Octubre de 1967. Me paré frente a las míticas escaleras del conjunto arquitectónico, de corte clasicista, que conducían al pórtico de columnas coronado por un frontón con motivos alegóricos en relieve donde se ubicaba, en su parte central, el portal de hierro de la Facultad de Medicina. Estaba a punto de iniciar una carrera a la que parecía destinado desde mi más tierna infancia, aunque dejaré para luego el relato del largo periplo que me condujo finalmente a las puertas del campus del Hospital Clínico de Barcelona.
Ni por un segundo habría imaginado entonces que mi vocación de médico me llevaría al proceloso mundo de la oncología. De hecho, desconocía totalmente esa palabra. Para mi generación, el cáncer era esa causa ignota de muerte que, en las esquelas de la época, se etiquetaba como «una larga y dolorosa enfermedad». Puedo afirmar que, si bien el primer adjetivo no se ajustaba en absoluto a la realidad, el segundo era exacto: rotundo y definitorio.
Apenas año y medio antes, la realización de un trabajo de campo durante mi primer curso de preuniversitario me había llevado a uno de los barrios marginados de Barcelona, Torre Baró. Se trataba de hacer una encuesta a una treintena de familias que vivían hacinadas en las barracas de la falda de la montaña situada al final de la avenida Meridiana, en el límite último de Nou Barris. Allí se mezclaban, a partes iguales, payos y gitanos que malvivían de la venta de chatarra y de cualquier otro tipo de trapicheo que permitiera llevar un mínimo sustento a sus familias. Fue mi primer contacto con una realidad que hasta entonces desconocía dada mi condición de miembro de la así llamada y hoy casi desaparecida clase media. Las contadas jornadas en que conviví unas horas con aquella gente me produjeron un impacto que todavía permanece en mi ánimo. Su amabilidad y disposición para contestar a mis preguntas contrastaba con el mal trato que les había dispensado el destino. Pese a que se podían contar entre los desheredados de la tierra, o quizás precisamente por ese mismo motivo, entre ellos existía una solidaridad admirable. Como en Soweto, en Johannesburgo, o en el distrito El Alto de La Paz, donde años más tarde tuve la oportunidad de observar el mismo apoyo incondicional entre vecinos.
Mi pequeña inmersión en el barraquismo de Torre Baró fue un primer aviso. Me hizo ver en toda su crudeza la total falta de equidad que existía a tan sólo unos kilómetros de mi hogar. La falta de salubridad de aquellos barrios puede parangonarse fácilmente con los escasos medios de que disponía la oncología de finales de la década de 1960.
En esos años, cualquier tumor daba a elegir entre tres tratamientos: una cirugía lo más agresiva y mutiladora posible, una radioterapia imprecisa, basada en la irradiación liberada por antiguas bombas de cobalto 60, y una quimioterapia rudimentaria, con apenas una docena de fármacos activos.
Como oncólogo médico con más de cuarenta años de profesión, he venido utilizando decenas de diferentes medicamentos administrados solos o en múltiples combinaciones, los cuales, tras largos años de ensayos terapéuticos realizados con sumo cuidado, han nutrido el arsenal anticanceroso. Es bien cierto que detrás de cada uno de esos fármacos hay un equipo de mentes preclaras, capaces de desarrollar moléculas cuyo cociente beneficio-toxicidad las haga utilizables frente a los diferentes tipos de cáncer. Pero también lo es que la barbarie y la intolerancia del ser humano contribuyeron enormemente, en dos fechas históricas, al decisivo descubrimiento de la quimioterapia.
El 12 de julio de 1917 y el 2 de diciembre de 1943 han quedado en la historia como las fechas de las masacres de Ypres y Bari. En ambos episodios, la protagonista principal fue una sustancia química llamada gas mostaza. Las trincheras aliadas recibieron aquel 12 de julio, en tierra de Flandes, el impacto de unas bombas que al explotar soltaban iperita, nombre con que se bautizó el gas mostaza por el triste honor de haber sido Ypres el primer lugar donde fue utilizado por los alemanes. La ceguera era premonitoria de la muerte que se producía horas después de haber inhalado el gas, lo que llevó a la tumba en pocos días a más de dos mil soldados de infantería ingleses. En Bari, veintiséis años más tarde, la palabra inglesa serendipity, cuya traducción al castellano es «casualidad» (aunque ahora la Real Academia Española ya admite el término serendipia), adquiriría un significado especial en el tratamiento futuro de los pacientes con cáncer. Quiso la «casualidad» que la Luftwaffe decidiera bombardear el puerto de Bari horas después de que fondeara allí un carguero de nombre John Harvey, al ser informado el alto mando alemán de que en dicho puerto había una cuarentena de barcos de guerra aliados. Frente a unas defensas antiaéreas claramente insuficientes, el raid de los precisos Stukas teutones alcanzó cumplidamente su objetivo. Quiso de nuevo la «casualidad» que una de las bombas acertara de pleno en el carguero John Harvey, que llevaba en su bodega casi setenta toneladas de gas mostaza embarcadas secretamente días antes sin conocimiento alguno por parte de la tripulación. El contenido de los barriles acabó en el agua, donde reaccionó con el abundante petróleo vertido e hizo de las aguas del puerto una trampa mortal. Más de seiscientos marinos fueros heridos durante el bombardeo, de los cuales cerca de un centenar fueron rescatados tras caer al mar y llevados de inmediato al hospital más cercano envueltos, con las mejores intenciones, en mantas que mantuvieron el producto abrasivo en contacto permanente con la piel. Los días posteriores fueron una pesadilla. El efecto vesicante del gas provocaba secuelas idénticas a las quemaduras de tercer grado y una ceguera total en los afectados. El desconocimiento del contenido letal de las bodegas del John Harvey desempeñó un papel inicial muy importante en la muerte, en apenas una semana, de 87 de esos marineros. Aunque el relato está debidamente documentado en diversas publicaciones, quiso otra vez la «casualidad» que en una conversación con mi profesora de inglés, a principios de los años noventa del siglo pasado, ésta me relatara con todo detalle el episodio de la masacre de Bari, pues su padre servía como oficial en un destructor de la armada inglesa atracado cerca del carguero que portaba la muerte en sus entrañas. Meses después, a causa de la expansión del gas por los aledaños del puerto, cerca de un millar de personas perdieron la vida por la toxicidad de la iperita.
A partir de aquí, las «casualidades» se complementaron con el talento aportado por los investigadores y el estudio cuidadoso de un episodio que desde el principio se pretendió tapar por la autoridad militar del momento. Dos científicos de la Universidad de Yale recibieron el encargo de investigar las propiedades del gas mostaza y elaborar un informe final de la vergüenza de Bari. En los informes médicos que desglosaban los diferentes efectos secundarios inducidos por la iperita, les llamó poderosamente la atención su acción devastadora sobre la médula ósea (responsable de la generación de los componentes nobles de la sangre), que había conducido a la muerte a muchos de los 87 fallecidos en la primera semana tras el ataque. Desconozco si fue la «casualidad» la que les hizo retrotraerse a los hallazgos de una pareja de patólogos que había bautizado con su nombre —efecto Krumbhaar— la pobreza de la médula ósea de algunos de los pocos supervivientes del gaseado en Ypres. En algunas autopsias que se hicieron a víctimas de ambos episodios se observaba además una reducción muy significativa del tejido ganglionar de los cadáveres. Este maravilloso complejo de defensa que proporcionan los centenares de ganglios linfáticos presentes en nuestra anatomía es una fuente inagotable de diferentes mecanismos inmunitarios que nos ayudan a luchar contra las infecciones. Y ello explica que su destrucción aboque al paciente a la muerte, al privarlo de defensas contra los agentes nocivos externos. Algo parecido lo vivimos en la década de 1980 con la aparición del sida. Bajo diferentes circunstancias, el tejido ganglionar adquiere un carácter tumoral conocido científicamente con el término de linfoma.
En este contexto, la semilla del encargo del Gobierno a los científicos de Yale cayó en terreno abonado. Apenas un año antes, ellos mismos habían convencido a un cirujano torácico para que tratara un cáncer avanzado de los ganglios linfáticos aplicando al paciente mostaza nitrogenada por vía endovenosa. El claro descenso del tamaño de los ganglios tumorales tras la administración de la iperita confirmó la eficacia de la sustancia. Goodman y Gilman fueron conminados a esperar hasta el final de la segunda guerra mundial para publicar, en 1946, los resultados de la acción antitumoral de la mostaza nitrogenada en varios pacientes con linfoma.
Casualmente, unos episodios bélicos deleznables habían abierto la puerta a un nuevo tratamiento del cáncer que se convertiría, con el paso del tiempo, en un arma terapéutica imprescindible.
A pesar de que las respuestas inducidas por la mostaza eran pasajeras, algo que decepcionó a más de uno de los hematólogos de la época, la carrera ininterrumpida de la quimioterapia había comenzado y se había dado el primer paso para la creación de una especialidad: la oncología médica, oficialmente admitida en España treinta años después, en 1976, lo que convirtió a nuestro país en el primero, después de Estados Unidos, que aceptaba la nueva disciplina. Tengo el orgullo de haber sido uno de sus 49 fundadores. ¡De hecho fui el más joven de todos, con mis flamantes veintisiete años recién cumplidos!
Durante la década de 1950 se incorporaron nuevos fármacos antitumorales con diferentes mecanismos de acción, activos no sólo contra los tumores provenientes de componentes sanguíneos como las leucemias y los linfomas, sino también, por primera vez, contra las neoplasias de diferentes órganos de la anatomía que reuniremos bajo el nombre de «tumores sólidos».
Mientras cursaba mis primeros años de bachillerato, un quimioterapeuta de nombre típicamente americano —Min Chiu Li— daba a conocer los resultados obtenidos investigando los dos tumores que, veinte años más tarde, condicionarían en gran medida mi vida profesional. Cuando tuve la oportunidad de leer dos de sus trabajos, publicados en 1958 y 1963, en los que anunciaba la posibilidad de curar con quimioterapia pacientes con tumores de la placenta y de los testículos, me di cuenta, salvando las distancias, de que la guerra de Li era premonitoria de mi propia guerra: la batalla cruda y prolongada contra el conocimiento establecido. El innovador, frecuentemente, debe enfrentarse a uno de los prejuicios más arraigados en la humanidad: la no aceptación de un nuevo hallazgo inesperado que entre en contradicción con el conocimiento del momento. Todo lo contrario de lo que sucede cuando se confirma un descubrimiento largo tiempo deseado por la comunidad médica. En el capítulo 10 de este libro el lector podrá comprobar las consecuencias nefastas de la falta de crítica al considerar una de las peores fake news vividas por el mundo oncológico, ansioso de convertir en realidad uno de sus sueños.
Pero volvamos a Li y a su azarosa vida. Nacido en la ciudad china de Shenyang, emigró a Estados Unidos en 1947 donde, entre 1953 y 1957, tuvo la oportunidad de trabajar como residente en el Hospital Memorial de Nueva York. Su labor llamó la atención del Dr. Roy Herz, quien le ofreció un puesto en el Departamento de Ginecología del floreciente Instituto Nacional del Cáncer. Li aceptó inmediatamente, aunque en su decisión es probable que influyera el deseo de evitar su alistamiento como combatiente en la guerra de Corea.
Desde un principio, Li se enfrascó en el tratamiento de un tumor infrecuente que surgía de la placenta humana. Denominado enfermedad trofoblástica maligna, el tumor evolucionaba libremente hasta provocar la muerte de mujeres jóvenes gestantes tras un largo periodo de sufrimiento. Uno de los fármacos descubiertos diez años antes por el insigne pediatra Sidney Farber, el metotrexato, le fue administrado a la esposa de un oficial odontólogo de la Marina estadounidense que se encontraba en un estado deplorable debido al tumor placentario. En pocas semanas no sólo se revirtió el cuadro terminal, sino que la enferma alcanzó la curación total. En los meses siguientes, dos pacientes más a las que Li decidió administrar varios ciclos de metotrexato, en vista de que su orina todavía resultaba positiva para la prueba del embarazo, disfrutaron de respuestas clínicas completas. La ausencia de lesiones en las pruebas de imagen dificultaba la aceptación de que hubiera enfermedad tumoral latente cuando ésta se basaba sólo en la persistencia de cifras detectables de gonadotrofina en la orina. Li fue amenazado con el despido si persistía en su actitud de seguir tratando a las pacientes bajo ese criterio, que sus mentores consideraban absurdo. Ante su negativa a aceptar dicha orden, fue el propio Roy Hertz quien finalmente lo despidió. Li regresó al Hospital Memorial y prosiguió allí sus tratamientos. Los años venideros le dieron la razón. Las pacientes que abandonaban el tratamiento cuando desaparecían los tumores clínicos visibles pese a que las cifras del marcador HGC continuaban siendo elevadas recurrían inexorablemente, mientras que las que recibían tratamiento hasta la negativización de esas cifras se curaban. Se introducía en la oncología un concepto tan nuevo como importante: el de marcador tumoral como señal de actividad tumoral latente.
A principios de la década de 1960, Li mostró por primera vez respuestas importantes obtenidas con quimioterapia en pacientes afectados por tumores testiculares que producían un alto nivel de HGC.
En 1972, Min Chiu Li recibió el prestigioso Premio Lasker por su rebeldía frente a los cánones médicos de la época. Por una extraña concepción de la justicia, el Dr. Roy Hertz, responsable del despido de Li, fue incluido entre los merecedores del premio. El establishment puede batallar contra el cambio de paradigma, pero tiene la habilidad de enrolarse en el mismo en cuanto ve que éste es inevitable y su negación lo podría dejar fuera de juego.
En 1978, acuciado por mi deseo de aprender más sobre el manejo de los marcadores tumorales y en especial de la enfermedad trofoblástica maligna de la placenta, removí cielo y tierra para conseguir una beca europea y desplazarme, desde mi Barcelona natal, a la cuna de la experiencia del tratamiento de esta neoplasia, el Hospital Charing Cross de Londres. Como se verá en el capítulo 5, ese viaje cambió mi vida tanto en el aspecto profesional como personal, aunque a mi regreso tuve que pasar por algunas de las vicisitudes conocidas por mi gurú inspirador, Min Chiu Li.
Cuando la aurora de la quimioterapia parecía surgir con fuerza, en la década de 1960 se produjo el choque de dos formas de pensar opuestas. Los innovadores veían en la administración de los fármacos antitumorales la solución futura del cáncer, mientras que los conservadores consideraban una aberración administrar lo que ellos definían como «venenos», causantes con frecuencia de efectos secundarios intolerables. Valgan las siguientes anécdotas, referidas por uno de los padres de la quimioterapia curativa, el Dr. Vincent DeVita, con quien tuve la oportunidad de compartir toda una jornada durante la inauguración del Institut Català d’Oncologia (ICO) en 1995.
«¡El Hospital Francis Delafield —señalaba DeVita—, a pesar de estar vinculado con la Universidad de Columbia, decidió durante varios años vetar la entrada de residentes e internos provenientes de la innovadora Columbia porque dos jefes consecutivos del Departamento de Medicina Interna no querían que su equipo estuviera expuesto a los pacientes con cáncer en tratamiento con quimioterapia!» ¡Como si se tratara de algo contagioso! En la propia Universidad de Yale, la institución cuna de los trabajos posteriores de DeVita, otro distinguido investigador, llamado Paul Calabresi, fue forzado a dimitir por su excesiva implicación en ensayos precoces con nuevos oncolíticos. Yale demostraba de esta forma su sintonía con muchos otros centros que oponían gran resistencia al desarrollo de nuevas quimioterapias, al considerar dicha práctica como claramente impopular.
Sin embargo, a pesar de tantas opiniones en contra, un nutrido grupo de internistas dedicados al tratamiento del cáncer permanecieron fieles a sus investigaciones y, a finales de la década de 1960, pudieron dar a conocer las primeras curaciones con quimioterapia de dos enfermedades hematológicas: la leucemia infantil y un tipo de tumor de los ganglios linfáticos bautizado con el nombre de su descubridor: el linfoma de Hodgkin.
Por fin, el concepto de curación se asoció a la administración de aquellos mal llamados venenos. En los congresos de la Asociación Americana para la Investigación del Cáncer (American Association for Cancer Research, AACR) de los años 1965 y 1967, el grupo de Vincent DeVita reportó que el 60 % de los pacientes con linfoma de Hodgkin alcanzaba una remisión completa con la combinación de cuatro fármacos (mecloretamina, oncovin, procarbazina y prednisona), en lo que hoy se conoce como «régimen MOPP».
Empecé a subir las escaleras del Hospital Clínico seis meses después de la aportación trascendental de los investigadores de Yale, junto a otros 1.500 postulantes llenos de ilusión por alcanzar la vara de Esculapio. A mis dieciocho años recién cumplidos, ignoraba lo que me deparaba el destino. Traía la carga de una enorme ilusión, generada por mi educación dirigida y la lectura de algunos clásicos de la literatura médica como Cuerpos y almas, la Historia de San Michele o las maravillosas aventuras de los médicos rurales ingleses relatadas por J. H. Cronin en títulos como La ciudadela o la Historia de un maletín negro. Ni por un momento pensé en el fracaso o en el abandono frente a la dificultad de aprobar algunas asignaturas, como hicieron demasiados de mis compañeros. De hecho, sólo unos doscientos cincuenta de los cerca de mil quinientos que subíamos las escaleras aquel día de octubre de 1967 acabamos el sexto año de carrera, en junio de 1973. Compartíamos la misma ilusión, curar a cuantos más enfermos pudiéramos, pero sólo unos pocos contábamos con la suficiente motivación para sobreponernos a la tremenda carrera de obstáculos que significaba alcanzar la licenciatura de Medicina en seis años. De hecho, ninguno de nosotros era consciente de que cruzábamos un umbral tras el cual el estudio constante se convertiría en nuestra sombra para siempre jamás.
Por entonces, en 1967, el mundo oncológico comenzaba a moverse en la buena dirección y yo traspasaba el portal de hierro del Hospital Clínico para cumplir mi sueño y, a la vez, complacer la voluntad inequívoca y largo tiempo planeada de mi madre.
Pero ésa es otra historia. De hecho, es el verdadero principio de mi historia.