Atila observaba, desde la grupa de su caballo, el inmenso valle que se extendía a los pies de la suave elevación sobre la que se encontraba. En medio de la llanura se alzaba orgulloso el gigantesco campamento, corazón y capital del inmenso imperio que tanto su hermano mayor Bleda como él habían heredado de su tío Rugila tras el fallecimiento de este, que se había producido dos años atrás.[1] Aquella defunción propició que el padrecito Rugila se reuniera con los espíritus de los antepasados y se convirtiera, además, en espíritu protector de sus hijos: los hombres que hacían retumbar la tierra con los cascos de sus caballos, a los que griegos y romanos denominaban khunoi, hunoi o hunos.
El caudillo huno tenía las manos apoyadas en el pomo de su silla de montar, y así descargaba parte el peso de su cuerpo, lo cual le proporcionaba una agradable sensación de descanso. El semblante grave, enmarcado en un rictus contraído, reflejaba la honda preocupación que sentía, materializada en una angustia viscosa que se le enroscaba en el estómago. El origen de tal zozobra residía en el permanente desacuerdo que mantenía con su hermano Bleda respecto a la forma y a los objetivos de su gobierno, así como a la distinta visión que ambos tenían de los problemas que en la actualidad tenía su pueblo. Tal empecinamiento por parte de su hermano le impedía reparar en los desafíos que, con toda certeza, habrían de presentárseles al cabo de unos pocos años.
Amaba a Bleda porque este siempre había sido muy cariñoso con él, era un hombre extravertido y se conducía con generosidad.
Además, su hermano era amante de la caza y de la bebida, era un buen caudillo de los suyos, temía a los espíritus de los antepasados y era respetuoso con los chamanes; amén de ser un jinete valiente y capaz. En definitiva, Bleda era un auténtico jinete nómada y, por ende, un buen huno.
Lo amaba de corazón, aunque le repelía su dejadez, su desidia y su renuencia a invertir más horas en la responsabilidad de gobernar, así como su incapacidad para adaptarse a las nuevas condiciones de vida de los hunos, que conllevaban otra forma de gobernanza y, por consiguiente, la toma de otro tipo de decisiones. Pero, por encima de todo, le asqueaba la cantidad de horas que Bleda pasaba con Zerco, el enano mauritano que le servía de bufón, y, sobre todo, los comentarios malintencionados e insidiosos que tal conducta y tales excesos de intimidad suscitaban.
La asamblea de los kanes, kaghanes y caudillos hunos les había encomendado a ambos hermanos la tarea de regir sus destinos, como era costumbre entre su pueblo. Antes que ellos se habían sucedido otras parejas de gobernantes sin que pasara a convertirse en monárquica cuando uno de los dos dirigentes fallecía, pues no se nombraba un sustituto. Atila consideraba que en esos momentos todo era distinto; tenía la convicción de que los hunos debían ser acaudillados solo por una única cabeza rectora, teniendo en cuenta que las circunstancias habían cambiado, y ahora tocaba asumir otros retos distintos de los que afrontaron en su momento cuando emigraron desde las inmensas estepas eurasiáticas.
Por el contrario, Bleda quería que la situación permaneciera tal como hasta entonces, y que los hombres que hacían retumbar la tierra siguieran actuando como siempre, a saber: cobrando un tributo de Bizancio y otro de Rávena[2] mediante la amenaza, y explotando a sus siervos germanos a través de la extorsión directa. En otras palabras, aspiraba a perpetuar el modelo que Rugila había puesto en práctica años atrás, un modelo que fue válido en su momento, pero que ahora debía ser adaptado necesariamente a los nuevos tiempos.
De repente, el ruido de un caballo lo sobresaltó y dio un respingo.
—No te asustes, Atila, soy yo —le dijo un sonriente Bleda que en ese instante llegaba cabalgando junto a él—. ¿Qué hace aquí mi hermano pequeño, tan solitario?
—Reflexionar...
—¿Reflexionar, dices?... ¡Hum!, yo creo que tú piensas demasiado, hermano. Tal parece como si fueras romano...
Atila esbozó una sonrisa amarga antes de contestar.
—Bleda, le sigo dando vueltas a tu negativa a cabalgar de nuevo y expandir nuestro poder con las armas en la mano...
Bleda hizo una mueca cómica y rechazó con un gesto las ideas de Atila.
—Mi querido hermano, nosotros ya tenemos un imperio muy grande, el que nos legó nuestro padre y nuestro tío. ¿Para qué quieres que mueran más de los nuestros ampliándolo? —le replicó Bleda.
—Porque considero que hemos nacido para hacer retumbar la tierra con los cascos de nuestros caballos y dominarla... Tenemos que vivir siendo nómadas porque nuestro cometido es mantenernos en continuo movimiento y hacernos cada vez más fuertes...
—Esas ideas tan incómodas te las ha metido en la cabeza nuestro hermano romano, Flavio Aecio —le dijo Bleda interrumpiéndolo—, porque la última vez que estuvo entre nosotros insistió mucho en lo cambiado que hallaba a nuestro pueblo y en lo peligrosa que encontraba tal permuta para nosotros...
—Entonces rebatí sus opiniones, pero ahora creo que Flavio tenía razón...
Bleda echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Atila hizo caso omiso y prosiguió con su razonamiento.
—Ahora reconozco que él estaba en lo cierto, y estoy convencido de que si nos convertimos en un pueblo sedentario será el final para los nuestros.
—¿Por eso no permites que nuestro pueblo se dedique al pastoreo de vacas y ovejas? —inquirió Bleda con un tono de voz escéptico.
—Efectivamente, por esa razón se lo he prohibido —reconoció Atila—. Los hombres solo podrán ser pastores de caballos, de esta manera tendrán que luchar como jinetes si desean obtener ovejas y vacas...
—Mira, Atila, tú pasaste muchos años en Roma mientras yo padecía las penurias y la dureza de la vida de aquellos años entre los nuestros... Ahora, los que hacemos retumbar la tierra tenemos poder y riquezas, y queremos disfrutar de ellas... Nuestro padrecito Rugila nos proporcionó el bienestar a todos... ¡Déjanos disfrutar de ese don y no nos fastidies!
—¡Tal prosperidad nos debilitará y acabará con nosotros! —insistió Atila, que también había empezado a alzar la voz—. ¡Fíjate en ti mismo, por el eterno cielo azul, estás muy gordo, y solo deseas pasarte el día en cacerías y en comilonas, y emborrachándote con tu concubino Zerco!
—¡A él no lo metas en esto! —replicó Bleda con odio.
—¡Nunca los hombres de las estepas hemos tenido ni inclinación ni trato carnal con otros hombres! —le recriminó duramente Atila con infinito desprecio en su voz.
—¡Zerco es mi bufón y me divierte! —se defendió Bleda, al tiempo que la tonalidad de su rostro viraba hacia el color del bronce.
—Hermano, el pueblo te quiere porque eres un buen kan, pero comenta que pasas las noches dentro del enano...
Los dos hermanos permanecieron en silencio durante unos instantes, mirándose de hito en hito.
—No voy a autorizar una expedición militar contra el territorio de los romanos mientras nos estén pagando puntual y generosamente el tributo —sentenció tercamente Bleda—, porque los nuestros quieren vivir en paz.
—¡Tú eres el que quiere vivir sin luchar, comiendo y cebándote como un capón! —gritó exasperado Atila.
—No voy a apoyar tus romanas ansias de gloria militar —replicó Bleda a su vez, pero sin alzar la voz, mientras tiraba de las riendas de su caballo, daba media vuelta y dejaba solo a su hermano con sus pensamientos.
Atila desmontó del caballo de un salto e hincó una rodilla en tierra mientras de su nariz comenzaba a manar un incesante río de sangre.[3] Al instante se aplicó un paño en las fosas nasales y echó la cabeza atrás, con la esperanza de que la hemorragia remitiese como en ocasiones precedentes.
Se encontraba en esa posición cuando compareció ante él Ruga, uno de sus fieles, que le traía la información solicitada. En cuanto el recién llegado se percató de lo que Atila estaba intentando hacer, se arrodilló junto a él y le sujetó la espalda para que pudiera reclinarse totalmente.
Atila se lo agradeció con un ligero movimiento de cabeza y lo instó a hablar con un movimiento de su mano.
—Tu tío Ebarso ha muerto dejando huérfanos a sus hijos, los hunos blancos del Cáucaso. Algunas hordas de hsiung-nu se han unido a los poderosos juán-juán[4] y sostienen combates con los más importantes principados chinos. Los germanos llamados vándalos se han adueñado de casi todo el norte de África que antes pertenecía a Roma. Y un emisario enviado por Flavio Aecio te aguarda en el campamento —le informó Ruga por riguroso orden, pues así era como le gustaba recibir las noticias a su kan.
Una hora más tarde, Atila, ya repuesto de su percance sanguíneo, recibió al romano acompañado por Ruga y Edeco, otro de sus fieles colaboradores y buen amigo suyo.
—¿Quién eres y qué te ha traído hasta nuestros dominios?
—¡Salve, Atila, caudillo de los hunos!... Mi nombre es Marcus Maecilius Avitus, pero me suelen llamar Avito, y soy uno de los legados del Alto Estado Mayor del magister militum maximus Flavio Aecio, quien me ha enviado para rogarte que le envíes una vez más tu ayuda, ¡oh, caudillo de los hunos!, y que lo auxilies contra sus enemigos.
Atila sonrió de una manera extraña, y preguntó:
—¿Quién perturba ahora la paz de mi hermano Flavio, al margen de los visigodos?
—Las bandas de bagaudas y de burgundios que intentan asolar las Galias.
—¿Quiénes son esos bagaudas[5] de los que hablas? —preguntó Ruga.
—Son cuadrillas de esclavos, de siervos, de desertores... Escoria inmunda que se ha unido para atentar contra la ley y el orden establecido, atacando la propiedad privada de los ciudadanos —explicó Avito con desprecio—. Son una hez de esclavos y siervos que abandonan sus puestos de trabajo y saquean las casas y las propiedades de sus respetables dueños, robando todo cuanto hallan a su alcance. Una plaga que asola cuanto toca y se apropia de los latifundios echando a sus legítimos amos. A tanto está llegando esta chusma miserable, que, habiéndose adueñado de una parte muy importante de las Galias, ha tenido la desfachatez de nombrar a un tal Tibato, antiguo esclavo, como emperador de sus territorios...
—Entonces, ese tal Tibato es una especie de nuevo Espartaco, ¿no? —lo interrumpió Atila con un tono ligeramente burlón—, un justiciero que quiere repartir la riqueza entre quienes la producen y no la disfrutan...
—No es mi intención contradecirte, ¡oh, gran kan de los hunos!, pero Tibato no es un justiciero, sino más bien una lacra y una desgracia similares a las que trajo aquel miserable esclavo tracio —insistió con vehemencia Avito, algo desconcertado ante la actitud del huno—. ¡Los bagaudas son una asociación de malhechores y bandidos, y un peligro para todos!
Atila le hizo una seña con la mano a Avito para que dejara de hablar, y todos permanecieron en silencio durante un rato, al cabo del cual el caudillo huno le comunicó:
—Avito, partirás acompañado de dos contingentes de diez mil guerreros cada uno.
—¡Gracias, magnánimo Atila!... ¡Veinte mil hunos! Aecio se alegrará sobremanera...
—Solo he dicho veinte mil guerreros —precisó Atila, interrumpiendo de nuevo al romano.
—Claro, claro, poderoso Atila... —reculó rápidamente Avito.
—Únicamente marcharán contigo cuatro mil hombres, el resto de la expedición la formarán nuestros siervos germanos —especificó Atila despidiendo con un gesto de su mano al romano, quien abandonó con toda celeridad la enorme tienda de fieltro del kan.
Cuando se quedaron solos los tres hunos, Atila les comunicó sus planes más inmediatos.
—Deseo que organicéis el llamamiento y el alistamiento de veinte mil hombres, y que preparéis todo lo necesario para que me acompañen.
—¿Vas a visitar a nuestros hermanos eftalitas al Cáucaso? —le preguntó Ruga.
—Nos vamos los tres —respondió Atila pasando un brazo por encima de los hombros de sus colaboradores—, para conocer entre los eftalitas, de primera mano, cómo se ha realizado la sucesión tras la muerte de mi tío Ebarso. Después nos iremos hacia las estepas que se extienden desde donde murió nuestro padrecito Rugila hasta el horizonte, por donde sale el sol, para observar los movimientos que están desarrollando allí los pueblos eslavos y las tribus alanas que merodean por aquellos contornos.[6] Y, por último, nos acercaremos hasta los dominios de los juán-juán y las infinitas murallas de los reinos chin[7] con el objeto de establecer alianzas con los que allí imperan.
Quiero tener las espaldas de nuestro mundo bien cubiertas, seguras y protegidas de cualquier ataque por sorpresa de los pueblos que habitan nuestras antiguas tierras y señoríos.