La nueva (in)comunicación
La atención es un recurso limitado, así que presta atención a lo que prestas atención.
HOWARD RHEINGOLD
Para referirse a los desórdenes de su tiempo, el de la guerra civil inglesa del siglo XVII, Thomas Hobbes distinguió entre quienes hacían la guerra con las armas y quienes se valían de sus escritos para incentivar a la subversión, el choque ideológico propiamente dicho. A esta forma de proceder le dio el calificativo de «guerra con las plumas» (bellum cum calamis), algo propio de quienes podríamos calificar como los protointelectuales o escribientes de la época. Hoy nos encontramos con algo parecido, solo que «democratizado». Nuestras armas, las de todos, son ahora los teclados del ordenador o el smartphone, y el destino de nuestros mensajes no es la imprenta sino el ciberespacio, ese no-lugar que lo invade todo y del que ya es casi imposible salir. Lo «visible invisible», el atributo que Luhmann dedica a Dios, es perfectamente aplicable a ese no-territorio del que ya apenas podemos salir. Gracias a las facilidades que proporciona el acceso universal a la red, poco a poco ha ido englobándonos a todos y –esto es lo interesante a efectos de lo que aquí nos incumbe–, cada cual puede hacerse presente en todo momento en cualquier debate político-social; nadie puede establecer restricciones de entrada ni filtros; emisor y receptor, antes casi siempre escindidos, acaban coincidiendo; la desintermediación es casi total.
Estas nuevas condiciones objetivas que condicionan la actual comunicación pública están teniendo importantes consecuencias políticas. La mayoría de ellas son conocidas y derivan tanto de su uso universal como de las peculiaridades del medio. Ya sabemos bien cuáles son sus instrumentos: textos, memes, gifs, tuits, entradas a Facebook o videos en YouTube, mensajes a través de todo tipo de canales (cada vez más mediante wasaps o similares), etcétera; son medios diversos, aunque todos ellos tienen en común el aparecer en una pantalla y facilitar la réplica, la capacidad de reacción es casi inmediata y simple. No hace falta insistir demasiado en ello porque llevamos años comentándolo. Con todo, algunos de sus aspectos merecen ser recordados. El primero es que esta comunicación está abierta a todo tipo de temas, que muchas veces aparecen entremezclados; se desvanece esa clara escisión que habían proporcionado los medios tradicionales entre política, cultura, sociedad, deportes, economía... Y la conversación pública se hace transversal, lo atraviesa todo, con lo cual es prácticamente imposible acceder a un orden impuesto por un mediador externo, un gate-keeper. Los medios convencionales lo siguen haciendo, desde luego, pero continuamente chocan con la espontaneidad que estalla en la red, con esa conversación desordenada que le es tan característica. Y donde también, ojo, se diluyen todas las fronteras entre información, entretenimiento y publicidad.
Una primera consecuencia de ello es que ya nadie tiene la capacidad de establecer la agenda de la discusión pública: esta acaba cobrando una forma cuasi caótica. Y aquí se percibe de forma nítida cómo el debate político se ha emancipado ya de anteriores controles. En un principio, la agenda de los temas de discusión iba de arriba-abajo, la definían fundamentalmente los partidos políticos o, si se quiere, el poder; luego, en la fase de la «democracia mediática», se fue desplazando poco a poco hacia los medios de comunicación; ahora ya está libre de ligaduras, fluye de abajo-arriba. Esto se ha acentuado con la nueva tendencia de los medios a estar siempre pendientes del impacto de los acontecimientos del día a día en las redes, con lo cual reconocen de modo implícito que es allí donde se cuecen los humores de la política. De esta forma, han acabado por acceder a una observación de la realidad esquizoide: contemplan a esta directamente para filtrar lo que es noticiable, pero no pueden dejar de observar a la vez el impacto que sobre la red tiene su propia producción de noticias y opiniones. Y ese impacto no solo les proporciona un feed-back sobre su misma actividad; se convierte también en fuente de noticias, pues no hay nada que allí no se comente. Sin temor a las reiteraciones podríamos describir este proceso como una observación de observaciones: por un lado, observan directamente la realidad y, por otro, acceden a una metaobservación, vigilan también cómo lo hacen las redes para incorporar esta visión después como parte de su labor informativa. En algunos casos no tienen más remedio que acudir a ella porque es allí donde muchos políticos hacen sus declaraciones u ofrecen sus noticias. Recordemos el caso de Trump, cuyos pronunciamientos esquivaban a los medios tradicionales y se emitían exclusivamente mediante tuits. Las noticias estaban más en ellos que en sus ruedas de prensa u otras intervenciones en los medios. El caso es que todo está sujeto a esa tensión entre quienes buscan establecer un orden y los impulsos desorganizados que emanan de la base «popular».
El hecho de que se trate de una «comunicación desordenada» en la que se habla de todo y cada participante o emisor de mensajes compite con todos los demás hace que cunda la necesidad de captar la atención. Tanto de los medios como de los propios usuarios individuales. La oferta es inabarcable para la limitada capacidad de atención de cualquiera, por definición siempre escasa. La selectividad de fuentes o emisores a los que se sigue deviene así en una necesidad ineludible. Bajo las condiciones de esta economía de la atención, el énfasis debe ponerse, por tanto, en la capacidad para generar impacto, y todos sabemos ya cuáles son los medios más sencillos para conseguirlo: el recurso a lo emocional, incentivar los afectos, tanto los positivos como los negativos, o eso que podríamos denominar la presentación de escándalos, la «moralización», la búsqueda de la «sorpresa», la envoltura ingeniosa de las propuestas o pronunciamientos a través de un microrrelato (storytelling), la provocación. O de todo ello un poco.
Como consecuencia obvia, cada vez se argumenta menos, la mayoría de las intervenciones en el espacio público son expresivas, mecánicas, asertivas, con poco discernimiento. Las argumentaciones pierden gran parte de su anterior presencia y función, son poco competitivas en este fluido y ruidoso mercado en el que el énfasis se pone sobre lo que chirría, la boutade, lo mordaz y chispeante, lo susceptible de generar exasperación o indignación en algunos y entusiasmo e hilaridad en otros. No es que no existan, porque muchos de los mensajes no hacen sino remitir a reflexivos artículos o promocionan libros, pero sus contenidos se desvanecen al reducirse a tres o cuatro ideas mínimas; luego quedan sujetos también a las invectivas ad nominem, importan más o menos, se combaten o ensalzan, dependiendo más de quién las profiere que del qué sea lo que se dice. Su contenido se acaba reduciendo así a una caricatura, aquella que mejor sirve para conseguir la mayor repercusión posible.
Una importante matización: cuando decimos que es un mundo de interacciones caóticas, interconectado y abierto, con temas plurales y transversales, no podemos olvidar que en él pugnan también las dinámicas particularizadoras. Las cámaras de eco tienen un efecto centrípeto, encapsulan a los afines, los refuerzan en sus anteriores prejuicios y los predisponen para cohesionarse frente a un adversario más o menos señalado. Lo característico de las cámaras de eco, al menos de aquellas de contenido político, es que el cierre sobre sí mismas responde a su capacidad para mantenerse en tensión polarizadora con alguien o algo previamente definido como hostil. La batalla política puede presentarse así como una sumatoria de «guerras privadas» donde la cohesión de las distintas partes en conflicto se logra a través de un proceso de selección, nunca fijado del todo, en el que se desarrolla una especie de hipersensibilidad hacia el que se desvía de la propia posición o la niega. No hay términos medios, se penaliza la equidistancia casi tanto o más que la propia discrepancia. Es como si careciéramos de punto de orientación alguno sin posicionarnos en contra de alguien.
Prueba de este efecto polarizador de las redes es que se produce incluso aunque la discusión verse sobre temas no políticos. Les pondré un ejemplo relativamente reciente. Un día vi con curiosidad cómo el nombre «George Harrison» aparecía entre los trending topics de Twitter. Cliqué para ilustrarme sobre qué iba la discusión y resultó que era el aniversario de la muerte del famoso beatle. La mayoría de los mensajes eran para celebrar su figura, pero poco a poco se entró en una dinámica curiosa: no bastaba con alabarlo por su música sin más, para hacerlo adecuadamente había que denigrar a la vez a algún otro. Les tocó a Lennon y McCartney, claro, a quienes la crítica «elitista» había elevado a los altares dejando de lado al verdadero genio. Y enseguida se montó la bronca. Fue pacífica, aunque ya no había forma de evitar el enfrentamiento. La gente sintió la necesidad de posicionarse en este peculiar e improvisado «conflicto de los Beatles». En fin, es una mera anécdota, pero muestra cómo en las redes no se puede encumbrar sin vilipendiar, no hay polo positivo sin polo negativo, dialéctica pura, aunque nunca se llegue al momento de la síntesis.
En el caso de los posicionamientos políticos esto ya es marca de la casa. Por eso algunas veces sorprende que consigan enlazarse discusiones respetuosas en círculos espontáneos; casi siempre, porque no las suscitan periodistas o gente más o menos conocida. Estas no pueden abrir la boca sin que acudan raudos y veloces todo tipo de troles. Como cuando uno participa en una barbacoa, que es imposible evitar las avispas. Al final se pierde más tiempo ahuyentándolas que comiendo. Quizá porque aquellos internautas son también los más seguidos, de los que más interesa estar pendientes. Entrar en algunas redes equivale, por tanto, a tener que hacer un ejercicio de contención para no alejarse al instante; es lo más parecido a abrir una puerta en un cuarto lleno de ruido o humo, que enseguida hay que volver a cerrarla. A quienes no tenemos más remedio que alimentarnos de lo que allí se cuece no nos queda otra que perseverar en el intento. Ya no se puede ser analista político ni politólogo sin evitar toda esa algarabía y ese afán por el despellejamiento. Entre otras razones, porque han acabado contagiando todos los otros escenarios de la política normal. Es lo habitual en nuestras campañas electorales o en nuestro Parlamento, por ejemplo, donde la fuerza del mejor argumento se sustituye por la intensidad de las pasiones, por el zasca, la burda provocación o la intensificación de actitudes polarizantes. Como dije en alguna ocasión, es como si el ciberespacio se hubiera trasladado al hemiciclo y escenificara allí toda su fanfarria.
La parte buena es que todo va tan deprisa que cada vez duran menos los trending topics. Los enjambres, como las avispas de antes, no paran de moverse; ahora aquí, luego allá y mañana ni se sabe. Ya nadie sufre el acoso más de una mañana o una tarde, la aceleración es total. La parte mala es que eso genera un trasfondo de ruido y belicosidad que a veces se hace insoportable. No hay un momento de respiro, hay que estar siempre presto para la batalla. Y lo que resulta evidente es que sobre ese trasfondo no es posible proceder a la elaboración de un juicio político bien meditado. Fuera de algunos de los medios de prestigio, casi hemos perdido del todo esos safe spaces en los que detenernos a escuchar y a pensar, aquello que debería corresponderse con una sociedad madura.
En las redes hay intercambio de información, anuncios y recomendaciones, llamadas a la acción; pero, sobre todo, posicionamientos tajantes ante cualquier cosa; mucho rasgado de vestiduras, indignación, victimización, excitación, descalificaciones o desprecios mutuos. No se deja de opinar, algo que no es necesariamente malo. Lo peligroso es que la mayoría de las opiniones aparecen envueltas casi siempre en rígidas categorías morales y/o se cargan de emocionalidad. Y esto, como veremos más adelante, es la fuente de no pocos problemas. Entre otras razones por lo ya señalado con anterioridad: el impulso a emitirlas desde alguna posición «particularizada», encapsulada en alguna tribu, ya sea esta identitaria, ideológica o sujeta a cualquier otro criterio de adscripción. El espíritu que lo informa no es la búsqueda del entendimiento, sino la confrontación.
VIGILANCIA Y MANIPULACIÓN LÍQUIDAS
La segunda matización es un aviso a navegantes. Mucho se celebra la tan cacareada espontaneidad de las redes o su apertura a todo tipo de temas, personas, organizaciones, pero lo cierto es que en ellas proliferan también las campañas organizadas, los ataques programados. Hay troles individuales, sujetos que disparan a su aire y según les dé en cada momento, pero también los hay que siguen tácticas de guerrilla ajustándose a una estrategia perfectamente definida. Y no hablamos solo de los famosos hackers rusos o de otros países, que tienen muy claro cuáles son sus objetivos y cómo conseguirlos. Gran parte de la belicosidad observable en las redes es inducida, aunque no se sepa bien al final ni cuál es su objetivo ni de quién parte. Lo único cierto, como bien dice Pomerantsev en su libro Esto no es propaganda, es que «vivimos en un desbocado mundo de persuasión de masas, donde los medios de manipulación han seguido avanzando y se han multiplicado, un mundo de anuncios oscuros, psy-ops [operaciones psicológicas], hackeo, bots, hechos blandos, noticias falsas, ISIS, PUTIN, troles, TRUMP...».
La descripción que nos ofrece dicho autor es que ya estamos en algo cercano a la guerra de todos contra todos en este peculiar campo de batalla; rige la ley del más astuto y el más osado, de quien no se detiene ante nada; y, como es lógico, de quien dispone de un mejor control de los dispositivos técnicos o de las estrategias de manipulación y control. Y aquí no hay regulaciones o criterios a los que sujetarse salvo los imprescindibles para alcanzar el objetivo buscado. «El que quiere el fin debe querer los medios», decía Nietzsche modificando levemente la máxima maquiaveliana. Que casi toda la comunicación –pública y privada– fluya por la red, y que esta no tenga barreras de entrada, permite valerse de ella para lanzar noticias falsas, programar boicots y contracampañas, desinformar, manipular emociones. Y el anonimato es además un eficaz instrumento al respecto.
Esto coincide con otro hecho del que ya tenemos buen conocimiento, la facilidad para acceder a nuestros datos. No estamos seguros de cómo funciona exactamente el proceso; sí sabemos que se ha establecido una especie de contrato tácito consistente en que podemos acceder gratuitamente a la red a cambio de entregarles nuestra huella digital, el uso que hacemos de internet. Que quienes disponen de esa información sean empresas privadas en régimen de oligopolio, el «capitalismo de la información» de las grandes corporaciones de internet (Facebook, Google, Twitter, Microsoft, Apple, etcétera.) debería alertarnos, como también la supervisión que puedan ejercer los propios poderes públicos. En países como China se ha instalado ya un sofisticado mecanismo de control orwelliano de la población que conduce inevitablemente a una especie de totalitarismo blando. En las democracias occidentales somos plenamente conscientes de la dimensión comercial de esta forma de supervisión, pero se nos escapa la más propiamente política. Confiamos en las disposiciones establecidas para garantizar la protección de datos, pero lo que es inevitable es sospechar que el control se hace por otros medios.
Desde una perspectiva política, el gran salto cualitativo que han producido las nuevas tecnologías reside en el siguiente giro revolucionario: las preferencias individuales, deseos, gustos y pensamientos de los individuos, hasta entonces solo cognoscibles para cada cual, están ahora a disposición de observadores externos. La metáfora de que el sujeto es una especie de caja negra cuyo interior solo le es accesible a él mismo ya no se corresponde con la realidad; si alguien se pone a escudriñarnos es posible que acabe conociéndonos mejor que nosotros mismos. D. Runciman lo resume en una frase categórica: to search is to be searched, «buscar es ser buscado», aunque en español se pierde parte de la semántica de to be searched, que equivale más a nuestro «ser examinado, investigado». «Quien busca es desentrañado» sería la traducción más correcta. La astucia de los algoritmos puede convertir en oro (para algunos) nuestro deseo de estar informados y/o de movernos por la red. Y una vez que se detectan nuestras filias y fobias se actuará en consecuencia. De ahí la advertencia de Yuval Noah Harari, entre otros, sobre la relativa facilidad con la que pueden utilizarse nuestras debilidades y miedos en contra nuestra o para satisfacer fines espurios, como manipular elecciones. Donde somos más vulnerables es en todo lo relativo a las emociones; ahora podrán activarse o atenuarse como quien aprieta un botón. Y remacha: «Una vez que alguien consiga la habilidad tecnológica para manipular el corazón humano –de forma fiable, barata y a escala–, la política democrática se convertirá en un espectáculo de guiñol emocional».
Hay que tener en cuenta que los avances habidos en el desarrollo de la inteligencia artificial pueden introducir un automatismo en las respuestas de esos poderes ocultos que los hacen casi imbatibles. Y ya que estamos metiendo miedo en el cuerpo, una nueva vuelta de tuerca: el desarrollo tecnológico va de la mano de progresos en otras disciplinas que sirven para asegurar su efectividad. Me refiero a los datos que van desvelando las neurociencias y la psicología cognitiva sobre las pautas que gobiernan nuestras voliciones, la conexión entre emoción y cognición, o nuestra reacción a unos u otros estímulos. A este respecto ya se habían hecho grandes avances en el mundo de la publicidad para dar con las estrategias idóneas para seducir a los consumidores; o eso que hoy cae bajo la rúbrica del nudging o «empujón», el gran descubrimiento de la economía conductual, sobre todo a partir de los trabajos de Richard Thaler y Cass Sunstein. A partir de la evidencia de cuáles son los principales impulsos o emociones del ser humano se trataría de inducir por medios indirectos a conductas que tienen efectos positivos. Por ejemplo, alentar a seguir dietas más saludables o ahorrar para la jubilación en vez de buscar obtener la gratificación más inmediata a la que suele tenderse de forma casi mecánica –el «sesgo del presente»–. Por fijarnos en el primer caso, bastaría con colocar los alimentos más sanos en estanterías más a la vista o cercanas a la caja para facilitar toda la operación. Ese pequeño «empujoncito» satisfaría la consecución del fin deseado. La teoría no deja de ser discutible porque, aplicada a medidas de tutela pública, significaría la introducción de un «paternalismo liberal», una especie de control de los impulsos –y voliciones– que no se consideren «racionales». De hecho, es algo que ya ha empezado a aplicarse en algunos países y no deja de suscitar resquemores. Menos discutibles son ya los grandes «empujonazos» que a veces nos imponen para evitar que caigamos en lo que está demostrado que nos perjudica a nosotros y al propio sistema sanitario. No hay más que ver las fotos o advertencias que se estampan en las cajetillas de cigarrillos o las truculentas campañas contra los accidentes de tráfico.
Ahora que tanto se habla de posverdad es importante no confundirla sin más con las noticias falsas o fake news. El objetivo de ambas es, desde luego, inventarse noticias, informaciones o introducir «hechos alternativos». Ambas forman parte de estrategias de desinformación, pero lo característico de la posverdad es que se conecta directamente a nuestros «sesgos de confirmación». La RAE acierta, pues, al definirla como «aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público». Aunque sea tautológico, la idea que la subyace es que «creemos lo que en el fondo queremos creer», ya sea porque conecta con nuestros afectos o se corresponde con nuestros prejuicios. De lo que se trata es de bombardear a un sector de la población con datos o hechos distorsionados que cobran verosimilitud porque apelan a dichas predisposiciones. Por ejemplo, señalar a los inmigrantes como los principales causantes de la delincuencia. No es cierto, pero como coincide con prejuicios establecidos, se da por bueno dentro de un determinado grupo. En el caso de que sí lo fuera porque hubiese corroboración estadística, otro sector de la población tenderá a desecharla por considerar que toda información negativa sobre la inmigración posee un sesgo racista. La conclusión es evidente: no hay posibilidad de acceder a un acuerdo de base sobre los hechos a partir del cual poder iniciar una conversación sensata. Y esto es de lo que se trata, de afirmar a cada cual en sus posiciones para que resulte imposible al final acceder a un espacio de entendimiento mutuo. Va de suyo, como estamos diciendo, que quienquiera que desee obtener ese resultado posee el know-how necesario para hacerlo.
Recopilemos y ampliemos un poco el foco. Decíamos que la principal característica de este nuevo y peculiar espacio público consiste en que tiene la capacidad de acogernos a todos y a todo tipo de temas; entre quienes lo ocupan hay también, sin embargo, actores cuya estrategia consiste en desinformar o empujar las conversaciones en una determinada dirección. Muchos de los resultados conseguidos responden a una lógica caótica, pero otros están perfectamente planificados. Tanto unos como otros usuarios, con mayor sofisticación según los casos, se valen de métodos ya ensayados y apoyados en innovaciones técnicas y en fórmulas de influencia y manipulación psicológica de indudable eficacia. Dos cuestiones más. La primera tiene que ver con la profusión de las mentiras o, si se prefiere, con el desprecio de la verdad. La segunda, con lo que antes hemos llamado «guerras privadas», adscribirse a una causa, un partido o una facción como la fórmula más eficaz para impulsar aquello en lo que se cree, denigrar a lo que se opone o fomentar la división como fin en sí mismo.
Ambas están bien conectadas. No solo, como se podría pensar, porque cada cual trata de avanzar su verdad; también, y esto es lo importante, porque cuanto más se disuelve la objetividad de los hechos o el fundamento más o menos racional de las opiniones, la confianza en qué podemos considerar verdadero o falso se va desvaneciendo. En otros momentos, el medio para salir de este impase era eso que ahora se llama el fact-check, la verificación de los hechos, o, en el caso de las opiniones, la discusión o deliberación para poner a prueba la fuerza relativa de cada una de ellas. Lo característico del momento actual es que esto es precisamente lo que estamos perdiendo. No porque no existan esos safe spaces a los que antes nos referíamos, sino porque cada vez tienen menos eficacia. Hoy, la fórmula predominante para escaparse de la incertidumbre, afirmar al sujeto en sus intuiciones, cuadrarlo en sus afectos y asentar sus convicciones es su autoadscripción a algún grupo, ya sea identitario o de otra naturaleza. Cuando se pierden las certezas necesitamos agarrarnos a algo. Como afirma Jonathan Haidt, más importante que lo que pensamos es, por tanto, «con quién» compartimos esas convicciones; por eso es tan relevante el refuerzo de las emociones y el consiguiente debilitamiento de la capacidad racional. Lo que se busca es destruir la posibilidad misma del recurso a la argumentación. Y, lo sabemos de sobra, nada garantiza mejor la cohesión interna que diferenciarse y enfrentarse a un otro.
Quede apuntado, ya lo iremos desarrollando a lo largo del libro. Concluyamos esta parte añadiendo algunas ideas más. Primero, sobre la descarada maleabilidad y partidismo de las diferentes lecturas del mundo, eso que ha dado en llamarse epistemología tribal, el que solo se da crédito a las noticias o informaciones emitidas por nuestro propio grupo de adscripción o confianza. Por decirlo con una expresión ya utilizada, nuestra facción es nuestro gate-keeper, únicamente podemos fiarnos de lo que ella nos filtra sobre la realidad. Por lo ya dicho sobre la relación parasitaria entre medios y red, lo normal es que opere tanto en un espacio como en otro. Lo hemos visto en los Estados Unidos de Trump: el consumo de determinados canales de televisión, emisoras de radio o prensa sigue líneas férreamente partidistas, que en muchos casos se alimentan de contenidos de internet y a la inversa. Cuanto más acentuada esté la polarización, tanto más se sujeta la información a esta escisión entre dos universos con visiones del mundo antagónicas. Esto ya llegó a la apoteosis con motivo del acto inaugural de la presidencia de Trump, cuando el recién elegido presidente señaló que había tenido una asistencia récord, muy superior a la de Obama. Esta afirmación no resistía la más mínima prueba, pero a los efectos que a él le interesaban daba igual. No era una pretensión de validez susceptible de ser resuelta contemplando una u otra foto, era una afirmación de su poder: «Realidad es lo que yo decido que es real». Y esta máxima la mantuvo hasta el final de su mandato, con el corolario lógico del asalto al Capitolio por parte de fanáticos que se habían creído sus acusaciones de manipulación de las elecciones. Lo grave es que así lo pensaban también cuatro de cada cinco votantes del Partido Republicano; o que 147 diputados del Congreso, entre ellos ocho senadores, votaron en contra de los resultados proclamados por el Colegio Electoral. La tesis propiciada por Trump y su entorno de que existen «hechos alternativos», una realidad distinta de la proclamada como tal a partir de hechos corroborados, acabó siendo interiorizada como verdadera por sus seguidores.
Quedémonos también con esto, nombrar, la capacidad para crear realidad mediante el lenguaje, los memes, los enmarques y por cualquier otro medio, es un acto político. Si venimos hablando de una situación cuasibélica es porque el nuevo espacio público se ha ido convirtiendo progresivamente en un curioso campo de batalla, en una «guerra de representaciones» o definiciones, una pugna por imponer una determinada lectura de la realidad o de apropiarse del significado de hechos y palabras; lo que importa, a la postre, es que siempre esté en oposición a las de algún adversario. Es, si se quiere, la tradicional lucha por la hegemonía entre posicionamientos morales y políticos –guerras de poder, claro–, solo que por otros medios. No es algo nuevo, esto ya lo sabemos al menos desde Tucídides, y fue magníficamente observado tanto por Montaigne como por Hobbes. Todos ellos fueron perfectamente conscientes de que el lenguaje, una convención social al fin y al cabo, es el principal objetivo en momentos de conflicto socio-político agudo. Comunicación viene de la misma raíz que comunidad; ambas se refieren a lo común, lo que pertenece a todos. Cuando la comunicación se quiebra o distorsiona, cuando no se usa para buscar el entendimiento, sino para sembrar cizaña, «traicionamos la relación pública», como dice Montaigne. Por seguir con este autor, «solo creemos unos en los otros por la palabra [...]. Si nos engaña rompe todo nuestro trato, disolviendo todos los lazos de nuestra política». Sin ese asidero, una realidad objetiva mínimamente consensuada, todo se abre a una sistemática manipulación y distorsión del mundo.
La lucha política, como acabamos de decir, ha devenido en una batalla diaria donde las armas han sido suplidas por la subversión de los hechos o por las palabras. Pero palabras –y recurro ahora a Hobbes– «que ya no tienen el significado que es el natural suyo, sino otro que proviene de la naturaleza, disposición e interés de quien habla». Al argumento lo reemplaza la descalificación grosera, a la razón la graceja enmarcada en un tuit. Al final vamos a acabar dando la razón a Laclau y los posmodernos, todo es discurso. De ahí que la lucha por la hegemonía política se haya trasladado a una hegemonía por las definiciones, a una disputa por dar con el relato o la fabulación que mejor encaje con el objetivo buscado. Por eso se ataca menos a los contendientes políticos que a quienes supuestamente les proveen de argumentos o definen el mundo de forma contraria a la que creen que les favorece. Todos aquellos que, en la prensa u otros medios, insisten en cumplir su función tradicional son vilipendiados casi con mayor fruición que el propio adversario político. Hay que tapar la boca a quien disiente de la lectura de la realidad o la concepción del mundo que tratamos de imponer.
Todas las contradicciones sociales acaban convergiendo sobre este nuevo espacio comunicativo. En este mar de palabras libres de una semántica clara es donde navegan mejor las proclamas populistas, mezcla de emocionalidad y simpleza, las guerras culturales y las tensiones identitarias, la policía moral de lo políticamente correcto y sus provocadores. Pero es también donde naufraga nuestra herencia ilustrada, que siempre propugnó la fuerza del mejor argumento, donde se nos van erosionando y disolviendo los fundamentos que otrora servían para cohesionarnos, para sentar las bases sobre las que encauzar después las muchas discrepancias. No hay más que observar cómo operan determinadas potencias extranjeras cuando emprenden sus campañas de ataque a Occidente en la red mediante la desinformación y otras estrategias; el objetivo, como bien observa Pomerantsev, es el fomento de la división interna, provocar que sucumba a sus tensiones y desavenencias interiores. A la vista de lo que ocurre en la red, que cualquiera es capaz de percibir, les basta con aplicar su propio «empujoncito», elaboran su propio nudging. No necesitan crear nuevos fuegos, sino alimentar los que ya prenden por sí solos.
En este momento es importante aclarar que esta descripción, de tintes un tanto dramáticos, no responde a algo así como a una añoranza del buen mundo que hemos perdido; no deseamos caer en el «síndrome de la edad de oro», en imaginar que hemos pasado desde el mejor de los mundos posibles a una nueva forma de «barbarie». Bien mirado, nunca hemos dispuesto de un espacio público libre de sombras. Siempre ha estado segmentado por sesgos ideológicos, nunca pudo evitar la manipulación y hace tiempo ya que en él predomina el infotainment o infoentretenimiento. Por otra parte, el ideal habermasiano de la argumentación racional, supuestamente destinado a hacer prevalecer el mejor argumento, nunca dejó de ser un principio regulativo; más que una situación generalizada ha sido siempre la excepción. Con todo, lo nuevo es el medio, la digitalización de la esfera pública, y este es el que condiciona la naturaleza del mensaje. Es inimaginable una vuelta a la situación anterior, habremos de saber convivir con lo que hay o reformar sus aspectos más lesivos para una democracia bien entendida. Propuestas no faltan, como someter a un mayor control a las grandes empresas que se enseñorean de internet, los intermediarios de la desintermediación; proteger nuestros datos para evitar la vigilancia líquida o buscar promover un uso de la red más responsable y ajustado a los requerimientos de la democracia; en definitiva, todos estamos implicados en su uso y deberíamos empujar en la misma dirección. Pero ¿cómo se hace eso? No tenemos una respuesta todavía, solo la convicción de que algo que al comienzo fue celebrado como la panacea que habría de extender al infinito nuestras posibilidades de comunicación ha devenido ahora en lo contrario, en la principal fuente de nuestra incomunicación y en la mejor arma para acentuar las diferencias. Conviene no olvidar, sin embargo, que todo medio técnico es ambivalente, al final está siempre sujeto al uso que hagamos de él. A pesar de todos sus sesgos, no disparemos al medio; preocupémonos de los contenidos, de lo que fluye a través suyo.