Todavía se murmura sobre ella en las calles de Jena cuando la mujer camina lentamente por el mercado. Eso sucede los martes, los miércoles y los sábados, mientras las labriegas, ignorantes de la trastienda, se afanan entre sus canastas, carretas y tenduchas, lanzando sus voces atronadoras: ¡fruta fresca!, ¡verduras frescas! Se cuenta que Caroline Schlegel anduvo confabulada con los jacobinos en Maguncia, al lado de Georg Forster, el famoso investigador de la naturaleza y narrador de viajes, cuando las tropas revolucionarias conquistaron la ciudad y se proclamó la república sin pensarlo dos veces. Era la revolución desde abajo. Fue la primera república en territorio alemán.
El tiempo de Maguncia no transcurrió sin dejar huellas en Caroline. Experimentó en su propio cuerpo qué significa pasar de ser una entusiasta espectadora de la revolución a una secuaz perseguida. Conoce el momento en el que la propia vida se descarría, los acontecimientos se agolpan ante uno y todo está en juego. Caroline sabe qué se siente cuando solo la mano auxiliadora de un amigo puede salvarnos del abismo que en realidad ya nos ha tragado. Su nombre da testimonio del camino hacia el destino que ahora le pertenece: Dorothea Caroline Albertine, Michaelis de nacimiento, viuda de Böhmer, casada de nuevo con Schlegel.
Caroline todavía es en Jena la «famosa Madame Böhmer», que «frecuentaba el club de Königstein». Ahora la miran con curiosidad y rechazo, y no solo Karl August Böttiger, el intrigante periodista de Weimar, siempre atento a los chismes. Hace poco Caroline ha escuchado en el mercado cómo cuchicheaban dos mujeres mientras se probaba un sombrero de ala ancha. La prenda le sentaba bien, a Schelling le gustaría. Con el rabillo del ojo ha observado cómo aquellas dos la señalaban furtivamente con el dedo. Son habladurías inevitables en una ciudad pequeña como Jena.
Cuando Caroline oye el nombre de Königstein vienen rápidamente a su memoria los horrores de aquellos días en los que ella estuvo prisionera en la fortaleza de Taunus, cuando en abril de 1793 intentó huir de Maguncia a Gotha para refugiarse en casa de sus amigos, la familia Gotter. La detuvieron en un puesto avanzado de Prusia, pocos kilómetros después de Oppenheim, al sureste de Maguncia; allí la registraron y, después de una breve inspección del pase, la llevaron al cuartel principal en Frankfurt. El nombre de Böhmer era conocido en el aparato oficial. Georg Wilhelm, cuñado de Caroline, había colaborado estrechamente con el general Custine, el cabecilla de la revolución. ¡Malditos demócratas! Le confiscaron el equipaje de viaje. Desde el cuartel principal fue directamente a prisión. En lugar de gozar de los árboles de la libertad que habían plantado durante el tiempo de la revolución, se vio en un cuarto oscuro. Maguncia había sido para Caroline la interrupción, largo tiempo soñada, de una vida demasiado limitada.
Johann David Michaelis es hijo de un reconocido teólogo y orientalista en la antigua y prestigiosa Universidad de Tubinga, baluarte de la Ilustración alemana. A Goethe le habría gustado muchísimo estudiar con él.1 Michaelis vive en una de las casas más lujosas de la ciudad, en la Prinzenstrasse, justo enfrente de los edificios de los colegios y de la biblioteca. Aquí crece Caroline, en un mundo erudito, en sociedad con todos los corifeos que llegan como invitados a casa de su padre. Hay que guardar las formas constantemente.
Poco antes de cumplir los veintiún años es entregada en matrimonio a Johann Franz Wilhelm Böhmer, que tiene diez años más y es médico oficial de minas; se casa con él y le sigue a Clausthal en Oberharz. Un año más tarde, en 1785, nace su hija Auguste. Caroline deja para más adelante sus propios anhelos por investigar. El reparto de papeles es evidente.
Cuatro años después de la boda, su marido muere a causa de una infección. Entretanto, ha nacido Therese, la segunda hija; se pone en camino otra vida. Caroline no ve más salida que volver a Gotinga. No se siente segura, pero ¿qué va a hacer en Clausthal, donde apenas hay otra cosa que cursos sobre minería y metalurgia?
No tiene demasiado tiempo para reflexionar. Primero muere su hijito Wilhelm, pocas semanas después del nacimiento, y luego Therese corre la misma suerte. Cuando fallece también su padre, toma la decisión de ir a Maguncia. Al verse entre la espada y la pared, no le queda otra alternativa que la huida hacia delante.
En Maguncia conoce, entre otras personas, a Forster, que ocupa el puesto de director de la biblioteca en la universidad de esa ciudad, y a su mujer Therese, hija de Christian Gottlob Heyne, especialista en ciencias de la antigüedad. En Gotinga, Therese, Meta Forkel, Dorothea Schlözer y Philippine Engelhard pertenecían a un grupo de hijas de profesores que querían también ser académicas ellas mismas y ejercer la actividad literaria, escribir tratados y poemas. Ya entonces regían otros lemas: ¡salgamos de los caminos estrechos!, ¡aprendamos francés, inglés e italiano!, ¡leamos a Shakespeare, Hume y Goldoni!, ¡acabemos con las desdichadas tardes de té! Caroline conoce la mentalidad republicana de Forster. Cuando llega de Gotinga no tiene idea de lo peligrosa que puede ser la ciudad de Maguncia. Allí encontrará rebelión en lugar de decoro.
No se había planteado que la hazaña de la libertad fuera a terminar en una reclusión carcelaria. De la guerra, en caso de producirse, había esperado una vivificación, una renovación de aquel tiempo anquilosado. Caroline soñaba con poder contar a sus nietos su participación en un asedio y cómo le habían cortado su larga nariz a un dignatario eclesiástico en la plaza del mercado.
Casi se alegra de que Auguste se encuentre con ella en la prisión. Ciertamente Gustel es todavía una niña, pero al menos puede confiarse a ella cuando no sabe qué hacer. Y eso sucede muchas veces, más de las que querría. La situación en Königstein es desoladora. Una celda con siete reclusos. Además, Caroline está embarazada. No de Forster, por mucho que Therese y medio mundo intenten atribuirle una relación con él. No, la cosa es mucho peor: está embarazada de un oficial que pertenece a las fuerzas de ocupación, precisamente nieto y ayudante del general Ervoil d’Oyré, que ha recibido el timón de Costune. Y mientras en la lejanía retumban los disparos de los aliados, se queda embelesada recordando la alegría desbordante de aquella noche de baile, ebria de libertad en el día de la conquista.
Caroline no se siente culpable, de ninguna manera, no hay motivo para las acusaciones que se alzan contra ella: colaboración con los franceses. Nunca habría puesto a Auguste en semejante peligro. Y si hubiese hecho lo que se le recrimina, lo confesaría. Entretanto, Forster está en París. Caroline no puede esperar de él apoyo de ningún tipo. Se considera a sí misma una rehén política.
Los días de prisión son largos. Caroline nota cómo el tiempo se detiene por completo. Ha visto demasiadas escenas terribles: prisioneros torturados hasta la muerte, sin que los hubieran escuchado o siquiera procesado. En una ocasión, permanece en la cama durante tres semanas. Pero Gustel está allí. Debe resistir por amor a ella.
En su desesperación confía en que se satisfaga la fianza, pero nadie está dispuesto a depositarla. Ni siquiera la puede ayudar Goethe, el influyente consejero privado y ministro al que ella una vez saludó con entusiasmo en su casa paterna de Gotinga y a quien ha visto de nuevo en Maguncia durante el pasado mes de agosto; aunque en este encuentro prefirieron no hablar de política. O la rescatan pronto o perecerá en aquellas circunstancias. Libertad absoluta o tiranía absoluta: esta era la solución de Forster, la que la atrajo hacia Maguncia. En eso nada ha cambiado. El fuego de los aliados cae sin cesar sobre la ciudad.
Hace algunos años que han estallado las guerras revolucionarias en Europa, y los franceses pululan por doquier. Austria, Prusia y pequeños Estados aliados decretan la movilización, para luchar contra «la influencia (influenza) de la libertad»,2 que en Francia se propaga como un virus peligroso. Hasta Maguncia se ha extendido la revolución. Si no se interviene ahora, mañana puede ser demasiado tarde.
Las clases altas del Antiguo Régimen reaccionan casi histéricamente contra los acontecimientos políticos de Maguncia. En todas partes se husmea el peligro de revolución. Cuando el príncipe elector Friedrich Karl Josef von Erthal tiene que huir de su propia ciudad, hace borrar sin demora las armas grabadas en la puerta del coche. Georg Wedekind, su antiguo médico de cabecera, se ha pasado a los revolucionarios. Más vale prevenir. La ira del pueblo arroja de la corte a los que gobernaban por la gracia de Dios.
A finales de mayo de 1793 el duque Carlos Augusto de Weimar y su ministro se unen a las fuerzas aliadas. Algunas unidades de Prusia y Austria, a las que se añaden también contingentes de Sajonia, de Hesse y del Palatinado, sitian ahora la ciudad bajo el mando supremo del general Friedrich Adolf von Kalckreuth. Las posiciones de los franceses no están en desventaja. Igual que en la expedición militar del otoño anterior, Goethe acompaña al duque en la guerra. En esa campaña3 los aliados tuvieron que darse por vencidos. Algo así no podía repetirse. Hasta el ataque decisivo contra la república, Goethe dedica su tiempo a la teoría de los colores, cuyos estudios hubo de interrumpir por la preparación de la campaña. Desde su punto de vista la naturaleza es paciente, a diferencia de la historia. Ningún hombre puede saber qué será lo próximo en acontecer, qué suceso sobrevendrá a esta u otra vida. Mientras que la historia siempre está a punto de dar el salto, en relación con la naturaleza hemos de decir que no hace saltos, por más que ninguna configuración sea igual a otra. Goethe contrapone el carácter de evento de la historia a la constancia de la naturaleza, que es algo así como un acto de autoafirmación en medio de un tiempo desatado en todos sus cabos.

Richard Earlom, El saqueo de la bodega real, 1792, página de un grabado a media tinta que reproduce una pintura de Johann Joseph Zoffany. Science Source / Album.
Cuando surge la ocasión, el duque se le acerca. Es una distracción provechosa. Carlos Augusto, que, como muchos otros observadores, acogió con agrado el acontecer de la revolución en París y quería ser «testigo visual», teme ahora que el espíritu destructivo de esa revolución pueda saltar a Alemania en cualquier momento y devastar regiones enteras. Maguncia no está muy lejos de Weimar. Si Austria, Prusia y Rusia no hubiesen resistido con fuerza el torrente de la historia, los disturbios habrían hecho ya acto de presencia en varias regiones de Alemania. Gracias a Dios las grandes potencias han esparcido un contraveneno frente a la anarquía, pero la enfermedad va de mal en peor.
En casa, en el ducado de Sajonia-Weimar, de nuevo hay que apretar un poco las riendas. Nada debe perturbar la paz. El año anterior, Gottlieb Heinrich Hufeland quiso dar por primera vez una lección sobre la Constitución francesa que la Asamblea Nacional acababa de aprobar. Pero si en alguien se puede confiar es en el consejero gubernamental Voigt, y Hufeland prefirió evitar los problemas con el gobierno. Sin embargo, Carlos Augusto sabe también que no todos los intelectuales en Jena y Weimar son tan sumisos. Se fía solamente de los amigos más íntimos.
En estos tiempos revueltos, Goethe va otra vez un paso por delante de su duque. Cuando se trata de aclarar el asunto de la sucesión de Reinhold, un kantiano convencido, tiende sus tentáculos hacia el filósofo Johann Gottlieb Fichte, un demócrata fervoroso, según es sabido, del cual se rumorea que simpatiza con la revolución.
Por razones académicas es obvio llamar a Fichte como heredero del trono de Kant. Esa adquisición sería un logro incomparable para la universidad, y ejercería una fuerza magnética sobre los estudiantes de Europa entera. Reivindicación de la libertad de pensamiento ante los príncipes de Europa, que hasta ahora la han reprimido es el título de la obra con que Fichte ha causado sensación recientemente, no en último lugar en Weimar. Wieland ha hablado de Fichte con buenas palabras; en cambio, para el autor «anónimo» de una recensión en la Allgemeine Literatur-Zeitung, Fichte es un «tipo miserable». En cualquier caso, en esos días sería difícil hallar una adhesión más clara que la de Fichte a las ideas de la Revolución francesa. Es un «jacobino alemán» y, sin embargo, Goethe intenta llamarlo a Jena. Lo que faltaba.
Esta cuestión no es una de las menores que han de abordarse en el campamento militar ante Maguncia mientras el verano irrumpe en las alturas del Rin y las tropas aliadas acampan entre vides dilaceradas y campos mutilados, segados, pues se ha dado orden a los labradores de cortar la mies para que los soldados franceses no puedan acercarse furtivamente protegidos por las espigas. Y día tras día, hora tras hora, llegan otras noticias alarmantes de heridos y muertos, sin perspectiva de que con el tiempo la situación vaya a mejorar. Los días son polvorientos y cálidos, y las noches, fantásticas. Cunde el malestar entre los regimientos; el tiempo se mueve en círculos en torno a horas inexistentes. Ni siquiera quienes cierran los ojos pueden ver revolotear mariposas sobre flores con olor a miel.4
El 18 de julio comienza el bombardeo. Día y noche resuenan los disparos. Arden iglesias, torres, calles enteras. Cuatro meses después de la fundación de la república de Maguncia, el 23 de julio, Austria, Prusia y sus aliados por fin reconquistan la ciudad. Se ha cumplido en todos sus frentes el temor de Forster,5 el de que los alemanes, este pueblo rudo, pobre y sin formación, no sean capaces de llevar a cabo ninguna revolución. Mientras Goethe y el duque cabalgan por las calles bombardeadas, ascienden tenues hilos de humo sobre los tejados.
Caroline logra la libertad de forma indirecta. La habían trasladado a Kronberg, una pequeña ciudad a una hora de distancia de Königstein, donde podía salir en todo momento al aire libre, aunque seguía siendo una prisionera. Philipp, su hermano más pequeño, pudo conseguir su liberación a través de una amiga cercana que tenía buenos contactos con el rey de Prusia. Así que finalmente abandona ese terrible ambiente.
Sale despojada de todos los honores y con la salud quebrantada. Se confía a August Wilhelm Schlegel. Cuando estudiaba en Gotinga, Schlegel había intentado conquistarla, pero en el momento más férvido, ella, hija de una prestigiosa familia, lo había rechazado, ignorado y ofendido profundamente. Ahora aprovecha su segunda oportunidad.
Conocedor del destino de Caroline, Wilhelm viaja directamente de Holanda a Frankfurt. Le devuelven a Caroline el equipaje que le habían confiscado al detenerla, pero no el dinero. La mujer carece de todo. Wilhelm le da su apellido a la caída, a la proscrita. Esta deja en casa de unos padres acogedores al hijo que ha alumbrado en la ciudad sajona de Lucka entre dolores insoportables.6 Wilhelm Julius tiene un año y medio de edad.
En el verano de 1796, justo después de la boda, Caroline y Wilhelm se trasladan a Jena. La decisión estuvo mediada por la invitación explícita de Schiller, que quiere ganarse a Wilhelm para él y para su proyecto de la revista titulada Die Horen. Parece que la vida vuelve a transcurrir por cauces tranquilos. El matrimonio se instala primero en una casa del comerciante Beyer en el mercado, y también ha arrendado un pequeño jardín a las puertas de la ciudad. Wilhelm le había prometido dos cortinas blancas, pero en realidad cuelgan un par de andrajos grises delante de la ventana. La casa está descuidada y es pequeña, pero de momento es suficiente. Hace poco que Wilhelm ha traducido este bello pasaje de Romeo y Julieta: «Ningún bastión de piedra puede defenderse del amor, y el amor se atreve a lo que de algún modo puede». Todo un reino por un pecho.
En otoño se trasladan a un patio interior cuadrado en la Leutragasse, uno de los mejores emplazamientos. Pertenece a la casa Döderlein,7 en la que desde 1797 vive Friedrich Niethammer con su mujer Rosine Eleonore Döderlein, viuda de Johann Christoph Döderlein, miembro del consistorio muerto en Jena en el año 1792. El patio interior está separado de la parte anterior de la casa por un arco de medio punto, y así queda protegido de los estudiantes cuando se producen altercados, pues a estos les gusta romper los cristales de las viviendas de los profesores. La Revolución no solo produjo disturbios en Francia, también abundaron en Jena. Los Schlegel deben a un gesto de amistad del teólogo y filósofo suabo el hecho de habitar esa vivienda.
Tal como es usual para los profesores, el complejo está configurado con magnificencia, tiene biblioteca y auditorio propio, donde caben hasta cien estudiantes. Wilhelm espera poder dar clase allí sobre estética e historia de la literatura antigua, sus especialidades. Ha iniciado negociaciones al respecto. Llegado el caso, para acceder al auditorio subiría por el patio interior a través de la escalera de caracol.
Caroline, en compañía de Wilhelm, se siente apreciada por primera vez. De alguna manera empieza a sentirse familiarizada con el valle, digno de contemplación, en el que ambos viven. Y así es como han venido a parar aquí, a Jena. Poco puede importarle lo que se chismorree en la calle sobre ella, su persona y su historia. Cuando Fritz y Dorothea se muden allí el año próximo, la situación será mejor aún, más emocionante. Podrían vivir todos juntos en una especie de vivienda comunitaria.
Parece como si el recuerdo del tiempo difícil en la prisión palideciera lentamente. Pero no puede olvidar que la gran Revolución, que se propaga como una fiebre, le ha mostrado su peor cara. Hasta que Schelling llega a Jena, la Revolución no es sino una utopía fracasada.