En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

Mira hacia abajo. ¿Qué ves? Las manos, la mesa, el suelo, tal vez una taza de café, o un portátil o un periódico. ¿Qué tienen en común? Son objetos que puedes tocar. Lo que ves cuando miras hacia abajo son cosas que están a tu alcance, cosas que puedes controlar ahora mismo, cosas que puedes mover y manipular sin planearlo, esforzarte o pensar. Tanto si se deben a tu trabajo, a la amabilidad de los demás o sencillamente a la buena suerte, gran parte de lo que ves cuando miras hacia abajo es tuyo. Son cosas que posees.
Ahora mira hacia arriba. ¿Qué ves? El techo, quizá cuadros en la pared, o cosas por la ventana: árboles, casas, edificios, nubes en el cielo; cualquier cosa que está lejos. ¿Qué tienen en común? Para alcanzarlos, tienes que planear, pensar, calcular. Aunque solo sea un poco, pese a todo exige algo de esfuerzo coordinado. A diferencia de lo que vemos cuando miramos hacia abajo, el ámbito de arriba nos muestra cosas en las que tenemos que pensar y trabajar para obtenerlas.
Parece sencillo porque lo es. Sin embargo, para el cerebro, esta distinción es la puerta entre dos modos sumamente distintos de pensar, dos modos muy diferentes de lidiar con el mundo. En el cerebro, el mundo de abajo está dirigido por un puñado de sustancias químicas, los llamados neurotransmisores, que hacen que sientas satisfacción y disfrutes de lo que tienes aquí y ahora. Pero cuando prestas atención al mundo de arriba, el cerebro cuenta con la ayuda de una sustancia química distinta, una única molécula, que no solo deja que te muevas más allá del ámbito que tienes a tu alcance, sino que también te motiva a perseguir, controlar y poseer el mundo que está fuera de tu alcance inmediato. Te impulsa a buscar esas cosas lejanas, tanto físicas como las que no puedes ver, como el conocimiento, el amor y el poder. Ya sea extender la mano para llegar al salero en la mesa, viajar a la Luna en una nave espacial o adorar a un dios allende el espacio y el tiempo, esta sustancia química nos permite dominar todas las distancias, tanto geográficas como intelectuales.
Esas sustancias químicas de abajo —las llamamos del «aquí y ahora»— te permiten notar lo que tienes delante de ti. Hacen que puedas saborear y disfrutar, o quizá luchar o escapar, ahora mismo. La sustancia química de arriba es distinta. Te hace desear lo que aún no tienes y te impulsa a buscar cosas nuevas. Te recompensa cuando la obedeces y te hace sufrir en caso contrario. Es la fuente de la creatividad y, más lejos en el espectro, de la locura; es la clave para la adicción y la vía para la recuperación; es el pedacito de biología que hace que un ejecutivo ambicioso lo sacrifique todo en busca del triunfo, que los actores, los empresarios y los artistas de éxito sigan trabajando mucho después de conseguir todo el dinero y la fama que siempre habían soñado, y que un marido o una esposa contentos arriesguen todo al ilusionarse por otra persona. Es la fuente del innegable gusanillo que lleva a los científicos a encontrar explicaciones y a los filósofos a encontrar el orden, la razón y el sentido.
Por eso miramos al cielo buscando redención y a Dios; por eso el cielo está arriba y la tierra está abajo. Es el combustible para el motor de nuestros sueños; es la fuente de nuestra desesperación cuando fracasamos. Por eso buscamos y triunfamos; por eso descubrimos y prosperamos.
Por eso no nos dura mucho la felicidad.
Para el cerebro, esta única molécula es el principal mecanismo polivalente, y nos insta, por medio de miles de procesos neuroquímicos, a dejar atrás el placer de la mera existencia y explorar el universo de posibilidades que llegan cuando las imaginamos. Todos los mamíferos, los reptiles, las aves y los peces tienen esta sustancia química en el cerebro, pero ninguno tiene tanta como el ser humano. Es una bendición y una maldición, una motivación y una recompensa. Carbono, hidrógeno, oxígeno y un átomo de nitrógeno; es simple en la forma y compleja en el resultado. Es la dopamina, y cuenta nada menos que la historia de la conducta humana.
Y si quieres sentirla en este momento, si quieres ponerla al mando, puedes hacerlo.
Mira hacia arriba.

Hemos llenado este libro de los experimentos científicos más interesantes que hemos podido encontrar. Aun así, algunas partes son especulativas, sobre todo en los últimos capítulos. Además, en algunos puntos hemos simplificado en exceso para facilitar la comprensión del material. El cerebro es tan complejo que incluso el neurocientífico más meticuloso debe simplificar para elaborar un modelo del cerebro que pueda entenderse. La ciencia también es complicada. A veces, los estudios se contradicen entre sí, y se tarda en aclarar cuáles son los resultados correctos. Comprobar todo el conjunto de datos aburriría enseguida al lector, así que hemos seleccionado estudios que han influido de forma importante en el campo y que reflejan la opinión unánime de los científicos, cuando esta existe.
La ciencia no solo es complicada; puede ser a veces muy peculiar. La búsqueda para entender la conducta humana puede adoptar formas extrañas. No es como estudiar las sustancias químicas en un tubo de ensayo o incluso las infecciones en personas vivas. Los neurocientíficos tienen que encontrar modos de desencadenar comportamientos importantes en un entorno de laboratorio, en ocasiones comportamientos sensibles impulsados por pasiones como el miedo, la gula o el deseo sexual. Cuando es posible, elegimos estudios que destaquen esta rareza.
Las investigaciones en los seres humanos, en cualesquiera de sus formas, son difciles. No es lo mismo que la asistencia clínica, en la que médico y paciente colaboran para tratar la enfermedad de este último. En ese caso, eligen el tratamiento que consideran más adecuado, y el único objetivo es que el paciente mejore.
La finalidad de la investigación, por otro lado, es responder a una duda científica. Pese a que los científicos trabajan mucho para minimizar los riesgos para las personas, la ciencia debe ser lo primero. A veces, acceder a tratamientos experimentales puede salvar vidas, pero, por lo general, los voluntarios que participan en una investigación se exponen a riesgos que no tendrían durante una atención médica normal.
Al ofrecerse voluntariamente a participar en estudios, esas personas sacrifican una parte de su propia seguridad en favor de otras, enfermos que tendrán una vida mejor si las investigaciones son eficaces. Es como el bombero que corre hacia un edificio en llamas para rescatar a las personas atrapadas en su interior, que elige ponerse en peligro por el bien de los demás.
El elemento clave, desde luego, es que el voluntario tiene que saber exactamente dónde se está metiendo. Se denomina consentimiento informado, y suele presentarse en forma de un documento extenso que explica el propósito de la investigación y enumera los riesgos que entraña participar. Es un buen sistema, aunque no es perfecto. Los voluntarios no siempre lo leen con detenimiento, sobre todo si es muy largo. A veces, los investigadores omiten aspectos porque el engaño es una parte esencial del estudio. No obstante, en general, los científicos hacen todo lo posible para asegurarse de que los voluntarios son colaboradores dispuestos a abordar los misterios de la conducta humana.