se asocia con la ansiedad en los humanos (Noyes & Hoehn-Saric, 1998). Aunque los niveles bajos de serotonina han sido considerados como un elemento decisivo en la ansiedad, las pruebas neurofisiológicas directas no son definitivas en lo que respecta a la aparición de anormalidades en la serotonina en trastornos de ansiedad como el TAG, en comparación con los controles (Sinha, Mohlman & Gorman, 2004). El sistema serotonérgico se proyecta sobre diversas áreas del cerebro que regulan la ansiedad como la amígdala, las regiones septo-hipocampal y cortical prefrontal y, por lo tanto, puede influir directamente sobre la ansiedad o indirectamente alterando la función de otros neurotransmisores (Noyes & Hoehn-Saric, 1998; Sinha et al., 2004).
Un subgrupo del transmisor inhibidor GABA contiene receptores de benzodiacepina que aumentan los efectos inhibidores del GABA cuando las moléculas de benzodiacepina se adhieren a los lados de estos receptores (Gardner, Tully & Hecdgecock, 1993). Las pruebas relativas a que la ansiedad generalizada pueda deberse a la supresión del sistema benzodiacepina-GABA se derivan de los efectos ansiolíticos de fármacos de benzodicepina (p. ej., lorazepam [Activan], alprazolam [Xanax]), cuya efectividad clínica parece deberse a que fomentan la inhibición benzidiacepina-GABA (Barlow, 2002).
La hormona liberadora de corticotropina (CRH) es un neurotransmisor que, fundamentalmente, se almacena en los núcleos paraventriculares hipotalámicos (PVN). Los estímulos estresantes o amenazantes pueden activar ciertas regiones del cerebro como el locus cerúleo, la amígdala, el hipocampo y el córtex prefrontal, que a continuación libera CRH. Entonces, el CRH estimula la secreción de la hormona adrenocorticotropina (ACTH) a partir de la glándula pituitaria anterior y otra actividad adrenal-pituitaria que genera el aumento de producción y descarga de cortisol (Barlow, 2002; Noyes & Hoehn-Saric, 1998). Por lo tanto, el CRH no sólo media las respuestas endocrinas al estrés sino también otras respuestas cerebrales y conductuales amplias que influyen en la expresión del estrés, la ansiedad y la depresión (Barlow, 2002). Consecuentemente, en general las anormalidades a nivel neurotransmisor parecen tener efectos ansiogénicos o ansiolíticos que contribuyen significativamente en los estados fisiológicos que caracterizan al miedo y a la ansiedad. Sin embargo, se desconoce aún la naturaleza exacta de dichas anormalidades. En la Tabla 1.4 se presenta un resumen de los aspectos biológicos de la ansiedad que podrían subyacer a los rasgos cognitivos de estos trastornos comentados en los siguientes capítulos del presente volumen.
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Pauta clínica 1.11 Se recomienda comentar las bases neurales de la ansiedad al informar al cliente sobre el modelo cognitivo de la ansiedad. La explicación de la terapia cognitiva debería incluir una referencia al modo en que los centros corticales de orden superior del cerebro implicados en la memoria, el razonamiento y el juicio pueden “invalidar” o inhibir las estructuras cerebrales subcorticales emocionales, reduciendo así la experiencia subjetiva de la ansiedad. |
Tabla 1.4. Concomitantes biológicos de la cognición en la ansiedad
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Factores biológicos |
Secuelas cognitivas |
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• Activación autónoma tónica elevada |
• Mayor saliencia de los estímulos relacionados con el miedo |
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• Ritmo de habituación más lento |
• Atención sostenida en el miedo |
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• Flexibilidad autónoma disminuida |
• Habilidad reducida para cambiar el foco de atención |
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• Predisposición genética para la emocionalidad negativa |
• Esquemas hipervalentes para el miedo y la amenaza |
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• Potenciación del miedo subcortical |
• Identificación preconsciente de los estímulos de miedo y activación fisiológica inmediata |
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• Extensas vías aferentes y eferentes subcorticales hacia los circuitos subcorticales relevantes a la emoción |
• La valoración cognitiva y la memoria influyen sobre la percepción del miedo y modulan la expresión del miedo y la acción |
Teorías conductuales
Durante muchas décadas los psicólogos experimentales basándose en la teoría del aprendizaje han demostrado que las respuestas de miedo pueden ser adquiridas a través de un proceso de aprendizaje asociativo. El trabajo teórico y experimental desde esta perspectiva se ha centrado en las respuestas fisiológicas y conductuales que caracterizan al estado de ansiedad o miedo. La teoría del aprendizaje inicial se centraba en la adquisición de miedos o reacciones fóbicas a través del condicionamiento clásico.
Teorías de condicionamiento
Según el condicionamiento clásico, un estímulo neutro, cuando se asocia repetidamente con una experiencia aversiva (estímulo incondicionado [EIC]) que conduce a la experiencia de ansiedad (respuesta incondicionada [RIC]), se asocia con la experiencia aversiva, y adquiere la capacidad de provocar una respuesta similar de ansiedad (respuesta condicionada [RC]) (Edelmann, 1992). El condicionamiento clásico subraya que los miedos humanos se adquieren a consecuencia de que algún estímulo neutro (p. ej., visita a la consulta de un dentista) se asocie con alguna experiencia previa provocadora de ansiedad (p. ej., una experiencia dolorosa y terrible durante la infancia en una visita al dentista). Aunque numerosos estudios experimentales realizados durante los últimos 80 años han demostrado que los miedos pueden adquirirse en el laboratorio mediante el emparejamiento repetido de un estímulo neutro (p. ej., tono) con un estímulo incondicionado (p. ej., descarga eléctrica levemente aversiva), el modelo no pudo ofrecer una explicación creíble para la notable persistencia de los miedos humanos en ausencia de repetidos emparejamientos EIC-EC (Barlow, 2002).
Mowrer (1939, 1953, 1960) presentó una revisión global de la teoría del condicionamiento a fin de comprender mejor la conducta de evitación y la persistencia de los miedos humanos. Conocida como la “teoría de los dos factores”, se convirtió en una explicación conductual de amplia aceptación sobre la etiología y persistencia de los miedos clínicos y de los estados de ansiedad durante la década de los sesenta y comienzos de los setenta (p. ej., Eysenck & Rachman, 1965). Aunque ya no sea considerada como teoría sostenible de la ansiedad, la teoría de los dos factores sigue siendo importante por dos motivos. En primer lugar, muchas de las intervenciones conductuales que se han demostrado tan efectivas en el tratamiento de los trastornos de ansiedad tuvieron sus orígenes en el modelo de los dos factores. En segundo lugar, nuestros actuales modelos cognitivos de la ansiedad nacieron, en gran parte, a raíz de las críticas y dilemas planteadas a la teoría de los dos factores.
En la Figura 1.2 se presenta una ilustración del modo en que puede usarse la teoría de los dos factores para explicar el caso del Pequeño Hans de Freud (Freud, 1909/1955). El Pequeño Hans era un niño austriaco de 5 años de edad que generó miedo a que un caballo le mordiera y, en consecuencia, experimentaba considerable ansiedad cada vez que salía de casa por miedo a ver a un caballo. La aparición de la “fobia a los caballos” se produjo después de que él observara como un caballo grande que tiraba de una carreta caía y coceaba con violencia en un esfuerzo por volver a levantarse. El Pequeño Hans comenzó a temer que los caballos, sobre todo ésos que tiraban de carretas, cayeran y le mordieran. (Por supuesto Freud interpretó la fuente real de la fobia del Pequeño Hans como su afecto sexual reprimido hacia su madre y hostilidad hacia su padre que se desplazaba a caballo).
En el modelo de los dos factores, el primer estadio de la adquisición del miedo se basa en el condicionamiento clásico. El Pequeño Hans experimenta un suceso traumático: observar el accidente de un caballo en la calle y las sacudidas violentas de éste (EIC). Esto provoca una fuerte respuesta de miedo (RIC), de modo que la presencia de caballos (EC) mediante la asociación con la EIC es ahora capaz de provocar una RC (respuesta de miedo). Sin embargo, la persistencia del miedo se explica en el segundo estadio a consecuencia de la evitación del EC. En otras palabras, el Pequeño Hans permanece en casa y de este modo evita la presencia de caballos (el EC). Como la evitación de los caballos garantiza que el Pequeño Hans no experimente miedo o ansiedad, la conducta de evitación se ve negativamente reforzada. La evitación se mantiene porque la reducción del miedo es un poderoso refuerzo secundario (Edelmann, 1992). Además, como permanece dentro de su casa, el Pequeño Hans no aprende que los caballos normalmente no caen (es decir, no experimenta presentaciones del EC a solas que podrían generar la extinción de la respuesta).
Figura 1.2. Teoría de los dos factores para explicar la adquisición del miedo en el caso del Pequeño Hans de Freud

Hacia finales de los años setenta se plantearon dudas importantes sobre el modelo de dos factores para explicar las fobias humanas (Rachmann, 1976, 1977; véase también Davey, 1997; Eysenck, 1979). En primer lugar, el condicionamiento clásico asume que cualquier estímulo neutral puede adquirir propiedades provocadoras de miedo si se asocia con un EIC. Sin embargo, esta asunción no se vio confirmada en los experimentos de condicionamiento aversivo, en los que algunos estímulos (p. ej., imágenes de arañas y serpientes) producían una respuesta de miedo condicionado con mucha más facilidad que otros estímulos (p. ej., imágenes de flores o setas; para una revisión, véase Öhman & Mineka, 2001). En segundo lugar, muchos individuos que desarrollan fobias clínicas no pueden recordar un suceso traumático condicionante. En tercer lugar, hay suficientes pruebas experimentales y clínicas sobre el aprendizaje no asociativo de miedos a través de la observación vicaria (es decir, atestiguar el trauma de otra persona) o de la transmisión de información (es decir, cuando al individuo se le transmite información amenazante sobre objetos o situaciones específicas). En cuarto lugar, las personas experimentan acontecimientos traumáticos muchas veces sin desarrollar una respuesta de miedo condicionado (Rachmann, 1977). Una vez más, el modelo de dos factores requiere ser readaptado para explicar por qué sólo una minoría de los individuos desarrollan fobias en respuesta a experiencias traumáticas (p. ej., un tratamiento dental doloroso). Por último, a la teoría de los dos factores le cuesta explicar la epidemiología de las fobias (Rachman, 1977). Por ejemplo, el miedo a las serpientes es mucho más común que la fobia dental y, sin embargo, son muchas más las personas que experimentan dolor por tratamientos dentales que las personas que han sufrido picaduras de serpiente.
Aunque se han propuesto diversas mejoras del modelo, es evidente que la teoría de dos factores del condicionamiento era incapaz de explicar el desarrollo y persistencia de los miedos y trastornos de ansiedad en humanos. Muchos psicólogos conductuales concluyeron que se requerían constructos cognitivos para explicar adecuadamente el desarrollo y mantenimiento de la ansiedad, incluso de los estados de fobia (p. ej., Brewin, 1988; Davey, 1997). Se propusieron diversos conceptos cognitivos (p. ej., expectativas, auto-eficacia, sesgo atencional o esquemas relacionados con el miedo) como mediadores entre la aparición de los estímulos provocadores de miedo y la respuesta de ansiedad (véase Edelmann, 1992). Con todo, no todos los psicólogos conductuales acogieron la mediación cognitiva como mecanismo causal en el desarrollo de la ansiedad. Un ejemplo de una perspectiva “no cognitiva” es el módulo del miedo propuesto por Öhman y Mineka (2001).
El módulo del miedo
Öhman y Mineka (2001) afirman que como el miedo evolucionó como sistema de defensa contra los depredadores y otras amenazas a la supervivencia, conlleva un módulo del miedo compuesto por componentes conductuales, psicofisiológicos y verbal-cognitivos. Un módulo se define como “un sistema conductual, mental y neural relativamente independiente que se ha creado específicamente para ayudar a resolver problemas adaptativos hallados en situaciones potencialmente mortales de la ecología de nuestros antepasados distantes” (Öhman & Mineka, 2001, p. 484).
Estos autores mencionan cuatro características del módulo del miedo. La primera, que es relativamente sensible a responder a los estímulos que son evolutivamente prepotentes porque planteaban amenazas particulares para la supervivencia de nuestros ancestros. Estos autores revisaron una abundante literatura experimental que demostraba la asociación selectiva en el condicionamiento humano aversivo, donde los individuos presentaban mejor condicionamiento y mayor resistencia a la extinción de estímulos filogenéticos (p. ej., diapositivas de serpientes o arañas) que de materiales ontogenéticos (p. ej., diapositivas de casas, flores o setas). Öhman y Mineka (2001) concluían que (1) los estímulos relevantes al miedo evolutivamente preparados tienen acceso preferente al módulo del miedo humano y (2) la asociación selectiva de estos estímulos preparados es, en gran medida, independiente de la cognición consciente.
Una segunda característica del módulo del miedo es su automaticidad. Öhman y Mineka (2001) afirman que como el módulo del miedo evolucionó para gestionar las amenazas filogenéticas a la supervivencia y puede activarse automáticamente sin reconocer conscientemente los estímulos que lo provocan. Las pruebas de activación automática preconsciente del miedo incluyen una respuesta de miedo fisiológico a estímulos de miedo que no se reconocen conscientemente, miedo condicionado continuo ante estímulos no observables y la adquisición de una respuesta condicionada de miedo a estímulos relevantes al miedo que no eran susceptibles de reconocimiento consciente.
Una tercera característica es la encapsulación. Se supone que el módulo del miedo es “relativamente impenetrable a otros módulos con los que carece de conexiones directas” (Öhman & Mineka, 2001, p. 485) y por lo tanto tenderá a llevar su curso una vez activado con escasas posibilidades de que otros procesos lo detengan (Öhman & Mineka, 2004). Incluso aunque el módulo del miedo sea relativamente impenetrable a las influencias conscientes, Öhman y Mineka defienden que el módulo de miedo mismo puede influir profundamente sesgando y distorsionando la cognición consciente de los estímulos amenazantes. En defensa de su afirmación de la independencia del módulo del miedo a la influencia de la cognición consciente, Öhman y Weins (2004) citan pruebas según las cuales (1) la ocultación de los estímulos afecta a las valoraciones conscientes pero no a las respuestas condicionadas (RCs), (2) las instrucciones que alteran las expectativas EIC-EC no afectan a la respuesta condicionada ante estímulos biológicos relevantes al miedo, (3) los individuos pueden adquirir respuestas condicionadas de miedo ante estímulos enmascarados sin el reconocimiento consciente y (4) las respuestas condicionadas de miedo ante estímulos enmascarados pueden afectar a la cognición consciente en forma de juicios de expectancia.
Una última característica es su circuito neural específico. Öhman y Mineka (2001) consideran que la amígdala es la principal estructura neural implicada en el control del miedo y que el aprendizaje del miedo y mantenimiento de tal activación del miedo (es decir, el aprendizaje emocional) se produce a través de la vía subcortical, no cognitiva tálamo-amígdala de LeDoux (1996), mientras que el aprendizaje cognitivo se produce a través del hipocampo y las regiones corticales superiores. Los autores sostienen que la amígdala presenta más conexiones aferentes que eferentes con el córtex y, por lo tanto, tiene más influencia sobre el córtex que a la inversa. Sobre la base de este punto de vista de la estructura neural del módulo del miedo, concluyen que (1) la activación no consciente de la amígdala se produce a través de una ruta neural que no involucra al córtex, (2) este circuito neural es específico del miedo y (3) cualquier proceso cognitivo consciente asociado al miedo es consecuencia de la activación del módulo del miedo (es decir, amígdala) y, por lo tanto, el proceso cognitivo consciente no desempeña ningún rol causal en la activación del miedo. Por consiguiente las valoraciones y creencias sesgadas son un producto de la activación automática del miedo y la producción de respuestas psicofisiológicas y reflejas defensivas (Öhman & Weins, 2004). Las creencias exageradas con respecto al peligro pueden influir en el mantenimiento de la ansiedad a lo largo del tiempo, pero éstas son la consecuencia y no la causa del miedo.
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Pauta clínica 1.12 Dada la cantidad de pruebas relativas a la importancia del aprendizaje en el desarrollo de la ansiedad, el terapeuta debería examinar con los pacientes las experiencias de aprendizaje pasadas relacionadas con la ansiedad (p. ej., trauma, sucesos vitales, exposición a información amenazante). |
El caso de la cognición
La perspectiva de Öhman y Mineka (2001) sobre el miedo y la ansiedad está en desacuerdo con la perspectiva cognitiva de Beck y sus colaboradores (Beck et al., 1985, 2005; Beck & Clark, 1997; D.M. Clark, 1999). Aunque reconocen que los fenómenos cognitivos deberían ser contemplados en el tratamiento porque desempeñan un rol clave en el mantenimiento a largo plazo de la ansiedad, siguen creyendo que el pensamiento, las creencias y los sesgos de procesamiento ansiosos son una consecuencia de la activación del miedo. Öhman y Mineka (2001) opinan que la cognición consciente no es crítica en la patogénesis del miedo mismo, lo que se opone a la conceptualización del miedo que hemos presentado previamente en este capítulo. Esta perspectiva no consciente del miedo es visible también en otros teóricos del aprendizaje como Boston, Mineka y Barlow (2001), que defienden que el condicionamiento interoceptivo en el trastorno de angustia se produce sin reconocimiento consciente y es bastante independiente de los sistemas de conocimiento declarativo. Con todo, a nuestro entender la valoración cognitiva es un elemento central del miedo y es imprescindible para entender la etiología, persistencia y tratamiento de los trastornos de ansiedad. Este punto de vista se basa en múltiples argumentos.
Existencia de cognición preconsciente
Los críticos del modelo cognitivo tienden a exagerar el reconocimiento consciente cuando cuestionan la cognición, asegurando que las amplias pruebas experimentales de respuestas de miedo condicionado sin reconocimiento consciente no confirman los principios básicos de la perspectiva cognitiva (p. ej., Öhman & Mineka, 2001). Sin embargo, existe investigación experimental igualmente robusta que demuestra la existencia de procesamiento preconsciente, automático cognitivo y atencional de los estímulos de miedo (véase MacLeod, 1999; Wells & Matthews, 1994; Williams, Watts, MacLeod & Matthews, 1997). Por lo tanto, la perspectiva cognitiva de la ansiedad se malinterpreta cuando la cognición sólo se contempla en términos de valoración consciente.
Procesos cognitivos en la adquisición del miedo (condicionamiento)
Öhman y Mineka (2001) defienden que los procesos cognitivos son una consecuencia de la activación del miedo y, por lo tanto, desempeñan escasa función en su adquisición. Sin embargo, durante las últimas tres décadas muchos teóricos del aprendizaje han apostado por incorporar conceptos cognitivos a los modelos de condicionamiento a fin de explicar la persistencia de las respuestas de miedo. Davey (1997), por ejemplo, revisa las pruebas relativas a que las expectancias de resultados, así como la propia representación cognitiva del EIC, influyen sobre la fuerza de la RC de miedo en respuesta a un EC. En otras palabras, las RCs aumentan o reducen su fuerza dependiendo de cómo evalúe la persona el sentido del EIC o trauma (véase también van den Hout & Merckelbach, 1991). Según Davey (1997), por lo tanto, la valoración cognitiva es un elemento clave en el condicionamiento pavloviano del miedo.
Hace ya mucho tiempo que se reconoce que las expectancias de resultados (es decir, expectativas de que en una situación particular una determinada respuesta conducirá a un resultado determinado) influyen en el condicionamiento aversivo (p. ej., Seligman & Johnston, 1973; de Jong & Merckelbach, 2000; véanse también los experimentos sobre el sesgo de covariación de Jong, Merckelbach & Arntz, 1995; McNally & Heatherton, 1993). En su influyente documento de revisión, Rescorla (1988) defendía que la teoría moderna del aprendizaje contempla el condicionamiento pavloviano en términos de aprendizaje de las relaciones entre acontecimientos (es decir, asociaciones) que deben ser percibidas y que se representan complejamente (es decir, en la memoria) por el organismo. Por consiguiente, para la mayoría de los investigadores clínicos de orientación conductual la adquisición y elicitación de miedo y de estados de ansiedad conllevará contingencias de aprendizaje que reconocen la influencia y la importancia de varios mediadores cognitivos (para más detalles, véase van den Hout & Merckelbach, 1991).
Procesos cognitivos continuos pueden alterar las respuestas de miedo
Öhman y Mineka (2001) sostienen que el módulo del miedo es impenetrable al control cognitivo consciente. Sin embargo, este punto de vista es difícilmente reconciliable con las evidencias empíricas relativas a que los factores cognitivos o informativos pueden conducir a la reducción del miedo (véanse comentarios de Brewin, 1988). Incluso con intervenciones basadas en la exposición, que se derivan directamente de la teoría del condicionamiento, existen pruebas de que la habituación a largo plazo de las respuestas de miedo requiere atención y procesamiento conscientemente dirigidos a la información relevante al miedo (Foa & Kozak, 1986). Brewin (1988) sucintamente sugiere la influencia de la cognición en las respuestas de miedo al afirmar que “es necesaria una teoría que asigne un rol a los procesos de pensamiento consciente para explicar cómo las personas pueden alternativamente amedrentarse y reafirmarse teniendo en mente diferentes pensamientos, probando diferentes respuestas de afrontamiento, estableciendo objetivos y recompensándose o castigándose dependiendo del resultado, etc.” (p. 46).
La amígdala no es específica para el miedo
Un argumento central de Öhman y Mineka (2001) es que el vínculo directo tálamo-amígdala en la activación del miedo y el aprendizaje emocional explica la automaticidad del módulo del miedo y, por ello, es disociable de la adquisición declarativa de información a través del hipocampo. De este modo, la activación de la amígdala da inicio a una respuesta de miedo que posteriormente conduce a procesos de cognición y memoria más complejos a través de proyecciones al hipocampo y a regiones cerebrales corticales superiores (véase también Morris, Öhman & Dolan, 1998).
Aunque la investigación experimental haya sido bastante coherente al mostrar la activación amigdaloide en el procesamiento de estímulos amedrentadores, hay pruebas de que la amígdala también puede estar implicada en otras funciones emocionales como la valoración del sentido social y emocional de las emociones faciales (Adolphs, Granel & Damasio, 1998; Anderson & Phelps, 2000). Los estudios con neuroimágenes sugieren que se produce una mayor activación en el córtex prefrontal, amígdala, otras estructuras centrocerebrales y el tronco cerebral al procesar cualquier estímulo emocional activador generalmente negativo, lo que sugiere que la amígdala y otras estructuras implicadas en el procesamiento emocional pueden no ser específicas del miedo sino de la valencia de los estímulos emocionales (p. ej., Hare, Tottenham, Davidson, Glover & Casey, 2005; Simpson et al., 2000; véase también la activación de la amígdala al procesar fragmentos tristes de películas, Lévesque et al., 2003). Además, la amígdala es responsiva a estímulos con valencia positiva, aunque esta respuesta parece ser más variable y de naturaleza más elaboradora que la respuesta fija, automática observada en las expresiones de miedo (Somerville, Kim, Johnstone, Alexander & Whalen, 2004; véase también Canli et al., 2002). Por consiguiente, hay pruebas experimentales de que la amígdala puede no ser específicamente el asiento de la ansiedad sino una estructura neural importante del procesamiento emocional más general (véase también Gray & McNaughton, 1996).
Otras investigaciones con neuroimágenes sugieren que la amígdala puede estar influida por los procesos cognitivos mediados por regiones corticales superiores del cerebro. McNally (2007a) revisó pruebas relativas a que el córtex medial prefrontal puede suprimir el miedo condicionado adquirido a través de la activación de la amígdala. Por ejemplo, en un estudio se asoció el procesamiento perceptual de escenas pictóricas amenazantes con una intensa respuesta bilateral de la amígdala que era atenuada por la evaluación cognitiva de los estímulos de miedo (Hariri, Mattay, Tessitore, Fera & Weinberger, 2003). Todos estos hallazgos sugieren que los procesos cognitivos conscientes mediados por otras regiones corticales y subcorticales del cerebro tienen una gran influencia sobre la amígdala y, en su conjunto, ofrecen una explicación neural integrada de la experiencia del miedo.
El papel de las regiones corticales de orden superior en el miedo
La cuestión crítica para la perspectiva cognitiva de la ansiedad es si los procesos cognitivos conscientes desempeñan un rol suficientemente importante en la propagación y reducción de la ansiedad que justifique el énfasis en el nivel cognitivo. Como se ha comentado previamente, existen considerables pruebas neurofisiológicas sobre la implicación de regiones corticales superiores del cerebro en el tipo de respuestas de miedo y ansiedad de los humanos y que son el objetivo de las intervenciones clínicas. LeDoux (1996) ha demostrado que el hipocampo y las áreas del córtex vinculadas a él participan en la formación y recuperación de recuerdos implicados en el condicionamiento del miedo contextual más complejo. Este tipo de condicionamiento es particularmente relevante para la formación y persistencia de los trastornos de ansiedad. Además, LeDoux (1996, 2000) señala que la sensación subjetiva asociada al miedo conllevará conexiones entre la amígdala y el córtex prefrontal, cingulado anterior y regiones orbitales corticales, así como el hipocampo. Desde una perspectiva clínica, la experiencia subjetiva de la ansiedad es la que dirige a los individuos a la consulta de los profesionales, y la eliminación de este estado subjetivo aversivo es el principal criterio para juzgar el éxito del tratamiento. En suma, es evidente que el circuito neural del miedo es coherente con un rol prominente de la cognición en la patogénesis de la ansiedad.
Resumen y conclusión
La ansiedad, a muchos respectos, es un rasgo definitorio de la sociedad contemporánea y la tenacidad de sus manifestaciones clínicas representa uno de los principales retos a los que se enfrenta la investigación y el tratamiento de la salud mental. La omnipresencia, persistencia e impacto perjudicial de los trastornos de ansiedad está muy bien documentada en numerosos estudios epidemiológicos. En el presente capítulo se han identificado algunos problemas relativos a la psicología de los trastornos de ansiedad. Una de las confusiones más básicas surge a partir de la definición de ansiedad y su relación con el miedo. Desde la perspectiva cognitiva, nosotros definimos el miedo como la valoración automática de una amenaza o peligro inminente, mientras que la ansiedad es la respuesta subjetiva y permanente ante la activación del miedo. La última es un patrón de respuesta cognitiva, afectiva, fisiológica y conductual más compleja que se produce cuando los sucesos o circunstancias se interpretan como amenazas altamente aversivas, inciertas e incontrolables para nuestros intereses vitales. El miedo, por consiguiente, es un proceso cognitivo básico que subyace a todos los trastornos de ansiedad. Sin embargo, la ansiedad es el estado más permanente asociado con las valoraciones de amenaza, y por ello el tratamiento de la ansiedad se ha convertido en el principal foco de atención de la salud mental.
Otra cuestión fundamental asociada a la ansiedad es la diferenciación entre estados normales y anormales. Aunque el miedo sea necesario para la supervivencia, porque es esencial para preparar las respuestas del organismo ante los peligros mortales, el miedo es claramente maladaptativo cuando está presente en los trastornos de ansiedad. Una vez más puede ser útil la perspectiva cognitiva para identificar los límites entre la ansiedad y miedo normal y sus manifestaciones clínicas. El miedo es maladaptativo y más probablemente asociado a un trastorno de ansiedad cuando conlleva una valoración errónea o exagerada del peligro, genera el deterioro del funcionamiento, muestra una persistencia notable, conlleva una falsa alarma y/o crea hipersensibilidad a una amplia gama de estímulos relacionados con la amenaza. El desafío de los profesionales consiste en ofrecer intervenciones que “aminoren” o normalicen la ansiedad clínica a fin de que sea menos angustiosa e interfiera menos en la vida cotidiana. La eliminación de toda la ansiedad no es ni deseable ni posible, pero su reducción a los límites normales de la experiencia humana es el principal objetivo de los regímenes de tratamiento para los trastornos de ansiedad.
Los estados de ansiedad son multifacéticos, influyendo sobre todos los niveles de la función humana. Hay un importante aspecto biológico en la ansiedad, y algunas estructuras neurales corticales y subcorticales desempeñan una función relevante en la experiencia emocional. Este fuerte elemento neurofisiológico proporciona a los estados de ansiedad una sensación de urgencia y potencia que dificulta la modificación. Al mismo tiempo, la ansiedad suele adquirirse a través de la interacción del organismo con el contexto, incluso aunque este proceso de aprendizaje pueda ocurrir fuera de la conciencia y más allá de la consideración racional. Sin embargo, la mediación cognitiva como las expectativas, las interpretaciones, las creencias y los recuerdos desempeñan un papel crítico en el desarrollo y persistencia de la ansiedad. Como experiencia subjetiva, la ansiedad puede sentirse como una tormenta que surge y se desvanece a lo largo del día. El alivio de este estado de tormento personal puede ser un motivador potente incluso cuando elicita patrones de respuesta como la huída y evitación, que al fin son contraproducentes para los intereses vitales del individuo.
A pesar de su complejidad, en las páginas anteriores hemos defendido que la cognición desempeña una función clave en la comprensión de estados normales y anormales de ansiedad. La esencia de la ansiedad se encuentra en la interpretación errónea o exagerada de la amenaza ante una situación o circunstancia anticipada que es percibida como significativa para los recursos vitales de la persona. Durante las dos últimas décadas se ha progresado sustancialmente en el estudio de las estructuras cognitivas y procesos de ansiedad. Sobre la base del primer modelo cognitivo de ansiedad propuesto por Beck et al. (1985), este libro presenta una formulación cognitiva más refinada, elaborada y extensa que incorpora los principales avances realizados desde la investigación cognitiva-clínica de la ansiedad. Se incluye una evaluación sistemática del estado empírico de esta reformulación junto con estrategias con base teórica para la evaluación y tratamiento cognitivo. En los siguientes capítulos se presentan teorías, investigación y tratamientos cognitivos específicos para los principales tipos de trastornos de ansiedad: angustia, fobia social, TAG, TOC y TEPT. A nuestro entender la perspectiva cognitiva sigue siendo prometedora para avanzar en nuestro conocimiento de la ansiedad y para proporcionar enfoques de tratamiento innovadores.
1. Aunque estos índices de remisión sean muy bajos, especialmente para la fobia social y el trastorno de angustia, probablemente sobrestiman los auténticos índices de remisión de los trastornos de ansiedad, porque el 80% de los sujetos tomaba alguna forma de tratamiento farmacológico en el seguimiento realizado 8 años después.
2. Hay pruebas de que se pueden contrarrestar significativamente los costes de la ansiedad mediante la detección temprana y el tratamiento (Salvador-Carulla, Segui, Fernández-Cano & Canet, 1995). Los estudios de salud económica han mostrado sistemáticamente que la terapia cognitivo-conductual (TCC) para los trastornos de ansiedad es más económica que la medicación y produce una reducción significativa de los costes de atención médica (Myhr & Payne, 2006). Como el más común de los trastornos mentales, la ansiedad inflinge un coste humano y social importante sobre nuestra sociedad, pero la oferta de tratamiento cognitivo y cognitivo-conductual podría reducir los costes personales y económicos de dichos trastornos.